lunes, 1 de julio de 2013

Los amigos del alcalde

Por Nelson Lombana Silva


(Cuento).-La noche taciturna y helada envolvía el ambiente del pequeño poblado encaramado en la cresta de la estribación de la imponente cordillera, mientras el viento huracanado deambulaba mágico por las solitarias callejuelas, metiéndose de inoportuno en todas partes con la misma intensidad. La temperatura gélida contrastaba con la intensidad febril de los organizadores del parrando para recolectar fondos a los niños de pre kínder.



Todo estaba organizado. Miriam, una mujer otoñal, rasgaba su garganta convocando a la fiesta programada para las nueve de la noche en la discoteca “Mi Ranchito”.  Encaramada en el vetusto carro del municipio, megáfono en mano, recorría las calles, algunas sin pavimentar, llamando a participar del bingo bailable. Se encogía de hombros para gritar con más fuerza; movía los brazos como aspas, mientras el conductor la observaba impasible conduciendo con parsimonia.


El alcalde se asomó con lentitud al ventanal a mirar la calle en penumbra. Desde ese segundo piso se divisaba el parque “Los Fundadores” bajo la mortecina luz del débil alumbrado público. Su mirada melancólica recorrió lentamente la distancia, dejando escapar un profundo suspiro de incertidumbre. “¡Qué soledad!”, se dijo para sus adentros. Miró extasiado a los pocos transeúntes que sigilosamente caminaban con dirección a la discoteca, parecían fantasmas en la oscuridad de la comarca. Miró una vez más la distancia para arriba y para abajo, dejando escapar un lastimero reclamo: “¡No lo veo!”, dijo.


Su espigada mujer lo sacó de sus meditaciones de un solo golpe: “¡Ya estoy lista!”, dijo. El alcalde volvió con parsimonia su mirada y como si nada ocurriera, contestó: “¡Listo!”. Sin embargo, volvió a mirar la calle, buscando ansioso en la penumbra la frágil figura de Locadio.


Al retirarse definitivamente del ventanal haciendo presión con las dos manos, apretó los labios con decisión y mientras pensaba si lo hallaría o no, caminó despacio hasta su cuarto mirándose al espejo por última vez. Cogió la chaqueta oscura de cuero lampiño entre sus manos suaves y casi que contando los pasos empezó a descender por las gradas de mármol en forma de caracol, seguido de su mujer próxima a dar a luz. 


Las gafas con montura de carey brillaban con la luz pálida del alumbrado público. El poste, carcomido por los años y el uso, inclinado hacia el apartamento bien parecía un descomunal cíclope. Salió despacio. Miró a su alrededor, mientras terminaba de ajustarse la chaqueta. Su mujer salió rápido y se paró a esperarlo en el centro de la callejuela. Sacó el manojo de llaves y se inclinó, cerciorándose  que la habitación quedara segura.


El blujean azul intenso, como su partido, parecía de primera postura; los botines negros bien lustrados con finas ataduras lanzaban destellos a pesar del débil alumbrado público. Volvió a pensar en Locadio. Era su mejor amigo en la administración, estaba seguro que en él podía confiar hasta en las cosas más íntimas. Siempre estaba sigiloso y sonriente, claro y oportuno donde tenía que estar. “¿Irá a la fiesta?”, se preguntó y él mismo se contestó dándose ánimos: “¡Claro que irá”. “¡Vamos!”, dijo por fin ajustándose el pantalón por detrás.


Del apartamento del primer piso del mismo edificio, salió presto con sonrisa maquinal su secretario de gobierno, acompañado de su esposa y dos mujeres más adentradas en años, dejadas del tren. Era un hombre de baja estatura, piel nativa, bigote metálico y mirada astuta. Conocía la dinámica de la administración como la piel de su mano. Reía cuando tenía que reír; se encabritaba cuando tenía que encabritarse. Era un hombre joven con mentalidad senil, víctima de la pobreza galopante del sistema más inhumano que ha conocido la humanidad.


