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María Inés Pacheco de García. La heroína de esta historia. Foto Nelosi |
Por Nelson Lombana Silva
Presentación
Durante más de veinte años, hemos recopilado información acerca de la camarada María Inés Pacheco de García, una mujer valiente del suroriente del departamento del Tolima, que estuvo al filo de morir a manos del paramilitarismo. No obstante, su convicción política e ideológica y la intervención oportuna, primero de una serpiente venenosa y después de un canino, pudo sobrevivir para contar su historia de una manera directa y descarnada.
Sufrir el desplazamiento y la estigmatización del régimen al calificarla de “guerrillera” con los términos más soeces, perder sus pocos bienes y sufrir muchas veces la ingratitud de quienes desconocen la historia del Partido Comunista y la Unión Patriótica, no ha sido suficiente para menguar su espíritu revolucionario y el sueño del Socialismo en Colombia. En el anonimato taciturno ve pasar los años y los acontecimientos, sintiendo la solidaridad de sus hijas y el cariño de quienes hoy disfrutan de una casita, una pensión, gracias a su abnegada gestión siendo concejal en el municipio de Dolores (Tolima), quizás uno de los municipios más golpeados por el binomio militar-paramilitar, es decir, el terrorismo de Estado.
Con su liderazgo se construyeron varios barrios en este poblado. Sin embargo, María Inés Pacheco de García, no tiene vivienda propia, viviendo a merced de los buenos corazones, especialmente sus hijas. Una mujer forjada en la adversidad, diríamos en el filo del alfanje, que dedicó toda su juventud, lo mejor de su vida a la lucha revolucionaria, enfrentando el terrorismo de Estado con decisión y coraje.
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Camarada María Inés Pacheco de García, lideresa del suroriente del Tolima. Foto internet. |
Su vida de principio a fin es una novela fantástica, dramática y conmovedora de la auténtica comunista que se ha forjado a la intemperie, sin más arma teórica que el marxismo y el leninismo, sus convicciones adquiridas teorizando y practicando en la tempestad borrascosa de la represión del sistema más inhumano que ha parido la historia: El régimen capitalista.
Quienes todavía abrazamos en el corazón la gratitud y la admiración, consideramos que su historia no podía quedar en el anonimato o en el olvido ante el crudo fantasma del modernismo y postmodernismo, con la única esperanza de comprender que para interpretar correctamente el presente y proyectar el futuro, hay que conocer el pasado. No conocer la historia es dar palos de ciego, lo cual es supremamente peligroso, porque los comunistas, ante todo, nos guiamos por la ciencia, no por la simple especulación o frustración como sostiene la burguesía.
Además, el Partido Comunista Colombiano está cerca a cumplir los primeros cien años de vida, momento especial para hacer una profunda reflexión crítica y autocrítica, momento para recuperar la memoria y rendir homenaje a esos hombres y a esas mujeres, que en el anonimato dieron lecciones hermosas de heroísmo, desprendimiento, abnegación, solidaridad y resistencia por las causas justas de los pueblos.
La historia de la camarada María Inés Pacheco de García, es digna de admirar y presentar como paradigma para las presentes y futuras generaciones, tal también de los camaradas: Raúl Rojas González, José Nelson Tovar Rojas, Teófilo Forero, Carlos Arturo Lozano Guillén, Evelio Villarreal Herrán, Alberto Márquez, Ricardo Castiblanco, María Oliva Campos, Arturo García y un larguísimo etcétera…
Sobreponiéndonos a las dificultades y limitaciones, ofrecemos este reportaje, escrito básicamente en primera persona, a todos y todas, pues consideramos modestamente que es una página de la verdadera historia que está en el anonimato o cuando más contada al revés, donde las víctimas aparecen como victimarias y los victimarios como víctimas. Bien dijo Gabriel García Márquez: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, echa más para esconder que para clarificar”. Este reportaje tiene cinco capítulos, cada día publicaremos uno. Sin más preámbulos,que caiga el telón.
1
El día de mi secuestro
El día de mi secuestro, me levanté a las 5:30 de la mañana con ánimo a pesar de haber dormido poco, porque me había acostado después de las 12:30, una vez mi marido cerró el negocio de billar. Tres días antes, había soñado enfrentando una serpiente Toche o Tigra voladora, de color amarillo con manchas negras, serpiente que se caracteriza por “inflar” su cuello cuando se siente amenazada. Soñé que se me enrollaba en mi cuerpo con el fin de ahogarme para luego devorarme. Sentí que me ahogaba, que mi lucha resultaba inútil; en un supremo esfuerzo, propio del moribundo, logré meterle la mano en la tarasca, ahogándola, después de un duro forcejeo.
