domingo, 25 de junio de 2017

Breve plática con el profesor que me enseñó a leer y a escribir

Profesor Aguirre Gómez. . Foto Nelosi
Por Nelson Lombana Silva

Uno de los fenómenos positivos más grandes que le pueda pasar al ser humano es indudablemente aprender a leer y a escribir. Es como poder quitarse del rostro esa venda oscura que le impide dimensionar su entorno, su origen, su dinámica, y a su vez, poder comunicar sus ideas, sus emociones, sus sueños y sus proyectos a sus semejantes.

En muchos casos, quizás se destaca el hecho, sobre todo en grandes personalidades, se escribe verdaderas “toneladas” de letras sobre el desarrollo de sus vidas y acontecimientos históricos que le son inherentes para llegar a la cumbre de la fama y de su propia realización. Pero, lo que sí es muy menguado, casi desconocido, es el reconocimiento que hay que hacerle a esa persona, hombre o mujer, que tuvo la paciencia y la pedagogía para cristalizar semejante logro.

De niño, carcomido por la timidez, pensaba que aprender a leer y a escribir era imposible. Sin embargo, pensaba que sí algún día esto era posible, no pararía ni de leer, ni de escribir. Consideraba que era fantástico. Hoy sigo pensando que no hay actividad más maravillosa, quizá a excepción de hacer el amor, que leer y escribir. Sobre todo escribir como se piensa, no como dice la academia y la clase dominante.

Ese sueño fantástico de aprender a leer y a escribir corrió por cuenta del profesor Belisario Aguirre Gómez, durante el año de 1973. Ya había hecho un intento la profesora Florinda Pachón, el año anterior, quien había iniciado sus clases con esta expresión: “Niños, ustedes vinieron aquí a dejar de ser animalitos”.

Realmente ese año fue bastante traumático para mí, una vez el director de la escuela urbana de varones, Alfonso Urrea García, nos dijo que teníamos que ir al hospital a participar de una jornada de vacunación. Temeroso, me provoqué una fiebre alta, la cual se desarrolló y finalmente mi papá ordenó salir de la institución. Pero al año siguiente, mi madre insistió.

Ya no tuve escapatoria. El primer día lloré. El director se me acercó y me preguntó que por qué lloraba. Le dije: “No quiero estudiar”. “¿Por qué no quieres estudiar”?, me preguntó. “Porque tengo una burrita, ¿y quién le trae el pasto para su alimento?” El director me tomó la cabeza con afecto filial y me dijo: “No hay problema. Mañana tráigala, la amarramos en frente de la institución y cuando salga se va con ella. Pero, estudia más o tanto como su hermano Gustavo”.

Cuando el director anunció que director de primero era el profesor Belisario Aguirre Gómez, un compañero que estaba a mi lado gritó con enfado: “Mierda, nos toca con “vara larga”. Era “Yeyo”. Yo giré y lo miré con terror. No conocía por supuesto al profesor Aguirre Gómez. “Es ese”, me dijo señalándolo con dedo de la mano derecha.

Era alto, delgado y taciturno. Caminaba despacio. Creo que tenía unos dientes recubiertos de oro. Me impresionó su tranquilidad y la parsimonia para desplazarse por el salón rectangular. Alguien le llevó una regla, la cual fue bautizada con el nombre de “chocolatina”. “¿A ustedes les gusta la chocolatina?”, dijo en una de sus primeras clases. En coro contestamos que no.

Poco a poco me fui acomodando a la nueva realidad. No tuve méritos. Todos ellos son del profesor que tuvo la sapiencia para enseñarme a leer y a escribir con qué paciencia, pero sobre todo con qué pedagogía. Al final de año, me estimuló con un regalo, un pequeño diccionario que tenía un nevado en su carátula, caja de colores y otros cositas más.

Cuarenta y cuatro años después, he tenido la fortuna de encontrármelo en su residencia, viendo pasar apacible los años con la conciencia tranquila del deber cumplido, al lado de su esposa Blanca Mora y muy cerca de sus cinco hijos. Es el mismo: Tranquilo, sereno y taciturno. 

El comandante cubano Alejandro Fidel Castro Ruz, dijo en alguna oportunidad que si la sociedad capitalista fuera más justa, erigiría más monumentos a los héroes del trabajo que a los héroes de la guerra. Totalmente de acuerdo. Si esta clase dirigente nacional apátrida y violenta, tuviera sentido de humanismo en el ejercicio del poder, construiría más monumentos a los héroes del trabajo que a los héroes de la guerra. Y, uno de ellos, tendría que ser para los docentes que a diario hacen el prodigio de enseñar a leer y a escribir. Realmente, me siento feliz de poder exteriorizar públicamente mi gratitud a todos los docentes, especialmente al profesor Belisario Aguirre Gómez, quien hizo el milagro de enseñarme. 

La plática que pude sostener brevemente en su aposento ubicado en la ciudad de Ibagué (Tolima), al lado de su esposa Blanca Mora y Diana, una de sus hijas, está contenida en esta breve entrevista concedida a la página web: www.pacocol.org:


Profesor Aguirre Gómez y su Esposa Blanca Mora


-          Profesor, ¿Dónde nació usted?