El séquito aplaudía las puerilidades ácidas del mandatario. Lentamente cruzaron el parque, que solitario parecía un promontorio fantasmagórico agazapado, cuya sombra monótona se proyectaba a la distancia. El zumbar lúgubre de las mariposas oscuras alrededor de las pocas bombillas del parque sin terminar se perdía en la oscuridad de la yerta noche sin estrellas. Era jueves 20 de mayo de 1993.


Al pasar cerca del celador de carros, que ensimismado miraba una niña de diez años con la misma mirada que se mira una esbelta mujer de 20, el alcalde le dirigió un saludo maquinal. El vigilante adentrado en años, calvo y dentadura uniforme, menuda y blanca, extraviado en los amores imposibles duró eternos segundos para reaccionar. Cuando lo hizo, era demasiado tarde, la comitiva se alejaba, inocente del drama del celador. Sin embargo, giró rápidamente, carraspeó, se movió el sombrero de ancha ala con sus dos manos, dejando escuchar su voz, la cual sonó como un trueno en toda la plaza “General Anzoátegui”: “Adiós señor alcalde”, dijo.


Volvió a mirar la niña, pero ésta se había marchado cansada de tanto ver gestos obscenos del celador.


II


Locadio, de baja estatura, obeso, bigote metálico, mirada picante, sonrosada, que lo identificaba con la tierra paramuna, había adquirido el boleto con mucha antelación mediante hábil y engañosa maniobra. Una vez recorrió los vericuetos del poblado para enterarse de los últimos acontecimientos, se encaminó al parrando. Eran las 9:45. La fiesta se desenvolvía plácidamente. La misma música en el mismo equipo retumbaba, haciéndose la pista pequeña para tanta gente. Las mujeres otoñales promocionaban las tablas del bingo con inseguridad, en medio del crudo bullicio de los que disfrutan la fiesta sin gastar un céntimo.


Los asistentes eran en su mayoría mujeres mayores de edad, cansadas de vivir que sacaban fuerzas no sé de donde para bailar, tomar desprevenidas y dejar escapar uno que otro chiste con sabor picante.  La ilusión de conseguir unas cuantas monedas para los niños pre kínder y garantizar así su funcionamiento, ante la incapacidad del alcalde, las llevaba a asumir semejante reto con decisión y coraje.


Por entre la maraña de bromas y sonrisas, entró Locadio más sonrosado que de costumbre. Pasó de largo el gentío apoltronado, yendo de mesa en mesa, recibiendo de todo: Licor, bromas, pellizcos, golpes en los glúteos, apodos…como siempre no tenía en sus bolsillos una sola moneda. “Me voy a bailar lo mejor del pueblo”, había dicho minutos antes sin  ninguna emoción en el club “Las Colinas”, mientras orondo jugaba billar pool con una joven mujer desposada de ojos expresivos.


Tenía apenas la idea de cejas. Era un hombre alucinado, metido de pies y manos en su submundo, sin la esperanza de salir a flote. Decía sin ambages que nada le faltaba en la vida, que era querido por todo el mundo, que dominaba el mundo con el dedo meñique, que siempre era él y solamente él. “Hasta ladronzuelo soy”, dijo en una noche diáfana sentado en los escaños del palacio municipal, saboreando el primer trago de aguardiente con cuatro amigos despavoridos y silenciosos que impávidos les hacían compañía.


Muchas historias sorprendentes envolvían la personalidad de aquel sonrosado personaje, que tenía la destreza sutil para estar metido en todas partes a la misma hora; meterse en el intrincado mundo de la intimidad de las personas y salir siempre a flote con el triunfo. Era sagaz, estaba en todas partes, metido en problemas graves, sencillos, pueriles, pero a su vez, libre de todos ellos, inocente y en muchos casos calumniado.