Preocupada, al otro día, conté el sueño a mi amiga de confianza, quien me recomendó prudencia, porque el sueño era mal presagio. Tenga cuidado porque le van a hacer daño, me dijo. Sentí miedo, sin embargo, no le puse cuidado suficiente a sus recomendaciones, ni tomé las cosas en serio, recuerdo mucho tiempo después. El país asistía al exterminio del Partido Comunista y la Unión Patriótica, era el terrorismo de Estado en pleno furor. Todos los días, los medios de comunicación daban cuenta de horribles crímenes de estas organizaciones políticas de izquierda. Todo mundo sabía quiénes eran los autores intelectuales y materiales del cruel genocidio, menos el gobierno y sus fuerzas militares, quienes se limitaban a dar rimbombantes declaraciones, que realmente nada tenían que ver con la realidad. Se denunciaba con insistencia desde las páginas de Voz Proletaria, el binomio militar-paramilitar en desarrollo de los planes siniestros del imperialismo norteamericano en alianza con la pusilánime burguesía liberal- conservadora, pero nadie ponía atención y la carnicería continuaba con entera libertad. Objetivo central: Erradicar el comunismo y la justa rebeldía de los pobres exigiendo reformas y cambios estructurales en el Estado colombiano.
Recuerdo con nostalgia que me estaba en un extremo de la casa esperando que terminara su jornada, nos separaba a penas una pared y una pequeña portezuela; me quedaba en las gradas de la salita de recibo hasta que cerraba. Por eso nos acostamos tarde, tal vez a las doce él cerró y a las 12:30 nos estuvimos acostando. Yo no me acostaba hasta que no cerrara el negocio, porque temía que le pasara algo, lo adoraba y lo sigo adorando con todas las fuerzas de mi corazón.
Ese domingo, tenía sesión en el concejo municipal a las ocho de la mañana. Después de tomar un baño apacible, la empleada de oficios generales, Bertha de González, esposa de Romualdo González, nos sirvió el desayuno: un perico muy rico, es decir, huevos revueltos, con arepa, pan y chocolate. Yo vestía un pantalón chicle de estribo bien ceñido al cuerpo de color negro, una blusa blanca con flores rojas y zapatos de tacón puntilla de muñeca, el reloj de pulso y los aretes.
Después de orientar las actividades del día, tomé el bolso con los cigarrillos y dulces para mitigar la nicotina, la agenda y el esfero de mina negra, encaminándome a las instalaciones del concejo municipal. Era 25 de noviembre de 1986. La mañana soleada, presagio de un día caluroso como efectivamente ocurrió. El presidente de la duma municipal era Adolfo Gómez y algunos de mis colegas eran: Marina Pacheco de Calderón, Patrocinio Díaz, Reinaldo González, Manuel Rodríguez, Isabel de Ortiz y tres nombres más que no recuerdo ahora.
Fue un día muy soleado; cómo sería que cuando caminé tanto, la piel se me descascaró, así sería de quemada, quemada, toda: Los brazos, la cara, toda. Mudé de piel como una serpiente. Eso fue muy tenaz ese día. Recuerdo como si fuera ayer. Era un verano intenso a pesar de ser octubre, tiempo de lluvia, pero en la cordillera el verano era intenso. Sí, ese día fue soleado. Quizás, mejor porque si hubiera sido lluvioso, la situación hubiera sido más difícil para caminar y correr como me tocó.
El municipio de Dolores (Tolima), fundado entre 1750 y 1886, se encuentra ubicado en el sur oriente de este departamento, su cabecera municipal está a 140 kilómetros de la ciudad de Ibagué; latitud norte 3 grados y 33 minutos, longitud oeste 74 grados 54 minutos, altura sobre el nivel del mar 1445 metros. Temperatura promedio 21 grados centígrados, el área es de 602,64 kilómetros cuadrados, de los cuales el 0,11 por ciento es urbano y el 99.89 por ciento rural. Los primeros en llegar por estos paisajes fueron aventureros en busca de oro. Entre los fundadores se recuerdan a José María Godoy y uno más de apellido Sánchez. La fundación del poblado fue inicialmente en Piedra Gorda, donde existe la creencia que en tiempos remotos apareció la virgen que fue llamada por los baquianos la Virgen de los Dolores.
Mediante ley 5ª artículo 1º de 1883, se determinó los límites con el municipio de Alpujarra, segregando Dolores una extensa franja a este municipio. El 4.45 por ciento era agrícola, el 52.46 pastizales, el 6.41 bosques y el 36.68 por ciento era dedicado a usos varios.
Límites precisos
Oriente: Desde el nacimiento de la quebrada de Macal y Corredores a inmediaciones del páramo de Sumapaz hasta la entrada del río Riachón; éste abajo hasta su desembocadura en el río Cabrera; éste abajo hasta donde le tributa sus aguas la quebrada del Borrachero. Departamento del Huila, municipio de Colombia y el corregimiento de Santa Ana.
Sur: Siguiendo esta quebrada de arriba hasta su nacimiento en la cuchilla de Altamizal; siguiendo esta cuchilla hacia el norte, hasta frente del Salado Grande; de este punto a buscar los nacimientos de la quebrada de la Bolsa, ésta aguas abajo hasta donde desemboca la quebrada El Lindero, donde toma el nombre de Los Ángeles; estas aguas abajo frente al Alto de la Culebra y cerro llamado: Cucurucho de Doima. Municipio de Alpujarra.
