lunes, 31 de marzo de 2025

Salvada por la serpiente y el perro Vida y obra de la comunista María Inés Pacheco de García

Camarada María Inés Pacheco de García, lideresa del suroriente del Tolima. Foto internet

Por Nelson Lombana Silva

Tercer capítulo

Cajamarca, Tolima, mi segunda patria chica

Vivía en el municipio de Cajamarca clandestinamente. Nadie sabía mi historia, la razón de mi permanencia allí. Agobiada por la nostalgia del terruño, mi gente y las mismas limitaciones económicas, paleaba mi nueva realidad de la mejor manera. Concentré todas mis energías a cuidar de mi esposo y me mantuve inclaudicable hasta que la muerte le ganó la batalla al ser humano que más he amado en mi vida.

En medio de la adversidad, me las ingeniaba para estar pendiente de mi familia y del pueblo natal. Era una devoción inclaudicable. Cierto día apareció en mi pequeño cuarto uno de sus nietos. Venía nervioso y desmoralizado. Lo acogí con ternura y preguntándole el motivo de su presencia, el joven me comentó: Me tocó salir desplazado. Me amenazaron también. Dice los panfletos que esta hijueputa semilla no se puede dejar germinar, se tiene que ir. Por eso, estoy por acá.

Un trago amargo más. Ya la persecución y amenaza no era solamente contra mí, era también para mi núcleo familiar más cercano. Como pude le brindé apoyo, solidaridad. Compartí con el nieto. Surgió la posibilidad de administrar un predio de don Braulio Lar Redonda, español, pero un joven se interpuso, porque también aspiraba a administrar dicha finca. Entonces, le hacía la vida imposible. Hacía toda clase de diabluras y se las adjudicaba a mi nieto. Cuando don Braulio llegaba a la región, le comunicaba que mi nieto, les partía las patas a los terneros, los arrojaba al río y cortaba la manguera para que el agua no llegara a la finca.

Este joven tenía un primo en la guerrilla, lo que aprovechaba para darse ínfulas en la región rural de Cajamarca. Una vez mi nieto, se puso a tomar por una novia y este joven aprovechó para armarle tremenda gresca. En compañía de sus compinches, lo agredieron, le pegaron una pedrada, estaban en plan de matarlo. Al darme cuenta, salí corriendo en su auxilio gritando, atascada en el barrizal, saqué mi pequeño revolver e hice un disparo al aire. Inmediatamente, los agresores se dispersaron y jadeante, nerviosa e indignada pude ayudar a mi nieto.

El principal agresor difundió la versión entre el grupo guerrillero que operaba en la zona, que yo era una perturbadora del orden público que mantenía echando bala. Un buen día, aparecieron dos unidades guerrilleras en la finca que había alquilado, con la orden perentoria de decomisarme el arma, por cuanto el comentario era que perturbaba la tranquilidad y el sosiego de la comunidad.

María Inés Pacheco de García. La heroína de esta historia. Foto Nelosi

Me trataron mal. Me dijeron hasta de qué me iba a morir. Usted tiene un revolver, venimos por él, es una orden de mi comandante. Asombrada y desconcertada, contesté: “¿Cómo así? Yo no he matado a nadie, ni he robado ese revolver a nadie, mi esposo me lo regaló cuando yo tenía 25 años para que me defendiera. Era un revolver chirriquitico. El guerrillero, insistió con cierta agresividad: Venimos por él. Radicalicé mi posición: Yo no entrego el revolver. No lo entrego porque no he hecho nada malo. El guerrillero insistió: ¿Quiere decir usted que otro comandante se lo regaló? Yo no me pongo de vanidosa con ustedes, ¿Saben por qué muchachos? Porque las quemaduras que tengo, que no me puedo ni mover, mucho menos seguir echándole fuego a las quemaduras. ¿Por qué?, dijo el subversivo. Porque yo sí sé dónde ponen las Garzas, ustedes son bebés, no me vengan a humillar aquí con la guerrilla. Entonces – dijo el guerrillero – señora se va con nosotros para la región de Potos