Se deleitaba contando sus hazañas, pero cuando no las contaba él, lo hacían sus admiradores con acento hiperbólico. Era sin igual y siempre igual. En una noche oscura fue en compañía de un amigo, a los cultivos de alverja ubicados en la vereda La Alejandría, hurtando varios bultos de este producto, vendiéndolos en la ciudad musical, dejando a su amigo viendo un chispero.


Otro día, viniendo de Palomar con el candidato a la alcaldía municipal, el carro se varó cruzando el pequeño arroyuelo de aguas cristalinas en el sitio “Las Palomas”. El mentiroso candidato se fue en moto con la promesa de enviar prontamente el mecánico. Locadio aprovechó para hacer una publicidad política sobre una enorme piedra ubicada a la vera de la estrecha carretera, recorrió el entorno unos cuarenta metros detallando la vegetación y los animalitos, asimiló el murmullo cantor de las aguas mansas, de los renacuajos, los grillos y los pájaros multicolores que buscaban las ramas de los árboles para pasar la noche. Miró el reloj, eran las 5:55 de la fría tarde.


“Ese verraco se olvidó de nosotros”, dijo. Se arrimó al carro, lo miró por todos sus lados, le levantó el capo y mirando los intrincados cables, movió la cabrilla hasta lograr desengranarlo y al paso del primer vehículo le hizo el pare. “¿Lleva manila?”, preguntó. “Sí”, contestó el chofer, estacionando adelante. Era un hombre pequeño, embadurnado de grasa, joven y solidario. Con la ayuda del ayudante sacó la manila, un lazo de fibra grueso, de varios colores, liando el carro por la parte delantera y de la parte posterior del camión. “¿Sabe manejar?” “¡Claro!”, repuso Locadio sin titubear. El conductor lo miró por el espejo retrovisor, dibujando una leve sonrisa, inició el recorrido.


La llegada al poblado fue todo un acontecimiento. En cuestión de minutos se formó una algarabía frenética, donde niños, hombres y mujeres de pueblo, corearon con énfasis la odisea de Locadio. En el parque el camión se detuvo y entre gritos y bullaranga, Locadio bajó del Suzuki más sonrosado que de costumbre. El candidato mirando la escena dibujó una amplia carcajada, atinando a decir: “¡Carajo, qué verraquera!” Encaminándose a él con seguridad y su risita característica, dijo: “¡Al fin manejo!”


Como mariposa revoleteando alrededor de la bombilla, Locadio bailaba con lo mejor de la comarca, con la usual alegría que iluminaba su rostro, el buen humor revitalizaba las adormiladas parejas que se movían maquinalmente al tenor de las canciones de antaño. También estaba preocupado por la no presencia aún del alcalde. “¿Vendrá?”, pensó mientras se encaminaba al retrete. Volvió a recordarlo mientras se bañaba las manos en el pequeño lavamos. Se miró al espejo, se cogió la cabeza recién rapada  con sus cortos y gruesos dedos en un instante de incertidumbre. Su ensortijada cabellera producía hilaridad. Sin embargo, no se estaba quieto, se movía con destreza; cruzaba la pista, entraba y salía por entre el gentío con naturalidad, estaba en su mundo y eso lo hacía feliz. Tenía tanta argucia que siempre aparecía en las mesas como si fuera la primera vez. Alguien mostró una cerveza, Locadio la tomó y con algarabía se encaminó a la barra, diciendo en voz alta: “Está muy cara, hay que disfrutarla”. “Que digamos eso los que compramos”, dijo alguien del barullo. 


Se apretujó en la butaca alta de la barra, mirando hacia la calle. Sudoroso, pidió un vaso desechable como él y vació el contenido de la bebida hasta la mitad. La espuma abundante se fue diluyendo con el paso de los minutos en la noche oscura, quedando los recuerdos en el aire denso del parrando sin fin en la cumbre de la cordillera. Los olores se mezclaban en la medida que aumentaba la temperatura. Las meseras no daban abasto, se zambullían como peces en el agua. Eran felices.


