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María Inés Pacheco de García. La heroína de esta historia. Foto Nelosi |
Segundo Capítulo
¡Ahora me salva el perro Wiski!
El suceso fue minimizado por los grandes medios de comunicación, sin embargo, trascendió nacional e internacionalmente, gracias al Partido Comunista, La Unión Patriótica y los organismos de Derechos Humanos; ellos denunciaron el hecho exigiendo del Gobierno Nacional investigación exhaustiva para establecer los móviles y los responsables del rapto que generó tanta incertidumbre en esta extensa región. Los responsables intelectuales y materiales debían recibir el justo castigo de acuerdo con la Constitución Nacional. Pero, no fue así. Todo quedó en la impunidad.
El director del semanario Voz Proletaria, dirigente nacional del Partido Comunista Colombiano, Manuel Cepeda Vargas, se trasladó al municipio de Dolores a brindarnos solidaridad y de paso a escribir un reportaje para este semanario. Parecía la hora llegada. Todos los días, los noticieros abrían sus emisiones dando cuenta de asesinatos de militantes del Partido Comunista, la Unión Patriótica, sindicalistas, defensores de Derechos Humanos e incluso, demócratas y amantes de la paz y la justicia social. Las masacres, las torturas y las desapariciones, eran el pan de cada día. El gobierno nacional, cruzado de brazos, solo se limitaba a anunciar exhaustivas investigaciones y castigos ejemplares, pero todo era mentira.
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Camarada María Inés Pacheco de García, lideresa del suroriente del Tolima. Foto internet |
Pensaba que el hostigamiento contra mí había pasado. Durante el siguiente año se respiró una tensa calma en la región, sobre todo durante el primer semestre. Gracias a la gestión del Partido Comunista, el Estado me asignó escoltas y ciertas medidas de seguridad. Todo había cambiado para mí: Los desplazamientos eran programados con meticulosidad y exageradamente restringidos. Fueron seis meses que respiré calma y relativo sosiego. Sin embargo, no me confiaba, ni tenía plena tranquilidad. No obstante, me las ingeniaba para seguir desarrollando la actividad política, los compromisos con las comunidades y la lucha incansable por aclimatar la paz y la convivencia en la región. No paré de denunciar los actos de corrupción en algunos miembros de la administración municipal. En eso fui intransigente.
Un año después, volvieron los hostigamientos con qué virulencia. Volvieron los panfletos a circular libremente por todo Dolores, utilizando los términos más soeces afirmando que tenía que abandonar el pueblo. “Cerda hijueputa debes abandonar el pueblo”. Además de estos sucios pasquines, me llegaban notas, cartas, instándome a abandonar la región. Un buen día me llegó un panfleto del tenebroso grupo paramilitar “Rojo Atá”, que decía que, si no abandonaba el pueblo, la tierra no alcanzaría para taparme. La campaña psicológica contra mí no daba tregua. Por el contrario, aumentaba con el transcurrir de los días.
Ante esa andanada de amenazas, yo resistía con decisión. Me negaba a salir de mi terruño y dejar al garete la comunidad que había depositado la confianza en mí. Creía plenamente en el proyecto revolucionario del Partido Comunista y de la Unión Patriótica. Procuraba no salir de la casa y cuando lo hacía era escoltada. Esta escolta la tuve solo un año y un mes.
Una vez me retiraron el esquema de seguridad, por orden del Gobierno Nacional, al mes siguiente me sobrevino el segundo atentado. Eso fue el 25 de abril de 1988, a las cinco de la mañana, mientras mi esposo, fue a comprar la carne a la carnicería, posiblemente dejó la puerta mal trancada, aprovechando el sicario para entrar. Al parecer sabia la hora exacta en que salía todos los días a comprar este alimento.
