domingo, 27 de diciembre de 2015

El forastero

Cuento


Era la primera vez que visita la población. Todo a su alrededor le era novedoso. Las calles húmedas y taciturnas parecían laberintos oscuros, inhumanos y salvajes de donde brotaban transeúntes sonámbulos, ensimismados y melancólicos. No parecían tener un horizonte, parecían autómatas que se movían por simple inercia.



Se hizo a la idea de que Fusa era una ciudad triste, melancólica y desértica. Tenía para entonces 23 años, hoy tiene 54 primaveras y sigue pensando lo mismo. Según él, no estaba equivocado a pesar de los edificios vistosos, las avenidas adornadas de palmeras verdosas color esmeralda y las piscinas con calefacción. “Lo que es, es”, suele decir al recordar esa primera visita.


Caminó despacio de la agencia a la tienda de la cita y acomodando el pequeño equipaje sobre una silla plástica, se animó a pedir café con leche y buñuelo. La tendera, una mujer alta, desgreñada, de mirada montaraz, sirvió el pedido y mientas comentaba con la vecina de la mesa vecina, lo dejó sobre la mesita plástica de color blanco que Juan había seleccionado. Hacía frío. La llovizna pertinaz no hacía pausa. Mientras saboreaba el pedido, Juan dirigía  la mirada en todas direcciones, escrutando el entorno con su mirada triste. Sintió melancolía, algunos dirían mamitis. Era la primera vez que salía de la casa por riesgo propio. Aquello le parecía una aventura singular. Hurgó en el maletín y sacó de allí el libro de poemas de Pablo Neruda: Una colección de su mejor poesía.


Pasó inadvertido hasta tanto comenzó a leer en voz baja los poemas del poeta chileno. Poco a poco comenzó a sentir el peso de las miradas de las otras mesas. A intervalos levantaba la mirada y se encontraba con la de algún vecino o vecina. Al comienzo le restó importancia, después cierto orgullo y finalmente, angustia, pánico. La tendera fue directa y cruda: “Eres forastero, ¿Verdad?” Juan la miró estupefacto, sintió un corrientazo por el espinazo. Sin embargo, intentó conservar la tranquilidad y abriendo la boca con dificultad contestó por entre los dientes: “No soy de Fusa”, dijo. Se reacomodó y siguió leyendo sin dar más explicaciones, al parecer la tendera quedó satisfecha con la respuesta. Creo que eran las tres de la tarde, cuando apareció la persona que esperaba. No se bajó del  automóvil Chevrolet color rojo. Era grueso, trigueño y bien hablado. “¿Tú eres el amigo de mi tío Ricardo?”. “Sí señor”, dijo Juan poniéndose en pie con dificultad. El visitante lo miró fríamente de arriba abajo y de abajo a arriba. Creo que se desmoralizó de un solo golpe. Juan – por su parte – no podía ocultar la ansiedad. Nervioso e inseguro avanzó hasta él estirándole la mano, pero el automovilista no le correspondió fingiendo tener con firmeza la cabrilla del automóvil. Tenía anteojos transparentes con montura de carey y vestía deportivamente. Una sudadera roja con vivos blancos y una camiseta del mismo color. Juan no sabía cómo mantener una comunicación fluía, mucho menos cómo convencer, desde un principio se sintió derrotado. Sabía de antemano la respuesta. Sin embargo, trató de justificar su presencia diciendo que quería estudiar en esta población gracias a la generosidad de Ricardo. “Ricardo es mi tío y lo quiero mucho”, dijo. “¿Qué sabes hacer?”, interrogó bajándole un poco el sonido a su estridente equipo portátil que tenía el automóvil. Juan se estremeció. No sabía qué contestar. Titubeó de principio a fin. Su respuesta fue incoherente, evasiva y superflua. No obstante, no paraba de hablar. “No sabe hacer nada”, concluyó el automovilista que no tuvo la decencia de presentarse. “Yo necesito una familia para que me administre la finca, pero usted no es el pollo, porque eres joven, no tiene mujer y no sabe nada”, lo dijo sin rodeos como regañando a Juan. Los ojos de Juan se nublaron, se sintió impotente y disminuido. “Ante todo – contestó – soy campesino”. “Eso no es suficiente, hoy se impone la tecnología y tú no tienes ni idea de eso. Dile a mi tío Ricardo que será en otro día y en otra forma que le pueda ayudar”. Aceleró el carro y se perdió en la distancia. Se fue tan rápido como había llegado.


