jueves, 18 de mayo de 2017

Los avatares de Romeira (Cuento)

Por Nelson Lombana Silva

1  Dormía plácidamente como era su costumbre sobre la estera que su padre había comprado a los vendedores de cachivaches que solían llegar por el mes de noviembre anunciando el advenimiento del mes más feliz: Diciembre. Nadie podía quedarse sin comprar una baratija por insignificante que esta fuera durante el me más feliz por cuanto estaba condenado a la maldición durante el año siguiente.


Era la manera clara como el gobernante de la comarca explicaba el origen de la pobreza. El cura convalidaba la versión con homilía solemne y los habitantes creían ciegamente. Y a pesar del terror que implicaba no comprar alguna baratija, muchos tenían que resignarse a soportar en el año venidero los estragos tormentosos de la miseria, por cuanto al término del año no había un céntimo para comprar a los mercaderes ambulantes, algunos de los cuales, posaban de adivinos con poderes sobrenaturales. Adivinaban la suerte, hacían regresar el ser amado en tres días, dominaban el agua y el fuego a través de ejercicios que dejaban boquiabierto a los residentes en esa pequeña comarca de nativos. Leían en la carta de naipe la fidelidad de la pareja y pronosticaban su futuro halagüeño a cambio de entregar el dinero y las joyas de oro macizo.

Los habitantes creían que el mundo era estático y que el día y la noche era obra de Dios, ser superior omnipotente que nadie había visto, pero que a través de la fe, se creía ciegamente sobre su existencia. Nadie la colocaba en duda y el que lo hiciera era descuartizado y tirado a la hoguera considerado demonio y maldito desde el momento de su concepción hasta el fin del mundo. El árbol genealógico era condenado al destierro, sus bienes pasaban a las arcas de la iglesia católica y desde entonces, ningún familiar podía solicitar una mínima indemnización. Solicitarlo era condenarse al suplicio eterno.  

Soñaba que cruzaba la amplia plaza terrosa de mercado envuelta en su traje oscuro, moviéndose entre los toldos de tafetán con garbo femenino. Era la reina del pueblo, no dicho por ella, sino por sus innumerables admiradores de todas las edades. No sabía ni leer, ni escribir, pero enseñaba a los legos con increíble claridad. Era rebelde, espigada, ojos oscuros y mirada profunda. Su cabellera azabache caía como una cascada sobre su dorso hasta la cintura. Era abundante.

Todo su pensamiento lo inspiraba en la duda. “Alguien dijo – solía decir – que la duda es el inicio de la verdad”. Era incontables los inconvenientes que había tenía en su corta existencia por su forma de pensar. Creía ciegamente en la autodidaxia. “Jamás iré a la escuela a interrumpir mi proceso de aprendizaje”, sostenía, lo cual le había generado crueles castigos por sus padres y rechazo por el cura de la población distante de la civilización.



Un enjambre de pájaros multicolores flotaba sobre su cabeza dejando escapar la melodía natural que tanto admiraba en sus largos recorridos por las callejuelas polvorientas, después de las cinco de la tarde. El firmamento cerúleo se perdía en la distancia. El sol se iba ocultando poco a poco allá, en la distancia, entre la frondosa arboleda. Era feliz. Caminaba con altivez moviendo su cadera con gracia, dejando escapar saludos efímeros a los más allegados que se atravesaban en su raudo recorrido. Nunca caminaba lento. “La lentitud mata”, solía decir.

El estruendo la sacó del mundo onírico. La oscuridad fue total. La densa neblina ocultó la luna y el reino de las tinieblas se tomó la comarca por asalto. Desde entonces todo fue confusión y tragedia. Los hechos ocurrieron unos tras de otros con tanta rapidez que Romeira no tuvo tiempo de asimilarlos. Alucinada se mantuvo inmóvil mirando para el techo de su modesto aposento. Petrificada solo movía sus grandes ojos negros a su alrededor como intentando romper la densa oscuridad.

Escuchó el grito angustiado de su madre allá a lo lejos entre la tempestad huracana y borrascosa y pensando que aquello era una pesadilla gritó con fuerza para salir de ella, pero no pudo, estaba petrificada. Pasados algunos minutos, su camastro comenzó a flotar y sintió que se alejaba, que su casucha dejaba su sitio inicial y cambiaba de sitio. “¡Qué fantasía!”, dijo para sus adentros. Un movimiento brusco la sacó de la cama y de la casucha, entonces sintió el torrencial aguacero. Rápidamente su pijama se le adhirió a su escultural cuerpo. Palpó en la oscuridad el corpulento tronco del viejo árbol que estaba plantado en el centro de la plaza de mercado. Gritó, su voz se perdió en la distancia sin respuesta alguna. Se aferró al árbol como su tabla de salvación y se mantuvo así durante su escabroso recorrido. El estruendo era impresionante. Sentía que flotaba sobre olas y palizada, que crujías amenazantes. A lo lejos, gritos dramáticos, quejidos lúgubres y rocas que chocaban unas con otras. Romeira, sonrió al decir: “Esto es el fin del mundo”. Se mantuvo bocarriba sujetándose del tronco que seguía su recorrido. Vino entonces, el recuerdo de su madre y sus dos hermanitos. Volvió a gritar, pero la respuesta fue la tormenta. Los relámpagos y los truenos se escuchaban en todas direcciones, la lluvia torrencial no paraba.

“Mi madre”, dijo con rabia presagiando lo peor. Se incorporó y sentándose miró por primera vez a su alrededor abriendo sus ojos con angustia, pero solo halló soledad; sintió el olor fétido del crudo lodazal y la soledad sonora de las tinieblas. Tomó la decisión de mantenerse agarrada al árbol y esperar el totazo final con aire retador y  cristalina dignidad. “A todos nos llega la hora y si esta es, bienvenida sea”, dijo para sus adentros. A pesar de su rostro descompuesto, no perdía su belleza femenina, tampoco su realidad antropológica. Su onicofagia la mantenía intacta. Recordó la cantaleta de su madre, los consejos de la vecina y la súplica de su novio. Dejó escapar una risita pálida. “Mi madre dice – murmuró ensopada de lluvia – que minutos antes de morir el ser humano recorre toda su vida como una película y al terminar ésta, llega la pelona”. Eso le parecía estúpido. Ilógico. Y a pesar del trance que estaba viviendo, no echó pie atrás. Por el contrario, ratificó sus convicciones. “El mundo – dijo – es materia y conciencia, no conciencia y materia”. Los relámpagos iluminaban su rostro a intervalos. Cambió de posición, pues sentía que el agua le entraba por la nariz y amenazaba con ahogarla. El viento huracanado la hizo estremecer. El tronco seguía dando tumbos. “¿Mi madre? ¿Mis hermanitos? ¿En qué árbol o árboles irán?”, se dijo con cierta ingenuidad. Todavía no podía dimensionar la catástrofe y por el contrario, pensaba que aquello era una aventura fantástica, una tribuna para hacerse ecuménica. “Por fin el mundo se fijará en la comarca”, pensó mientras escuchaba los últimos estruendos y el tronco poco a poco se iba deteniendo. “Hasta aquí nos trajo el río”, pensó al evocar la canción que tanto cantaba su madre. El último movimiento tosco del tronco fue brusco pero Romeira se mantuvo agarrada, el instinto de conservación la mantenía aferrada al viejo árbol.