Venía bajando del segundo piso, que era donde dormíamos, con destino a la regadera para bañarme, cuando de improviso salió el señor del billar y con el revolver en la mano, me dijo que echara para el original del establecimiento público. Instintivamente, llamé a Wiski y lo hucheé. El perrito era de color negrito con pelitos doraditos, tiraba a ser chocolate con leche, pero con pelitos doraditos. Era grande. No era pelo fino. Era largo. Las orejas eran corticas y paraditas, bien paraditas. Era raza lobo, si mal no estoy. Era muy inteligente. Cuando el perro se le abalanzó con agresividad, él me disparó. Yo alcancé a darle un puntapié en los testículos, pero caí y rodé por debajo de la mesa de billar, pasando al otro lado. El perro atacaba con furia, no le daba tregua, entonces el sicario le disparó al animal, hiriéndole una pata y la paleta. Al oír los disparos, los vecinos conocedores de mi problema de seguridad, reaccionaron inmediatamente. Luis Galindo (ya fallecido), alcanzó a atrapar el sicario por el brazo, pero al ver que llegaba más gente, se asustó y lo soltó, pensando que toda esa gente era cómplice del sicario. En realidad, eran los vecinos solidarios que acudían a constatar qué había pasado. Mi esposo al escuchar los tiros llegó presuroso y entró. El sicario aprovechó la confusión y desapareció. Yo estaba herida en un brazo y en el estómago. Una esquirla me había afectado levemente el pie. La comunidad me prestó los primeros auxilios. Luego, fui conducida al hospital local.
Salir del pueblo es la única alternativa
Por cosas de la suerte salía con vida y salvada nuevamente por un animal, en este caso, el perro llamado Wiski. El Terrorismo de Estado contra la oposición arreciaba en el país, el genocidio se desarrollaba en el marco de la más completa impunidad, con la complicidad del mismo Estado. Contra mi voluntad, era perentorio salir de la patria chica. Mi esposo así lo determinó, comenzando de esta manera, el cruel e infame desplazamiento tan común y doloroso en Colombia. Nos vamos, me dijo.
Nos desplazamos inicialmente a Ibagué (Tolima), a rodar sin rumbo fijo. La mayor parte de nuestros bienes quedaron a la deriva. La oposición había sido sacada del escenario violentamente, comportamiento que nada tenía que ver con los más mínimos rasgos de la Democracia. No recuerdo la fecha exacta de nuestra salida. Sin embargo, creo que fue por esos días del cruel asesinato del compañero Joaquín Conde, un compañero comunista y consecuente con la lucha revolucionaria, víctima del terrorismo de Estado. Coloqué el denuncio en el Juzgado Promiscuo Municipal de Dolores, haciendo un relato corto, sin muchas explicaciones, escasamente me limité a contestar las preguntas de rigor.
Trajimos solo una parte de la ropa. Dejamos cerradita la casa con todo y… a volar…a volar… a volar… sin rumbo fijo. Nos vinimos con un maletín donde traíamos ropa de mijo, ropa mía y una maleta donde traíamos los zapaticos de ambos. Dejamos todo, sí, prácticamente todo (¡lágrimas!), dejamos todo botado, todo es todo. Incluyendo el trabajo de mi esposo, un billar con varias mesas, quedó el surtido de cerveza, aguardiente, gaseosa, galletas, cigarrillos…todo, un surtido completo. Vinimos primero al municipio de Espinal, donde unos compadres, los que después se fueron para la vereda Riachón, departamento de Huila. Por allá, le asesinaron un hijo. Él se llama Alonso Ortigoza y su mujer Berta. Nosotros éramos padrinos de un hijo de ellos, el mayor que se llamaba: José Roberto, creo que fue el que mataron. Duramos poco tiempo allí. Yo vine a Ibagué a una reunión partidaria y organizamos la venida definitiva para esta ciudad.
La peregrinación fue intensa, desconcertante y dolorosa. Mi núcleo familiar iba de casa en casa, aprovechando la generosidad de viejos amigos y compañeros de causa. Incluso, estuvimos residenciados durante corto tiempo en casa de compadres. Un buen día, el yerno, que era administrador de Bavaria en el Tolima y tenía la agencia de Cajamarca disponible, se la ofreció y el núcleo familiar la aceptó gustoso.