Occidente: Desde el último punto citado, línea recta al filo del valle, siguiendo este filo en dirección norte, hasta encontrar el de Los Colorados, de aquí en línea recta a la piedra de El Jaspe; de esta piedra recta en la misma dirección al punto llamado Los Medios Chiquitos; de aquí en línea recta al filo más elevado del cerro Coloco, en dirección a la quebrada Colopito y Yavi; Yavi arriba hasta el cerro de La Laguna; luego el llano de Los Reyes; de aquí a las Cuevitas; luego a la quebrada de Atá; esta quebrada arriba hasta su nacimiento en la montaña Malta; de aquí en la misma dirección hasta encontrar el río Negro; éste aguas arriba hasta encontrar las montañas del Sumapaz, y desde aquí en dirección oriente a buscar los nacimientos de la quebrada de Macal y Comedero, primer lindero y punto de partida. Municipios de Natagaima y Prado
Norte: Los municipios de Prado, Villarrica, Purificación.
Cuando el suceso, este poblado contaba con trece barrios, 34 veredas y tres centros poblados: Ambicá, Bermejo y El Carmen. Barrios: El Mango, Monserrate, La Paz, Centro, Jardines del Recuerdo, Porvenir, San Rafael, Gaitán, Obrero, Benjamín Herrera, Santa Alicia, La Pradera. Veredas: Lucana, Ambicá, Portachuelo, Picachos, Riachón, San José, Japón, Pescado, Guacamaya, El Yopo, Puerta de Caña, Colopo, Corinto mal nombre, El Macal, Bermejo, Palos Altos, Buenavista, Los Mangos, Los Guásimos, San Juan, San Andrés, Rionegro, San Pablo, Soledad, Guayacanal, Piñal, Palmira, Llanitos, San Pedro, Café Las Pavas, El Carmen, Santa Rita, Palmalosa.
Según el censo de 2005, Dolores contaba con 9.164 habitantes, 1.865 menos que los encontrados en el censo de 1.993. Entre 2.000 y 2.006, se contabilizaron 2.852 desplazamientos forzados, siendo el 2.002, el año de mayor desplazamiento con 839. Este período abarcó el 29.42 por ciento del total. El 2.000, fue el año de menor número de desplazados, con 98 casos. La tendencia fue creciente, en promedio del 81.7 por ciento. La razón fundamental: El terrorismo de Estado, el paramilitarismo, la guerrilla y la delincuencia común. El comportamiento fue el siguiente:
Año |
2.000 |
2.001 |
2.002 |
2.003 |
2.004 |
2.005 |
2.006 |
desplazados |
98 |
344 |
839 |
396 |
318 |
214 |
643 |
Este municipio contó con alcaldesa de extrema derecha, la que era orientada por el matarife y narcotraficante número 82, según la CIA, Álvaro Uribe Vélez. se trató de Mercedes Ibarra Vargas, en el período 2.001 – 2.004.
A pesar del terrorismo de Estado, desafiando el peligro latente, era concejala por la Unión Patriótica y el Partido Comunista. Así, pues, esa mañana marché a cumplir con mi deber legal y constitucional. Durante el recorrido, sorpresivamente me abordó una joven agraciada, llamada María Alba, preguntando que si era hermana de Carlos Pacheco. Yo reaccioné nerviosa afirmando que en el municipio había dos Carlos Pacheco, que cuál sería, a lo que la joven contestó que era el matarife. Entonces, es mi hermano”, dije nerviosa. ¿Qué le pasó? Un toro lo aporreó y necesita ayuda, agregó la joven. Si quiere la acompaño, dijo María Alba, posando de filántropa. Vamos, le dije. A la operación rescate se sumó una hija de Carlos, el afectado, pero saliendo del poblado tuvo desmayo, quedándose rezagada.
Distante del poblado, reaccioné pensando que poco y nada podía hacer para auxiliar a mi hermano, pensé en regresar al pueblo y solicitar la ayuda de un vehículo. No se preocupe – dijo la joven – ya prácticamente llegamos. Avanzamos dos pasos más, llegando al basurero municipal, que quedaba entre Llano Hondo y Dolores, cerca de unas rocas enormes. Es allí, dijo la joven. Yo miré y no vi nada, mentirosa, le dije mirándola con enfado. Justo cuando le dije mentirosa, del lado de las rocas salen dos tipos armados con armas de largo alcance y uno de ellos me dice que me acueste. Uno era moreno, gordo y alto, el otro, era delgado, piel más clarita, amarillosa y bajito de estatura. Uno de ellos, lo conocía perfectamente. Era Euclides Jiménez, habitante de la vereda Bermejo, pelo liso, arrogante de familia indígena. Ambos llevaban blujeans, uno camisa cajete Adita y el otro de blujeans azul oscuro. Llevaban botas de cuero, “botas de charro”, como se llamaba entonces. La joven que acompañó a Euclides Jiménez en el recorrido, no la conocía. Tenía una marca como de herradura en la mejilla izquierda, como si hubiera sido quemada. La abertura de la herradura la tenía hacia la nariz. Era de cabellera larga y abundante, morena, ojos grandes y brillantes, simpática, ligeramente obesa y de estatura de 1.65 metros, aproximadamente”, recuerdo con mucha precisión.