Los dos insurgentes se llevaron, además de mi persona, al papá del muchacho, al muchacho y a un hermano de éste. Saliendo de una tienda de la vereda El Cajón, estaba el comandante guerrillero, el cual ya murió en combate. Estaba sentado. Al preguntarlo me puse en pie, y él también se puso en pie preguntando qué había pasado. La comisión rindió el informe. Esta es la señora que usted necesita, dijo un miembro de esta comisión guerrillera. Al enterarse, volvió la mirada y me preguntó: Bueno, ¿Usted por qué echa bala? Le contesté: No es cierto. ¿En dónde está el revolver? Respondí: Vayan y revuelquen toda la casa que el revolver allá no está (yo lo cargaba conmigo). Me entrega el revolver. Contesté: No comandante, ni muerta, porque no lo van a encontrar, ustedes me matan y no lo encuentran. Proceda. Insistió el comandante: El comentario es que usted mantiene tomando y echando bala. Al escuchar el comentario, el dueño del negocio, don Hugo, dijo en voz alta: Esta es una señora muy digna, que tiene su esposo ido de la mente, ella lo cuida como un bebé. Agregó: Mujer que haya venido a esta zona a dar ejemplo como esta señora, no hay. Es una mujer honesta, trabajadora y emprendedora.

Ante este comentario contundente del dueño de la tienda, el comandante guerrillero fijó con más atención la mirada en mí. Camine para Potosí con mis muchachos, dijo y ordenó a los demás acompañantes que se devolvieran. Ninguno quiso aceptar. Exploté con profunda indignación. Reconozco que fui atrevida con la comisión guerrillera. Más me indigné cuando el comandante le dijo a mi nieto que tenía que entregarle la finca a ese muchacho que había intentado matarlo. Mátenme. Ustedes no saben quién soy yo. No entiendo por qué humillan a mi nieto. ¿Cómo así que tiene que entregarle la finca a este muchacho? Él tiene un contrato firmado, él tiene que llamar al dueño de la finca, a don Braulio Lar Redonda y entregársela a él directamente. Él como dueño decidirá. El comandante, contestó con arrogancia: Nosotros ordenamos. Así lo ordene el rey pepinito, pero eso no lo dejo hacer, contesté, consciente que estaba viviendo mis últimos minutos. Sigamos para Potosí, dijo el comandante. Aún estábamos distantes de ese lugar.

Al salir a la carretera, uno de ellos de rasgo blanco, fue en carrera y me abrazó, dejando perplejo a todos los presentes, especialmente al comandante. Mamá Inés, no la conocía, dijo el guerrillero en voz alta. Qué lo iba a conocer, si cuando yo le ayudaba a él y a sus padres, tenía apenas unos catorce años. Había pasado mucho tiempo, ya era un hombre. El comandante llamó aparte al guerrillero y después de conversar algunos minutos, me llamaron. Preguntó el comandante: ¿Verdad usted ha sido de izquierda? ¿Ustedes en qué andan? Hacen sino atropellar a la gente, sin saber quién es quién. Investiguen, pregunten. Yo sé que ustedes pueden ir y preguntar hasta en el secretariado de las Farc, quién ha sido María Inés Pacheco Montilla de García.

Se acercó un guerrillero que había estado en Dolores con Jacobo Arenas y me dijo: Usted es María Inés Pacheco Montilla de García. No seamos brutos. Esta era la concejala de izquierda en Dolores. ¿Qué está haciendo por aquí? Como me sacaron desplazada de Dolores, estoy por aquí. Estoy en ese rancho. Él es mi nieto también desplazado por ser de mi familia.

Llamaron al muchacho de la intriga. ¿Usted lo conoce?, preguntó el guerrillero. Respondí: No lo conozco, no sé quién sea. ¿Usted conoce a este guerrillero?, me volvió a preguntar el comandante. Tampoco lo conozco, dije. El guerrillero, dio un paso adelante y dijo:  Usted me daba de comer en su casa. Nosotros fuimos once hermanos y hermanas, mis padres eran muy pobres y usted nos ayudaba mucho con la comida y la ropa. Gestionaba en la alcaldía todas esas ayudas sobre todo en navidad. Yo lo miraba y no daba todavía con él, porque era bastante gente que había ayudado. Entonces, el guerrillero, agregó: Yo soy hijo de Egna Gaitán. Soy el quinto. Todos ellos eran varones. Usted nos ayudaba. Nos daba platica, los cuadernos, la ropa por intermedio de la alcaldía. Siempre nos tenía en cuenta a los niños más pobres del barrio Jorge Eliécer Gaitán. Entonces sí caí en cuenta quién estaba hablando. Era una familia humilde a la que pude prestarle algunos servicios desde la curul del honorable concejo municipal.

