martes, 6 de septiembre de 2016

El diario de Maruja (Cuento)

Baúl,  fotografía tomada de Google
 Por Nelson Lombana Silva

 1

El viento fresco del atardecer recorría la región dejando una huella lúgubre e infinita de nostalgia que se acumulada cada día con más ímpetu al recordar la memoria de Maruja, fémina de contextura menuda, bajita, tez trigueña, delgada y de mirada taciturna. En su enjuto rostro se leía su tragedia. El duro recorrer por la vida sacudida por la violencia, que había destrozado su destino muy niña cuando perdió el calor de sus abuelos a raíz del asesinato de ellos en la vereda Fonda Colombia, a manos de Pájaro Azul, comandante de maleantes que se había abrogado el derecho de decir quién debía vivir y quien no en la exuberante comarca.



Raspó el tarro para sacar la última pisca de café y mientras el agua hervía en el fogón de leña, miró a través de la ventanita los plantíos. Su visión borrosa no le permitía ver con claridad como otrora cuando era joven y podía recorrer aquellos parajes con fuerza descomunal de animal grande. El ruido de los ratones cenizos no la incomodaba. Miraba la hazaña de estos roedores con cierta complacencia y complicidad, pues consideraba que a pesar de ser tan horribles y detestados por el hombre, sobre todo la mujer, eran felices. Nunca había visto un ratoncito triste, sonso y perezoso. Siempre cruzaban raudos, con sus ojos expresivos y su olfato desarrollado en busca del sustento. “Nunca se ven enfermos”, solía decir.


Ese día moría. Allá, a lo lejos, entre colinas y monte, el sol iba desapareciendo, su brillantez disminuía y el vientecillo, fiel anuncio de la noche, comenzaba a anunciarse. La casona era grande de madera sin pulir, techada con tejas de zinc, un corredor largo rodeado de chambrana también de madera. En la parte posterior, había un pequeño patio terroso y enseguida el barranco. La finca era cafetera, levantada en medio de la cruda violencia, gracias al esfuerzo tenaz de don Alberto, que sin saber leer ni escribir, tenía una visión clara de la responsabilidad. El agua llegaba por canales de guadua, la cual era traía de la quebrada la Sardinata, atravesando el profundo peñón, por donde Rodrigo y Cristóbal habían lanzado un perro famélico y sarnoso de color gris con pintas blancas, para que  muriera, pero el noble animal había superado el atentado con sacrificio y heroísmo, saliendo ileso, regresando a casa batiendo tímidamente la cola, no con espíritu revanchista, sino con espíritu conciliador, demandando una segunda oportunidad de vivir al lado de ellos.


Cuando Maruja se enteró de la travesura, no dudó en condenar el hecho. Sin rodeos lo consideró un crimen contra una criatura inocente e indefensa. Fue dura con Rodrigo y Cristóbal de principio a fin a pesar del profundo amor filial que les profesaba. “Creo – dijo en esa oportunidad – es más malo lo que querían hacer que matar a un ser humano, por cuanto el ser humano por lo menos tiene la capacidad de defenderse”. De esa dimensión Maruja concibió la travesura de sus hijos que frisaban por doce y trece años, respectivamente. Sin embargo, allí no paró la perorata. “¿Qué culpa tiene el perrito de tener sarna, estar flaco y abandonado?” “Si existiera justicia, el que debería responder no es el perrito sino los dueños, ¿No les parece?”, dijo señalándolos mientras empuñaba el perrero para hacer justicia. A cada uno le dejó caer un par de latigazos con fuerza e indignación. Rodrigo, que era el más listo, intentó huir por la ventana, pero no alcanzó. El látigo se estrelló con más fuerza en sus piernitas de pinche. Cristóbal se acuclilló y suspirando pasó la tormenta con cierto estoicismo.


Echó el pedacito de panela y revolviendo el café para que se disolviera, Maruja apartó la chocolatera colocándola sobre las brasas para que se cociera a fuego lento. Sacó un tizón al rojo vivo y despojándolo de ceniza lo introdujo en la chocolatera con la convicción de que así se asentaba el tinto. El tinto salió a borbotones mojando las brasas. Maruja, fue al lavaplatos y con sus manos arrugadas y frágiles lavó los tiestos del almuerzo con cierta parsimonia. Los nietos corrían por el corredor en desorden lanzando chillidos y carcajadas. “Ya vendrá su mamá y los castigará”, les dijo saliendo un instante a la puerta. Los pequeños no se dieron por notificados. “Carajo – dijo Maruja mientras buscaba el pocillo para servir el tinto – es la nueva generación”.


“Buenas”, dijo Mariela dejando en la mesita los objetos que traía. Los chiquillos acudieron presurosos a ver qué les había traído de la población. Sudorosa, permaneció largos minutos afuera. Maruja la auxilió con agua “chorriada”, es decir, agua con panela y limón. Le sirvió una totumada. “¿Qué se dice por el pueblo?”, preguntó Maruja en voz baja. Mariela la miró desganada y mirando a su alrededor le dijo en voz baja: “Tragedia, mamá. Hay rumor de que anoche hubo una masacre en Totarito a manos de la Chusma. La gente está muy asustada”. Maruja hizo una pausa y volviendo débil su mirada, interrogó a Mariela con más fuerza. “En toda La Palma se dice que los bandoleros pararon el último bus, bajaron a toda la gente y no solo la robaron sino que la mataron, unas a cuchillo, otras a machete y otras a bala. Se salvaron unas cuantas personas porque fortuitamente pasaba por allí una comisión de la policía que se vio obligada a hacerle frente, en la reyerta dos policías murieron, todos iban descuidados, según dicen los comentarios, iban jugando”.