El municipio de Cajamarca, considerado la despensa agrícola del Tolima, cerca de Ibagué y vigilado permanentemente por el volcán Machín, nos abrió las puertas de par en par a esta familia golpeada por el desplazamiento y la cruda violencia del indolente estado capitalista, era un intento desesperado por revivir la esperanza de vivir y compartir en comunión. Desgraciadamente, el sosiego ansiado en este exuberante municipio fue realmente efímero, sobre todo para mí, habida cuenta que mi esposo enfermó y paulatinamente fue perdiendo lucidez mental. La demencia senil apareció en su humanidad. Los médicos me recomendaron que lo tuviera aislado en el campo para haber si podía adaptarse a su nueva vida. Lo hice, acabando con nuestro menguado peculio, alquilamos una pequeña finca. Y a pesar que su salud no presentaba síntomas de recuperación, yo no perdía la esperanza. Lo llevé a muchas regiones del país, en busca de médicos de alto reconocimiento. En Neiva (Huila), lo vio el afamado médico, Simón Fierro. Pero, también lo llevé a Cartago (Valle), Bucaramanga (Santander), Bogotá (Cundinamarca), lo llevé a todas partes, donde me decían que había un médico bueno.
Resignada y amorosa con mi marido, me radiqué en esa finca, durando corto tiempo. Pensaba ingenuamente que allí, estaba libre de la cruda violencia, pero no fue así. La región se deterioró volviendo las amenazas. La vida se me fue consumiendo a velocidades inverosímiles. Me fui para esa finca, pero me tocó desplazarme porque se dañó el orden público. Eso llegaban la guerrilla, los paramilitares, el ejército con bastante frecuencia. Un grupo me acusaba de ser cómplice del otro. Yo les explicaba que qué podía hacer, sobre todo que estaba la casa ubicada a la orilla del camino rial, muy cerca de la carretera. Además, era paso obligado para subir a un enorme cerro. Mis argumentos no eran aceptados de buen agrado, ni por unos ni por otros. Yo toreaba ese ambiente hostil de la mejor manera, todo por el amor que le profesaba y le sigo profesando a mi esposo.
Cuando el paramilitarismo comienza la barbarie de la motosierra descuartizando a los campesinos, me lleno de nervios, tomando la decisión de regresar al perímetro urbano de este municipio. Era un nuevo desplazamiento, una tragedia más para este núcleo familiar que en esos momentos lideraba sola, pues mi esposo no presentaba síntomas de mejoría. Dependíamos de la solidaridad del yerno y de mis hijas mayores, que, sin tener mayores recursos económicos, contribuían a paliar la dramática situación. Dos de ellas trabajaban en el magisterio con salarios de hambre.
Durante un buen tiempo permanecí hacinada en un pequeño cuarto oscuro, recordando a mi esposo, añorando mi pueblo natal, masticando la adversidad y soñando con un país al alcance de todos y todas. De alguna manera, este municipio me prodigó albergue y me permitió sobrevivir. Estuve en esta piecita resignada, a mis tantos años, con el deseo infinito de estar en una finca donde pudiera trabajar y estar libre. Sentía que estaba en prisión. A mi edad, necesitaba movimiento, trabajo, salir, caminar. Muy poco salía. Cajamarca era muy chiquito, uno lo anda en media horita.
La soledad me cobijaba en este cuarto oscuro y helado. El macabro rostro del desplazamiento salía a flote en cada movimiento que hacía. Acosada por la soledad, sobre todo la inexorable ausencia de mi comunidad doloreña, transcurría los días monótonos, a veces se hacían interminables. Sin embargo, en el fondo de mi corazón no perdía el deseo infinito de vivir, profesar el amor hacia mis hijas y mi esposo a quien todavía lo amo con intensidad desbocada.
Acosada por la nostalgia, las limitaciones económicas y de salud, reflexionaba y pensaba en el calvario, que es en realidad, el calvario de millones de seres humanos bajo el imperio del capitalismo. Son reflexiones críticas y autocríticas de singular trascendencia en la larga y dura lucha del pueblo por conquistar el poder político y económico en Colombia.