Poco a poco la calma fue regresando. El estruendo fue cediendo y el silencio tétrico se fue apoderando del entorno. La oscuridad reinante se mantenía inmodificable. Un débil lucero apareció entre la niebla allá a lo lejos, en la bóveda celeste. Estiró la mano derecha y palpó lodazal. Luego, estiró la mano izquierda y palpó también lodazal. Sintió pánico. Gritó con fuerza, pero no obtuvo respuesta. Se inclinó de lado y mirando a su alrededor se convenció que la gloria no está a la vuelta de la esquina, ni se consigue con facilidad. “La gloria es una engañifa que nos disminuye la condición humana”, pensó sentándose con dificultad. Sentía las manos adoloridas, su rostro, sus piernas y su abdomen. “Soy piltrafa humana”, se dijo con enfado.




El canto lúgubre del gallo a lo lejos, la llenó de esperanza. Volvió a pensar en su núcleo familiar. Su padre había sido descuartizado por los paramilitares, acusado de auxiliar a la guerrilla. Golpeó el tronco con melancolía. “Sé que en este tronco lo tuvieron amarrado dos días”, pensó mientras dos lágrimas rodaban por su rostro confundiéndose con la hirsuta lluvia que seguía cayendo con menor intensidad.

Suspiró profundo y mirando la lontananza oscura masticó por entre los dientes la sentencia inexorable: “Este palo fue muerte para mi padre y vida para mí, así que no puedo ni quererlo, ni odiarlo”. Se acomodó la pijama y buscó el pequeño cobertor cubriendo su cuerpo, mirando a su alrededor intentando tomar conciencia de lo que estaba pasando. En el fondo seguía pensando que todo aquello era una pesadilla infernal, que nada tenía que ver con la realidad.

2

Poco a poco fue clareando. Con increíble parsimonia la verdad iba saliendo a la luz natural del día lluvioso. Romeira se incorporó con dificultad y poco a poco su mirada estupefacta se fue moviendo a su alrededor. No podía dar crédito a lo que estaba viendo, la primera impresión que tuvo era que había perdido la visión. “Todo lo que veo a mi alrededor es lodazal”, dijo con voz histérica. Giró varias veces para mirar a su alrededor. No le fue fácil asimilar la catástrofe. No era una fantasía. No era un sueño. Era la cruda realidad. El caserío de bellas casas techadas con caña brava y murrapo había desaparecido. El presagio del taita se hacía realidad.

El taita fue incansable recorriendo las callejuelas del poblado anunciando la tragedia, la dibujaba con qué crudeza utilizando su lengua aborigen para que toda la comarca la acogiera y asumiera una postura preventiva. “Esto – solía decir – no es obra de los dioses, es obra de los hombres civilizados venidos del norte en busca de la materia prima que abunda en la región”.

Todo ese cúmulo de sabiduría popular se perdió en la inoperancia de los gobernantes de la comarca, la única respuesta a este llamado era tildar al taita de ido de la mente. “Es un pobre indio carcomido por la senectud, la ignorancia y el desconocimiento misericordioso del verdadero Dios que todo lo puede y todo lo sabe”, solía decir el aguacil haciendo mofa de las premoniciones del taita.

El cura se burlaba diciendo que quería ser más que Dios y llamaba a su rebaño a no dar créditos a sus palabras, porque eran deschavetadas, distantes de la realidad. El pueblo estaba protegido por Dios y con su protección nadie podía intentar, incluso, la misma naturaleza. “No hay de qué preocuparnos”, decía cada ocho días en sus monótonas y repetitivas homilías.

Romeira con aire lastimero giró sobre sus pasos y se desplomó sobre el tronco. Fue un golpe rudo. Abrió la boca y respiró sofocada. A lo lejos, los campesinos e indígenas de la cordillera iban llegando mirando el espectáculo dantesco sin poder dar crédito a lo que estaban viendo. “¿Qué pasó?”, dijo Camila mirando a su esposo Demetrio. “¿No ve?”, contestó ofuscado Demetrio clavando la pala en el lodazal, pero esta tropezó con roca. “Se cumplió la profecía del taita”, agregó dejando escapar un largo suspiro y dos lágrimas. La gente no sabía qué hacer. Gritaba. Lloraba. Gemía. Maldecía y se daba golpes de pecho.

Camila se apoyó en su marido y musitando algunas oraciones en su dialecto divisó a lo lejos el tronco. “Mire, allá”, dijo atónita. Decenas de miradas se clavaron sobre el tronco. “No me cabe duda – dijo Camila – hay un cuerpo allí”. Campesinos e indígenas, todos de la misma clase social, armaron el plan para llegar allí.

Tamerinio, indio fornido de baja estatura, mozo y jovial, saltando de piedra en piedra, apoyándose de algunos gajos de árboles enlodados, poco a poco se fue acercando al objetivo. Tropezó primero con la cabeza de una mujer, después de un niño y más delante de un anciano. Sin embargo, no perdía su propósito. “Estos – pensó con crudeza – ya están muertos, hay que buscar vidas”.

La lluvia había cesado. Un sol pálido aparecía entre negros nubarrones. Sofocado, Tamerinio se detuvo para mirar mejor el tronco. “Sí, hay un cuerpo intacto y es femenino”, pensó reanudando su penoso recorrido con más ánimo. “Por la vida hasta la vida”, dijo en voz baja apoyándose en la afilada roca que antecedía al tronco. Desde allí, la podía ver perfectamente, estaba a menos de cuatro metros de distancia. “Oh, exclamó alborozado, es una diva, una diosa, que anuncia que a pesar de la tragedia la vida continúa”. Lo dijo con qué espontaneidad, sin malicia de ninguna naturaleza. Cortó la distancia y subiendo al grueso tronco la contempló en silencio. Entonces, sacó el pañuelo blanco y lo agitó en señal que era un ser humano con vida. Era la clave. La comunidad se puso en movimiento. Se armó la camilla usando cabuya y lasos.