Maruja suspiró. Miró a su alrededor con miedo e impotencia. “Pueblo pobre matándose entre sí, en nombre de una ideología. Qué estupidez”. Apretó sus manos a la altura del pecho diciendo: “Anoche tuve el presagio de la tragedia porque escuché cantar el pájaro Trespies, ese anuncio no falla, ahí está reflejado”, dijo musitando una corta oración. Mariela la miró pensativa, entrando a su cuarto a cambiarse de ropa recordó la tradición de los antiguos. Efectivamente, ellos solían decir que las tragedias eran anunciadas de distintas maneras, pero que el ser humano aun no tenía la capacidad para entenderlas y por el contrario, consideraba que todo era superchería de brujos y adivinos.


Maruja sirvió el pocillo de café y cruzando de extremo a extremo el corredor se acomodó en su pequeña butaca de madera sin pulir. Era la costumbre consuetudinaria. Sorbo a sorbo fue saboreando la bebida, mientras la tempestad de recuerdos acudía a su memoria como siempre solía acontecer. Su vestido largo floreado lo acomodó con parsimonia. 


Había nacido en la vereda Ventanal, en medio de una platanera y cafetal arábigo frondoso, bajo un aguacero torrencial que bien parecía el diluvio universal. La partera cruzó la distancia montada en el caballo azabache de don Alberto, se sostuvo fuerte en la montura mientras el noble animal desafiaba el lodazal y la pendiente con verdadera maestría. “Vengo – dijo – porque amo el servicio, mi profesión”. Era una mujer de piel oscura, pelo alborotado y adentrada en años. Corpulenta. La dentadura era perfecta. No tenía hijos. “Me quedé vistiendo santos”, solía decir con gracia. Era humana, servicial. Compartía hasta un agua de panela si fuera necesario.


Se apeó  ensopada de lluvia y cruzando el patio empedrado entró a la casita dibujando una risita graciosa. Fue al cuarto del fondo y cambiándose de ropa entró al cuarto de la vieja Antonieta que se debatía entre los dolores del parto. “Tómese un café para el frío”, dijo la vecina que estaba auxiliando a Antonieta. Una mujer grande, expresiva y campesina de pies a cabeza. Así era Antonieta con sus grandes ojos negros, bajo unas cejas espesas. “El deber primero”, dijo la partera revisando los elementos para su oficio de rutina.


La lluvia huracanada no paraba. Las descargas eléctricas interrumpían la tranquilidad en toda la región. “Quemen ramo bendito”, recomendó al cerrar el cuarto de Antonieta. En esas condiciones, nació Maruja. Lo primero que experimentó fue lluvia y amor filial de sus padres, especialmente de don Bernardino que preocupado labraba la tierra de sol a sol. Sin embargo, su nacimiento no fue trascendente, tampoco su infancia. Era un hogar humilde que manejaba la teoría que dice que donde come uno, comen dos, por cuanto cada quien viene al mundo con el pan bajo el brazo. Se entretenía a menudo con la tierra, los palitos cortos haciendo casitas y viendo correr el río por entre piedras redondas y alargadas. A los siete años, actuaba como adolescente, pues hacía los oficios de la casa. Además, ayudaba al aseso de la casa y a llevar los alimentos a los trabajadores, lavar la ropa de ella y de sus hermanitos. No tuvo espacio ni tiempo para ser niña.


Sin embargo, nunca recriminó a sus padres. Por el contrario. Solía decir que gracias a esa rigidez fue persona y aprendió  a respetar su cuerpo y a luchar decididamente contra la pobreza. Fue un par de años a la escuela aprendiendo a leer, a escribir y las cuatro operaciones matemáticas. “Eso es suficiente, lo demás es perder plata”, decía su progenitor. Pensaba que la mujer no necesitaba estudiar, la inversión estaba en educar al hombre, era el machismo en toda su dimensión que Maruja concibió como algo “natural”. Con esa convicción inmodificable murió. 


Maruja tenía motivos suficientes para decir que el marido era como el segundo papá. Había que obedecerle y estar dispuesta a satisfacer sus caprichos sin chistar nada. Cuando alguien opinaba distinto, ella le salía al paso con el argumento bíblico: “Somos apenas una costilla”. Era suficiente para apabullar cualquier discusión. Dios había dormido a Adán para sacarle una costilla y de ella crear a la mujer, con la única misión de complacer todos los requerimientos del hombre. La mujer entonces no tenía valor, era un simple objeto para el hombre. Así se mantuvo durante largos y azarosos siglos, sometida al hombre con qué fuerza y poder. Era por eso que el filósofo Schopenhauer solía decir sin remordimiento que la mujer era de cabellos largos e ideas cortas.


El peso de sus ochentas años hacía estragos en su estado físico y emocional. Con frecuencia se iba en el horizonte disperso y superfluo de los  devaneos cruzando los pastales de gigante buscando el Corcel para ir al mercado. Todo le parecía tan real que cuando su hija la detenía y ella reaccionaba se ofuscaba y decía que todos se habían puesto de acuerdo para matar su felicidad. Su hija mayor la tranquilizaba con la tasa de café y las galletitas de chocolate. Con eso se tranquilizaba y pasaba de la ofuscación a la risa. “Era una broma haber como reaccionaba”, decía.    


2


Por primera vez destapó el baúl de los recuerdos, mientras sus nietos brincaban en el largo corredor, Mariela preparaba la comida, Rodrigo y Cristóbal estudiaban la primaria y don Alberto se divertía con los gallos de pelea. Toda su fortuna quedaba sin remordimiento en estos animales al calor de una cerveza o un chirrinche. Las parrandas eran sucesivas, al decir de Maruja, cada ocho días. Iba con sus amigos de pueblo en pueblo gastando el dinero que le había prestado la Caja Agraria para la recolección de la cosecha de café. No se preocupaba por eso, solía decir sin ambages que del mismo cuero salen las correas. Confiaba ciegamente en la fertilidad de la tierra de su terruño y la frondosidad del cafetal. “Da para pagar a la Caja y jugar el pollo Canaguay”, solía decir sin emocionarse.


