Por: Nelson Lombana Silva
Todos los días, después de las cuatro de la tarde, Tímbrico solía caminar por el verdoso prado sin preocupación, daba vueltas y vueltas, respirando profundo y mirando a su alrededor con ojillos de niño. Era la manera eficaz de luchar contra el estrés. Después, se acomodaba en el asiento y sacando el libro de su bolso oscuro, leía ensimismado durante hora y media, dramatizando la lectura. Por eso, a veces reía, gritaba, gesticulaba, pateaba, lloraba y saltaba. Nadie le interrumpía, disimuladamente los transeúntes dirigían la mirada hacia él y seguían convencidos que estaba loco. Los chiquillos lo miraban con miedo, algunos con fastidio e incluso, con burla. Tímbrico no se incomodaba, en realidad no tenía tiempo, pues siempre estaba concentrado en los actos de los personajes de la obra literaria.