Tamerinio, después de la turbación ante tanta belleza, se inclinó y rozó levemente la piel de la joven Romeira. Le acomodó los brazos y cubriéndole su cuerpo con su camisa, la sujetó y con fuerza la echó al hombro. La respiración era farragosa. Su rostro lívido, tenía moretones. Desandó lo andado con dificultad hasta cuando la comisión que llevaba la camilla llegó a prestar solidaridad. La acomodó en la pequeña camilla y caminó junto a ella en silencio. La miraba extasiado. Embadurnado de lodo fresco cruzó la distancia dando saltos de canguro para ir de piedra en piedra en busca de la orilla, donde cientos de campesinos e indígenas se arremolinaban dispuestos a colaborar en el rescate. Lamentos, gritos histéricos y exclamaciones que dónde está mi mamá, mi papá, mi hermanita, mi hermanito, mi tía, mi tío, mi abuela, mi abuelo, se escuchaba en el desaparecido pueblo. No había una respuesta a todos esos conmovedores interrogantes.

Camila se encargó de cambiarle el traje a Romeira, colocándole una bata suya, en pequeña e improvisada choza. La novelería era inevitable. Todos querían verla. “¿Está con vida?”, Preguntó Cardenia, la enfermera del pueblo que se había salvado porque esa noche se había escapado con un baquiano de la zona a celebrar sus 35 años, aprovechando que su marido estaba de gira. “Eso solo lo sabe usted”, dijo Tamerinio mirándola con cierto enfado. Venía desgreñada y sin pintura. Se abrió paso e inclinándose le tomó el pulso, le levantó el párpado derecho. “Tiene mejor vida que nosotros”, dijo con aire de triunfo. “Milagro, milagro, milagro”, gritó Camila, moviendo sus brazos como dos pequeños remos para darle más intensidad a sus palabras. “Es cuestión que salga del shock”, agregó Cardenia mirando a su alrededor, pensando qué decirle a su marido cuando regresara.  

 “Viene una casa volando”, dijo horrorizado un indígena joven, señalando la distancia. Todos miraron. Pronto el ruido estridente interrumpió la región acabada. Unos corrieron despavoridos, otros hincaron sus rodillas y otros miraron con curiosidad el pájaro mecánico. Dio varias vueltas y finalmente aterrizó en una pequeña explanada, rodeada árboles y arbustos. De su interior salieron tres personajes rechonchos: El gobernador, el comandante de policía y el cura párroco.

Caminaron despacio mirando a su alrededor, dimensionando la tragedia. “Este pueblo corrió la misma suerte que Gomorra”, dijo el cura maquinalmente. “¿Hay sobrevivientes?”, preguntó el alcalde sosteniendo en sus manos una pequeña libreta de apuntes. Cardenia lo miró tímida al momento de contestar: “Una mi dotorcito”.

El recorrido que hizo la autoridad fue dispendioso. Cruzar al otro lado donde estaba la sobreviviente no fue fácil. Tuvo que acudir a la solidaridad de los campesinos e indígenas, quienes como un solo rebaño se prodigaron  a fondo para que el triunvirato cumpliera con su cometido. A través de pequeños y angostos senderos ocultos en la espesa jungla y un puente improvisado, los tres visitantes llegaron a la pequeña choza donde Romeira sollozaba sin poder entender lo que estaba pasando. Cardenia la tranquilizaba colocando en sus manos amoratadas una pequeña totuma con una infusión de yerbas medicinales. “¿Qué pasó?”, dijo mirando a la enfermera sentada en un extremo del pequeño camastro. “No hemos tenido tiempo de asimilar la tragedia, pero lo cierto es que todo desapareció, solo hay lodo, lodo y lodo”. “¿Y mi madre? ¿Y mis hermanitos? ¿Y mi comunidad?”. La enfermera la miró con angustia. Eludió la mirada. Cambió la conversación anunciando la presencia de las principales autoridades de la región. “Ellos sabrán explicarle mejor”, dijo abandonando la choza.

3

El perfume francés inundó la pequeña choza de inso facto. Romeira creyó marear. Entraron sin pedir permiso y se distribuyeron por el estrecho espacio con aire lastimero. “Bendito sea Dios – dijo el cura – el Todopoderoso sigue haciendo milagros, no se cansa de hacer milagros”. Romeira lo miró intenso. Sus grandes ojos marchitos por la tragedia se iluminaron con furia y enfado a su vez. “¿Acabar con un pueblo humilde se puede llamar milagro, padre?” El cura se encogió de hombros. “Es gloria del Señor que tú te hayas salvado, hija de Dios”, contestó en voz baja.

Romeira haciendo un gran esfuerzo se sentó sobre la estera y acomodándose su cabellera desordenada, miró la visita con inocultable desagrado. “Ese Dios del cual tú hablas padre, es un criminal, un asesino, una bestia. ¿Por qué acabó con el pueblo? ¿Por qué acabó con las mujeres embarazadas, con los niños, con los jóvenes, con los adultos, con los ancianos?”. El cura palideció. Carraspeó fuerte lanzando el esputo afuera por la pequeña ventanita. “Esta mujer está endemoniada, aquí está la causa de la tragedia”, dijo sacando de su bolsillo un frasco con agua bendita, depositando una porción en el hisopo carcomido por el uso, le arrojó agua a la pobre Romeira a diestra y siniestra. Tanto el alcalde como el comandante de policía también resultaron afectados por la lluvia artificial. Mientras hacía encomiable labor, musitaba oraciones comenzando por el creo, el padre nuestro, el avemaría, todas en latín mal pronunciado, pero que para los presentes era la perfección de la perfección.

“Poco he vivido, padre. Sin embargo, he llegado a la conclusión que Dios no me ha creado. Al contrario, yo lo he creado”, contestó Romeira con acento grave. El cura sacó del pequeño maletín negro el cristo metálico y levantándolo a la altura del rostro de Romeira intensificó sus abluciones. “El diablo es puerto”, dijo con enfado. “El fundamento de toda religión es la fe y la fe es creer en dogmas. Además, descansa en la resignación, la sumisión. Por lo tanto, la religión es arma de los ricos para que los pobres no exijan sus derechos y vivan como estamos viviendo”, agregó Romeira con insolencia.