Se inclinó y abriendo con dificultad el diario detuvo su mirada en la primera página. Diez años los tenía resumidos en un pequeño párrafo mal escrito con horrores  de ortografía, de sintaxis, de morfología, pero pletórico de amor y sensibilidad humana. Trabajar, cuidar a sus hermanitos y estar al tanto de los animales, caracterizaban aquel período ensopado de ingenuidad y tradición filantrópica.


Iba a misa cada ocho días con la certeza de que era más pecado dejar de ir a misa que matar a una persona. Todas las noches participa del rosario y el primero de mayo, día de la cruz, de los cinco mil Jesús. La primera comunión fue solemne. Su madre vendió una cochada de huevos y una docena de pollos bastos para atender la ceremonia religiosa que implicaba recibir la primera comunión. Ese domingo no llovió, pero tampoco hizo sol. Agarrada de la mano, su madre la entró al templo y la acomodó en la primera fila junto a otras niñas, los niños estaban al otro lado. Vestía de blanco espléndido, los guantes del mismo color, lo mismo que el ramillete de flores de azucenas blancas olorosas. También llevaba un delgado cirio adornado con pequeñas cintillas doradas.


El cura alto, delgado y moreno, vestía la sotana negra y sobre ella una capa púrpura vistosa. Caminaba erguido y solemne. Después de la prolija homilía el cura se acercó a los niños y niñas para darle el cuerpo de Cristo, una pequeña hostia de trigo insípida. Sintió pánico. Cuando tuvo al levita a tiro de cañón Maruja palideció. Tenía la convicción de que estaba frente al vicario de Cristo. Lo vio espléndido, majestuoso,  levitaba. Estupefacta se quedó paralizada no pudiendo contestar lo que tanto había entrenado durante el cursillo que costó cinco centavos. El cura se inclinó solemne y con la hostia en sus frágiles manos, dijo con nitidez en latín: “Cuerpo de Cristo”. Ella debería haber contestado simplemente: “Amén”. Pero no lo hizo. Miró al cura con horror. Él así lo entendió y no la recriminó. Giró sobre sus pasos y caminó lentamente teniendo sobre su pequeña lengua la hostia, mejor dicho, el cuerpo de Cristo. No sabía qué hacer con eso en la boca. Había olvidado preguntar. Miró con horror a su madre y arriesgándose a una paliza, le dijo al oído: “¿Qué hago con el cuerpo de Cristo?” La mamá tampoco sabía, quizá por eso no la regañó. Titubeante le contestó: “Eso le pasa por no preguntarle al Padre”, se inclinó y se santiguó y después de un largo Padre Nuestro en latín mal pronunciado le recomendó que la dejara en la lengua libremente y que rezara mucho, que la hostia se iba disolviendo poco a poco a punta de oración. Maruja esperó pero el milagro no se manifestó, la hostia seguía intacta. Rezó cuanta oración sabía y nada, entonces no tuvo más remedio que morderla. La sintió insípida. Estuvo a punto de escupir, pero se contuvo porque recordó a su madre que decía que escupir en la casa de Dios era como escupirlo en el rostro. Era pecado mortal. Disimuladamente masticó un par de veces y engulló la hostia, mejor dicho: El cuerpo de Cristo, no de un estirón pero sí de dos o tres.


La tortica modesta fue preparada por Sofía, una mujer humilde y sencilla de la comarca que siempre estaba al lado de su clase social. Sentía repulsa hacia los ricos, cuando se le preguntaba por qué esa postura, no dudaba en contestar: “No pertenezco a esa clase y sé que esa clase me odia, pero me explota mi única mercancía que puedo ofrecer: La fuerza de trabajo”. Se preparó un sancocho de gallina criolla y albóndigas de carne de res debidamente adobadas. Los vecinos fueron invitados a compartir. Uno que otro llegó con un detallito y otros con la promesa que lo harían después.


Ese día descansó. Fue agasajada, considerada el centro de atracción. “¿En la segunda comunión, la fiesta es la misma?”, preguntó con delicadeza. “Por supuesto que no”, contestó su madre mirándola fríamente. “¿Por qué?”, preguntó también tímidamente. “Si así fuera no alcanzaría el oro del mundo”, contestó Antonieta poniéndole fin a la conversación bruscamente. Maruja no contestó. Se confundió entre los niños y niñas que habían hecho presencia.


Levantó la mirada vidriosa y espantando el ramillete de mariposas de vistosos colores que iban de un lado para otro alrededor de lámpara Coleman, untó de saliva el dedo corazón para pasar a la siguiente página.


Poco dialogaba con su padre, a pesar del cariño oceánico que don Bernardino le profesaba. La consigna era permanecer al cuidado de la madre. Maruja tenía un lunar en el dorso. Caminaba erguida. Era noble.  Era la primera en levantarse y la última en acostarse. Era la tradición de que la mujer no estudiara, pues el saber estaba dirigido exclusivamente para el hombre. Se partía del criterio de que la mujer había salido de una costilla del hombre. Además, por su desobediencia había irrumpía en el mundo el pecado. Había puesto en ridículo al hombre, que redondito había cedido a la tentación de comer el fruto del árbol prohibido.


“Todos esos errores originales – solía decir Maruja – tenía que llevar a cuestas la mujer a través de la historia”. Toda esa argumentación era expuesta por el curita de aquella remota provincia acosada por la soledad y la ausencia de gobierno. Don Alberto cada vez que tenía discusión con ella, le preguntaba por qué ella bajita y doña Antonieta alta. “Yo no es que sea tan bajita”, solía decir. Maruja que era mujer sumisa fingía desconocer el fondo de la pregunta y daba la misma explicación: “Para Dios no hay nada imposible”.