Apesadumbrado, Juan, apretó los labios y mirando la distancia volvió a sentarse. El castillo caía estrepitosamente, la realidad era más cruda que la imaginación. Había concebido la idea de estudiar en esa universidad y trabajar en la casaquinta. Tenía una idea vaga de las dificultades para estudiar el pueblo, pero jamás imaginó que era tan dura y humillante la realidad del sistema económico que él alimentaba con su voto sin tomar conciencia de clase. El cielo plomizo seguía hilvanando lluvia menuda y monótona. Acariciando su barbilla dispersa repensó su situación sin hallarle una salida coherente. Lo único que se le ocurrió fue volver a leer poesía nerudiana, como intentando encontrar en estas páginas trilladas y amarillentas la solución  a su problema. Así permaneció hasta que el subconsciente le preguntó: ¿Y en dónde vas a pasar la noche? Bostezó, cerró el libro de pasta azul y mirando sin ver a la tendera preguntó por la cuenta. Una vez pagó volvió a sentarse. No sabía para dónde coger.


A pesar de la llovizna la gente iba de un lado para otro caminando despacio. Las mujeres empuñaban los paraguas negros, escondiendo sus cuerpos con sus trajes oscuros. La tarde era inexorable. Volvió a leer poesía justo en el momento en que un desconocido se sentó en su misma mesa por cuanto todas las demás estaban ocupadas. “Con permiso”, dijo. Era un hombre de baja estatura, grueso y de manos encalladas. Pidió también un café con leche y un pan leche. Juan levantó la mirada y lo saludó. Luego, siguió leyendo. El forastero tenía pinta de campesino. Todo lo delataba. Llevaba consigo un bolso de cuero negro. Juan, interrumpió la lectura y acomodándose mejor, le preguntó: “¿Usted sabe quién da trabajo por acá?” El forastero lo miró asombrado: “¿Qué sabe hacer usted?” Juan se empinó un poco para contestar: “De todo lo que hay que hacer en el campo”. El forastero no pudo ocultar su enfado y mirando a Juan le dijo que le dijera la verdad. “Todos merecemos respeto”, dijo medio ofuscado. Juan, sonrió levemente. Lo miró sin remordimiento y calculando la respuesta, dijo: “Ante todo soy campesino y busco trabajo”. El forastero lo miró de arriba abajo y de abajo arriba asumiendo ahora un simple comportamiento de intriga. Lo invitó a tomar algo. Juan pidió un café con leche y una mogolla. “Gracias”, dijo una vez hizo el pedido. El forastero se presentó: “Me llamo Humberto, soy dueño de varias fincas cafeteras en Icononzo, el café se está cayendo y la máquina de pelar café sacó la maleta. Voy a Bogotá a comprar un repuesto”.  Juan sonrió levemente. Humberto, agregó: “No conozco bien Bogotá”. Reflexionó unos instantes para preguntar: “¿Usted conoce bien a Bogotá?”. Juan ni en sueños había estado en esta ciudad. Sin embargo, dijo que sí. “Me gustaría que me acompañara – dijo – pero qué tal que usted sea un ladrón y me robe”. Juan no se ofusco. Por el contrario, comprobó que aquel forastero que tenía en frente era campesino. “Solo hay una manera de cerciorarse si la persona es honesta o deshonesta”, respondió Juan por entre  los dientes. “¿Cómo?”, preguntó Humberto. “Demostrándolo a través de la práctica. El ladrón más grande del mundo, siempre dirá que es una persona honesta, ¿No te parece?”, dijo Juan guardando el libro en el maletín. Los ojos saltones y escrutadores de Humberto se agigantaron al decir en voz baja: “¿Quién es usted?”. En confianza Juan le relató resumidamente su historia. “¿Quién va a creer que usted es un jornalero? Nunca he visto un obrero leyendo”, agregó intrigado Humberto. “Todo va cambiando”, dijo Juan disimulando el enfado. “Si usted quiere – dijo – le doy trabajo en una de mis fincas pero en Icononzo”. Juan asentó con la cabeza afirmativamente. Le tomó los datos completos y la dirección para llegar a la vereda La Fila. “Vaya y diga que va de parte mía”, dijo. Juan se incorporó y tomando la maleta se encaminó a la agencia de transportes. Humberto lo siguió con su mirada incrédula hasta que desapareció en la distancia e incorporándose, canceló y siguió la marcha hacia Bogotá.