Su rostro marchito, pero hermoso se contrajo en una mueca de extrema desilusión. El cura acostumbrado a ser adulado por su florida prédica, sintió desmayar y tomando un segundo aire salió de la pequeña piecita malhumorado. "Desagradecida, todavía Dios le da una segunda oportunidad de vivir y sigue maldiciendo y negando el poder del Ser Supremo”, murmuró el levita mientras abandonaba el aposento.

El alcalde y el comandante de policía apenas intercambiaban miradas. Ni uno ni el otro tuvieron valor de opinar. Aquello les parecía sobrenatural, distante de la comprensión humana. Cada quien por su lado se santiguó y rezó algunas elementales oraciones. La primera bandada de gallinazos cruzó sobre la choza, después de las nueve de la mañana. El día lúgubre y taciturno parecía el viernes santos, la pasión de Jesús recorriendo el largo y escabroso camino hacia Gólgota, que significa lugar de la calavera, donde habría de morir crucificado en medios de dos rufianes y miles y miles de torturas, tan similares a las desarrolladas por el paramilitarismo alimentado y nutrido por el Estado para sostener su estatus quo.

Caminó por el pequeño corredor terroso. Su rostro desencajado lo movió en distintas direcciones como intentando recuperar oxígeno y ordenar sus ideas. Era mofletudo y corpulento. Tenía las uñas largas y el cuello de su camisa almidonada. Miró sin ver la inmensidad de la tragedia y con desgano escuchó el cuchicheo de los campesinos e indígenas que iban llegando cada vez en mayor cantidad. Vio descender de la pronunciada colina un piquete militar. No entendió los lamentos de los familiares, amigos y allegados de las personas que habían quedado enterradas en el espeso lodazal, la roca y la palizada. Suspiró y regresó al pequeño aposento. Romeira lo miró con cierta ironía. El religioso no soportó su mirada y agachó su mirada. El alcalde y el comandante de policía, abandonaron el recinto con la disculpa que los había atacado la necesidad de orinar. El cura los vio salir sin poder evitarlo.

Cuando estuvo solo, volvió su mirada sobre la humanidad de Romeira que lo observaba en silencio. La contempló sin pronunciar palabra. Su mirada no era de cura, era de hombre, entonces Romeira se ajustó el traje disimuladamente. “Dios dijo: Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”. La frase la pronunció el levita sin mucha convicción en voz baja. Romeira asumió la afirmación como una ofensa y así se lo hizo saber de inmediato. “No soy tonta, padre”, dijo sin ambages. Estiró sus dos hermosos brazos adoloridos para enfatizar: “Le voy a dar una lección reverendo. Dios no dijo eso, supuestamente lo dijo Jesús, pero nadie tiene certeza, los evangelistas se contradicen y temo que le pusieron a decir muchas cosas que nunca dijo el Justiciero”.

“Dios Santo”, dijo el cura cogiéndose el rostro con sus dos manos. “Yo soy el vicario de Cristo en la región, él único autorizado para explicar estos temas religiosos. Son delicados, por eso la santa madre iglesia nos ordena decir la misa en latín y de espaldas a la feligresía. Tú no puedes salir con estos temas, es una blasfemia”. Su cerebro volvía a perturbarse ante la afirmación de la joven Romeira, esta vez su descomposición fue mayor. No dudó en subvalorar a la mujer y su condición indígena, cuando dijo: “La ignorancia es muy atrevida y los indígenas son idólatras, tú deberías ser la excepción”.

Romeira lo miró. Era una mirada intensa, desafiante. “No he ido a la academia a interrumpir mi proceso de aprendizaje. Todo el conocimiento está a la vuelta de la casa, si se tiene la capacidad de interpretar a los mayores y los signos de los tiempos”, contestó con entera libertad. “Mateo, que era evangelista oligarca, hace hablar a Jesús así como dices tú; en cambio Marcos, origen proletario, lo hace hablar como pobre. Dice: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos”. Qué diferencia tan abismal, ¿No le parece, santo padre?”. Lo hizo con énfasis, claridad y decisión.

El cura se incorporó malhumorado y disponiéndose a salir hizo su último intento. “¿Estas dispuesta a recibir el sacramento de la confesión y la comunión?”. Romeira sonrió. Fue una risita corta y seca. “¿Por qué no confiesa a los verdaderos responsables de esta hecatombe, Padre?” El sacerdote no contestó salió simulando una risita. Cruzó el pequeño patio y fue al orinal del fondo. Romeira lo siguió con su mirada escrutadora hasta cuando desapareció, entonces se tiró nuevamente sobre el camastro.

La romería era impresionante, crecía como la espuma. De los cuatro puntos cardinales llegan verdaderas procesiones de hombres y mujeres, unos a colaborar, otros de noveleros y otros a mirar qué había mal puesto para hurtar. El régimen de gobierno de la comarca era ese: Competir, no compartir. La ley de la competencia se imponía a la fuerza. Se tenía por cierto que el mundo era exclusivo de los más fuertes, los débiles estaban condenados a ser escalones para fortificar a los poderosos. “Ellos – solía decir el capataz – nacieron para los poderosos ascender a la cima”. Era un dogma que enseñaba la ideología dominante y que alimentaba con ímpetu desbocado la iglesia en sus extenuantes homilías, con el cuento que había que sufrir en este mundo para gozar a plenitud en la eternidad. “Hay de los ricos, pobrecitos, solo un milagro los salvará”, solía decir.

Por la fuerza mágica de los hermanos de clase, los cuerpos poco a poco iban saliendo a la superficie, enlodados, magullados, destrozados con sus rostros irreconocibles, bajo un sol débil y un vientecillo apacible que se desprendía de las alturas con lentitud. El caos se imponía. Nadie escuchaba a nadie. De alguna manera se abrigaba la esperanza de encontrar algún otro sobreviviente. La anarquía era la dominante. La gente iba de un lado para otro, llevando algo en sus manos. Los primeros periodistas arribaron con sus cámaras en busca de la mejor imagen para su noticiero y la peor para los residentes. Es bien sabido que los grandes pulpos del periodismo se guían ante todo por la primicia y la exageración, por cuanto la idea no es comunicar, sino alienar, embrutecer, en el peor de los casos, desinformar.

Rápidamente, se montaron tenderetes a la vera de la inmensa mole de lodo y los comerciantes venidos del poblado más cercano, comenzaron a ofrecer toda clase de chucherías a precios módicos pero de contado. La algarabía ofreciendo sus productos, rápidamente interrumpieron el mortuorio silencio. Ofrecían las gotitas para calmar la ansiedad y el dolor, también la infusión de yerbas aromatizadas y otra sarta de productos por el estilo.

