martes, 8 de diciembre de 2015

Sin memoria– Cuento –



Por Nelson Lombana Silva


1.- El atardecer entró por la pequeña ventana sin darse cuenta la veterana que ensimismada miraba la labor ininterrumpida de la tarántula en el techo de su modesta habitación.


Se divertía viendo el movimiento rítmico de aquel animalejo que no paraba su labor prolija con decisión y coraje. Aunque era el animal más odiado por la familia, no podía más que sentir admiración por la constancia y disciplina. No hacía pausa. Poco a poco el tejar se iba ampliando en círculo complejo de finos hilos cenizos. La concentración fue suspendida abruptamente por dos golpes violentos en  la vetusta puerta. Volvió la mirada extrañada y por entre los dientes preguntó quién era, pero no obtuvo respuesta, dos golpes con más virulencia estremecieron la puerta amenazando con caerse. 










Las bisagras chillaron. Entonces, volvió a preguntar, pero nuevamente no hubo respuesta. La puerta cedió, las bisagras mohosas cedieron y un hombre de piel aria apareció en el marco de la puerta apuntando con el revólver. La anciana lanzó un alarido dramático e intentó retroceder, pero no pudo. El miedo la petrificó y ensimismada miraba la figura que se recortaba en la entrada. El hombre de alta estatura sin decir palabra y sin inmutarse apuntó y disparó. El tiro fue certero. El proyectil entró por la frente y salió por la región occipital. La sangre brotó rápidamente. El asesino bajó el arma y volviéndose, recorrió el largo corredor terroso sin inmutarse. Al cruzar el zaguán, se detuvo, miró a su alrededor e internándose por el frondoso jardín avanzó hacia el arroyo, se inclinó y después de bañarse las manos asesinas tomó agua.


Respiró profundo y regresó al cuartel general. Pasó de largo por el sendero y al cruzar la plaza de armas, se encontró cara a cara con el comandante. Lo miró nervioso. Escasamente tuvo palabras para comunicar el recado: “Misión cumplida, mi comandante”, le dijo. El comandante se detuvo irónico y mirándolo de cerca le recriminó por su temor y ansiedad. “Tienes que madurar mucho”, le dijo. El asesino hizo caso omiso, le restó importancia al comentario del comandante,  no admitió concepto alguno, caminando por la plaza de armas con destino a su camarote. Caminó apresurado, nervioso e indeciso a pesar que no era la primera vez que mataba a sangre fría. Al llegar al fondo, cerca de la plaza de armas, el asesino de la anciana se detuvo, vio cruzar un adolescente con pistola en mano, lo siguió con la mirada. El menor saltó la cerca y dando un giro cruzó la pequeña colina. A los pocos minutos se escuchó un disparo y el alarido de los asistentes. El joven volvió a saltar la cerca y cruzó la plaza de armas sin inmutarse. Cruzó cerca diciéndole adiós con su mirada.


El comandante lo recibió estrechándolo entre sus brazos, invitándolo a entrar a su espacioso despacho. “Eres varón”, le dijo al invitarlo a sentarse en el pequeño taburete de cuero lampiño de vaca vieja. El joven no contestó. Sonrió levemente. “¿Y ahora qué?”, preguntó el adolescente. El comandante lo miró de arriba abajo, fingió mirar algunos documentos. “¿Viste el soldado cerca de la plaza de armas?”, preguntó al incorporarse para hablar de cerca. “Sí – dijo el joven asesino – es mi amigo personal”.  “Es tu próximo trabajo, ese perro es cobarde”, le dijo el comandante. El joven de mirada triste y rasgos cetrinos, se puso en pie y abriendo la boca, lo miró atónito. “Es el mejor”, le dijo. “Precisamente, por eso”, contestó el militar acomodándose de nuevo en su silla. “Quiero que en lo sucesivo el mejor seas tú”, agregó impávido. “Como ordene mi comandante”, dijo el joven asesino. Salió del despacho y caminó por la orilla del riachuelo aprovechando la oscuridad. Su largo recorrido, lo solía hacer cada vez que le era encomendada una misión de esta naturaleza. Durante el recorrido perfeccionaba el plan meticulosamente sin omitir detalles, miraba los pros y los contras, siempre con la frialdad de criminal confeso a pesar de su juventud. Había algo que no encajaba en esta misión como era asesinar a su propio compañero. Cruzó la distancia desértica y acomodándose en un pequeño saliente miró con enfado la distancia. Miró las estrellas con indiferencia y respirando profundo trató de ordenar el plan perfecto como era su costumbre.