Juan cruzó la distancia y encaminándose a la taquilla compró el tiquete. “El jeep sale a las 6:45”, dijo el conductor mirando extrañado al pasajero como intentando decir, tú quién eres, para dónde vas y hacer qué. Juan esperó sentado en la pequeña sala de espera. Volvió a sacar el libro y leyó varias poesías mientras llegaba y se estacionaba el jeep. Era un vehículo destartalado. Pintura deteriorada y los asientos una desgracia. Se acomodó en uno de esos asientos y volvió a abrir el libro. Uno a uno los pasajeros fueron abordando el jeep color verdoso. Iba una mujer regordeta mal hablada y entrometida, que a todos hacía conversación, sobre todo a los hombres. “¿Qué tal la novillada?”, le preguntó irónico uno de los pasajeros. “Para qué le digo, si usted nunca va a echarse un polvo”, contestó la mujer juntando las piernas para que una persona más pudiera abordar la nave. “¿Eso buscaba?”, refunfuñó un pasajero obeso, calvo que se había sentado al lado del conductor, mirando por el espejo retrovisor. Los demás pasajeros rieron.


Con parsimonia el chofer terminó de fumar el cigarro y acomodándose frente a la cabrilla pronto puso el jeep en movimiento. La noche caía como gigantesco manto negro. El frío glaciar era intenso y la llovizna seguía incólume. Juan cerró el libro y guardándolo en el maletín se concentró en la travesía. El recorrido fue largo y escabroso, pero sin mayor novedad. La carretera era una parte pavimentada. Era retorcida y solitaria, sobre todo cuando dejó la central. Era una noche oscura, sin estrellas. Juan sentía que el corazón le latía a mil a medida que el aparato mecánico devoraba la distancia. El carro poco a poco fue quedando solo. A Icononzo, llegaron dos o tres pasajeros, entre ellos, la alegre proxeneta.


II


“¿En dónde lo dejo?, dijo el conductor mirando a Juan a través del espejo retrovisor. “En el centro, por favor”, respondió. “Este es el centro”, contestó el conductor rascándose la cabeza. Juan tomó la maleta y echándosela al hombro, cogió el maletín en la mano derecha descendiendo del jeep, entregándole al chofer el tiquete y dando las gracias. Había poca gente. Al subirse al andén permaneció largos segundos extasiado mirando en todas direcciones. La noche oscura y tibia se extendía a su alrededor. Sintió pánico. Miedo. Recordó la obra literaria: Perdido en el Amazonas de Germán Castro Caicedo. El personaje se movía en la soledad de la selva huyéndole a las fieras, a la ambición de los caucheros y a la presencia imperialista gringa. “Yo en cambio – pensó – me muevo en la soledad de la montaña de cemento, en la soledad que va siempre con el forastero”.   


El parque inclinado permanecía solitario a pesar de ser apenas las ocho de la noche. Al otro la de la calle divisó un pequeño letrero ahumado que decía hospedaje. Suspiró y cruzando la calle solitaria entró al cuchitril totalmente ahumando y con telarañas en todas partes. La desvencijada recepción era un mesón largo, sucio. Era una casa de madera que amenazaba con caerse. Saludó. “Buenas noches”, dijo. Esperó largos minutos, nadie aparecía por el estrecho y largo pasillo. Entonces volvió a saludar, esta vez con más fuerza y seguridad. “Espere, espere”, dijo una voz fémina. Juan colocó la maleta sobre el mostrador y esperó pacientemente. La luz amarillenta del bombillo de cien bujías era débil. En el fondo había un cartel viejo de Cantinflas, el gran humorista mejicano y al otro lado un afiche de Julio Iglesias, el famoso cantante gallego.