La orden inicial era que su nieto tenía ocho días para entregar dicha finca al joven que la guerrilla al parecer había definido, so pretexto de tomar medidas drásticas si no obedecía la orden. Pero, la argumentación presentada y los testimonios de los mismos miembros de la insurgencia, llevaron a este comandante a reversar la medida. Tampoco, se atrevió a dar una solución concreta, alegando que estaba de prisa, dijo que después regresaría a dar solución al impase. Y mientras tanto, que bien podíamos seguir viviendo y laborando en ella. Váyanse a trabajar todos, dijo.

Abrumada por las dificultades, en el transcurso de esos días, regresé a mi pueblo, en aras de recoger algunos recursos para cancelar el arriendo en Cajamarca. Estando allí, el nieto me comunicó que se urgía nuevamente mi presencia, pues la guerrilla me estaba preguntando con insistencia. Pensando en que el tire y afloje con ese jovenzuelo continuaba, regresé con suma decisión y arrojo. Ahora sí me van a colgar, pensé. Uno nace con el día predestinado. El día que uno tiene que morirse, se muere, si no es matado, es desnucado, pero se muere, reflexioné mientras la flota me transportaba nuevamente a Cajamarca.

Al otro día, llegó a la finca una comisión pidiendo excusas, afirmando que me podía estar todo el tiempo que lo considerara pertinente y mi sobrino en la finca del español. De distintas maneras, el movimiento insurgente se disculpó conmigo, caída en desgracia. Ya sabemos quién es usted, por aquí volveremos, dijo la comisión. Yo le pedí que no volviera por las implicaciones de seguridad para mí que eso implicaba. He sufrido muchos golpes. Este era el último que no esperaba. No quiero que vuelva. La comisión reaccionó criticando la posición, a lo que le contesté: Tengo derecho a exigir que se me respeten mis derechos, a tener en cuenta lo que trabajé, ya no más. Quiero que se investigue ese rumor de que nosotros somos golosos y mantenemos echando bala. Puede caminar todas las tiendas, las casas e indagar. Hay que pensar para actuar y no actuar para pensar. No se puede sacar de las casas a la gente a empujones sin conocimiento de causa, insistí.

Indagaron al jovenzuelo y confirmaron que todo el rollo lo había inventado con el único propósito de que le concedieran la coloca en la finca. Todo era invento suyo. En ese momento llegó un campero con remesa para las tiendas, entonces el comandante, le ordenó al conductor que se lo llevara de la región. Otro insurgente, fue más radical en su posición: Eso debería era de rasparlo ya, dijo acariciando su arma de dotación. Yo reaccioné con fuerza: Cómo se le ocurre a usted dañar la vereda y echarme a mí un mundo de enemigos. Entienda y comprenda que me hace un daño inmenso. Yo no quiero que maten a nadie, a mí no me gusta eso. Yo siempre he luchado por la vida, no por la muerte. Yo tengo hijas, nietos y qué tal que me los maten. Pienso en los padres de esas criaturas, en su drama y me da mucho dolor.

El comandante intervino para ratificar su decisión: Desplazamiento inmediato de la región. Al parecer, le concedieron algunas horas para que abandonara el municipio. De todas maneras, después llegó otro insurgente que también era conocido, pues le había calmado muchas hambres a él siendo niño y a su familia. En un acto de gratitud vino a saludarme. De todas maneras, conservo un decir de Federico Engels, que dice: “Ver, oír y callar es nuestro lema y cuídese del inocente que son los niños, porque los niños son los que nos entregan a todos los mayores. Tengamos cuidado en eso. Nunca le entregue un secreto a un niño, porque el niño no lo sabe guardar”.

Considero que en la lucha revolucionaria hay que desconfiar hasta de los hijos. Ellos saben que soy de izquierda, pero poco saben de las peripecias que he tenido. A veces me dicen, ¿Por qué sigue en lo mismo? Yo les contesto: Honrando la memoria de su padre. Entonces, no me dicen nada más.

“Me muero o se muere”

La ola de vicisitudes y adversidades persistían en el diario discurrir de mi noble existencia. La tragedia rondaba cada paso que daba. Perseguía por las hordas represivas del Estado, el paramilitarismo y hostigada por la misma insurgencia armada de las Farc, mi existencia era dramática.

Pensaba que lo más grave había pasado y que en lo sucesivo era la lucha por sobrevivir en medio del crudo acoso de la miseria económica y la soledad sonora. La peste del olvido, como diría Gabriel García Márquez, se encarnaba en mi taciturna existencia. No obstante, conservaba la dignidad y el deseo infinito de vivir y de luchar por los ideales del pueblo.