El canto agudo de los gallos anunciando el amanecer lo sacaron de su ensimismamiento. Estaba nervioso e indeciso. Miró a su alrededor moviendo sus manos huesudas. Se inclinó y recogiendo una pequeña piedra se la llevó a la boca. “Tengo confusa la misión”, dijo.  Sacó el arma y acercándola al rostro la miró con cierta curiosidad. Sacó los seis proyectiles y los observó con cierta ansiedad uno a uno. “Solo necesito uno”, dijo. Una vez aseó el revólver le colocó la carga completa y encaletándoselo, se incorporó y camino despacio sin rumbo fijo. Se ajustó la chaqueta de cuero negro. El bullicio de los mercaderes que todos los días solían cruzar por allí, lo hizo reaccionar y a pasos largos abandonó el lugar. Fue  directo a su casa, cruzando el cuartel, donde el centinela hacía esfuerzos por no quedarse dormido. En ese momento salió el comandante, quien le gritó eufórico: “¿Todo listo?”, sin mirarlo, contestó por entre los dientes: “Ya casi”. Avanzó por la callejuela solitaria. Un borrachito vociferaba contra el gobierno, en contravía apareció su objetivo. Al verlo éste, se le acercó y lo saludó con efusividad. “Sé de dónde vienes”, le dijo. El joven sicario se detuvo y sin mirarlo le correspondió al saludo. “¿De dónde crees que vengo?”, dijo aparentando seguridad. “¿Alguna misión especial?”. El joven sonrió levemente y levantando la mano para saludarlo siguió su escabroso recorrido como calculando cada paso. Sentía que levitaba. Sin embargo, tuvo valor para decirle sin ambages: “Mal pensado como siempre”. 



2


La noticia del asesinato de la anciana se regó como pólvora por toda la comarca. La gente salió a la calle y en cuestión de minutos la romería en la casa de la difunta no se hizo esperar, cada quien quería tener la mejor información del  luctuoso suceso. “Yo cruzaba por el lugar y noté la puerta desvencijada en el suelo y un hilillo de sangre salía, empujé y me encontré con dantesco cuadro”, dijo Arcadio a las autoridades. “¿Vio al asesino?”, preguntó el inspector de policía. “Por supuesto que no”, contestó extasiado el anciano. El comandante que se había hecho presente en la práctica del levantamiento del cadáver lo miró circunspecto y sin emocionarse ordenó su detención inmediata. Dos corpulentos soldados lo esposaron sin mediar palabra, lo condujeron al batallón. Atónico el anciano explicaba una y otra vez su procedencia y su inocencia. “Alguien tiene que pagar el atroz crimen”, dijo el comandante. La muchedumbre estalló en una algarabía infernal, muchos intentaron linchar al venerable anciano que aterrado miraba la turba enardecía. “Soy inocente, soy inocente, soy inocente”, gritaba pero nadie lo escuchaba. El ejército estrechó el cerco de seguridad para evitar el linchamiento. Recorrió la distancia y solo pudo respirar al cruzar el muro del cuartel. Miró al comandante aterrado afirmando una vez más que era inocente y que solo se había arrimado allí por simple curiosidad y había informado a la autoridad por simple humanismo. “Eso le pasa por sapo”, dijo el comandante acariciando la cacha de la pistola que colgaba al cinto. “¿Qué hacemos?”, dijo el sargento. “Hágalo cantar”, contestó el comandante regresando a su oficina.