La espera fue larga y tediosa. Al fin apareció la recepcionista. Era una octogenaria que se movía apoyándose en el bastón. Levantó su mirada triste que se perdía entre su piel arrugada. Su cabellera blanca la traída desordenada. Juan quedó extasiado, petrificado. “Parece la virgen que mi mamá tanto me hablaba en la infancia”, pensó maravillado. Ella solía decir que la Virgen María era la madre de Jesús que fue embarazada por obra y gracia del espíritu Santo, que San José al darse cuenta se indignó y quiso abandonarla pero que en un sueño se le reveló un ángel, quien le dijo que su mujer era santa y que Dios había diseñado el plan salvífico de la humanidad contando con los buenos oficios de María. Por lo tanto, el embarazo no era nada humano, sino obra divina. Resignado San José se dispuso a responder por esa criatura que habría de llamarse Jesús, en medio de la miseria galopante.


Fue tal la pobreza que los dolores del parto le llegaron en una rústica pesebrera, asistía por asnos, vacas, toros, mulas y muchos animales más. Sobre unas pajas habilitadas como lecho nacería el redentor de la humanidad. María no tenía capacidad de decidir, era intercesora ante su hijo y por su intermedio ante Dios. Sus características fundamentales  eran su sencillez, humildad y resignación. Para toda adversidad tenía su disculpa. Por eso la humanidad creyente la invoca y a nombre de ella sufre las afujías del régimen capitalista con resignación y humildad. Decía que la frase favorita de la Virgen María era: “Dios proveerá”.


Su madre le solía decir que la Virgen María aparecía en todas partes, donde menos la humanidad se podía imaginar y actuaba generalmente en cuerpo ajeno. “Todo en ella es amor, ternura, pureza y misericordia”, solía decir con qué seguridad que Juan a sus diez años creía ciegamente. Anita, la mamá de Juan, no era estudiada. No pudo asistir a la escuela primero por la situación económica y segundo porque era mujer. Defendía la sumisión a capa y espada. “El marido – solía decir – es como el segundo papá, por lo tanto, hay que obedecerle y complacerlo al máximo”.


La anciana se apoyó en el mostrador y mirando a Juan con qué ternura, preguntó qué quería. Juan, a pesar de su turbación se inclinó para decirle que buscaba hospedaje. La anciana sonrió y amablemente le indicó el cuarto. Mientras abría el viejo libro de registro, apareció como por encanto otra anciana. Caminaba despacio como sujetándose de las paredes. Saludó. Tenía una voz suave y apacible. “Bienvenido”, dijo. Juan no salía de su asombro. “Cualquiera de las dos podría ser la Virgen María”, pensó mientras estampaba la firma. En medio de ellas sintió flotar  el espíritu de su madre en un instante de fina inspiración, fue como una ráfaga de vientecillo de agosto que lo hizo levitar por algunos segundos.