III


Dando pasos lentos e inseguros, ruboroso, encabezando la comitiva de aduladores, el alcalde compró los boletos e ingresó pausadamente como si caminara sobre huevos. Arcángela, una de las meseras, lo condujo a la mesa señalada con anterioridad. El alcalde era relativamente joven, pero insondable, a veces insípido, de temperamento variado, de pronto amanecía radiante, locuaz, lleno de imaginación. En otros días, era al contrario: rebelde, dogmático, sectario, grupista, inseguro e introvertido. Peleaba hasta con él mismo, al decir de los empleados cercanos a él.


Al pisar la discoteca se detuvo, miró a su alrededor y percatándose de mi presencia me invitó a seguir, agradecí el ofrecimiento, pero lo descarté de tajo, por cuanto el propósito era quedar al margen de todo para poder mirar con más objetividad y cierta neutralidad la fiesta encaminada a recolectar fondos para el funcionamiento del pre kínder.


Sonrió y avanzó. El tumulto no se inmutó por la llegada de la primera autoridad. El mandatario tampoco se inmutó por el frío recibimiento, tuvo conciencia que era uno más en el concurrido parrando. Su preocupación era otra: Locadio. Lo buscó en la penumbra con su frágil mirada sin poder hallarlo. “No lo veo”, dijo simulando una sonrisa al saludar a Miriam, una de las organizadoras del festín.


Pero se equivocaba. Locadio al verlo entrar, saltó de la butaca como impulsada por una catapulta, empujando parejas y borrachitos, llegó a la mesa del alcalde. Su pensamiento veloz lo llevó a decir: “Llegó el mío”. Al verlo, tal cual es, el alcalde sintió un corrientazo por el espinazo, un estremecimiento glacial lo envolvió de golpe. Dudó al saludarlo. “¿Me quita o me pone imagen?”, pensó incierto.


Cuando salió del cenagoso laberinto de las confusiones sucesivas, ya estaban todos sentados degustando licor y como siempre Locadio a la diestra, hablándole al oído y tomando la mejor parte. Buscó entre la concurrencia a la bella Arcángela, diciéndole al oído con cierta suspicacia: “El alcalde quiere que tú lo atiendas”. “¿Yoooo?”, dijo asombrada colocándose la mano derecha en su pecho. “Síííí”, dijo Locadio regresando a la mesa.


Arcángela era una mujer joven de baja estatura y de profesión docente, accequible al diálogo, tranquila como el mar pero visto por encima, espíritu liberal. Alegre y juguetona. Era casada, madre de una niña. Dominaba a la perfección su bien delineadas cejas y su pequeña boca redonda. Hablaba para pensar, quizás era su principal error. Esa noche se movía de un lado a otro al compás de la música. Intrigada por lo que le había dicho Locadio y consciente que era el alcalde un gran partido, se le atravesó cuando el mandatario iba para el original y con su peculiar estilo, preguntó: “Alcalde, ¿Me necesitas?” El alcalde se detuvo pausadamente, sonrió malicioso y mirándola a los ojos de gaviota, disimuladamente contra preguntó. “¿Para qué?” Arcángela frunció el ceño y perpleja retrocedió. El alcalde continuó su marcha hacia el orinal.


De regreso, el alcalde sacó un billete del bolsillo de la camisa para cancelar una tanda, Locadio que estaba al acecho cobró los vueltos. “Son gajes del oficio”, dijo con ironía. Desde entonces, la fiesta se le aguó a Arcángela, porque cada vez que el alcalde la veía le cobraba los vueltos, entre bromas punzantes y bravuconadas disimuladas que la bella mujer entendía a la perfección, máxime que en toda la región se decía que el mandatario era el más tacaño del mundo. “¿Y mis vueltos qué?”, solía decir. Arcángela siempre le decía lo mismo: “Los tiene Locadio”. Tiempo después, Arcángela  contó que había sacado una partecita ínfima de esos vueltos para comprar unas tablas de bingo por insinuación directa de Locadio.