Nerviosa, pero, a su vez, con valentía enfrento a esos dos hombres armados, quizás producto del miedo. Si me van a matar, mátenme, pero yo no me acuesto, contesté sin dar crédito a lo que estaba viviendo y diciendo. Se acercaron y uno de ellos, me empujó violentamente al basurero. Rodé aparatosamente, unas veces arrodillada, en otras acostada. Cuando pude ponerme en pie, me di cuenta que había perdido el bolso donde llevaba los apuntes para la sesión, una uña de la mano derecha y un sobre pequeño de manila donde llevaba los cigarrillos y los dulces para amortiguar la nicotina.
Al mirar hacia arriba, turulata y desconcertada, tuve la sensación que los dos tipos le coqueteaban a la joven, llegando a la conclusión que todo era una terrible broma de mal gusto. En realidad, muchas cosas me cruzaban por mi cabeza en un desorden descomunal que no atinaba a asimilar, no obstante, llegué a pensar que no era nada grave, que no era nada en serio que afectara mi integridad física y moral. Pensé que el incidente era simplemente una intimidación o una broma, repito, de mal gusto.
Comencé a buscar por donde salir del horrendo basurero, convenciéndome que la única salida era por el cafetal que hacía parte de la hacienda La Montaña, entonces propiedad de Rafael Parga Cortés, terrateniente y oligarca que al parecer hablaba mejor el inglés que el español, por lo que lo apodaban: “Lord”. Esa hacienda limita con el perímetro urbano de Dolores, por la vía hacia el municipio de Purificación. Cuando estaba próxima a salir de nuevo a la carretera, un tipo me abordó y con sequedad autoritaria, me dijo: “Un momentico, es con nosotros que se va”.
Ese tipo lo identifiqué inmediatamente, porque en numerosas ocasiones le había colaborado tanto a él como a su familia. Era persona de escasos recursos económicos. Asombrada lo miré y le dije con marcado acento: Oiga, Euclides Jiménez, ¿usted por qué hace esto conmigo? Temeroso y en cierto sentido apenado, el secuestrador, me contestó por entre los dientes: Señora Inés: Las circunstancias nos obligan. Miraba a la joven que lo acompañaba, mujer que nunca pude establecer su identidad, en cambio, la joven que me engañó para llevarme allí, sí la conocía perfectamente, porque también le había colaborado numerosas veces.
Me amarró las manos atrás, obligándome a caminar. Venga con nosotros, dijo. Cada que trastabillaba la joven secuestradora me auxiliaba. Generalmente me sujetaba del brazo para no dejarme caer. No me dejaba quitar el calzado. A veces caminábamos y a veces corríamos. Caminamos inicialmente por el cafetal de travesía, hacia el sur buscando el municipio de Natagaima, con dirección al llamado: Paso de la Barca, en el río Magdalena.
Al salir del cafetal, me quitaron la ligadura que ataba mis manos atrás, con la advertencia que si intentaba escapar me matarían. Cruzamos un potrero y nos internamos en un monte de árboles elevados, pero esparcidos. Era una tierra amarillenta y gredosa. En el cafetal, la tierra era negra, fértil, ubérrima. La joven secuestradora iba adelante, después yo y por último Euclides Jiménez. Parecía un perrito regañado corriendo detrás, recuerdo con nitidez.
Una vez entramos al monte, me volvieron a amarrar los brazos atrás. Caminamos hacia un cerro, al llegar, Euclides Jiménez silbó en tres veces y esperamos. Me mantenía silenciosa, nerviosa y desconcertada; resignada pensaba que en cualquier momento sería asesinada. Razonaba: Si no me fueran a matar, los secuestradores no se dejaban reconocer fácilmente, pero como me van a matar, se dejan ver, pensaba para mis adentros. Sin embargo, me preguntaba con alguna remota esperanza: ¿Será que me llevan a interrogarme? Estas reflexiones y muchas más, me hacía. Ya no se divisaba el caserío de Dolores, la distancia era cada vez más grande.
Por fin, contestaron los silbidos. Euclides Jiménez ordenó esperar y avanzando solo subió a una enorme piedra, volviendo a silbar. Al poco tiempo llegaron los dos tipos armados que me habían arrojado al basurero. Llevaban unas talegas harineras, las que contenían sardinas Zenú y pan. ¿Cómo va la paciente?, preguntaron casi al unísono. Va bien, contestó Euclides Jiménez. Llévenla con cuidado, pero la necesitamos que esté sin falta, sin falta, a las nueve de la noche en el Paso de la Barca, dijo uno de los secuestradores.
La certeza de que sería asesinada allí, crecía como espuma en mi mente, habida cuenta que por estos lugares era ampliamente conocía de los campesinos e indígenas. También intuía la posibilidad de un viaje largo y escabroso. En esos momentos de incertidumbre y a pesar del cansancio físico, no paraba de hacer conjeturas, mientras observaba el comportamiento de los desalmados secuestradores. Eso a mí no me van a dejar viva, pensaba.
Caminábamos por barrancos y abismos profundos, camino estrecho y pedregoso. Al llegar nuevamente a un sector rocoso, estrecho y pronunciado precipicio, tomé una decisión trascendental que por poco me cuesta la vida. Derrotada por el cansancio, no me habían permitido quitarme los zapatos de tacón y acosada por la incertidumbre, me senté a la orilla del camino, diciendo: Hasta aquí me trajo el río, no ando más. La reacción de Euclides Jiménez no fue violenta. Por el contrario. Fue conciliadora. Es que usted viene es cansada, me dijo metiendo la mano al bolsillo de la camisa para sacar una pastilla, ofreciéndomela. Tómesela, ésta te dará valor, dijo. No, contesté, me tiene es que matar, pero yo no le tomo esa pasta. No insistió. La guardó nuevamente en el bolsillo, diciendo que iríamos a descansar más adelante.