Cogió la maleta y el maletín y siguiendo a una de las ancianas fue al cuarto. La cama era un camastro de mala muerte, el techo de madera ahumada al igual que las paredes de madera sin pulir. “¿En dónde puedo buscar comida?”, preguntó Juan. “Tenemos solo bandeja con carne sudada y abundante riogo”, dijo la anciana mirándolo suavemente a los ojos. “Perfecto”, dijo Juan buscando el comedor. Era un mesón largo sin mantel. Se acomodó en taburete de madera y mientras esperaba la cena sacó el libro de Pablo Neruda y leyó algunos poemas. La anciana que trajo la bandeja no pudo ocultar su enfado. “¿Quién es usted?” Juan sonrió. “Soy trabajador del campo – dijo – voy para la finca de don Humberto”. La anciana no contra preguntó. Se alejó despacio lamentándose de sus achaques de salud. “Esta artritis me quiere inmovilizar”, alcanzó a escuchar Juan mientras comía con avidez. Cuando regresó con la sobremesa, Juan la interrogó: “¿Por qué el parque está tan solitario siendo escasamente las ocho de la noche? La anciana se inclinó y después de mirar en todas direcciones, dijo en voz baja: “Aquí manda la gente del monte y la orden es esa”, dijo. “¿Quién es la gente del monte?”, contestó asombrado Juan. “Usted es forastero, ¿Verdad?”, dijo la anciana. “Sí señora”, dijo Juan. “Señorita, perdón”, dijo la longeva. “Disculpa” “No hay problemas”. Colocó el bastón recostado en el comedor y se sentó con dificultad, apoyándose en el borde de éste. Miró con ternura filial a Juan como si fuera su propio hijo. El bochorno era intenso. Pensó cada palabra, cada frase y cada oración gramatical. “Aquí manda la guerrilla”, dijo por entre los dientes postizos. Suspiró profundo e irguiéndose, agregó un tanto apesadumbrada: “Mejor dicho aquí hay de todo”. Juan terminó de comer y mientras tomaba la sobremesa miró a su alrededor pensativo y nervioso. “¿Este es entonces un pueblo peligroso?”, interrogó mientras se llevaba un palillo a la boca. La longeva agachó su rostro arrugado mirando el piso de madera sin brillar y después de reflexionar algunos segundos eternos, volvió a levantar su frágil mirada para contestar con miedo: “Sí, joven forastero, este pueblo es peligroso”. “¿A qué viene usted realmente?”, dijo la anciana con más confianza y seguridad. “A coger café”, contestó Juan mirando a través del estrecho zaguán la soledad del parque oscuro. “Si es así, mucho cuidado”, dijo la anciana incorporándose con dificultad y marchándose. La otra anciana cobró la cena. “¿Son gemelas?”, preguntó Juan con cierta ironía. La anciana al entregar los vueltos sonrió levemente. “Todo mundo nos dice lo mismo, lo que pasa es que cuando viejo todos nos parecemos”, contestó  disponiéndose a atender a otro cliente medio tomado que entró a grandes zancadas, medio turulato teniéndose de las paredes. No se fijó en Juan. Juan fue al inodoro, luego al lavamanos y una vez cepilló los dientes, se tiró sobre el camastro a soportar el bochorno metálico. Se sentía incómodo. Sentía todo el cuerpo pegajoso. Sin embargo, bocabajo leyó algunos poemas. Recordó a su madre. “Debe estar rezando el rosario”, pensó mientras se acomodaba para descansar. Dio vueltas y vueltas en el camastro hasta que Morfeo lo sorprendió. Soñó cruzando el río de la Magdalena en un bote guiado por remos. Eran dos pescadores fornidos que remaban y remaban sin intercambiar palabra y sin dejarse ver el rostro. Juan intentó entablar conversación con ellos para mirarle el rostro, pero no fue posible. Intuía que eran pescadores porque cada uno cargaba sobre su espalda la red con pequeños lingotes de plomo. “Con eso se ganan la vida”, pensó para sus adentros. Al llegar a la otra orilla, Juan saltó y al volver la mirada para cancelar, el bote y los remadores habían desaparecido. Juan abrió los ojos desmesuradamente y echándose a correr por la playa solitaria solo encontró interrogantes y nada de respuestas.


III


La llovizna contra el tejado lo despertó. Todavía no eran las seis de la mañana. Tenía la boca amarga. Se mantuvo inmóvil algunos minutos tomando conciencia del lugar y su entorno. Entonces suspiró triste e incorporándose se sentó en el borde del desvencijado camastro. No recordó el sueño. La lluvia era menuda pero seguía cayendo monótona. Abrió la pequeña ventanita rectangular viendo el tejado de la casa contigua. El gallo del vecindario cantaba, anunciando el advenimiento de un nuevo día lluvioso.


Fue al retrete y después al lavamanos. Nadies se movía en la posada. Entonces volvió a su aposento y después de ultimar detalles, cogió entre sus manos el libro de poesía y leyó algunos poemas, recostado apoyándose en la almohada. Pasadas las seis se incorporó y se dispuso a salir. Una de las longevas ya estaba en pie. “¿En dónde queda la panadería de don Armadio?”, preguntó Juan apretando el libro entre sus manos. “A la izquierda”, dijo la anciana. “Ahora vuelvo a sacar la maleta”, dijo Juan encaminándose a la vetusta puerta de la posada. La anciana asintió con la cabeza, mientras miraba con dificultad el libro de registros.