IV


El licor cumplía una vez más con su sagrada misión. La fiesta por momentos tomaba ribetes dramáticos. Todos querían hablar a la misma vez para contar sus aventuras con toque tierno de exageración, por supuesto. Se hablaba de dinero, de autoridad, de astucia, de sinceridad, de mujeres, de sexo…de todo. A las doce en punto el equipo dejó de sonar, lo cual generó algarabía frenética solicitando música. “Un momento, dijo Miriam, vamos a jugar las tablas del bingo”. “Bravooo”, dijeron todos al unísono. Y se acomodaron como pudieron para tentar la suerte. Los premios eran licor por medias y gaseosa. Luz de la Eternidad, joven bonachona de múltiples maridos, ganó en una oportunidad porque Arcángela le obsequió la tabla. Una vez terminó el juego continuó la música y en consecuencia el baile. El equipo viejo volvió a bramar.


Un borrachito anónimo, perdido en el alucinado mundo de la beodez, tambaleándose, se acercó a la mesa del alcalde y sin pedir permiso se sentó pesadamente. Era un campesino alto, adusto, rostro quemado por el sol y manos encalladas. Su mirada vidriosa, no tenía un objetivo definido. Sin embargo, vestía decentemente y se expresaba con cultura. Casi susurrando, dijo por entre los dientes, sílaba por sílaba: “¿Al…cal…de en don…de es…tán las o…bras?”


El burgomaestre se encogió de hombros, buscando protección en el espaldar de su asiento. Palideció. Era un latigazo en pleno rostro. Intentó evadir la conjura con una risita pálida. Miró a Locadio con desgano pero se contuvo, no teniendo otra alternativa que sacar una frase de cajón: “En la oficina con mucho gusto lo atiendo”, dijo. Hizo una pausa y tomando oxígeno, remató la frase con fuerza: “Ahora estamos colaborando con los niños del pre kínder”.


El inofensivo borrachito se estremeció; lo miró con su mirada vidriosa y extraviada y sin esperar más se incorporó con dificultad, colocando las dos manos sobre la mesa para impulsarse yéndose por donde mismo había llegado, repitiendo el mismo sonsonete: “¿Pe…ro  cuan…do se en..cuen…tra en el des…pa…cho?”. Eran las dos de la mañana.


“Puta vida”, dijo el alcalde poniéndose en pie con arrogancia. “Vámonos para un sitio donde nadie nos joda la vida”, agregó impaciente. La fuerza y decisión con que lo dijo no dejó el menor resquicio para contradecirlo. Era una decisión inexorable, tajante. Sin embargo, las mujeres que lo acompañaban intentaron hacerlo cambiar de opinión, aun teniendo conciencia que era una batalla perdida. Por el contrario, los hombres de farra se frotaban sus manos de contentos. Locadio, apuró el trago de licor y sin rodeos, propuso: “Vamos para Palomar”. “De acuerdo”, respondió el alcalde.


Eulogio Santana, dipsómano conductor de la administración municipal, departía con su mujer en la mesa número tres. Con las huellas del trasnocho y los tragos bien parecía un arlequín. Locadio se le acercó diciéndole al oído: “El alcalde lo necesita”. Eulogio Santana sonrió socarronamente mirando a la autoridad quien le hizo una seña con los cuatro dedos unidos de la mano derecha, no teniendo otra alternativa que asistir. “A la orden”, dijo abriendo un poco más que de costumbre sus grandes ojos color miel. “Vamos para Palomar en el carro del municipio”, dijo autoritario. Eulogio Santana, convencido de que donde manda capitán, no manda marinero, regresó a su mesa y despachó a su mujer con un fuerte beso en la boca. “El que manda, manda”, dijo por entre los dientes, cancelando su deuda y saliendo en busca del vehículo.