Recibí en calidad de arriendo un lote a don Julio Rodríguez en la vereda Curalito, ubicada entre los municipios de Ibagué y Cajamarca. Lo hice por un año, cancelando los primeros seis meses por adelantado y una vez se cumpliera este período de tiempo, cancelaría el siguiente semestre. El contrato se vencía el cinco de abril. Sabía que la finca estaba en venta. Incluso, quise hacer el esfuerzo de comprarla, pero no me agradó mucho porque no tenía suficiente agua para el consumo y para el par de vaquitas de mi propiedad, tenía que cargarles el agua bien distante de la casa. Por eso, me desilusioné y no hice mayor esfuerzo por adquirirla.

Por primera vez, me tocaba hacer actividades propias del campo, como desyerbar, echar azadón, bregar con las dos vaquitas. Era algo que nunca había hecho ni siquiera en sueños. Tenía que limpiar la platanera de banano, limpiar los potreros. Me salía sangre de mis manitas. Hacía eso porque me tocaba. Me decía: Yo tengo que sostenerme y no ponerle tanto pereque a mis hijas tan pobres como yo.

Resultó comprador de la parcela un mes antes de cumplirse el contrato. El comprador me pidió posada y yo con generosidad se la concedí. De esta manera, comenzaba su actividad habida cuenta que la finca era ya de su propiedad. Me dijo: Yo me vengo con mi señora no más. No cumplió el pacto. A los ocho días apareció con un niño y una cantidad de gallinas, a los doce días, con vacas y bestias, acabando con el pasto de mis vaquitas y dañando las mejoras que tenía. Yo me indigné. Sin embargo, pasé por alto el incidente y para resolver el impase les abrí venta a mis vaquitas.  

Un buen día, estando cortando el último corte de banano a que tenía derecho, el nuevo propietario de la finca, Edgar Jara o Yara, reaccionó con virulencia diciéndome que no le cortara un racimo más. De una manera agresiva me amenazó. Si me corta un banano más, se muere, me dijo arrogante. Sorprendida, le dije que tenía el contrato hasta el cinco de abril, pero el energúmeno propietario intransigente insistió. Tráigame a ese hijueputa de su nieto, o el que sea, pero no me corta ni un racimo más. Era 25 de marzo de 2005. En realidad – me dijo – usted es una arrimada, esto es mío.

La situación pasó rápidamente de castaño a oscuro. El individuo se portaba cada vez más patán y agresivo conmigo. Contrariando el miedo y la sorpresa por tal actitud, le contesté: Yo no alego con nadie, pero tampoco estoy dispuesta a dejarme robar. Dicho estas palabras, convidé a David, un niño que me acompañaba y caminamos al tajo. No me corta un banano o se muere, gritó ofuscado. Ese niño lo recogí y con mucho sacrificio le estaba dando estudio. Ya estaba cursando el noveno grado. Las hijas le ayudaban con la ropa y parte de la alimentación. Me fui con él a cortar los bananos. Ya había cortado tres, cuando llegó y me dijo nuevamente: No me corta más y esos no me los mueve de ahí. Blandía en sus manos un perrero de espantar ganado. Era un rejo tieso. Pero, mire señor, lo que dice el documento. Se lo mostré siempre en tono conciliador. Para ello, fui a la casa lo saqué, de paso me coloqué una chaqueta azul y me encaleté el revolver.   

Le mostré nuevamente el documento, pero el individuo se mantuvo intransigente. Movía el perrero con agresividad. Pensé para mis adentros: Me da fuete y yo lo acabo a bala. En instantes había tomado la decisión de jugarme mi vida una vez más. La paciencia había llegado al límite. Le dije al niño: Vamos a seguir con la tarea. No me corta un racimo más, volvió a gritar empuñando el látigo.  Se dispuso a golpearme. Entonces, pálida de indignación, di un par de pasos atrás, y le contesté con decisión: Nos tocó la desgracia a los dos hoy: Se muere o me muero. Alístese: Nos vamos a matar. Usted que creyó, que encontró una viejita indefensa que usted puede hacer y deshacer, ¿Verdad? Olvídese. Está equivocado. No sabe con quién está tratando. El tipo me miró burlón: Luego, ¿Quién es usted? ¿Qué se cree?, me dijo.