Caminamos un trayecto relativamente corto, llegando a una pequeña explanada, rodeada de pajonales, los cuales suelen utilizar los campesinos para techar sus casitas. Siéntese allí, le indicó. Hicimos un triángulo. Euclides se recostó sobre una mata de paja grande, puso los brazos hacia atrás, encogió las piernas y en medio de ellas, colocó el arma de largo alcance. La secuestradora, también se sentó y estiró las piernas. Hizo el cuatro. En medio del cansancio y la angustia que iba en aumento, mantenía al tanto de los secuestradores, era pendiente de qué se decían con la mirada, qué insinuaban. Pero, la secuestradora solo se miraba su rodilla, al parecer tenía una luxación que le afectaba al caminar y le producía bastante dolor. Euclides, entrecerró los ojos, el sueño hacía estragos en su humanidad.
Yo mantenía a la expectativa. De un momento a otro observé salir del pajonal donde estaba recostado Euclides, una enorme culebra cascabel, metiéndose sigilosamente debajo de su rodilla. Calculo que era pasaditas las tres de la tarde. Presa del pánico intenté gritar: ¡Una culebra!, pero llevada por una fuerza sobrenatural, reaccioné, diciéndome para sí misma: ¡Quién me manda! Realmente quedé paralizada, petrificada viendo la serpiente como se enrollaba muy cerca a la ingle del secuestrador. Al moverse para cambiar de posición, la presionó y el réptil le dio severo latigazo. Eso fue lo que vi en ese momento. No vi que le hubiera mandado un tarascazo. Nada de eso. Solamente oí el golpecito.
Sorprendido, Euclides se incorporó descompuesto por el susto y el dolor, diciendo en voz alta: Me mordió esa hijueputa. Se descompuso en cuestión de segundos: Caminaba, gritaba, saltaba, cambiaba de colores y gesticulaba. El reptil, se mantuvo un instante quieto, como observando su obra “salvadora”, luego se fue deslizando sin inmutarse poco a poco hacia el zanjón, dejando escapar un ruidito musical, desapareciendo por el barranco. La Cascabel (crotalus horidus), es originaria del sur de Estados Unidos y norte de Méjico. Después de su baño matinal busca una piedra limpia para tomar su baño de sol, aseada y seca busca la sombra. Le molesta los cambios bruscos de temperatura. Se alimenta de pequeños mamíferos. Su mordedura resulta grave, diríase mortal. Prácticamente, se encuentra en toda América, desde Canadá hasta los confines de Sudamérica. Huele con su lengua bífida, es decir, dividida en dos en la punta. En la boca tiene unas glándulas rodeadas por músculos que exprimen un líquido venenoso, mortal, el cual inocula mediante la mordedura.
La muchacha reaccionó nerviosa, y cogiendo un cinturón ancho de resorte que había usado antes, intentó ligarlo para evitar la circulación del veneno por el torrente sanguíneo. Era una medida desesperaba. El intento resultó infructuoso, por cuanto la mordedura había sido justo en la entrepierna. El drama de la víctima era espeluznante. No se estaba quieta, gesticulaba, caminaba y maldecía su desgracia en voz alta; una fatiga calamitosa se fue apoderando rápidamente de su humanidad. Se tiró al piso y se revolcaba como un gusano. En sus movimientos bruscos estuvo a punto de irse al zanjón, entonces la secuestradora en la cumbre del desespero, me pidió ayuda. Yo observaba petrificada el dantesco drama. Con la voz rasgada por la angustia me dijo: Ayúdame. Pero, si yo estoy amarrada, ¿Cómo te puedo ayudar? Sin pensarlo la muchacha, cogió un pequeño bisturí, cortó las ligaduras, guardándolo nuevamente en el brasier. La ligadura era una manila plástica. Ayúdame, insistió la joven lanzando gritos desgarradores y angustiosos. Por un momento olvidé mi drama disponiéndome a prestar solidaridad como es la costumbre del revolucionario auténtico. Le cogí la cabeza. Euclides en su desespero angustioso, intentó cogerme del cuello seguramente a ahorcarme. Se agarró de mi blusa. Me vi en calzas prietas para liberarme. A pesar de la agresión que la joven presenció insistió en mí ayuda. Entonces, lo sujeté por los pies y entre ambas, lo devolvimos nuevamente a la pequeña explanada. El desespero de Euclides era terrible. Todo sucedía tan rápido que no había tiempo para reflexionar con cabeza fría. Tiempo después reflexiono y calculo la duración del suceso en solo veinte minutos.