Cuando llegaron los miembros de la Cruz Roja y la Defensa Civil, los alrededores estaban atestados de cadáveres de mayor a menor, hombres y mujeres. También perros, gatos, gallinas, caballos, mulos, ovejas, cabras, orugas y hasta serpientes. Su tarea fue más fácil: Levantar el censo de los muertos y damnificados y dar declaraciones a los medios de comunicación.

4

Con movimientos maquinales el alcalde entró a la piecita de Romeira y con entusiasmo comenzó su intervención, destacando el heroísmo de la joven para enfrentar semejante avalancha de piedra y lodo que había borrado de la noche a la mañana la población más próspera y con mayor futuro en toda la región. Parecía una ametralladora disparando palabras e ideas a diestra y siniestra, era una inspiración diáfana y florida que da la vida pública desde cuna, por cuanto tanto su padre como su madre, también habían sido alcaldes de la vasta región. No tenía idea qué era la pobreza, ni la angustia diaria del pueblo para sobrevivir a la intemperie con un mísero salario. Su opulencia y don de mando le abrían puertas sin mayor esfuerzo sobre todo en su clase social. Era la primera vez que hablaba con el pueblo. Y aunque simulaba, se advertía perfectamente las náuseas que le producía estar allí, en una miserable casucha improvisada con una indígena joven tendía en la esterilla, cubierta de mantas roídas y malolientes.

Como en sus grandes debates, entraba así para impresionar y dejar a la contraparte sin nada para decir. Era su táctica recurrente a lo largo de su dilatada vida pública. Dijo además, que aquello era obra de Dios que había que asimilar con sumisión, porque ante lo Divino nada podía hacerse. “Los habitantes de este pueblo ya están gozando en los reinos del cielo, seguramente hay una fiesta que glorifica al Todopoderoso en estos momentos y nuestro deber como cristianos que somos es aceptar sin chistar nada su sagrada decisión”.

Hizo una pausa para tomar oxígeno y mojar la lengua con saliva para continuar: “Dios es perfecto. Mandó esta gran prueba en esta comarca donde hay un alcalde humano, que se conmueve y siente el dolor ajeno. Por eso estoy aquí y no descansaré hasta rescatar el último óbito y darle cristiana sepultura con misa de cuerpo presente y repiques de campana. Todo será solemne y correrá por cuenta de la alcaldía. Así lo quiso Dios y así se hará”.

Romeira intentó interrumpir pero no pudo, el mandatario continúo con su cruda perorata: “Firmaré un decreto en el que se ordenará tres días de duelo, durante los cuales se izará la bandera a media asta y todos los responsos serán por las almas de los difuntos de la tragedia que hoy me llena de melancolía y angustia, porque eran mis electores, mis amigos y mis compañeros de lucha. Gracias a todos ellos, pude llegar a la alcaldía y gracias a ellos me he sacrificado día y noche en aras de construir una comarca justa, humana y al alcance de todos y todas”.

“Debe saber jovencita que no he dado descanso a mi espíritu ni a este cuerpo mofletudo desde el mismo momento que salí elegido con los votos definitivos de este conglomerado. Todas mis luchas y vigilias han sido por la tranquilidad, sosiego y desarrollo de la comarca. Hay un sinnúmero de proyectos que estaban a punto de comenzar a salir a flote, pero este insuceso imposible de predecir, nos coloca en una verdadera sin salida, de todas maneras, tú señorita que te seguiré llamando angelita será testimonio de mi afecto y consideración con la muchedumbre, mucha de ella, hoy enterrada por acción increíble del Ser superior que nos gobierna a todos, sin excepción de ninguna naturaleza”.

“Hoy mismo convocaré un consejo extraordinario para analizar detalladamente el acontecimiento injusto de la naturaleza y la decisión inexorable de Dios de llevarse cientos y cientos de habitantes de la comarca, muchos de ellos seguramente, sin recibir la primera comunión, ni siquiera el bautismo. Son hechos que no se pueden entender a la luz de la sabiduría, sino que hay que dejarlo en manos del Todopoderoso porque Él es el que manda sobre nuestros designios y sabe hasta cuántos pelos hay en nuestra cabeza y es Él el que permite que uno o dos se caiga. Nadie más que Él querida jovencita, que hoy se presenta ante el mundo como el milagro más grande de toda la historia, presidentes, ministros, embajadores, cónsules, magistrados, reinas de belleza, sabios, maestros, intelectuales, obispos y hasta el mismo Papa querrán su autógrafo, su versión de primera mano y posar a su lado para la fotografía”.

Hizo una pausa larga, la que aprovechó Romeira para intervenir. Lo hizo con sigilo reconociendo la autoridad que representaba aquel personaje mofletudo de mirada perdida. La discusión con el levita le había dejado marca en las cuerdas bucales, por eso comenzó pausadamente, mientras se acomodaba con dificultad en el borde del camastro.

“Debo reconocer su presencia, señor alcalde, creo, si no estoy mal, es la primera que hace a la localidad, lo cual indica que nunca conoció de cerca a esta comunidad. Sin embargo, reconoces que fue puntal fundamental para llegar a semejante posición que hoy ostenta. Claro, tú no eres el único, todos los anteriores han hecho lo mismo, lo que podría calificarse como una práctica crónica”.

El alcalde respiró y dando un paso atrás se recostó contra la improvisada pared de madera sin pulir. “Es una práctica sistémica – continuó diciendo Romeira con voz pausada – por lo tanto no hay nada de novedad, pero sí en cambio mucho de crueldad. Así paga el diablo quien bien le sirve”.

“Soy la excepción a la regla”, dijo el burgomaestre moviendo sus gordos brazos. “No tiene que decir nada sobre su incomodidad que le da estar en esta choza, las náuseas que le produce y más ante una indígena joven caía en desgracia. No se lo reprocho señor alcalde, porque tú has sido rico siempre, mejor dicho, nació siendo adinerado. Tú no sabes qué es padecer el hambre, el frío, la soledad y la angustia de no tener en dónde dormir con su prole. Mientras el problema del pueblo es cómo conseguir un centavo para mitigar el hambre, tu problema es cómo gastar el dinero engavetado durante largos y azarosos quinquenios de continua usura. ¿No es cierto?”, dijo Romeira mirándolo con ojos inquisidores. El alcalde se encogió de hombros, se sintió acorralado e indefenso. Solo atinó a agachar su mirada al piso terroso.