Maruja se desarrolló en este ambiente de permanentes limitaciones. Ir al pueblo descalza y recorrer las calles enlodadas era todo un acontecimiento que Maruja dibujaba en la mente con nitidez. La primera visita fue el día de mercado. De la mano de su madre cruzó las callejuelas con destino al templete. Ese paseo la marcó para siempre. Había una recua de mulas enjalmadas en la calle principal, los arrieros libando en la tienda impura teniendo en sus piernas chicas con escaso vestuario. Del lenguaje soez que percibió aquella mañana lluviosa se le grabó una y la atormentó tanto que de regreso por el camino estrecho y embarrado, interrogó a su madre con la perfecta inocencia de niña montaraz: “Mami – le dijo – ¿Qué significa la palabra puta?” Antonieta reaccionó sorprendida. “¿Qué pregunta hija?” y sin dejarle decir nada, la trancó con una retreta de padre y señor mío.


“Esas palabrotas no se dicen niña”, dijo mientras avanzaba por el retorcido camino rodeado de espesa vegetación, siguiendo paso a paso a la pequeña Maruja. La pequeña se detuvo un instante, la miró y siguió la marcha. No insistió. Años después habría de encontrar la respuesta en boca del morboso vecino que frisaba por su misma edad. La tarde soleada bajo el corpulento Guayabo, confesándole con crudeza el significado. “Es la que da eso”, dijo señalándole la entrepierna. La pequeña sonrojada cambió rápidamente de tema mirando a lo lejos el bramido del ganado vacuno que se acercaba pesadamente. Aprovechando la coyuntura se marchó sin decir adiós. Cruzó la cerca separando la cuerda de alambre púa, avanzó por el sendero y entrando por el retrete fue directa a la cocina en busca de agua de panela. Su madre estaba ensimismada dorando las arepas para la cena. Escasamente la vio cruzar. Al salir de la cocina entro al cuarto. Se sentó en el borde de  la cama y volviendo su cuerpo hacia adelante miró la entrepierna, levantando la bata dejando al descubierto el calzón pepeado borde de olla. “¿Qué tiene que ver esto con la palabra puta?”, se preguntó.


Sus meditaciones las interrumpió Antonieta para que fuera a cenar. Se bajó la bata y cerrando a su espalda el cuarto fue a la pequeña mesa que hacía de comedor. Ya estaban allí sus demás hermanos y don Bernardino con su traje de fatiga. “Hoy me toca la pegada a mí”, dijo mirando a su madre. Antonieta la miró irónica asintiendo con la cabeza. Los demás hermanos no protestaron, a excepción del mayorcito que dijo: “Mañana me toca a mí”. La oración la dirigió como siempre don Bernardino. Era la misma: “Gracias Dios por este alimento que nutrirá nuestro cuerpo para seguir viviendo, que nadies en el mundo se acueste con hambre. Amén”. “¿Qué significa la palabra amén?”, preguntó Maruja. Su padre la miró. Titubeó al momento de contestar con la mayor franqueza: “No sé, habrá que preguntarle al cura el domingo”.


Una vez cenaron, fueron al corredor y como siempre don Bernardino los entretuvo con sus historias de espantos. Era el momento más esperado por Maruja y sus hermanitos. Se solían arremolinar alrededor de su progenitor quien relataba con qué seguridad historias de los antiguos con verdadero acento surrealista mágico.


En esta oportunidad se refirió a los desobedientes: Había un señor muy desobediente que no observaba los diez mandamientos. En una semana santa le dio por ir a cazar. No atendió a nadies que les decía que era pecado mortal ir a cazar en la semana santa. Cogió su rifle, una escopeta de fisto y los perros de caza y se fue. Una vez entró a la montaña soltó a los perros, los animales amusgados se retiraron unos metros del cazador y comenzaron a aullar de la forma más horrible. El cazador retrocedió y apuntando con el rifle esperó. Pronto sintió el crujir de los palos secos y el movimiento fuerte de la vegetación. “Es un animal grande”, pensó acariciando el gatillo del rifle. Sentía el animal más y más cerca pero no lo veía. Casi el resuello y nada.


Sintió que su cabello se erizaba y sus movimientos eran cada vez más lerdos. Los perros seguían aullando cerca pero tampoco los veía. Quiso dar un paso hacia adelante, pero no pudo, sus piernas no le obedecían. Retrocedió. Se dio cuenta que hacia atrás si le funcionaban normalmente sus piernas pero hacia adelante no. Dando tumbos salió de la montaña de para atrás. Al salir al potrero, recuperó su motricidad. El ganado estaba arrodillado, las vacas bramando y los toros mugiendo.


No tuvo valor para llamar a sus perros. Se echó a correr espavorido. Cruzó la distancia a grandes zancadas. Corría y corría y le parecía que no corría. Exhausto se tiró al piso en un pequeño montículo a descansar. Sudaba copiosamente. “Estoy cansado”, dijo en voz alta. Uno de los perros, le contestó: “Yo también amo”. El cazador lo miró y se desmayó.


Maruja se incorporó y corriendo por el largo corredor fue a su cuarto pensando que lo correcto era obedecer los diez mandamientos. “La autoridad es la autoridad”, se dijo mientras se metía bajo las cobijas y apagaba de un soplo la luz mortecina del candelabro. Su corazón latía aceleradamente y su pequeño pulso se alteraba como todas las noches. Bernardino dramatizaba sus historias, las hacía tan patéticas, que los niños las concebían reales y aleccionadoras.