Arcadio era un anciano septuagenario. Era alto, flaco y de mirada triste. Caminaba despacio. Era el herrero de la comarca. Tenía fama por su capacidad para herrar recuas de mulas en tiempo record. Había llegado de tierras lejanas huyéndole a los estragos de la violencia inventada por los dos partidos tradicionales. Poco a poco fue haciendo amigos y amigas por su decencia y porque era acomedido. Rápidamente ganó confianza. Llevaba y traía mensajes hasta de amantes sin generar sospecha. Era puntual y respetuoso con los niños y las niñas que iban a la escuela. Siempre estaba presto a protegerlos de los perros o de los locos que había en la comarca de cincuenta casas hechas de tierra amasada y techadas con astillas. “Viejo maldito”, dijo la guisandera al comentar la noticia con sus patronos. “Tanto decir que era un alma de mi dios y vea en lo que terminó”, contestó el latifundista mirando a la guisandera con desprecio.


La guisandera intentó agregar algo más pero el terrateniente se alejó con dirección a los platanales para cerciorarse  de la actividad de los obreros. Contaba que siendo niño había tenido que salir de su pueblo natal solo con lo que tenía encima por cuanto un grupo de Chulavitas había hecho presencia en la población, había masacrado a sus padres y dos de sus hermanos por el pecado de ser liberales, él se había escapado por el lado del escusado e internándose en el campo había caminado todo el día sin hacer pausa hasta encontrar una vivienda humilde, donde sus ocupantes le brindaron comida y dormida esa noche. Al otro día había seguido la marcha hasta llegar a esta población que hoy lo injuriaba y lo condenaba sin piedad alguna por un crimen que no había cometido. Era liberal, no porque entendiera el pensamiento liberal, sino por venganza contra los conservadores que les había quitado a sus progenitores. Antonieta lo había recibido con toda la solidaridad al recordar las páginas bíblicas y recordar el drama del niño Jesús al nacer en una pesebrera alejado de la sociedad opulenta. No solo lo alimentó, sino que le dio posada y lo mandó a la escuela para que aprendiera a leer y las cuatro operaciones matemáticas. Así creció y se formó en la población que crecía lentamente. “Aquí es la única parte del mundo que el tiempo se detiene a cualquier momento”, solía decir. Cuando murió Antonieta en aquel octubre aciago, Arcadio heredó sus bienes y los conservó impecables más por gratitud que por avaricia. Era ordenado y rígido con él mismo. No deseaba los bienes del prójimo y por el contrario, era feliz compartiendo un mendrugo de pan con el caminante por cuanto en cada persona en ese trance se sentía él reflejado en carne propia. Observó los diez mandamientos sin saberlos durante su larga existencia a pesar de las vicisitudes. Su único defecto fue el odio visceral hacia el partido conservador, odio que llevara en sus entrañas porque nunca lo manifestó y por el contrario, su comportamiento ejemplar se ganó la admiración de todos los habitantes, chicos y grandes, hombres y mujeres.