Todavía vive alguien muy importante en la lucha, pero ese nombre me lo voy a callar, porque como dijo el otro, anda entre el viento, el sol y el agua; todavía vive, muy echado para adelante. ¿Sabe qué pesar me da? Que, a estos viejos luchadores, nos hayan abandonado, como que nunca hubiéramos existido. Un señor me dijo: Usted es muy sinvergüenza, el Partido o alguien debiera decir: Yo le compro su casita, pero usted para arriba y para abajo, después de tener su casa de dos pisos a todo dar, el billar, su negocio, el esfuerzo de toda la vida de ustedes, donde trabajaron con las uñas, porque ustedes se casaron siendo muy pobres, ¿Y todavía en estas?
Eso me lo dijo un ex militante de la izquierda, hoy furibundo renegado: Javier Mendoza. Reconozco que me partí las patas en el Partido trayendo razones, esto y lo otro, exponiendo la vida en cada momento de la tenaz lucha revolucionaria. Todo el esfuerzo resultó en vano porque en la situación en que me encuentro no hay una solidaridad real, palpable y tangible. Por eso, ahora celebro que mis hijas se van a meter al evangelio con sus hijos.
Yo sí quisiera que me apoyaran para un ranchito, para tener una casa de mi propiedad. Qué ironía de la vida: Haber construido tantas casas, estar a punto de ir a la cárcel o perder la vida por esta causa. Dejé tantas casitas y ranchitas para ahora, yo no tener donde meter la cabeza. Tengo una experiencia para contar: Fui a ayudar a una viejita que con su esposo vive a la orilla del río que cruza por Cajamarca, siendo alcalde un señor de apellido Bonilla. Yo era la tesorera de la junta de acción comunal. Me dijo que sí, entonces le pedí una casita prefabricada. El hermano de Angelita, la esposa del viejito, dijo que regalaba el lotecito. La respuesta del viejito fue radical: Yo no me salgo de aquí, llevo 25 años, el río ha entrado a mi casa y no me ha llevado. Yo muero aquí. Oiga, señora María Inés, ¿Quién fue a pedir eso? Yo, le dije. Me dijo: “Luche por lo suyo, usted no tiene casa, yo tengo casa y estoy para morirme. No la necesito. Gracias.
Esa respuesta del ancianito fue tan diciente, tan real y efectiva, que me estremeció de pies a cabeza. Fue como el primer garrotazo que me llevaba a despertar a la cruda realidad. Me dijo claramente: No luche por los demás, luche por lo suyo.
En realidad, tengo tantos problemas, pero el deber de servir permanece latente en mi corazón. No puedo eludir esa responsabilidad, es un llamado o una fuerza poderosa que me lleva a servir. A veces pienso en mi soledad: Tanto servir a mucha gente, pero en verdad, yo estoy más mal que esa gente servida. No hay duda, la lucha revolucionaria es hermosa, linda, pero muy dura, hay que tener conciencia de hierro para no sucumbir. Pienso que en ella hay “infiltración” y es ahí donde se nota la ausencia de solidaridad con los ancianos y los caídos en desgracia como yo. Hay ausencia de compañerismo. El trato es de animal, que cuando ya no sirve se arroja al callejón a su propia suerte, con todas sus peladuras en su espinazo. Eso nos ha pasado a muchos de nosotros.
A veces me da tristeza y me pongo a leer documentos que tengo guardados e incluso, enterrados, los cuales me recuerdan esas luchas en mi pueblo y, me da melancolía y lloro, se vienen las lágrimas y me digo: No sé qué pasó, fue como cuando llegó y se comió dos o tres palomas y las otras desaparecieron como por encanto. Eso puede ser así.
Yo pediría que me ayudaran por medio del gobierno, no por medio del Partido, porque el Partido está partido con todo ese mundo de persecuciones, resulta imposible exigirle en estos momentos. Yo no culpo al Partido. La matanza contra él, es terrible. Todo el que dice o denuncia en Colombia está en la mira de ser asesinado. No hay Democracia en este país. Sin embargo, los que tienen modo que lo hagan, porque necesito la casa. Sin embargo, sigo siendo fiel, como la mujer que fui de casada con mi esposo, sigo siendo fiel al Partido, sigo soñando con la Revolución Socialista en Colombia. En eso no tengo dudas. Así es la vida.
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