La única que solía protestar era Antonieta. Concebía aquellos relatos demasiados pesados para los niños. “Un día de estos – dijo aquella noche – va a matar a una criaturita de susto”. Bernardino la miró irónico y mientras se acomodaba a la orilla, le dijo por entre los dientes: “¿De qué otra manera los educo?”. Antonieta acomodándose pesadamente en el rincón, no tuvo que contestar. Solo atinó a aconsejar más prudencia. Bernardino acariciando su cabellera frondosa que le bajaba hasta la cintura le contestó por entre los dientes: “En casa manda el hombre, mija”. Antonieta no contestó. Suspiró y volviéndose para el rincón pronto comenzó a roncar. Se durmió convencida de que en la casa manda el hombre.

3

Tenía 17 años. Cada ocho días iba a misa con su madre y con alguna frecuencia con su papá. Subía la pendiente entre oscuro y claro, en medio del trinar de los pajaritos multicolores que iban de un lado para otro buscando el sustento diario. Su cabellera azabache la reducida a dos trenzas. Su piel canela y su mirada taciturna dejaban a su paso boquiabierto a los jóvenes de su edad. Tímida y sumisa masticaba la pobreza con resignación pensando en la eternidad. Tenía claro que era normal la existencia de ricos y pobres, su peculiar análisis la llevaba a esa conclusión mirando a su alrededor los acontecimientos crudos e inexorables de una comunidad acosada por la pobreza y deseosa de vivir.


No había tiempo para la distracción. Quizá la única era el trabajo desde las cuatro de la mañana hasta las nueve o diez de la noche. Maruja era la de todo: Asear la casa, ayudar a hacer las comidas y la lavar la ropa. Muchas veces incluso, hacer labores propias del hombre como desyerbar, coger café, cargar leña para el fogón o picarle caña de azúcar a las bestias, o el vástago a la vaca. No había tiempo para descansar, hacer pereza o pensar. Todo sucedía bajo una estricta disciplina y el más absoluto respeto a la autoridad. A los padres no se les controvertida sus decisiones por más arbitrarias que estas fueran.  Además Maruja mantenía pendiente de sus hermanitos y hermanitas, brindándoles a todos ellos y ellas las mejores atenciones, dándoles consejos y ayudando a corregir ciertos comportamientos.


Esa mañana tenía un vestido floreado. Al dejar el desecho y entrar al camino real, se atravesó el joven Alberto montado en su corcel amarillento. Cruzó raudo, apenas saludando de paso tanto a Antonieta como a Bernardino. Se alejó. El animal iba sudoroso. Era galopero. Tenía un traje color caqui, sombrero de ancha ala oscuro y un poncho en el hombro. Los zamarros negros contrastaban con el color caoba de las alforjas. Maruja apenas levantó la mirada para verlo cruzar y alejarse. “Me asustó”, le dijo a Antonieta dibujando una leve sonrisa.  “El papá de este muchacho – dijo Antonieta – es de Bituima, Cundinamarca”. “Son amantes de la bohemia y la juega de gallos”, acotó Bernardino avanzando con dificultad apoyado en su guayacán.


El ruido estridente de la vieja campana parroquial anunciando el segundo toque para la misa de las siete, los hizo cambiar automáticamente de tema. “Hay que apurar el paso”, dijo Bernardino tomando la delantera. La brisa fresca de la mañana acariciaba el rostro de los madrugadores con ternura. Maruja apuró el paso, mientras Antonieta alargaba lo alargaba para cortar la distancia. “¡Qué sacrificio!”, dijo Maruja mirando con donaire el nuevo amanecer. Antonieta la corrigió en el acto con ternura pero con firmeza. “El hijo de Dios se sacrificó por nosotros. ¿Por qué no hacer un esfuerzo mínimo?”, dijo respirando con dificultad, mirando a Maruja. Maruja no contestó. Calló. Se entretuvo mirando a los pajaritos picotear las guayabas.


Bernardino era también cundimarqués. Era de baja estatura, ojos redondos y mirada taciturna. Piel cobriza y pómulos salientes. Había llegado a esta región en busca de una segunda oportunidad sobre la tierra. Nunca había sido propietario de una cuarta de tierra. Sin embargo, toda su vida la había dedicado a labrarla con donaire y coraje. Muchas fincas había recibido enmontada y en poco tiempo las había devuelto produciendo café, plátano, yuca, maíz, fríjol y hortalizas en gran cantidad. Trabajaba de sol a sol de lunes a sábado. El domingo salía al pueblo a hacer el mercado. Temprano regresaba a casa quejándose de la carestía. “La plata no alcanza”, solía decir.


La bocacalle que daba acceso a la carrera principal era estrecha y empedrada. Las casas de los más pudientes se veían arriba sobre zancos. Maruja se limpió los pies con un trapo oscuro y se calzó las zapatillas negras, lo mismo hicieron Antonieta y Bernardino. Bernardino se limpió el sudor con el pañuelo, se acomodó la camisa, el pantalón y se echó sobre el hombro derecho el poncho blanco a cuadros. Antonieta una vez se quitó el sudor, partió un limón en dos y lo pasó por sus axilas, se acomodó la cabellera y el sostén. Unida la familia recorrió la callejuela. La calle polvorienta estaba solitaria. Uno que otro transeúnte se desplazaba al templo, mirando impaciente la distancia solitaria. El saludo era maquinal, pues, cada quien estaba ensimismado en sus pecados para comentárselo al levita, que ávido de salvar almas, arengaba en sus eternas homilías para que todo mundo anduviera en estado de gracia. “Hay que estar preparados, nadie sabe ni el día, ni la hora”, solía decir.


No entraron por la puerta principal, lo hicieron por el costado lateral yendo directamente a visitar la imagen de San Martín, el santo negrito que pudo conciliar contrarios. “Mire usted, dijo Antonieta a Maruja, San Martín hizo el milagro de hacer convivir el ratón con el gato”. “Es maravilloso” – contestó Maruja santiguándose y encendiendo varias lamparitas en señal de respeto y admiración. Bernardino oraba en silencio apretando sus manos a la altura del pecho.