Atolondrado caminó por el estrecho pasillo guiado por el sargento y dos militares más. Fueron al fondo y giraron a la derecha, subieron unas gradas de madera y caminaron hacia un patio amplio y desértico. El sargento lo empujó violento y Arcadio cayó bocabajo dejando escapar un alarido lastimero. “Así comienza la fiesta”, dijo el sargento alargando una de sus manos para sujetar una cachiporra. “¿Quién mató esa puta vieja? Dime”, dijo el militar. Con la nariz roja por la sangre que manaba, Arcadio se inclinó y mirando al sargento exclamó: “No sé, no tengo la menor idea”. El militar descargó una patada en el fláccido cuadril del anciano, haciéndolo lanzar otro alarido. “No sé nada”, insistió el anciano dejando escapar gemidos lastimeros. Entonces el sargento sacó una bolsa negra de su bolsillo posterior del pantalón y acercándosela le cubrió la cabeza. El anciano comenzó a gesticular al faltarle el oxígeno. El sargento rió a carcajadas. Entonces la voz del comandante se escuchó a su espalda. “Suelte ese perro, no sabe nada”. “Es mi pasatiempo favorito”, dijo el sargento. “Es una orden, cabrón”, ordenó el comandante. Lívido Arcadio permaneció tendido durante largos minutos. Una vez recuperó el conocimiento el comandante le dio la mano para que se pusiera en pie y quitándole las esposas lo condujo a su despacho. “Siéntese”, le dijo. Arcadio se sentó pausadamente y mirando a su alrededor observó el crucifijo y el retrato del Libertador Simón Bolívar. Sobre el escritorio carpetas y papeles desordenados.


El militar se disculpó. “Todo lo que tiene que hacer uno por encontrar la verdad”, dijo en voz baja. Arcadio no contestó, lo miró sin verlo con sus ojos marchitos e inventando una sonrisa pálida suspiró. “Soy respetuoso de la tercera edad, sé psicología y sé que tú estás diciendo la verdad”, agregó mientras miraba parsimoniosamente el documento. “Firme aquí”, dijo alcanzándole el documento. El anciano lo cogió entre sus manos temblorosas y comenzó a leerlo en voz baja. Arcadio suspendió la lectura y levantó su rostro macilento para increpar al comandante. “Me pasó exactamente lo contrario”, dijo. “No importa, firme”, respondió el militar encendiendo un cigarro sin filtro. El anciano insistió, pero el militar ofuscado se puso en pie y desenfundando su arma de dotación se la puso amenazante en la sien. “Firma o le levanto los sesos ahora mismo”, dijo el comandante. “Sí firmo”, dijo el anciano garabateando su nombre. El documento decía que había recibido trato digno y humano durante la detención preventiva, que los militares habían velado por su bienestar de principio a fin. “Puede irte y ojo con lo que dices allá en la calle”, dijo el comandante. Arcadio lo miró angustiado. “Afuera me matan”, dijo. “No te preocupes, ya informamos que tú eres inocente”. Arcadio no tenía conciencia del tiempo que había transcurrido, dando vueltas salió del batallón y se marchó a su casa cuando la noche iba cayendo sobre la población como manto negro. Caminó despacio, mirando a su alrededor. La callejuela estaba solitaria, solo un par niños jugaban trompo con la luz de la luna. Entró a su cuarto y tomando abundante agua, se bañó quitándose la sangre seca del rostro. Arrastrándose fue al retrete y luego a la pequeña cama. Sentía el cuerpo molido por los golpes. Sin embargo, bien entrada la noche pudo conciliar el sueño.