Juan se paró un instante en el marco de la vetusta puerta, mirando en todas direcciones. “Este municipio es una pendiente”, pensó. Giró a la izquierda y caminó despacio protegiéndose de la llovizna yendo por las paredes y escondiendo el libro entre su chaqueta raída. Cruzó la calle. Ahí estaba la panadería. Exacto en el vértice del parque. Entró y se sentó en una pequeña mesita plástica color roja. Saludó. El tendero lo miró extrañado. Sin embargo, intentó disimular. “Un tinto”, dijo Juan. La panadería era larga con varios saloncitos. Al fondo varios borrachitos libaban al calor de la música mejicana. Mientras el panadero servía el tinto, Juan sacó el libro y leyó poesía. “Aquí está el tinto”, dijo. Juan lo abordó de una vez. Le explicó todo detalladamente sin omitir detalle. Pero Armadio no quedó satisfecho. Eso lo percibió Juan desde un principio. Sin embargo, aparentando tranquilidad permaneció allí tomándose el tinto sorbo a sorbo y leyendo poesía nerudiana. “Sé quién es don Humberto”, dijo secamente. “El jeep para la Fila sale a las ocho en punto”, agregó alejándose apresurado para atender las otras mesas.


A los pocos minutos llegó con  un aguardiente grande don Armadio. Venía meloso. “Se lo mandan los señores que están al fondo”, dijo. Juan se inquietó, era abstemio y más en tierra desconocida con los antecedentes recopilados hasta ahora, aquello le pareció supremamente embarazoso. ¿Rechazarlo? ¿Botarlo? ¿Devolverlo? Todo fue confusión. Sin embargo, levantó la mano para agradecer el gesto. “Aquí no hay de otra”, dijo y tomando la copa se la sentó de un solo golpe. El licor le quemó la garganta. Lo bajó con un sorbo de café. Siguió leyendo. Recordó que los poetas eran bohemios. “No creo que Neruda sea la excepción”, pensó mientras miraba discretamente el movimiento de personas que entraban y salían de la panadería con distintos fines. Un joven entró y le entregó discretamente un pedacito de papel bien doblado a don Armadio. Éste lo cogió y sin leerlo lo echó al bolsillo de la camisa blanca, siguiendo con su labor como si nada ocurriera.


No pasó mucho tiempo cuando don Armadio se apareció con una nueva copa de aguardiente. Juan se sorprendió. “No más”, dijo poniéndose en pie. Los bohemios rieron casi en coro. “Es una cortesía, acéptela”, dijo don Armadio con buenos modales. “Mi padre decía – pensó Juan – que no hay más peligroso que despreciar a un borrachito”, entonces tomó la copa y se la sentó con fuerza como la primera vez. Había dejado de lloviznar y un sol pálido aparecía entre nubarrones.


Juan comenzó a tranquilizarse. Se encogió de hombros y pidió otro tinto. Quiso enviar una tanda a esos desconocidos pero calculó que el dinero no le alcanzaba. Siguió leyendo mientras esperaba la hora precisa para partir. Armadio llegó con una tercera copa repleta de licor y una propuesta que en realidad era una orden: “Los amigos lo invitan a su mesa”. Juan reaccionó. “No es posible – dijo – ellos están tomando y yo listo a salir a trabajar”. No terminó la frase cuando uno de ellos, joven para más señas, se incorporó fue hasta la mesa de Juan y extendiéndole la mano lo invitó a su mesa. “Vamos con toda la confianza”, dijo. Juan no tuvo escapatoria. Apretó los labios en gesto de decisión y caminó despacio sosteniendo el libro en una mano y en la otra la copa de aguardiente.


Aquellas miradas ebrias y trasnochadas lo desnudaron en cuestión de segundos. “Siéntese y nos acompaña”, dijo uno de ellos. “La verdad no tomo – dijo Juan nervioso – voy a trabajar en la Fila”. Uno a uno se fue presentando: El primero en hacerlo fue el que fue hasta su mesita. Era el más joven de todos: “Soy profesor”, dijo. “Soy el inspector municipal de policía”, dijo el segundo en presentarse. Era obeso, boso exaltado y mirada vidriosa. “Soy el juez promiscuo municipal”, dijo el tercero. Era joven, alto y de buen humor. “Soy el secretario del juzgado”, dijo el cuarto. Era bajito, barrigón y coloreto. Armadio disimulaba no estar interesado en la conversación y se movía como pez en el agua atendiendo la clientela.