“Soy ignorante, mejor, analfabeta, pero tengo mucho conocimiento que nuestros taitas nos han transmitido a través del tiempo y podría decirte con un mínimo de error que esta tragedia es una crónica anunciada con mucha antelación. Esto estaba cantado. Arriba la destrucción de la naturaleza, el robo legalizado por tu sistema de las mejores maderas, el hurto de los metales preciosos, el río baja por entre grandes canjilones, fácil de represar. No hay que hacer grandes análisis para determinar que la tragedia podía sucederse en cualquier momento. ¿Hizo algo para evitarlo, señor alcalde?”.

“Es más – continúo cogiéndose las dos manos entre sí – la comunidad sabía que todos los alcaldes en noviembre dejaban una partida en el presupuesto para conjurar el impase, terminaba el año el dinero al parecer desaparecía y la problemática seguía latente. ¿Por qué mis hermanos no emigramos a otro sitio? Tú lo sabes, por falta de dinero y orientación precisa de la autoridad. La tramitología que había que hacer y las “vacunas” que había que inyectar para que las posibilidades no fueran tan remotas, fueron obstáculos, señor mandatario”.

“No hay infamia más grande que eludir su responsabilidad y descargarla en el otro, en este caso en un supuesto Ser superior, que de existir sería un criminal abominable. No sería un Dios bueno y justo como dices tú, sería un infame, asesino, criminal y cobarde, que se ensaña con niños indefensos, niños lisiados, jóvenes soñadores, mujeres trabajadoras y ancianas cumplidoras de sus múltiples deberes. ¿Cómo puedes decir tú que es un Dios bueno cuando hace todo esto? ¿Acaso, eres masoquista? ¿Acaso, no puedes diferenciar entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto?”.

El mandatario se estremeció de pies a cabeza e intentó salirse por las ramas pidiéndole a Romeira que no apostatara de esta manera, porque se exponía a un castigo descomunal. “Hable de todo, dude de todo, menos de Dios”, dijo por entre los dientes. Romeira, miró a través de la pequeña ventana el vuelo de los gallinazos y se estremeció de pies a cabeza. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas al recordar a su madre y sus dos hermanitos. Intentó ponerse en pie pero no pudo, el dolor en su cuerpo era intenso. Dejando escapar una mueca de dolor e impotencia, indicó: “Al cura le dije sin pelos en la lengua que Dios no me ha creado, soy yo el que lo he creado. Si se lo dije al cura, ¿Por qué no te lo puedo decir a ti? Dios es una idea que nació en el cerebro humano, una de las muchas ideas que el ser humano produce a diario y por montones. Incluso, una de las ideas más tontas e ilusas. Lo que sucede es que esta idea ha sido impuesta a la humanidad a sangre y fuego, sobre montañas de mentiras e incluso, gastando millones y millones de pesos. Recuerdes las cruzadas religiosas, la santa inquisición, para solo colocarte un par de ejemplos. El científico Galileo Galilei fue amenazado de ir a la hoguera por decir que la tierra no era el centro del universo, ni que el sol giraba alrededor de ésta, sino al contrario. Recuerdes que Giordano Bruno, también connotado científico, sí fue a la hoguera porque dijo que Galileo tenía la razón, la iglesia sin sonrojarse lo asesinó y con él a miles y miles de científicos, mandó a quemar la biblioteca de Alejandría e incluso, a prohibir la lectura de muchos libros. Si no lo sabía, sépalo”.

El alcalde no sabía qué contestar, se amojonó con resignación y escuchó contra su voluntad el remate de Romeira. Este fue diáfano, profundo y contundente. El mediodía se anunciaba y los socorristas no daban abasto sacando cuerpos destrozados del espeso lodazal. La gritería no cesaba, sobre todo los quejidos lastimeros de los que habían perdido un ser querido. El firmamento seguía encapotado. Espesas nubes grisáceas ocultaban el azul de la bóveda celeste.

“Tú dices, señor alcalde, que su mayor electorado estaba en este pueblo. Tu reconocimiento resulta demasiado tarde, cuando la suerte está echada. Posiblemente este pueblo seguirá votando, esta es una costumbre consuetudinaria en este sistema económico. La corrupción campea, ¿Verdad?, existe porque existe el sistema económico y mientras este exista, existirá la corrupción y en consecuencia los muertos seguirán votando. No es algo nuevo”.

“Esta tragedia fue anunciada hace mucho rato. El taita recorrió todas las oficinas de su despacho buscando una solución, hizo antesalas, muchas hambres pasó esperando una audiencia, para que finalmente se dijera lo que siempre se dijo: “El taita es un indio deschavetado que se atreve a desafiar la ciencia por un lado y por la otra la bondad de Dios”. ¿Sí recuerda, alcalde, las burlas de que era objeto el taita por plantear estas cosas? ¿No recuerdas la cantidad de chiquillos que iban detrás de él, insultándolo y tratándolo de loco? ¿No recuerda las palabras del cura diciendo que todo eran infundios de gentes no creyentes y ateas?”.

Estornudó y tomó un sorbo de agua que la dueña de la choza le pasó para que refrescara la garganta y sin enterarse de su disertación se marchó por el mismo sitio que había llegado. Romeira la vio perderse entre los asistentes y tomando oxígeno, señaló con voz ronca: “Dices tú que el Creador sabe cuántos pelos tiene uno en su cabeza y solo a través de su autoridad uno o dos puede caerse. Qué falta de seriedad. Qué falta de cientificidad. Sinceramente, qué ridiculez. Una persona con un mínimo de conocimiento no podrá más que generar hilaridad. Te pregunto: ¿Tú has hablado con ese señor Dios? ¿Lo conoces como dices conocerlo? No me digas que a través de la fe, porque esto resulta una doble ridiculez. Debemos coger seriedad y hablar con la verdad, ¿No te parece?”.

“Basta”, dijo el alcalde dirigiéndose con dirección a la pequeña puerta. “No soporto más cantaleta de una india”. Salió sin despedirse dando grandes zancadas. Romeira sonrió levemente. “La verdad duele, alcalde”, dijo.