El redoblar de las campanas del templo lo despertó. Tenía la boca amarga y el cuerpo maltratado por los golpes de los  militares. Dejando escapar gemidos de dolor poco a poco se incorporó y se sentó en el borde de la cama. El suspiro lastimero inundó el pequeño cuarto de forma rectangular y de madera sin pulir. “Caramba – dijo – hoy es el funeral”. Con miles de piruetas se incorporó y fue a la hornilla a preparar café, raspando el tarro ocre hasta sacarle dos cucharaditas medianas, en la otra vasija metió hierbas aromatizadas para deshinchar los moretones que le había dejado la paliza del sargento. Abrió la ventanita que daba a la calle y todo era fúnebre, el olor a muerto estaba impregnado por doquier. La gente en traje oscuro se encaminaba al templete de madera, llevando en sus manos ramilletes de azucenas blancas. Cerró la ventanita y volvió a su cuarto. Mientras se alistaba para la ceremonia fúnebre, recordó el momento exacto. Vino a su memoria la anciana tirada en el piso terroso con la boca abierta y los ojos abiertos. Tenía un traje oscuro largo y unas cotizas de fique. Le pareció larga y hermosa a pesar de su palidez. “Era hermosa”, dijo en voz baja mientras saboreaba el café servido en un pocillo sin orejera. “¿Quién pudo asesinarla?”, pensó. El redoblante lo colocó en alerta, era el segundo toque. Dejando escapar gemidos lastimeros se bañó y se vistió con suma dificultad. Entonces tomó el desayuno: Una taza de café con hollín y una tostada añeja. Con el sombrero en una mano y con el bastón en la otra, lentamente se encaminó al templete cruzando la tienda de Idalfonso que se disponía a cerrar el negocio para ir al sepelio. El templo estaba atiborrado. No le cabía un alfiler más. Como pudo se abrió paso hasta quedar cerca del catafalco rodeado de flores blancas y cuatro cirios. El cuchicheo  de las comadronas se silenció cuando el curita envuelto en la túnica negra se dirigió al altar empuñando el incensario seguido de varios acólitos. Besó el altar, comenzando así el oficio religioso. La homilía fue larga y tediosa. El mismo cuento. Detalló la vida y obra de la anciana asesinada. Era una mujer virtuosa, que a pesar de su pobreza compartía el mendrugo de pan con sus semejantes. De ella no se levantó calumnia alguna. Se dijo incluso, que al parecer no había conocido hombre y que la virtud la llevaba al reino de los cielos sin extraviarse. Se rumora que su virtud era tan grande que en ciertas oportunidades le hacía llegar mercados a la gente del monte, a los malhechores, pero nunca se confirmó o se negó esa versión. Era humana y algún error tenía que cometer porque no era perfecta y menos cuerpo glorioso. “El asesino la llenó de gloria”, terminó diciendo el religioso. La multitud la acompañó hasta el cementerio y mientras descendía a las entrañas de la tierra un atronador aplauso se escuchó, en medio de la melancolía la muchedumbre reconocía así la rectitud de la venerable anciana en la comarca. Crimen quedó en la impunidad a pesar de la “exhaustiva” investigación. Se concluyó que un loco le había disparado sin tener conciencia de lo que hacía.



3



Despertó sobresaltado producto de la pesadilla. Navegaba en el turbulento río de sangre, cuerpos desmembrados se le atravesaban con furia amenazando con arrojarlo al fondo de la corriente, mientras una tempestad de pequeños cuchillos afilados caía del firmamento gris a centímetros de su descompuesta humanidad. Fatigado y sudoroso se incorporó caminó por el pequeño cuarto asombrado aún por la nitidez de la pesadilla. “Matar no me da miedo, morir sí”, dijo en voz baja mientras vaciaba el contenido del termo y se sentaba en el pequeño y vetusto sillón del siglo pasado. Sorbo a sorbo tomó el amargo tinto, mirando el retrato amarillento de su padre fijado en la pared. Era un viejo gruñón y arrogante que le había enseñado de niño que los hombres no lloran ni ante el cadáver de su mamá. “Lloran las niñas”, solía decir en sus peroratas de hombría que a diario le inyectaba. “Ni por él lloré”, dijo para sus adentros.



El viento huracanado entraba por las hendiduras de la puerta anunciando lluvia. Recordó la obra de Fernando Soto Aparicio: “Mientras llueve”. “Yo – dijo – me imaginaba esta obra totalmente diferente. Creía que el argumento era un anciano solitario sentado en un largo corredor de madera viendo llover, mientras él se ahogaba en los recuerdos dramáticos de su azarosa existencia. Iba muriendo poco a poco. Su cuerpo fláccido se iba apocando hasta desaparecer”. Se incorporó fue al tocador y sacó el arma. La miró entre sus manos, dio un giro por su pequeño cuarto y mirando a través del pequeño ventanal sin soltar el arma vio ensimismado el alumbrado público de la angosta callejuela solitaria. Un perro famélico y encogido cruzó olfateando la callejuela perdiéndose en la distancia. “Pobre animal – dijo – tan solitario como yo”. Volvió el arma al sitio inicial y se encaminó al retrete. De regresó volvió a acostarse. “Mañana – dijo – tengo el trabajo de mi vida”.