Juan miraba a sus inoportunos contertulios con angustia, pensaba cómo zafarse de ellos, pero por el momento era imposible. Estaba atrapado en el laberinto sin posibilidad alguna de escaparse de buenas a primeras. Recordó la golpiza que el ternero le propinó cuando era niño en la finca La Esperanza. Eran las cinco de la tarde, su padre le había dicho a él y a su hermanito menor, que entraran porque iba a traer el ternero bravo. No hicieron caso. “Cuando asome arriba, nos entramos”, le dijo a su hermanito. El animal los cogió de sorpresa y de dos cornadas descargó a su hermanito en el corredor. A salvo corrió a la cocina. Entonces el animal se volvió contra Juan golpeándolo una y otra vez. “Yo – recordaría después – apenas hacía sino encogerme y cerrar los ojos”. Lo manejó como un balón de fútbol hasta cuando llegó su padre, atravesándole dos garrotazos en la ternilla. Juan duró varios días en cama, molido por los golpes.


“Ahora, le toca a usted presentarse”, dijo el juez promiscuo municipal. Juan se estremeció y asentándose otro aguardiente, se presentó. Dijo la verdad y nada más que la verdad. Todos se miraron entre sí y rieron a carcajadas. “Invéntesela mejor”, dijo uno de ellos. “¿Quién le va a creer a usted que es un simple labriego recolector de café?”, dijo seco el juez. Juan buscó protección en el espaldar de la silla plástica color blanco. “Es la verdad”, insistió. “Voy a trabajar en la finca de don Humberto”, argumentó mirando el papelito donde tenía anotado el nombre y la dirección.


El juez sin perder la calma bajó la voz y acercándose a Juan, le dijo casi que al oído: “Dinos la verdad, todos somos autoridad acá no hay problemas”. Juan enmudeció. Un frío tétrico recorrió el espinazo de extremo a extremo. La música mejicana en cabeza de Antonio Aguilar inundaba la panadería. “¿Quién es usted?”, volvió a preguntar el profesor. Juan insistió en la respuesta inicial, realmente no tenía otra. El ambiente se fue tornando áspero. Juan buscaba la oportunidad de escabullirse pero no la hallaba por ninguna parte. El secretario del juzgado fue directo y contundente. Sorprendió a Juan con una seguidilla de preguntas. Una tras de otra como una tempestad borrascosa: “¿Es usted agente del Estado?” “¿Es usted paramilitar?” “¿Es usted guerrillero?” “¿Quién diablos es usted?”.


Atónico, descompuesto por el pánico Juan se puso en pie y quiso salir corriendo. Esa fue su primera intención. Pero no pudo, estaba prácticamente petrificado. Apretando su libro contra su pecho insistió en su primera versión. “Dinos la verdad, todo quedará entre nosotros, la autoridad trabaja con todos”, dijo el juez empujando un aguardiente. Ante la versión inmodificable de Juan el inspector municipal de policía reaccionó violento y amenazante. “Tiene plazo mediodía para que desocupe el municipio, de lo contrario, será aprehendido por sospecha”. Todos se solidarizaron con el inspector y en coro repitieron la amenaza. “Solo vengo a trabajar, señores”, dijo Juan con enfado. “Échele ese cuento al más pendejo”, dijeron en coro. Juan se incorporó y pagando los dos tintos preguntó nuevamente a qué horas salía el jeep para la Fila. “A las ocho en punto”, dijo don Armadio al momento de darle los vueltos.


Juan giró sobre sus pasos y se encaminó al hostal. Caminó lento, ensimismado, mirando sin ver el ajetreo de los transeúntes. Se paró en el marco del hotelucho y volviendo la mirada se percató que los borrachitos lo observaban parados en el marco de la panadería. “Me gané la lotería sin comprar el billete”, dijo para sus adentros. Entró despacio y sacó la maleta y el maletín, guardando en este último el libro de poesía. Estiró la mano para despedirse de las dos veteranas y encaminándose a la puerta fue sorprendido por una de las venerables ancianas. Su voz melódica interrumpió las meditaciones cenagosas de Juan. Giró y regresando al mostrador, descargó la maleta y el maletín sobre él. “¿A la orden?”, dijo. Las ancianitas lo miraron con ternura infinita. En ellas vio el rostro de su mamá, también el rostro inmaculado de la Virgen María, tal como su madre se la imaginaba. “Joven – dijo una de ellas – usted es una persona sana, corre peligro si  va a la vereda La Fila. Es mejor que salga del municipio rápidamente”. Juan palideció. “Vengo a trabajar”, dijo. “Es cierto – agregó la anciana meditabunda – pero al ser forastero el ejército puede decir que es guerrillero y la guerrilla que es militar. Si se salva de uno no se salva del otro. Es la cruda realidad”, subrayó con énfasis. 