La angustia también se apoderó de mí, ya no por su secuestro, sino por la terrible situación por la que estaba pasando el secuestrador. Confieso: En esos momentos me olvidé completamente que era secuestrada. Incluso, un dolor de culpabilidad por no haber advertido el peligro me mortificaba el corazón y la conciencia. Acostado y tembloroso, comenzó a sudar copiosamente. Sudaba perlas, perlas que yo nunca más he visto sudar en una persona, perlas de sudor. El sudor era coagulado. Vi que por sus vellos brotaba agua-sangre. Me convencí que su muerte era inevitable. Yo vi que el señor se iba a morir, porque de la boca le salía agua verdosa y de la nariz espuma con sangre. Veía especie de burbujas, también cómo le corría el agua verdosa por la boca. Yo, pensé: Este tipo se va a morir, está en las últimas. Yo le conté esta historia a un amigo médico, cuyo nombre no recuerdo ahora, y él me dijo estas palabras: La serpiente le mordió la aorta y era un veneno mortal, era como inyectarle cianuro a una vena. No tenía salvación.
La joven volvió su mirada suplicante, diciéndome: ¿Qué hago?, ¿qué hago? Coja siete yerbitas, eso es meritorio y actúa contra el veneno, contesté trémula. Cójalas tú, me dijo suplicándole a Euclides que no se muriera. Presurosa fui a buscarlas y solo encontré seis, aconsejándole que las escupiera, les sacara el zumo y le echara éste en la boca, pero le dije que hacía falta una. Consíguemela, suplicó la joven secuestradora. El lugar pertenecía a una vereda de Natagaima. Era una región árida, tierra gredosa y rojiza, solo nace helechos y muy poca vegetación. Recolecté a duras penas la Venturosa, Sietecueros, Salvia marga, Escoba Babosa, Pelá, árbol espinoso y Cargadita. Quedó pendiente la séptima.
Dando pasos inseguros, comencé a buscar la séptima yerba, era difícil conseguirla porque el terreno allí era bastante árido. Vuelve la mirada y observa a la joven encaballada en Euclides, intentándole dar respiración boca a boca y gritando angustiada con lágrimas en sus ojos: ¡Amor, amor, amor, no se muera! Alcancé a coger una plantica bastante diminuta, no sé el nombre científico, la comunidad de la región la llama: Fosforito. Ésta echa unas vainitas amarillitas, que con el tiempo se ponen negras y suenan, son verdaderos zarcillos. Recogí apenas un copito y me disponía a regresar cuando caí en cuenta de mi situación. Considero que fue un soplo divino. Es mi oportunidad, no vuelvo, me dije. Cogí los zapatos en mis manos y me lancé al zanjón con una profundidad cercana a los dos metros de altura, precisamente, por el mismo lado que había escapado la Cascabel. Un tacho de arrayán se incrustó en mi pie izquierdo, entre el dedo gordo y el siguiente, atravesándola. De un solo golpe lo saqué y me eché a correr. Era tanto el pánico que no sentía dolor de ninguna naturaleza. Mientras corría lloraba y le pedía mucho a Dios. Al dejar de llorar, la cabeza se me doblaba de pensar que me iban a matar, porque algunos de los secuestradores yo conocía. La china que me sacó del pueblo con mentiras, la conocía. Por eso, me decía con dolor: A mí no me dejan viva. No hay duda, la orden es matarme, por qué los oí decir que tenían que entregarme en el Paso de la Barca, que no me fueran a maltratar, que me llevaran con mucho cuidado. Entré a una zanja poblada de rastrojo espeso y comencé a subir. Vino a mi memoria en esos instantes, los consejos de mis padres. Ellos, me enseñaron que cuando uno se pierde y está orientado que la ciudad queda hacia arriba, había que coger zanja arriba, pero cuando se tiene la sospecha que la ciudad está hacia abajo, hay que coger la zanja bajando. Yo cogí hacia arriba en pura carrera. Me tropecé, me pegué en la nariz y en la frente haciéndome un “huevo”, un chichón grande en la frente. La nariz casi se me parte. Me bañé en sangre y sudor. El viento estaba en mi contra, pero no le ponía cuidado a eso, no paraba de correr, porque el miedo era terrible.
Exhausta, sin fuerzas, a punto de desmayarme, me oculté en un pajonal, procurando que nadie me viera, permaneciendo allí un buen rato, recuperando energías y observando el entorno tratando de ubicarme. Levanté la cabeza por encima del pajonal para ver mejor y qué horror al divisar un hombre con camisa roja cerca de allí. Me agazapé y me mantuve quieta. Era mi hermano, pero del susto y de mí misma debilidad física no lo pude reconocer. Él ya murió. Se llamaba José Betuel Pacheco.