Si bien se apretujó en el camastro no pudo conciliar el sueño del todo como era su costumbre. No estaba tranquilo. Se revolcaba en el lecho como un gusano. Durmió a intervalos. El canto de los gallos le anunció el advenimiento de un nuevo día. Inmóvil permaneció bocarriba mirando sin ver el techo de cartón, mientras recordaba el funeral de la matrona. “Era una vieja misteriosa”, cavilaba hermético en sí mismo. “¿Cuántos hombres suspirarían por ella en su juventud?”, pensó mientras se incorporaba y se sentaba en el borde del camastro. Tenía una mirada árida y su boca amarga. Volvió a recordar la pesadilla. “No iré al cuartel hoy”, dijo en voz baja como comentándole al retrato de su padre. “Tengo la misión de mi vida”, agregó sin tomar conciencia de lo que decía susurrante.



La lluvia monótona caía sobre los tejados sin hacer pausa. Envueltos en trajes plásticos los trabajadores hacían sonar sus botas de caucho en los charcos al cruzar presurosos en dirección a sus  trabajos. “La necesidad tiene cara de perro”, pensó mientras abandonaba del todo la cama y se encaminaba de nuevo al escusado. Abrió el grifo pero no salió agua. Sonrió levemente, le pareció gracioso, incluso, contradictorio. Mientras llovía desde la medianoche a cántaros en el grifo no había una gota. Fue al fondo de la pequeña casa y cogiendo un balde lo llenó de agua lluvia. “Con esta me bañaré”, dijo. Volvió a recordar la obra literaria de Fernando Soto Aparicio. “La protagonista es una mujer lesbiana que en prisión escribe cartas de amor desesperado”, dijo por entre los dientes.



La aurora lluviosa de un nuevo día fue apareciendo por sortilegio entre la bruma oscura que impedía mirar a la distancia. Se apretó la chaqueta negra y colocándose la cachucha fue al restaurante como de costumbre. Caminó a grandes zancadas con las manos en el bolsillo acariciando la cacha del revolver a intervalos y mirando a su alrededor. Entró al pequeño restaurante por la puerta posterior y sin saludar se acomodó en una de las vetustas mesas de madera sin pulir. La vieja Enriqueta lo observó asombrada. No era su costumbre. Generalmente entraba alegre, silbando o haciendo chistes. Se le acercó con una taza de café hirviente y dejándola en la mesita lo miró a los ojos. “¿Estas enfermo?”, preguntó. El militar levantó el rostro escuálido producto de la larga noche de insomnio. Su mirada triste no soportó la mirada inquisitiva de la vieja Enriqueta. Volvió a bajarla para colocarla casi contra el piso. “No estoy enfermo, estoy triste”, dijo. Su voz salió quebrada, seriamente fragmentada y silenciosa. Enriqueta no tuvo valor para volver a preguntar y dando la vuelta regresó a la cocina a ordenar el desayuno a los comensales que iban llegando poco a poco bajo la pertinaz lluvia. Era un día diferente. Aciago. “¿Qué día es hoy?”, preguntó la guisandera mientras servía el desayuno. Enriqueta la miró con enfado parada en el umbral de la puerta de madera. “Noviembre 13”, dijo. La guisandera hizo una pausa para decir: “Día de todos los santos, día de lluvia”. Se limpió las manos con el delantal blanco mientras servía el desayuno. El militar ensimismado se dispuso a desayunar pero no pudo, sintió náuseas. Se vio en calzas prietas para no vomitar. Fue al inodoro en dos zancadas vomitando el tinto. “Se me quieren salir las tripas”, dijo en voz alta. Enriqueta preparó a todo vapor una infusión de apio. “Esto es como con la mano de Dios”, dijo. El militar cogió el pocillo entre sus manos temblorosas y soplo y sorbo se tomó la porción. “Vaya y descanse”, dijo Enriqueta. “No tengo tiempo para descansar”, repuso el militar saliendo el militar con destino al aposento. “¿A quién le cobro el desayuno?”, preguntó Enriqueta. El militar la miró bajo la llovizna con aire absorto y sin ninguna emoción, señaló: “Que pague el gobierno”. Enriqueta frunció el ceño y volviendo su obeso cuerpo continúo con sus labores. Sonrió para sus adentros. “Lo que uno debe el otro paga”, pensó.