La señora de él estaba atrás. El niño horrorizado se me prendió de la cintura y la prima hermana, Teresa Cedeño Montilla, también veterana, se me agarró del brazo, preguntándome trémula: Inés, Inés: ¿Qué va a hacer? Me retiré de ella. Me retiré tres metros del agresor y le dije: Usted me da un paso adelante y no respondo. Me mata o lo mato. Esto se acabó. Yo hago respetar lo mío. Dio el paso, pero su mujer lo contuvo informándole que estaba armada, tenía un revolver. Ya tenía el dedo en la uñeta, sabía que no podía dejarlo arrimar, porque me podía quitar el arma y con él mismo darme. Sabía, además, que el arma no era para mostrarla, era para usarla. Por eso, no saqué el revolver. La señal de su mujer fue definitiva. Bajó los ánimos. Entonces, yo pasé a la ofensiva y retándolo, le dije: “¿Le dio miedo pegarme? Salió cabizbajo y se fue como perrito regañado. Entonces, yo corté el corte como estaba estipulado en el contrato: Ni uno más, ni uno menos.

Al separar al niño de mí, dejé ver el arma. La señora del agresor se enteró y pudo alertar a su marido, evitando de esta manera una desgracia que parecía inevitable. Al calmarse un poco los ánimos la mujer me preguntó: ¿Usted estaba decidida a matar a Edgar?, le contesté: Sí señora. A mí no me pego casi mi papá, ni mi mamá; mi esposo ni siquiera una ofensa. ¿Yo tan viejita y me va a pegar un atrevido de estos? Es más: Quería robarme. Como quien dice: Tras de ladrón, bufón. Olvídese.

“¡Si no baila se muere!”

Una vez corté los racimos y los vendí, me trasladé nuevamente a Cajamarca. Una experiencia más en mi azarosa existencia. Volví al cuarto oscuro, a depender en grado sumo del yerno y de mis hijas. El tiempo transcurría monótono. El frío gélido del poblado lo padecía con extrema resignación. A cada paso que daba, padecía en carne propia el karma del exilio con estoicismo y profunda resignación. El tiempo se iba y el fantasma de la vejez deambulaba inexorable en las frías paredes y solitarias callejuelas de aquel municipio.   

Impulsada por mi vocación de servicio a la comunidad, me vinculé a la Junta de Acción Comunal como tesorera de esta municipalidad. Era una manera de estar en comunidad, distraerme y de paso, prestar un servicio social. Mi yerno se alcanzó con la cuota que tenía que cancelarle a la guerrilla y como si fuera poco, también lo entró a acosar los paramilitares. Si le paga a ella, también nos tiene que pagar a nosotros, fue la orden impartida a raja tabla. Este pequeño comerciante no era adinerado y al parecer no fue aceptada su realidad financiera, teniendo que salir desplazado del municipio, amenazado por ambas partes.

De esta manera, volvía a quedar al garete, sin un apoyo económico real para paliar mi grave situación socio económica. Los estragos de la violencia promovida desde las altas esferas del estado, se ensañaba con ímpetu contra esta humilde lideresa doloreña. Prácticamente, quedaba a merced de mis hijas, una mujer acostumbrada a trabajar y a tener los propios recursos económicos. La situación era mortificante. No obstante, sacaba energías para enfrentar la adversidad, lo hacía con decisión y tenacidad.

Esos señores “guerreros” le piden la cuota y él ya no puede más, porque los paramilitares están detrás de él. Aquí, vino una comisión y me dijo: ¿Qué su yerno le está dando cuota a la guerrilla? Yo no sé, le dije. Dígale que nos dé a nosotros cuota también. Si no nos da se va para la hijueputa mierda. Me dio miedo contestarles, son brutos, animales salvajes. Me estuve callada. Se llevó el número telefónico y lo llamó. En esas condiciones, él se encuentra huyéndoles a unos y a otros. El comandante fariano de la región de apellido Carrillo, le pegó una vaciada de padre y señor mío, porque se había alcanzado con una cuota. Una vez, me tocó ir a llevar el dinero a Piña, el financiero de esa escuadra guerrillera. Me recibió con estas palabras: Dígale a ese hijueputa que no sea cobarde, nos quedó mal la vez pasada y ahora la plata está incompleta. Nerviosa, le dije: Cuente bien, el dinero viene completo. Entonces, me dijo: Dígale que es mejor que coja sus chiritos y se vaya para la puta mierda.