La misa era el acontecimiento semanal más importante, sobre todo para los campesinos que llegaban sorteando toda clase de dificultades, recorriendo generalmente largas distancias. Se decía en latín y el cura de espalda al auditorio. Era de suponer que la feligresía no entendía mayor cosa. Sin embargo, la solemnidad se imponía y el criterio de la fe. “Los mortales no entendemos – solía decir el cura – pero el alma sí y el vehículo es la fe y la donación generosa de cada feligrés”. Precisamente, era la única partecita en español: La recolección de la ofrenda. Maruja nunca entendió el por qué, pero tampoco se atrevió a preguntar, intuyendo que aquello era un misterio o dogma de la iglesia católica, apostólica y romana.  


Al salir del templo, la familia se detuvo en el atrio, permaneciendo algunos minutos mientras Bernardino y Antonieta saludaban a los conocidos, departían alguna información o simplemente un chiste. El jinete cruzó por la callejuela terrosa apretujado en sus zamarros. No iba de prisa. Maruja lo siguió con la mirada pueril hasta que dobló la esquina. Una vez giró y saludó una vecina de su edad que también había estado en el oficio religioso. “Es Alberto”, dijo la jovencita de mirada triste. Maruja no contestó, tampoco quiso hacer comentarios. Su candidez se lo impedía.


La familia cruzó la callejuela y entró al negocio de Antonina. Se acomodó en una mesita de madera sin pulir. “¿Qué les provoca?”, preguntó Bernardino, mirando a su alrededor como calculando el movimiento. “Café con leche”, dijo Maruja. Antonieta asintió con la cabeza como quien dice lo mismo. “Que sean tres”, le dijo Bernardino a Antonina, señalando con el índice la vitrina, agregando: “y tres mojicones”.


Departieron amenamente el café con leche y el mojicón. Era una familia humilde, taciturna y honrada, que se guiaba por el respeto y los diez mandamientos. Ni Antonieta, ni Bernardino se habían preguntado quién era Dios. Sin embargo, confiaban en él ciegamente. La diferencia con muchos crédulos más de su entorno, era que aquella familia se preocupaba por llevar a la práctica los preceptos religiosos.


Amar a Dios sobre todas las cosas – por ejemplo – era un mandato que Antonieta y Bernardino tenían claro y con su prédica teórica – práctica trataban de transmitirla de la mejor manera a sus hijos e hijas. Su vida taciturna era ejemplar, según afirmaba el vecindario con amplitud sin ahorrar epítetos. “Son ejemplo de comportamiento, trabajo y sencillez”, solía decir Emmanuel, el hombre  canoso de barba protuberante, especie de judío errante, que iba para un lado y para el otro con su casa a cuestas. Nadie sabía de dónde venía, qué hacía y para dónde iba. De todas maneras, era la persona más informada de la comarca que aparecía de un momento a otro en cualquier lugar del día o de la noche.


Una vez Antonieta compró algunas chucherías y Bernardino el mercado, regresaron a casa, cruzando la distancia Bernardino con su costal al hombro. Maruja caminaba a su lado llevando el talego de tela con el pan y los dulces para los demás hermanos. Al comenzar el camino, la primera en quitarse las zapatillas fue Antonieta, después Maruja y a continuación Bernardino.


Al coger el desecho, sintieron el galope del caballo y sin volver la mirada Maruja dijo para sus adentros: “Es él”. Bernardino se las ingenió para saludarlo y Antonieta, apenas le dijo “Adiós”. Maruja sintió una cosquillita en la barriga, pero le restó importancia.


No pasó mucho tiempo para que Alberto comenzara a merodear la casa de Bernardino. Lo hizo como comerciante de cerdos, después de caballos e incluso, como obrero para recolectar café y limpiar los cafetales. Maruja lo miraba con desconfianza de vez en cuando. La conversación era muy limitada. Además, Maruja mantenía pendiente de los quehaceres de la casa. No había tiempo para amar.


Esa mañana friolenta se encontraron de sopetón en el lavadero. Ella llevaba el platero repleto de loza y él, el tubo de crema Colgate y el cepillo. El cruce de miradas fue fugaz, pero definitivo. De alguna manera, se dijeron lo que sentían mutuamente. Maruja se estremeció, agachó la cara contra el piso y sonrojada abandonó el lavadero. Alberto la vio alejarse. No dijo nada. Se cepilló la boca y fue al cuarto con la disponibilidad de comenzar la jornada.


Hacía frío. La llovizna pertinaz caída inexorable sobre el tejado de zinc de la modesta vivienda. Una que otra descarga eléctrica iluminaba el entorno. Los demás obreros iban llegando envueltos en sus plásticos. Alberto entró a su cuchitril y mientras se acomodaba el sombrero pajizo, se miraba al espejo. “Si no es ella no es nadie”, dijo sin tomar conciencia de lo que decía.


Maruja, tez morena, baja estatura, ojos pequeños, no podía concentrarse. Tenía vivita la imagen, el fugaz encuentro en el lavadero. “¿En qué piensa?”, le dijo Antonieta con cierta ironía. Maruja levantó el rostro ruboroso para decir por entre los dientes que en nada. Antonieta dejó de amasar la masa de maíz pergamino para mirarla de frente y sin perder la ironía, le dije sin inmutarse: “A todos se puede engañar menos a la mamá”. Maruja realmente no entendió lo que su progenitora le quería decir. La miró, suspiró y siguió moliendo el maíz pergamino.