Cruzó la callejuela con dificultad haciendo soñar sus sandalias en el piso ensopado de lluvia y lodazal. Entró a su cuarto con dificultad y tirándose sobre su camastro sin tender dejó escapar un largo y azaroso suspiro que se perdió rápidamente en el pequeño cuarto. Permaneció así un buen tiempo con la mirada fija en el techo, dándole rienda suelta a su imaginación. De pronto sintió un escalofrío en todo su cuerpo al ver entrar revoloteando la mariposa oscura que irreverente cruzó la distancia en forma circular. Instintivamente se incorporó tratando de atrapar el insecto pero no pudo, la mariposa fue más rápida y lúgubremente se escapó por el mismo lugar que había llegado. “Puta mariposa”, dijo viéndola perderse en la mañana brumosa de la mañana. “Es hoy o nunca”, dijo al entrar al retrete y después al lavamanos. Recordó su infancia con nostalgia y mirando a su alrededor para cerciorarse que nadie lo estaba viendo, dejó derramar algunas lágrimas. Sus sollozos escaparon al control humano. Se sintió indefenso, acabado e impotente. Nadie que lo conociera podría creerlo, ni él mismo. Por un momento se sintió humano sí por un momento. Quiso permanecer en ese estado virginal, pero los toques en la vetusta puerta lo hicieron reaccionar y salir de ese estado de ensoñación en cuestión de segundos. Antes de contestar se limpió las lágrimas con las manos y echándose agua en el rostro para disimular que había llorado preguntó con la misma gravedad de siempre: “¿Quién?”, dijo. Al otro lado de la vetusta puerta se escuchó una voz afeminada y sigilosa. No tuvo necesidad de hacer memoria para saber de quién se trataba y a qué venía. Sin embargo, preguntó por preguntar como tratando de ganarle tiempo al tiempo. La respuesta fue corta, cortante y seca: “No hay más plazo”, dijo y sintió que se alejaba andando lo andado sin emoción alguna.