Cardenia entró llevando consigo una infusión de yerbas aromatizadas y saludando a la paciente se acomodó a la orilla del camastro. La observó de pies a cabeza, mientras sacaba de su cajita portátil ungüento para masajear las partes más afectadas de la paciente. “¿Cómo van las cosas?”, preguntó. “Mejorando”, contestó Romeira acomodándose en el camastro estirando sus piernas y abriendo los brazos en cruz. “Pero, has estado súper visitada”, insistió Cardenia mientras masajeaba las piernas de la joven indígena. “Seguramente mañana vas a salir en todos los periódicos y noticieros del país”, agregó con cierta risita. “Qué intrascendente es eso”, respondió Romeira dejando escapar un suspiro lastimero. “¿Verdad, esa es tu opinión?”, volvió a decir Cardenia, haciendo una breve pausa para mirarle sus grandes ojos negros con cierta perplejidad. “Después de esta tragedia nada importa, nada tiene valor, tengo rabia contra nuestros gobernantes, son corruptos, mentirosos y teístas. Sus mentiras las imponen a la fuerza con triquiñuelas, montajes e infamias. Esos personajes me producen asco”. Cardenia quedó frenada. No tuvo valor de contra preguntar. Una vez cumplió con su misión colocando en sus labios el analgésico se marchó despidiéndose maquinalmente.

5

La comunidad crédula quería tocar a Romeira. Llevar un pedacito de lodazal que había tenido adherido a su esbelto cuerpo, una prenda o una simple mirada. La noticia se expandía como pólvora. Pensativa, ensimismada, Romeira veía pasar y pasar gente de todas las condiciones desde su pequeño camastro. El sueño la fue venciendo. Soñó que soñaba cruzando el Mediterráneo en una pequeña voladora circular. Iba feliz contando las estrellas, arrullada con las olas al estrellarse con los acantilados. El puerto a lo lejos se perdía bajo el cielo azul turquí. Las gaviotas volaban por entre los cocoteros describiendo figuras graciosas, en busca del alimento y espantadas por el ulular de los barcos al atracar o levantar anclas.

De golpe entró el comandante de policía. La despertó al estornudar. “¡oh, me asustaste!”, dijo aún adormilada. Lo miró con enfado e incorporándose se cruzó de brazos. El policía se excusó una y mil veces. Su risita exangüe la compensó con el movimiento de sus manos al juntarlas.
 


“Quiero decirte unas cuantas cositas señorita – comenzó diciendo en voz baja – más con el corazón que con la razón. Espero que tú me sepas comprender ahora y siempre. Eres la reina de la suerte. Ningún ser humano puede sobrevivir a semejante desdicha. No hay razonamiento lógico que así lo pueda explicar y sustentar. Así que pienso sin exagerar que estoy ante algo realmente maravilloso y sobrenatural. Tú simbolizas la vida y la esperanza. Vengo a decirte que estoy a tu entera disposición”.

Su voz aflautada fue subiendo de tono al extremo de terminar en un verdadero discurso con marcado acento. Romeira lo escuchó ensimismada. No lo interrumpió. Su mirada triste se iluminó durante el transcurso de la disertación meticulosa del comandante. Sintió algo diferente que ella misma se conmovió en la medida que el policía hablaba. Odiaba el militarismo. Odio que no era infundado, por cuanto un polizonte había matado a su padre a sangre fría porque había gritado en el centro de la plaza de su pueblo un vivo al Partido Liberal.

Ese policía se interpuso con el cuento que los liberales eran masones ateos y los conservadores los herederos naturales de la iglesia y de la fe. Abusando de su autoridad intentó obligar al aborigen a que se abjurara y mejor gritara un vivo al Partido Conservador. Pero la contestación fue inmediata, clara, diáfana y radical: “Primero muerto que descolorido”, dijo y volvió a gritar la consigna con más ímpetu. Entonces el uniformado, desenfundó su arma de dotación y le disparó en dos oportunidades en forma consecutiva. El aborigen cuando cayó al piso ya estaba más muerto que vivo, los dos proyectiles le entraron por el mentón y le salieron en la región occipital.

Cometido el crimen simuló una insubordinación y ordenando a sus subalternos disparar en todas direcciones, informó a su superior que la patrulla había sido atacada por los chusmeros y que en legítima defensa de la institucionalidad había dado de baja un forajido peligroso para la sociedad y para la autoridad. Sus secuaces habían escapado, algunos heridos, pero su comandante había caído en cruento combate.

De eso no hubo investigación de ninguna naturaleza. La sola versión del comandante fue suficiente para exonerarlo de toda responsabilidad y dar por cierto que había salvado la república de un peligroso sedicioso. Días después, fue condecorado y colocado ante sus compañeros como ejemplo de lealtad a la patria y compromiso con su institución. La burda consigna en ese pueblo era que no había trago malo ni liberal bueno.

Romeira, siendo muy pequeña, recordaba la escena con increíble nitidez. Vio a su padre tirado sobre el charco de sangre carmesí, con los ojos abiertos y su mirada retadora. No lo vio derrotado. Lo vio altivo, victorioso y oceánico como si tuviera la verdad revelada y hubiera muerto por una causa justa y patriótica. La madeja de la historia la iba interpretando Romeira y ya tenía claro que la diferencia entre Liberal y Conservador no era ninguna. Sospechaba que en realidad era un solo Partido al servicio de la clase dominante. Si ganaba el Partido Liberal, ganaban los Liberales y Conservadores ricos y si ganaba el Partido Conservador, ocurría lo mismo. En cambio, ganando uno o el otro, los pobres seguían siendo pobres, más jodidos y más agobiados por la carestía y el aumento de los impuestos.

Este era un descubrimiento político que poco a poco iba comprobando Romeira a través de la observación y la práctica constante. Iba deshojando algunas frases del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán Ayala, más con la razón que con la emoción.

“Todos los dedos de la mano no son iguales – continuó diciendo el comandante de policía – son diferentes, por lo tanto, no puede haber error más grande que generalizar y decir: Todos son buenos o todos son malos. Discernir lo uno de lo otro es importante, porque resulta el camino más expedito para cometer menos errores y en sentido contrario, acertar de la mejor manera”.

“No estoy acá por vocación, estoy por necesidad. Siempre he añorado ser dialectólogo para interpretar con sabiduría las distintas formas de la comunidad comunicarse. Sobre todo responder interrogantes diversos como por ejemplo, ¿Por qué surge diversos dialectos? ¿Qué origina esto? ¿Cuál ha sido su desarrollo? ¿Cómo utilizarlo para acercar las diversas comunidades? En fin son muchos los interrogantes que me asisten, pero que este trabajo que me permite existir y criar a mis hijos, me lo impide. Es una de mis grandes frustraciones”.