Por la tarde, Bernardino entró a la cocina por la puerta posterior en busca de un tinto. Como siempre entró bromeando. Era un campesino guapo. Rudo en el trabajo. Persistente. Olía a tierra. Veía por los ojos de Maruja. Maruja estaba sentada en la pequeña banqueta pelando las papas para el desayuno del otro día. Al verlo entrar, intentó incorporarse a servirle el tinto, pero él la detuvo: “No se incomode – dijo – lo haré yo, con eso serviré más de la cuenta”. Maruja sonrió. Sirvió el café y se acomodó en un pequeño taburete cerca de ella. “¿Cómo le fue hoy?”, le preguntó después de tomar el primer sorbo de la bebida caliente. “Como todos los días”, contestó Maruja moviendo las manos rápidamente en su actividad que desarrollaba. Antonieta ya se había trasteado a su cuarto, llevando como siempre el termo color azul repleto de tinto caliente.


Bernardino se le acercó y estirando la mano derecha le golpeó levemente el hombro. Ella se mantuvo expectante. Estaba atrapada en el laberinto sin ninguna posibilidad de escape. Afuera, la lluvia monótona seguía cayendo. “No sé de qué me habla, papa”, contestó por entre los dientes, sin convicción alguna. Un ratoncito cenizo cruzó veloz metiéndose debajo del cajón que servía de alacena. Fue tan rápido que el gato pardo no lo vio. “Por supuesto que usted sabe, hija”, le susurró al oído. Tomó otro sorbo y mirando a su alrededor le dijo en voz baja: “Creo, hija, que anda rondando el amor”. Maruja se estremeció. Turulata no sabía qué hacer, ni qué decir.


Los segundos le parecían minutos, los minutos horas y las horas días. Intentó explicar el incidente del lavadero, pero Bernardino le dijo que no era necesario. “Alberto me habló del tema y pidió permiso para platicar con usted, yo le dije que hablaría con Antonieta y esta misma noche lo voy a hacer”, dijo. Su voz intentó cortarse por la emoción. Sin embargo, hacía todo el esfuerzo por aparentar tranquilidad y naturalidad.


Maruja no dijo nada sobre el particular. Se incorporó con el balde lleno de papas y encaminándose al lavadero empuñando una esperma dejó a su padre conversando solo. Caminó insegura. Temblaba. Bernardino la vio alejarse e incorporándose la siguió. “Venga la vela – dijo – así podrá hacer mejor el trabajo”. “Gracias”, contestó Maruja. El frío era intenso. Sin embargo, resultó más fría la conversación. Comprendiendo la situación, Bernardino no insistió. Calló. De regreso a la cocina le contó detalles del día: “Hoy maté una culebra enorme”, dijo. Maruja peló los ojos y pidió detalles. Les tenía pánico a estos bichos. “Con toda seguridad esta noche voy a soñar con esa serpiente”, dijo al depositarle un ósculo en la mejilla y pedirle la bendición. Bernardino sonrió levemente. ¿Va a soñar con la culebra o con don Alberto”. Obvio que Maruja no contestó. Se alejó presurosa a su cuarto. Bernardino la vio alejarse y mirando hacia el techo suspiró. Con las manos metidas en los bolsillos se encaminó a su cuarto donde Antonieta lo esperaba adormilada, metida entre los cobertores.


La primera cita se concretó para el siguiente domingo en horas de la tarde. La semana pasó volando y el día llegó. El sol amarillento iluminaba la casa. Bernardino y Antonieta abrieron el baúl para desempolvar el traje de matrimonio. El olor de las pepitas de alcanfor inundó el cuarto. Hábilmente Antonieta desempolvó los trajes. Maruja vistió un vestido floreado tobillero. Alberto fue puntual. Llegó en su brioso corcel. Venía trajeado. El pantalón bota campana de dril y la camisa blanca almidonada. Las zapatillas lustradas. Nervioso se apeó del noble bruto. Fue al fondo y lo amarró a una de las columnas de madera del largo corredor. Se quitó el sombrero, los zamarros y entrando saludó. El saludo fue ceremonioso.


Sentados en la pequeña sala de madera sobre taburetes de cuero lampiño conversaron temas fútiles manejando la ansiedad de parte y parte. Divagaron. Pero, por más que le dieron vueltas al asunto, éste llegó y llegó con fuerza. Entonces, Bernardino llamó a Maruja: “Hija de mi corazón, venga”, dijo. Maruja tardó. La tarde soleada se hacía más intensa. El gavilán volaba a gran altura en busca de polluelos para saciar el hambre. Cuando apareció Maruja en el marco de la pequeña puerta, Alberto agachó la mirada. La joven llegó insegura y se acomodó en el taburete vacío. El silencio fue largo y denso. Era como si nadie quisiera hablar o todos fueran mudos. El gato pardo cruzó raudo tras el ratoncito cenizo.


Finalmente, el silencio lo rompió Bernardino. Se acomodó en su asiento. Carraspeó con fuerza llevándose la mano derecha a la boca discretamente. “Bueno, joven Alberto, ¿Cómo es la cosa?”, dijo de un solo golpe. Alberto se estremeció y estirándose un poco, abriendo el compás de las piernas miró fugazmente a Bernardino primero y después a Antonieta. Sudaba frío. Parecía un condenado a muerte. Dio vueltas y vueltas para decir lo que podría haber dicho con sola una frase. Ni Bernardino ni Antonieta lo recriminaron. Lo miraron, quien lo creyera, con cierto pesar. “Este muchacho se va a reventar de los nervios”, pensó Bernardino para sus adentros. “Un poco más y se nos desmaya”, reflexionó Antonieta colocando el platico con el pocillo en la pequeña mesita del centro. Maruja no decía nada. Se mantenía petrificada en su asiento mirando el techo de la salita. Realmente no dijo nada en concreto. Los padres de la joven intuyeron. “Sólo le vamos a pedir respeto y compromiso”, dijo Bernardino. Alberto asintió con la cabeza. “Claro – dijo Antonieta mirando el cafetal a través de la pequeña ventanita – la hija merece todo el amor del mundo, es la mejor hija del planeta”. Alberto la miró de reojo. Maruja permanecía ensimismada mirando para el techo. “¿Qué dice, hija?, preguntó Bernardino clavando sus ojos oscuros en el rostro de Maruja. “Haré lo que ustedes decidan”, contestó por entre los dientes. “Entonces que no se hable más”, dijo Bernardino poniéndose en pie. Maruja se incorporó y despidiéndose de Alberto sin mirarlo se encaminó a su cuarto. Alberto contestó su saludo con vozarrón grave e incorporándose cogió el sombrero con la mano izquierda y con la derecha estrechó las manos de Antonieta y Bernardino. Salió al corredor, se estiró y montando el caballo se alejó de prisa. Se acordó que las visitas serían cada quince días, por espacio de 45 minutos.  