Locadio salió disparado de la discoteca con dirección al viejo hospedaje continuo y abriendo la portezuela metálica de un solo golpe subió las gradas de madera, sin saludar a la adormilada recepcionista, una mujer sexagenaria envuelta en su cobertor desleído que apacible espera clientela, cruzó de largo en busca del aposento donde Ángel descansaba plácidamente. Al enfrentarse a la pequeña portezuela la golpeó  tres veces sin hacer pausa. El ruido estridente se paseó por el pequeño pasillo con ímpetu. Pegó el oído en la cerradura mohosa, convenciéndose que era necesario golpear con más fuerza y así lo hizo. El impacto fue violento. Ángel de un solo saltó quedó sentado sobre su camastro, dejando escapar un alarido lastimero. “¿Quién?”, dijo sin despertar aún. “Yo”, dijo Locadio. “¿Quién soy yo?”, dijo Ángel incorporándose nervioso. “Locadio, huevón”, dijo Locadio dejando escapar una risita menuda. “¿Para qué?”, insistió Ángel no convencido aún de quien era realmente el que golpeaba su portezuela. “¡Para tomar!”, dijo Locadio. Ángel suspiró para contener el enfado y mientras se metía de nuevo bajo el cobertor contestó bostezando: “Ahora no tomo ni mierda”. “Voy a traer el propio”, dijo Locadio y se marchó tan rápido como había aparecido.


El frío matinal extasiado melancólico en la cumbre de la singular montaña, hacía titiritar a los embriagados transeúntes que se arremolinaban en los escaños del palacio municipal, esperando el despertar del alba. El zumbido del alumbrado público desparpajaba el ramillete de mariposas, que haciendo figuras caprichosas iban pero pronto regresaban. Alguien vomitaba al lado del general Anzoátegui. “Se me van a salir las tripas”, decía.


Volvieron los golpes en la portezuela de Ángel, esta vez con sigilo. “¿Quién?”, volvió a preguntar Ángel bajo su cobertor. “¡Yo!”, dijo el alcalde. Se incorporó y escuchó la propuesta del mandatario. Entendiendo que no había otra alternativa, pronto estuvo listo uniéndose al séquito. “Esto – dijo – son gajes del oficio”.


El vehículo del municipio color caoba, deteriorado por el mal manejo, por cuanto nunca el conductor oficial lo había manejado en sano juicio, rodó despacio eludiendo uno que otro hueco de la callejuela un tanto inclinada y estrecha. En la entrada principal del templo “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”, un perro famélico negro con una pinta blanca en la frente, dormía sosegado, indiferente a la borrascosa aventura que emprendía la primera autoridad de la comarca con su selecto grupo encabezado por Locadio.


Profanando el gélido amanecer poco a poco el vehículo se iba alejando del poblado por una carretera destruida y retorcida, sin ningún tipo de mantenimiento. Entre tragos, chistes de baja calidad y música mejicana, fue el vehículo remontando la altura escabrosa, arribando a la exuberante vereda de La Alejandría, donde había una fonda conformada por una casona larga y la escuela rodeada de malla metálica carcomida por el moho. Es un paisaje verdoso intenso, rodeado de pastos naturales con una panorámica singular.


Cerca de la fonda, se precipita  Riofrío, río de aguas cristalinas cuyas aguas bulliciosas descienden por entre multitud de piedras lamosas y lisas. La oscuridad intensa, reflejo del próximo amanecer, se consideraba como gigantesco manto por donde le era imposible transitar la mirada. El frío contrastaba con el deseo de beber del alcalde y su comitiva. Tomaron allí dos botellas de guaro. El tendero era un baquiano de la zona amigo del alcalde y de todos sus acompañantes. Alegre, participaba de la vaga conversación con elementos propios que hacían más feliz al mandatario.


A las cinco en punto, en medio del canto alegre de los gallos, el trinar de los pájaros multicolores y el bramido del ganado vacuno, el grupo continuó la marcha. El destino era Palomar. Palomar, entonces era un pequeño caserío, sin calles, solo un camino de herradura sin ningún mantenimiento y un templete de madera sin pulir, con un par de tiendas mal tenidas y una pequeña cancha de tejo en un recodo del camino. Era un poblado lúgubre, acosado por la miseria, en medio de la frondosa riqueza natural.