En la misma posición, seguí observando el paraje. Temía que me estuvieran buscando para recapturarme. El corto descanso me sirvió para devolver la película y pensar en el drama de los secuestradores. Pude tomar el arma de largo alcance y matarlos – pensé – pero mis convicciones no son esas, además, no sé manejar esas armas, seguí meditando, sobreponiéndome al miedo feroz que acechaba a cada paso que daba. Pensaba que era necesario coger distintos caminos para despistar al enemigo. Sin embargo, temía extraviarme totalmente. Al momento de tomar la iniciativa de continuar la huida, no sabía para dónde coger, porque temía perderme en el áspero paraje. Sin pensarlo, repetí una y otra vez la célebre frase de V.I. Lenin: ¿Qué hacer? Al observar que el baquiano se devolvía, salí del escondite y haciendo un esfuerzo descomunal me orienté. Recordé que mi esposo me había llevado en cierta oportunidad a la zona a comprar ganado en pie, porque era matarife. Divisé en la distancia el cerro de Colopo. Entonces me dije: Tengo que salir derecho. Estaba lejos. Tuve que caminar bastante en condiciones muy adversas para llegar a la carretera de la vereda Bermejo, que prácticamente me representaba la mitad del recorrido para retornar nuevamente al perímetro urbano de Dolores. Caminando con estoicismo logré salir a esa carretera hacia las 5:30 de la tarde, más o menos. Allí, me metí debajo de una enorme piedra a observar con cautela el entorno. Pensé en pasar la noche en este lugar, porque estaba agotada, prácticamente exánime. Me senté bajo el halar de la roca, quería acostarme, pero los nervios me lo impedían. Acuclillada permanecí algunos minutos. Al recuperar algunas energías decidí continuar la marcha. Fui a parar a la finca de Héctor Hernández, el dueño de la emisora: “Radio Altamizal”, después de las 6:30. No me quería abrir la puerta y prestarme los primeros auxilios, pues entró en pánico. Usted está herida y mi señora no está, me dijo nervioso y desconcertado. Insistió asombrado: Usted está herida, herida, herida, ¿Qué le pasó señora María Inés? Una recua de perros bravos que ya me devoraban y el dueño de casa permanecía inmóvil, petrificado, sin saber qué hacer.
Finalmente, nervioso e inseguro Héctor Hernández, salió y me auxilió. Me tomó de la mano y me sentó en un asiento. Fue tal mi emoción que no pude en el momento pronunciar palabra. Tenía la boca reseca, ácida. Con gestos le pedí agua. Me dio, tomé e inmediatamente me desmayé. Retorcida en el piso, perdí por algunos minutos el conocimiento. Al recuperarlo pude tomar conciencia del sitio donde estaba. Me dio una especie de parálisis. Héctor era militante del partido Liberal. Yo era amiga de él, pero más de su esposa, Rosana Duarte. Allí, duré cerca de cuarenta y cinco minutos. La distancia al caserío caminando son treinta minutos, aproximadamente, en carro diez. Vivía en Casa Roja, ahora la llama: La Antena. Está a la salida para la vereda Bermejo. Por estos lugares, no había organización política comunista, ni de la Unión Patriótica, eran veredas conservadoras en su inmensa mayoría.
Sin pérdida de tiempo, Héctor, dio a conocer la buena nueva y en pocos minutos hizo presencia, Adán Méndez Tapias, mi compadre. Adán, es hermano de un yerno mío de profesión conductor, casado con Fabiola González. Yo era madrina de la niña mayor de ellos, que se llama: Mayerli. Nunca he sabido por quién vota. Entonces, tenía dos hijos, después completó el tercero. Manejaba un camión grande Dodge 600, recuerdo. Él se encargó de retornarme a mi casa, la que se encontraba a esa hora rodeada de el ejército y de policía. El pueblo estaba enfurecido y se presagiaba desmanes por parte de la fuerza pública.
Tensionada pero feliz por estar de nuevo con los míos, me acomodé en la cabina del camión, al lado de Adán, entrando al pueblo después de las siete de la noche. Durante el corto recorrido, poco y nada dije, permanecí ensimismada como tratando de salir de una tenebrosa pesadilla que ni yo misma dimensionaba en sus justas proporciones en esos momentos.
Me recibieron, mi familia en cabeza de mi esposo y una multitud de amigos y amigas. Las calles estaban repletas de personas de mí clase que iban de un lado para otro, expresando con júbilo mi retorno a la libertad. Esa noche dormí en mi casa. Al momento llegó el médico del hospital local. Yo solo sabía pedir agua. Perdí de nuevo el conocimiento. Me volvía a torcer. El médico pidió una botella de aguardiente y me bañó, especialmente la cabeza. Me colocó algodón untado en la nariz para que volviera. Dijo que era problemas de calambres y problemas musculares, porque éstos estaban atrofiados. Ya reunida con mi esposo y mis hijas, yo les conté con detalle lo ocurrido. Conocía para entonces los actores materiales del plagio, pero no los intelectuales. Mucho tiempo después supe que fue por cuenta de la administración, pero al parecer, también estaba involucrado el entonces senador de la república, Alberto Santofimio Botero, quien no me quería por mis posiciones políticas. Al parecer fue una conspiración del alcalde, el tesorero, el personero y Santofimio. Conservo algunos panfletos en los que, a nombre de dicho senador, me insultaba de la manera más soez, para que no insistiera en la lucha política y sobre todo moralizadora de la cosa pública. Me decía, entre otras cosas: “Cerda hijueputa váyase de acá. Cerda hijueputa piérdase del pueblo…Comunista hijueputa”: Rojo Atá. Otro decía: “Si no deja de ser comunista o se va del pueblo, será matada”. A todos estos agravios e insultos, yo contestaba: No me voy del pueblo, porque no le estoy haciendo mal a nadie. Mi esposo me apoyaba y me decía: Nada de nervios. Me salí, cuando me hirieron en un segundo atentado.