La familia ignoraba que Alberto era un don Juan. Su contextura atlética, piel blanca, ojos zarcos expresivos y facilidad de expresión llamaba la atención de las chicas de toda la comarca. Cuando contrajo nupcias con Maruja, tenía amoríos con cinco damas más, todas ellas de la alta sociedad, confesaría muchos años después a uno de sus hijos que tuvo el valor de preguntarle sobre estos temas. Fue honesto al contestar. “Muchos amigos me jalaron porque dentro de semejante ramillete me había inclinado por la más pequeña y trigueña”.


Maruja habría de confesar tiempo después también que solo había tenía un par de amoríos fortuitos y pasajeros. De igual manera, que el romance con Alberto realmente no existió. Fue insípido y lisonjero. Sin embargo, fue la voluntad de Bernardino y Antonieta la que se impuso.


Esta relación estuvo a punto de truncarse. Fue un domingo. Maruja iba con Antonieta para la misa como de costumbre y al pasar por el lenocinio lo encontró con una meretriz sentada cómodamente en sus piernas. Lo miró con enfado e inventando una risita pálida se alejó, mientras el corazón ardía de dolor. No hizo escándalo. Ni siquiera comentarios con su madre.


Al domingo siguiente llegó a la cita apenado y arrepentido. Bernardino lo recibió con tremenda retreta. No utilizó palabras soeces, pero sí directas e hirientes. Fue directo y contundente. “Mi hija no compite con nadie y menos con una meretriz”. Recostado en la chambrana Alberto permanecía estático con la mirada pegada al piso. No bien terminó Bernardino, lo cogió Antonieta y le dijo hasta de qué se iba a morir. “Mi hija no está en venta, ni incomodando. Si usted no se valora, mi hija sí se valora”, le dijo con las dos manos metidas en los bolsillos del delantal blanco con ribetes azules, mientras caminaba de un lado para otro.


Cuando la tormenta bajó un poco, Alberto levantó la mirada y pidiendo excusas de mil maneras propuso fecha de matrimonio. Era la forma olímpica de tapar el incidente y demostrar que realmente estaba arrepentido. Lo dijo con ímpetu, sin medir consecuencias. Maruja estaba en la cocina preparando un tinto. De vez en cuando lo miraba a través de la pequeña ventanita. Con esta afirmación la discusión cambió de contenido. Bernardino y Antonieta dieron por hecho de que Alberto estaba arrepentido. “Una oportunidad sí es posible”, dijo Bernardino mirando a Antonieta con ojos de gaviota enternecida. Antonieta asintió débilmente con la cabeza.


La boda se programó y se realizó. Por supuesto, una boda sencilla, taciturna. La luna de miel fue al otro día madrugar a hacerle de comer a 25 trabajadores. Comenzar una vida de abstinencia y sacrificio. Rápidamente sacó a relucir Alberto su verdadera personalidad. Dependiente del licor, la parranda y el juego de gallos. Conocía las galleras de toda la región. En cada una de ellas dejaba hasta el último centavo regresando a casa tres días después, generalmente. Antonieta permanecía sola. Convencía de que el marido era el segundo papá, según teoría de Antonieta, Maruja se mantuvo firme al frente del cañón levantando con estoicismo celestial 18 vástagos, unos tras de otro, sin derecho de opinar siguiendo fielmente la doctrina de la iglesia católica y las convicciones de su madre.


Primero murió él. Madrugó a morir en octubre, justamente en casa de una de sus hijas. Su vida se le escapó en un período otoñal. Marchó a la eternidad sin decir adiós, después de cruzar el período más aciago de la violencia en Colombia, donde trescientos mil compatriotas habían perdido sus vidas por ser liberal unos y conservador los otros. Fue una violencia de liberales pobres contra conservadores pobres, violencia estimulada por la clase dirigente, allá en las alturas del poder. Alberto sufrió los estragos de este cataclismo mortal, lo sintió en carne propia con el desplazamiento, el miedo, el tener que salir a cualquier hora del día o de la noche hacia los cafetales con toda la familia sin saber por qué. No sabía ni leer ni escribir, pero sí sabía amar y responder con el alimento y el techo. Fue un héroe del trabajo.


Maruja fumaba. Ese humo más el humo de la hornilla, más las más diversas limitaciones económicas, se concatenaron para minar su noble y heroica existencia. Poco a poco fue muriendo. Los fríos y las fiebres adquiridos y adquiridas en las montañas húmedas del departamento de Chocó, el asma, más otro montón de males, se encontraron conspirando contra su vida. Murió en octubre también. Se fue silenciosa, hermosa y espléndida. Dejó el ejemplo de lealtad, compromiso y firmeza. Enseñó más con el ejemplo que con la palabra. Vivió para vivir a pesar de la adversidad económica.


El diario polvoriento rescatado del viejo baúl de los recuerdos se fue diluyendo una vez más en el tiempo y en el espacio. Lo quiso conservar pero fue imposible, llegó demasiado tarde. Nada se podía hacer.



FIN.


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