La ganadería predominaba, lo mismo los cultivos de papa y hortalizas. Los pobladores ensimismados en el licor eran esclavos de los terratenientes, los cuales solían llegar de vez en cuando a recibir sus dividendos sin importar la forma miserable cómo vivían los residentes en aquella agreste e imponente región. El frío glaciar se hace más intenso en los amaneceres. El rocío son copos de nieve regados por los frondosos  potreros con increíble milimetrados.


Palomar es un pueblo taciturno, que solo le exige a la autoridad que se reúna con él a tomar licor. Sus habitantes son felices gastando el producido de la semana al lado de las primeras autoridades de la comarca. Entre el polvo hirsuto en la época de verano y el lodazal perpetuo en período de lluvia, suceden cosas difíciles de creer. Un alcalde fanfarrón y canoso, se le ocurrió la idea genial de pavimentar primero y luego pensar en el alcantarillado. Cuando el funcionario de planeación le planteó la posibilidad de replantear la iniciativa, no dudó en contestar: “El pavimento produce votos, el alcantarillado mierda”.


Palomar, era sin embargo, un pueblo espléndido en cuestiones de política. Las huellas terribles de la violencia, invento de la burguesía liberal – conservadora, cuando sin remordimiento enfrentaron al pueblo conservador contra el pueblo liberal, mientras los jefes Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, entre otros, departían plácidamente en Europa y Méjico, generaron en los habitantes de aquel pueblo cierta responsabilidad y cierta certeza de que todos eran iguales y que los colores no eran más que estrategias para dividirlos y enfrentarlos. “De eso no comemos nosotros”, solían decir.


Por el contrario, el pueblo tomó el debate electoral como un hecho patriótico que exigía ante todo compromiso y responsabilidad. Los liberales con su bullaranga delirante y los conservadores con su adoctrinamiento celestial, preparaban la comida en conjunto y tomaban licor en cantidades industriales. Nadie ofendía a nadie. El día antes de las elecciones conformaba un comité mixto para quitar toda la publicidad de ambos bandos con la perspectiva de que el elector votara “libremente”. Una vez pasado el debate electoral, el pueblo se arremolinaba a festejar el triunfo o la derrota sin ofender al otro.


Al escuchar la desgarbada voz del alcalde, el tendero de contextura fláccida, barbón y de buen humor se incorporó y abrió. El frío entró como una ráfaga invadiendo la pequeña tienda de un solo golpe. Era una casona antiquísima con un largo y estrecho corredor de madera, una chambrana deteriorada y las columnas también de madera vieja, donde los borrachitos solían amarrar los animales mientras compraban los alimentos o tomaban licor.


El sol aparecía tímido en el horizonte. Los expedicionarios se acomodaron en su interior un tanto apretujados. Locadio, dando un salto gracioso quedó sentado en el sucio mostrador de madera sin pulir. Estaba intacto. El secretario del alcalde miró de reojo su reloj: Eran las seis en punto. “Me están pensando”, dijo para sus adentros. La guapa música azteca retumbaba llenando los espíritus de bravura y romanticismo. El bullicio se tornaba por momentos dramático donde todos querían hablar a la vez, para contar sus historias de vida y fijar sus propias opiniones sobre los acontecimientos políticos del momento.