Un sargento de apellido Amariles, se dio a la tarea de buscar el cuerpo de Euclides Jiménez y al parecer dio con la fosa donde fue sepultado, según le comentó este militar a mi esposo. El funeral habría sucedido en la vereda Pocharco. Lo había llevado un muchacho que había estado trabajando como garitero en el billar y que había sido detenido por estar extorsionando a Elvira Gulumá del municipio de Natagaima, precisamente, de esta vereda Pocharco. Según la versión, ese muchacho había ido hasta donde Elvira con el fin que le prestara el caballo blanco. Otro trabajador de la zona observó que transportaba un cuerpo inerte atravesado en este semoviente, iba arqueado, atravesado. La dueña del caballo Palomo (Así se llamaba), preguntó asombrada qué había pasado, a lo que el joven habría contestado: El compañero con el que íbamos de cacería, lo mordió una culebra y murió. Elvira, volvió a preguntar: ¿Para dónde lo llevaba?, el joven contestó: Nosotros lo llevamos para allá, para donde un tío de él.
El militar le preguntó a la señora y ella le dio la ubicación exacta. Incluso, la señora dijo que posiblemente ese muchacho podría estar involucrado en el secuestro, porque él le dijo que le prestara el caballo Palomo y que ella se lo había prestado para transportar el cuerpo inerte. Incluso, le comentó que posiblemente habría sido enterrado cerca a la casa de su mamá, que era distante de allí, pero estaba el escarbado, la seña y todo.
Ahora, ¿Por qué Elvira contó todo? Porque a ella la estaban extorsionando, le estaban pidiendo dos millones de pesos, si no los pagaba, sería asesinada. Temerosa de la amenaza salió desplazada para Girardot. Allí, una sobrina que era abogada, hizo contacto con el departamento administrativo de seguridad (DAS), montando el operativo y capturando a esta banda, de la cual, al parecer, hacía parte el muchacho que le sacó prestado el caballo. Afirma Elvira que, al enterarse del secuestro de María Inés por la radio, no dudó en pensar que este muchacho estaba involucrado en ese plagio.
Un poco más serena, reflexiono sobre este suceso tan amargo. Me pregunto: “¿Por qué me arrojaron al basurero de esa manera? Me respondo: “Porque los captores sabían que abajo me estaban esperando los que me iban a llevar. Además, no podían seguir carretera arriba, a sabiendas que, a mí, me distinguía todo el mundo y yo podría hacer alguna seña, gritar o pedir auxilio.
Sobre mi detención, muchos años después, conjeturo: Una idea que se me viene a la mente, es porque yo fui concejala por el Frente Amplio y Democrático, luego de la Unión Nacional de Oposición (UNO), luego la Unión Patriótica, que fue el último experimento de unidad de la izquierda que yo participé activamente. Yo digo que por lo que había ese exterminio tan violento de la Up; pero, también pienso que había una pelea cazada en el concejo municipal, por no querer aprobar la construcción de una galería al amaño del alcalde y de algunos concejales. A mí, me ofrecieron siete millones de pesos en esa época para que diera la firma, pero, yo no quise. Yo le comenté a mi esposo y él se opuso rotundamente. Yo proponía que se hiciera la galería con el primer diseño. El dinero estaba garantizado. Ellos, le habían recortado el segundo piso y un cuarto frío. Por eso, me opuse y mi voto era definitivo.
Como vieron que no aprobé ese proyecto, se formó un problema muy grande, me trataron muy mal en el Concejo. Construyeron la galería, pero no construyeron el segundo, ni el cuarto frío, pero sí le hicieron algunas mejorías a dicha galería municipal. Me vine para Ibagué y puse el caso en la Procuraduría. Fue un funcionario y en la alcaldía le hicieron una fiesta por lo alto, de tal manera que el concepto del funcionario era que todo estaba bien. Yo insistí nuevamente. Entonces, enviaron otro funcionario quien dio fe de las anomalías que se habían presentado. A raíz de esa denuncia, destituyeron al entonces tesorero municipal, dándole ciudad por cárcel y el alcalde fue sancionado.
Omar Torres, concejal de ese tiempo, me dijo que yo me tenía que morir y me siguió con ganas de agredirme, pero gracias a Dios y a una profesora prima hermana de él, llamada: Susana Torres, intervino, diciéndole: ¿Cómo va a hacer eso? Mientras ella le hablaba, yo me escapé. En voz alta me decía: “Hijueputa, qué daño que nos hizo no dejar hacer el trabajo, usted lo va a pagar, se tiene que morir. En realidad, fue la única persona que en estado de alicoramiento me ofendió. Pudo haberme matado, pues ya había matado a un señor en Dolores.
Eso pienso. Ellos se pudieron haber aliado aprovechando el exterminio contra el Partido Comunista y la Unión Patriótica a nivel nacional; o, sencillamente, por mi decisión de no votar afirmativamente ese proyecto. Eran santofimistas, tenían todo a la mano: Armas, dinero, poder, impunidad, etc. (Claro, esto no lo puedo afirmar categóricamente, más bien debe leerse como una especulación nuestra). Alberto Santofimio Botero, viajaba mucho a este municipio y ellos lo consideraban como su mancorna.
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