Comprendió una vez más el principio más antiguo de la vida militar de que las órdenes se cumplen o la milicia se acaba, fue hasta el pequeño nochero y extrajo de allí el revólver. Lo acarició nervioso y tomando varios proyectiles que echó al bolsillo de su pantalón salió despavorido. La vendedora de chucherías lo vio cruzar y tuvo la sensación que era un cadáver ambulante. “Es un espanto”, dijo para sus adentros eludiendo su mirada. Pasó muy cerca de ella y sin dirigirle la mirada avanzó por la larga callejuela desértica, solo mendigos y vendedores de chucherías. Fue hasta el fondo y girando a la derecha cruzó cerca de la guarnición militar. El guardia le hizo un gesto afable con el dedo derecho, pero no fue correspondido. La voz del comandante de la guarnición  la escuchó a su espalda, salía de la tenducha de doña Arcángela de los Demonios. Allí, se solía reunir el militar a conspirar o sencillamente a tomar café amargo, cargado y sin azúcar. “No hay más tiempo”, dijo. “Lo sé”, contestó sin volver la mirada. Avanzó entre la niebla plomiza. Cambió el ritmo. Ahora se desplazaba con lentitud como calculando cada movimiento. Al percibir el olor del perfume inconfundible se detuvo bruscamente, viendo aparecer el viejo militar. Venía ensimismado en sus recuerdos oscuros de la criminalidad que había caracterizado su existencia. Era invencible, único y espléndido. Palideció. “¿Qué te pasa?”, dijo el viejo militar casi a boca de jarro. El militar se sintió al descubierto. Nervioso e inseguro dijo por entre los dientes: “No he podido matar el insomnio”. El viejo militar sonrió socarronamente afirmando sin emoción alguna: “Si tú no matas el insomnio, el insomnio te mata a ti”. El militar dibujo una leve sonrisa inventada. “¿Cómo van los negocios?”, preguntó el viejo militar con fina ironía, colocándole una de sus manotas en el hombro derecho. El militar no tuvo valor para mirarlo de frente y mirando al piso contestó al instante: “Nada de nada”. “Hace rato que nada de extras”, dijo el viejo militar, agregando al despedirse: “Apenas llega el salario raspado”. El militar no contestó. Se alejó. Tomó el sendero escabroso y empinado en busca del monumento a la virgen del Perpetuo Socorro. Era un alto, desde donde se divisaba el caserío cuando la neblina lo permitía. Arbustos rodeaban el monumento y en el fondo una casucha abandonada, carcomida por el paso inexorable del tiempo. Miró la estatua y una vez se santiguó recorrió el entorno ultimando detalles. “Es el sitio perfecto”, dijo para sus adentros. Sacó el arma de fuego y la volvió a mirar con parsimonia. Luego, la guardó en la pretina del pantalón caqui. Tuvo tiempo para rezar varios padrenuestros y varias avemarías con la convicción de que Dios estaba de su parte. La espera no fue mucha. Al sentir la fragancia del perfume se inclinó detrás de la estatua sagrada y esperó al asecho como fiera en busca de su presa, sacando de la pretina el revólver calibre 38 recortado. “Sabía que no fallaba”, dijo.  Llegó de frente caminando despacio y  ensimismado con su traje de viejo militar. Al inclinarse para orar lo vio, pero fue demasiado tarde, no tuvo tiempo de emocionarse, ni siquiera de lanzar un improperio o un reclamo, un no lo hagas. Todo fue tan rápido y sorpresivo.


La bala impactó la frente. Fue un tiro certero. Poco a poco se inclinó hasta caer haciendo cruz con sus brazos. Suspiró para siempre. El militar se acercó y sin remordimiento le disparó de nuevo a quemarropa. “Es mejor la seguridad que la policía”, dijo para sus adentros. Guardó el arma y tomando el primer desechó abandonó el lugar a prisa. Descendió. Fue directo al batallón. El comandante lo estaba esperando. Estaba desparramado en el mullido sillón. Tenía el rostro contraído por la emoción y mirando por el ventanal lo invitó a seguir. “Como ordene”, dijo el militar. Sentó al otro lado del escritorio con cierta parsimonia. “Escuché las detonaciones, fueron certeras”, dijo el comandante fríamente.



El militar lo miró con enfado e incorporándose, se despidió. “Permiso mi comandante”, dijo. “Puede seguir y tiene dos días de conversatorio”, agregó el comandante siguiéndolo con la mirada. Lo vio salir por la puerta principal. Sonrió para sus adentros al decir por entre los dientes: “Ahora me toca a mí”. Sacó la pistola y la miró con frialdad oceánica. Volvió a sonreír macabramente y suspirando pensó en voz alta: “Si tu no matas, te matas”. Prefirió así vivir unos días más, entre el estiércol de su propia existencia haciendo mal por todos lados, hasta caer del corcel mientras hacía su consabida exhibición en la plaza de mercado. Fue enterrado con repiques de campana, discursos y condecoraciones póstumas. Murió engañando al pueblo de que estaba para cuidar la vida, bien y honra de todos los ciudadanos. Se convirtió en carroña, fue pasto de los gusanos. Se dieron un suculento banquete. Murió para siempre, nadie lo lloró. Todo fue apariencia, protocolo militar y nada más.



Fin






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