Regresé al poblado con un nudo de impotencia en la garganta. No comprendía en su totalidad, la terrible dinámica de la violencia. Era pueblo contra pueblo despellejándose, mientras la clase dominante aumentaba sus arcas pescando en río revuelto. Toda mi vida en la lucha y ahora era víctima de esa lucha. Su yerno estaba respondiendo por ella, su hija y dos hijos. Era consecuente con la causa noble de los pueblos. Pero, la adversidad se planteaba en esos términos difíciles de asimilar. No era pudiente. Tenía en Dolores un pedazo de tierra improductiva. La violencia le impedía hacerlo productivo. Lo último que pudo hacer fue arrendar esos terrenos a precios módicos.

Una vez más intenté mediar en aras de encontrar una solución razonable para las partes. Pero, el comandante Carrillo era intransigente, tenía fama de “matón”. La comunidad no lo quería, le tenía miedo, pánico. Lo que me pasó con este comandante, realmente no tiene parangón, es algo tan insólito como absurdo y ridículo.

Me hizo una jugada tan tenaz, ¡oh, señor mío!, que todavía me parece una terrible pesadilla. Pertenecía, como dije, a la junta de acción comunal. Se organizó un bazar para recolectar fondos. Yo tenía la tarea de vender boletas para una rifa. Ese señor desde que llegó al bazar fue tomando, tomando y tomando. Tomaba de todo: Wiski, cerveza, aguardiente, ron, brandy. En esas condiciones, creo que miraba doble o quién sabe cómo y comenzó a preguntar por la vendedora de la rifa. Comenzó a decir que me sentara a su lado a tomar con él, y me hablaba como si yo fuera una quinceañera. Asombrada, me le acerqué y le dije: Yo no tomo. Entonces, me dijo: Esta noche me va a acompañar y vamos a bailar. Yo no salía del asombro y me preguntaba qué le estaba pasando a este señor. Claro, estaba completamente borracho y seguramente veía luces lindas. Yo, sin embargo, me armé de valor y volviéndome hacia él, le dije: comandante, no puedo tomar, soy una vieja con mil enfermedades. Pero él insistía con vehemencia: Esta noche tiene que estar conmigo, tiene que acompañarme. Me decía unos halagos que ni una quinceañera se los merecía, creo que eran propios para una reina de belleza. Le dije: comandante: Usted está muy tomado, muy tomado. Me dijo: Vamos a bailar. Yo nunca he bailado. Yo no bailo, le dije. Entonces, me dijo: Baila o se muere. Le dije: Me muero. Estaba armado y la hacía sonar con insistencia al cambiarla de posición en el hombro.

El presidente de la junta estaba pendiente del incidente y dándose cuenta de la gravedad inventó que me necesitaba, llevándome la razón su mujer. Yo salí y lo dejé ahí. El presidente, me dijo casi suplicante: Señora Inés: Baile, baile por favor, de lo contrario, esta noche usted se muere. A ese comandante no se le puede llevar la contraria. Carrillo mata por ver hacer gestos. Yo miré al presidente y le dije: Yo no bailo. Él y su mujer me suplicaban que bailara. Se arrimó y todos quedaron callados. Me dijo: Bueno, ¿Qué va a hacer? ¿Va a bailar o qué? Comandante, no voy a bailar porque estoy de luto. Me dijo: ¡Ah, bueno! Cuando se vaya a ir me avisa, yo voy a llevarla a su casa. Yo le dije: No comandante porque mi esposo se pone muy bravo. Me dijo: ¿Cuál esposo? Yo sé que usted es viuda. No me venga con mentiras. Allá, voy a parar y usted me tiene que llevar. Asustada entré a un cuarto donde había varios niños. Me echaron un poco de cobijas encima, quedándome sentada en un pequeño butaco. Duré varios minutos en esa posición, lamentándome de aquel horrible incidente y pidiéndole a Dios que no me dejara matar esa noche del comandante Carillo.

Al buen rato volvió a insistir. Yo escuchaba. Que en dónde estaba, que quería bailar conmigo. Iba de un lado para otro. Pensé en escapar por la ventana, pero ésta tenía barrotes de hierro y el abismo era pronunciado dando al río. Fue tal mi angustia, que en un momento pensé que era más digno morir desnucada. Mi ahijada, me decía con insistencia: No vaya a salir, por favor. La única salida era la puerta. Pedí un trago grande de aguardiente y alguien me llevó un “pocillado”. De dos tragos me lo tomé. Pensé: con esto tomo valor para decir no bailo o para morir. La decisión había sido tomada y era inexorable. Con la ayuda de la comunidad, salí y pude escapar sana y salva. Al comandante lo venció el licor y sus fantasías

No hay comentarios.:

Publicar un comentario