Una inocente y silenciosa gallina de vistoso plumaje saraviada ingresó sin aspaviento en busca de algunos granos de maíz, los cuales se confundían con la mugre y las tapas de cerveza y gaseosa. Caminaba despacio. Al verlos, hizo una pausa, los miró sin asombro y continuó su recorrido. Locadio, saltó y con destreza la atrapó; el noble animal lo miró con ojos de gaviota, sin inmutarse, muchos borrachitos la habían atrapado para calcular su gordura. Así las cosas, no había preocupación alguna y el ave lo manifestó desde el primer momento. Con el ave en la mano, giró y preguntó a todos los presentes, uno por uno: “¿Esta gallina es suya?” Al obtener una respuesta negativa de todos los presentes, incluyendo naturalmente al señor alcalde, Locadio sujetó las patas del ave con la mano izquierda y con la derecha le apretó suavemente el pescuezo. Lo hizo sin ninguna emoción. El animal en su agonía quiso agitar las alas, pero Locadio las agarró con maestría que deslumbró una vez más a todos los presentes. La inmovilidad de la víctima llevó a decir al alcalde que no había sentido dolor. Teniéndola por las extremidades, Locadio se encaminó a la cocina. La ama de casa, parada en el marco de la puerta miraba con cierta perplejidad el infeliz final de la gallina. Sus ojos abotagados de sueño se abrieron desmesurados y moviendo la cabellera desordenada entró a la pequeña cocina que amenazaba con caerse, intentó decir algo, pero Locadio con su rapidez, dijo: “Señora, prepárenos un buen desayuno, el alcalde paga”.


Recogió las plumas y la única gota de sangre la borró con el pie derecho. Una explosión de júbilo estalló en el apretujado lugar. Todos querían felicitarlo. Locadio superaba los umbrales de la imaginación. “Tómese este trago doble”, dijo el alcalde con su voz aflautada. Mientras comían el opíparo desayuno, los elogios a favor de Locadio llovían en abundancia. Sentado en un extremo de la pequeña mesa habilitada como comedor y una vez apuró una porción del rico muslo, dijo sin ambages: “Este es el destino de los bichos de corto vuelo”. Ángel, lo miró de frente, atinando a decir en voz alta: “Eres un verraco”.


El alcalde asintió con la cabeza aquella síntesis. No tenía la menor duda: Locadio era sin igual y siempre igual. Dibujó una risita calculada, la cual fue calificada por Locadio como la máxima felicitación. “Tengo que demostrar lo que soy”, dijo Locadio apurando la primera vianda del día.


Al terminar, el alcalde se encogió de hombros y sin consensuar se incorporó limpiándose las manos y la boca con el pañuelo blanco con líneas azules, dirigiéndose al vehículo dijo sin emocionarse: “Nos vamos”. “Yo me quedo”, dijo Locadio con seguridad. El alcalde giró sobre sus pasos y mirando a Locadio de frente lo increpó: “Es una orden”, dijo. Locadio sonrió. “Una bella mujer me espera”, dijo apurando un sorbo del sustancioso caldo. Agregó, sin perder su buen humor: “Hay que  ponerle uso a este caldo, de lo contrario, nos podemos volver locos”.


El alcalde se acercó lo que más pudo y colocando sus manos sobre los hombres de Locadio le susurró al oído, pero Locadio fue intransigente, de nada sirvieron las súplicas y las amenazas. El carro en marcha, cruzando la primera curva, el alcalde sacó su cabeza para gritar: “Vamos, es una orden”. Locadio sonrió, apurando un trago de licor, levantando el índice de la mano derecha, permaneció incólume en el mismo sitio.


El sol resplandecía radiante. El monumental cerro de “Guambeima”, incólume lanzaba destellos verdosos fulgurantes. Parecía una obra de arte. Al estacionar el carro frente a su residencia, el alcalde descendió lentamente y echando una mirada espaciosa a su alrededor, pensó en su singular amigo. “Debe estar tomando”, dijo en voz baja despidiéndose de sus compañeros de farra. El sopor del guayabo lo envolvía. Sin embargo, mirando el templo y después la cerúlea bóveda celeste tuvo tiempo para interceder por su amigo ante su Dios. “Que Dios lo proteja” – dijo – rematando la idea mientras hacía girar la cerradura de su aposento recién pintado: “Aquí no ha pasado nada, todo son gajes del oficio”. Subió despacio las gradas de caracol con la misma lentitud de siempre y dejándose desplomar sobre su cama sin tender pronto se quedó dormido.



Fin

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