Juan no puso en duda la explicación de la anciana. Su sinceridad no admitía duda de ninguna naturaleza. El balcón del oriente era un infierno y Juan lo ignoraba de cabo a rabo. “¿La guerrilla es mala?”, preguntó sin tomar conciencia de lo que preguntaba. Las ancianas se miraron entre sí. No pudieron disimular su incapacidad para dar una respuesta correcta o por lo menos aproximada. “Para el adinerado es mala, para el pobre es buena”, contestó una de ellas. Apretando los labios repleto de arrugas la anciana que lideraba la conversación, dijo con claridad diáfana: “Solo es un consejo, usted lo toma o lo deja”.


Descompuesto por la incertidumbre Juan abandonó el hotelucho. El Jeep destartalado ya estaba estacionado. Poco a poco los pasajeros lo iban abordando. El chofer – un hombre joven y rudo – subía bultos en costales de fique y de fibra. Era sonriente. Tenía en el hombro derecho una bayetilla  roja sucia. Con ella se quitaba el sudor. Los borrachitos estaban pendientes del movimiento de Juan. Al parecer se les había convertido en una obsesión o capricho de borracho. Los consejos de las ancianas le daban vueltas en su cerebro. Recordó a su progenitora. Ella solía decir que el sexto sentido existía y que era exclusividad de la mujer. “Cuando la sociedad machista sea derrotada, este sexto sentido, el sentido de la intuición, hará grande a la humanidad”, solía decir tímidamente en reuniones de dos y hasta tres personas.


Atolondrado buscó en el maletín la pequeña agenda. Una vez la encontró, buscó despacio hasta encontrar el número telefónico de su amigo que laboraba en la gobernación. Se encaminó a la telegrafía que quedaba a media cuadra del hotelucho. La telegrafista era alta y esbelta. Tenía gafas y cabellera larga azabache. Cejas espesas bien delineadas y pómulos salientes. Vestía traje suave propio para la ocasión. “A la orden”, dijo dejando escapar una risita. “Por favor marcarme este número”, dijo Juan mirando discretamente el escote de la hermosa mujer.


No era fácil la comunicación. Sin embargo, la tenaz persistencia de la operadora hizo el milagro. “Pase a la cabina tres”, dijo. Juan levantó nervioso el auricular y escuchó la voz grave de su amigo Edgar. El saludo fue corto y el mensaje concreto: “Salga inmediatamente de allá”, dijo. “Ese municipio es zona roja, huevón”. Juan no sabía que quería decir zona roja, pero por el acento de la voz lo hizo reaccionar con más fuerza aún. Por fin entendió que estaba sobre un polvorín. “Llegue a mi oficina que queda en el séptimo piso”, dijo y colgó. Juan quedó algunos segundos con el auricular en la mano. Sentía que flotaba. Miró a través del vidrio y uno de los borrachitos estaba en el centro del parque ojeándolo. Pagó y salió a la calle. Cerca estaba la agencia de transportes. Se encaminó. Cruzó la distancia a zancadas. Fue directo a la taquilla, la cual era atendida por una mujer otoñal con semblante de putona. “¿Para dónde?”, preguntó mostrando el escote con lascivia. “Para la capital, señorita”, repuso Juan nervioso. “¿Señorita? Ni porque fuera la más fea”, dijo la taquillera. Juan no supo contestar. Se acomodó en el pequeño asiento y esperó la hora de partir. Eran las once de la mañana, de un sol pálido. Sin embargo, el bochorno era intenso. Compró una botella de agua y sacando el libro leyó poesía. El bus era un carro largo de variados colores. Lo manejaba un cuarentón, calvo y de gestos lentos. Tenía gafas gruesas. Una vez lo estacionó Juan lo abordó. Quería salir cuanto antes. Un cuarto de hora después comenzó a recorrer la distancia. Descendió sin prisa, pero sin pausa, superando las curvas con precisión. Sonrió para sí mismo y respirando profundo se apretujó en su silla. El viaje fue normal, la capital le depararía otros sinsabores. Por ahora era feliz. Entonces recordó la frase de Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.



Fin



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