“Es más: En la policía no puede uno actuar como su conciencia lo determina, debe actuar como el superior lo ordena. Uno tiene simplemente que obedecer, así la orden sea lo más absurda que sea o parezca. Se aplica el adagio que dice: “El que manda, manda aunque mande mal”. No me lo está preguntando pero en cierta oportunidad se presentó un homicidio en la comarca, comenzamos la persecución del homicida y cuando estábamos a punto de detenerlo la contra orden fue suspender el operativo y prestar guardia al cadáver. Más tarde supe que el homicida era un familiar cercano del alcalde. Esa era el origen de tan absurda medida”.

Romeira escuchaba en silencio la plática del polizonte. Analizaba cada frase con suma atención. Desde un principio descubrió en aquel hombre dos valores importantes para ella: Sinceridad y Sencillez. A medida que avanzaba el uniformado su certeza era más clara y profunda. “Siéntate” – le dijo  con dulzura – abriéndole espacio en la orilla del camastro. Sorprendido el policía aceptó de buena gana. Era para él un halago oceánico. La miró asombrada y habló de lo humano y lo divino, hasta que Romeira lo interrumpió para opinar. Lo hizo con disimulo respetando las normas de urbanidad de Carreño.

El policía, abriendo sus ojos cafés, la escuchó absorto de principio a fin: “Valoro tu presencia, tu sencillez y tu sinceridad”, comenzó diciendo en voz baja como para que nadie escuchara. “No quiero ofenderte, pero tengo una intriga aquí en mi corazón, una rabia infinita hacia la policía porque ella mató a mi padre. Esa muerte quedó en la impunidad como miles en este país. Mi padre era un líder de nuestra comunidad. Se quitaba su camisa por un vecino, un amigo. Siempre nos enseñó a compartir, no a competir. Era alto, acuerpado, ágil para ayudar a resolver los problemas de la comunidad. Era liberal, quizás su error histórico, por cuanto nunca comprendió que la diferencia entre liberal y conservador era ninguna. Ganara quien ganara todo seguía lo mismo para el pueblo. Eso nunca lo entendió, nunca lo admitió”.

“Contigo compruebo algo que venía reflexionando hace ratico: La policía no está para defender al pueblo, sino los intereses de la clase dominante. Tú estás acá porque están el alcalde y el cura, ¿Me equivoco? De no ser así, estaría en otro sitio, pendiente del mandamás de turno. ¿No es cierto?”.

“El alcalde, el cura, el comandante de policía y el juez, andan unidos en la dinámica de defender los intereses de la clase dominante. Sin embargo, he aprendido contigo otro elemento importantísimo: No se puede generalizar. Es decir, decir que todos son malos y perversos contra el pueblo, creo que hay excepciones, tú eres una de ellas, lo cual me llena de esperanza”.

“Hoy comienza para mí una vida nueva, llena de dolor y espinas: Huérfana, sin hermanos y familiares, solo con el calor de la comunidad ancestral. Sé que es un desafío y no sé si sobreviviré a semejante dolor. Tú me haces ver una lucecita al final del túnel, sé que a esa remota coyuntura me debo aferrar. Sé que debo luchar para reinventar mi vida y la vida de mis hermanos sobrevivientes. Pienso que el destino de este pueblo y de los pueblos en general, no es la tragedia, es la felicidad. Pero esta no se decreta, se construye paso a paso como hace el artesano que poco a poco va perfeccionando su obra maestra. ¿No te parece?”.

El policía asintió con la cabeza mirando los ojos de Romeira abnegados de lágrimas. Aquella mujer indígena de bellos rasgos le recordaba a su hija, que seguramente a esa hora estaría preparando sus tareas para ir a la universidad, sorteando sus limitaciones económicas, pero con el vivo interés de aprender y salir adelante. Se había propuesto ser médica con el único propósito de salvar vidas para que no se repitiera la historia de su vecina que murió de la peste del cólera porque no tuvo un centavo para ir al puesto de salud a comprar el medicamento. Esa mirada triste de la menor sabiendo que su vida era cuestión de horas y la angustia de su madre que divagó por todo el caserío como loca en busca de ayuda, la había marcado de por vida.

“Yo busqué empleo por todas partes – anotó el polizonte en voz baja – quería ser profesor porque me gustaba enseñar a leer y escribir a los niños de mi distante pueblo, pero fue imposible. Me exigían que tenía que llevar recomendaciones especiales de las autoridades y de los políticos de turno y ninguno de ellos me conocía, ni yo tampoco los conocía, porque toda mi vida había estado en el campo. La primaria la hice a intervalos, pero eso sí tuve profesores extraordinarios con mucha capacidad y compromiso. Además, se aplicaba la regla que dice que “la letra con sangre entra”, eran buenos, pero muy bravos y por miedo o por lo que fuera aprendía uno por las buenas o por las malas”.

Romeira estiró su mano derecha para acomodarle el cuello de la camisa y dejando escapar un suspiro y después una risita menuda, lo convocó a no perder su condición humana y sobre todo su origen social. “La humanidad está ad portas de un parto y debemos estar prestos a colaborar con él, para que la nueva criatura nazca sana y con modales humanos, bien humanos. El poder debe estar en manos de todos y no de unos cuantos mequetrefes”, insistió.

“Las armas del Estado – interrumpió el policía – deben estar al servicio del común y no exclusivamente de la clase privilegiada. Canalla quien agreda a su hermano de clase con el único rendimiento de favorecer el interés económico de la clase privilegiada. Mis superiores no me han permitido ir a las grandes ciudades, porque a cambio me piden que sea guache con mi clase social y le confieso señorita que nunca he tenido corazón para eso”.

“Es hora de partir – refunfuñó el alcalde  mirando por última vez la distancia convertida en un inmenso lodazal – el deber me espera”.

El comandante se inclinó y Romeira le colocó un ósculo en la mejilla. “Seguiremos hablando – dijo  saliendo a paso largo con una sonrisa en su rostro – que la suerte le sonría”, dijo mientras caminaba por el estrecho corredor. Romeira lo siguió con la mirada, se frotó sus delicadas manos diciendo para sus adentros: “Ese hombre no piensa como policía, piensa como guerrillero”.

Entre la polvareda densa de promesas inverosímiles el alcalde se marchó del lugar. Una vez más prometió el oro y el moro, promesas que todavía espera la comunidad damnificada con la esperanza del carbonero. Se dice en la comarca que la cabellera indígena no envejece. Romeira fue la gran excepción: Envejeció esperando las promesas del mandatario.


Fin






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