Nací en la vereda El Paraíso, municipio de Flandes (Tolima). En esa época, esta vereda pertenecía al municipio de Espinal. Nací el 6 de septiembre de 1933. Mis padres se llamaban: Gregorio Aguirre y María Ignacia Gómez. Ellos eran de estas veredas: El Paraíso y Montalvo.

-          ¿Cómo recuerda su infancia?

Mi infancia fue muy buena porque nosotros no sufrimos hambre, nosotros teníamos de todo en la casa, lo único que no teníamos era sal y arroz. Había árboles frutales sembrados con todo la técnica, eso hacía huecos de metro cuadrado y lo llenaban de abono orgánico (natural), y ese árbol se levantaba y duraba hasta cien años dando fruto. Repito: usando abono orgánico, nada de químicos, éstos dañan la tierra.

En el día de hoy no he visto en ninguna parte un árbol sembrado así y que dure tanto tiempo. La gente no sabe trabajar, pues utiliza los químicos acabando con la tierra, sobre todo, la capa vegetal.

-          De niño, ¿En qué se entretenía?

Nosotros nos entreteníamos muy fácil: Cogiendo fruto. Se trataba de llevar por cargas de fruta a vender a Girardot (Cundinamarca) y al Espinal, también. Era trabajando. Pero nosotros no teníamos que jornalearle a nadie porque el trabajo era coger frutos para llevar a vender el domingo y el jueves, dos días de mercado que había en el Espinal, durante la semana. Nosotros vivíamos bien.

-          ¿Lo castigaban mucho sus papás?

Nunca. Nunca. A mí nunca. Recuerdo que había un palo de Ciruelo grande y viejo y resulta que había una “cama” de abeja candela, una abeja grande, una avispa dura y picaba muy duro. Era de color amarilla. En una ocasión nos pusieron a cocinar un poco de cachacos para echarle a los marranos, porque teníamos de todo: Ovejas, marranos, gallinas, ganado, gallinetas, piscos. Teníamos harto qué comer.

Cuando la violencia nosotros no la sentimos, porque en la casa había de todo. Lo que no había era sal, ni azúcar, pero teníamos muchos árboles de cacao, toda clase de frutas de tierra caliente.

-          Hablemos un poco del grado de escolaridad. ¿En qué escuela comenzó en nivel de aprendizaje?

Yo comencé a estudiar en la escuela de Montalvo, municipio de Espinal. Era una escuela vieja, no tenía servicios de ninguna clase como sucedía en toda la región. Era un complejo sacrificio porque el país era muy pobre, los principales ladrones eran los gobernantes.

Cuando el plebiscito de 1957, se puso la cosa tan grave que los alcaldes tenían que nombrar jueces de ejecuciones fiscales para cobrar los impuestos, porque el municipio no tenía con que pagarle al mismo alcalde.

En esta escuela duré cuatro años estudiando y no aprendí nada, porque el profesor era de simple nombre. No aprendí nada. A los cuatro años me matricularon en el perímetro urbano de Espinal, en la escuela pública. Ahí estudié hasta cuarto. El quinto lo hice en el colegio San Isidoro y ahí seguí estudiando hasta tercero de bachillerato. En esa época había en el colegio hasta tercero de bachillerato en este municipio. Era un colegio de los hermanos de la escuela cristiana.

Tuve cuatro profesores en la escuela de Montalvo, no recuerdos sus nombres. La última que tuve fue una profesora llamada: Cecilia Rodríguez Sarta, creo que ya murió. Yo a ella le llevaba frutas, lo que eran mangos, guayabas, ciruelas, etc. Ella había veces me invitaba a almorzar, me daba almuerzo. A veces me quedaba porque ella me quería mucho. Sí, claro, yo le llevaba a ella qué comer.

-          En esa época se decía que la letrea con sangre entra, el castigo era permanente. ¿Usted fue “víctima” de esta pedagogía?

No. Nunca. Ni en la casa, ni en la escuela. A mí no me castigaron nunca. No hacía picardías, era juicioso.

-          ¿Cómo fue posible su ingreso al magisterio?

Yo estaba trabajando en una hacienda del municipio del Guamo (Tolima), entonces me dio por pedir trabajo en el magisterio, le pedí el favor a un señor que se llamaba Antonio Díaz, que era el inspector municipal. Sí fui nombrado para el municipio de Villarrica (Tolima), después de allí estuve en los municipios de Cuello, en Coello Cocora también trabajé, me mandaron como castigo.

Allí, había una profesora en esta vereda de Cocora que pertenece a Ibagué, no recuerdo su nombre y la “guerrilla” la mató y le sacó la lengua por debajo de la quijada y decía que le habían hecho corte de corbata. Sin embargo, yo trabajé allá y me decía la gente: “Hay, profesor nosotros vamos a hacer un memorial para que lo dejen aquí”. Yo les decía: “No hay necesidad de eso, porque yo ya dije que me dejaran acá, pero mentira”.

No me acuerdo para donde me trasladaron, pero yo no volví a la vereda de Cocora.

-          ¿Cómo fue posible que llegara usted al municipio de Anzoátegui (Tolima)?

Pues yo llegué al municipio de Anzoátegui después de un recorrido que hice. Estuve trabajando en una vereda del municipio de Venadillo, yendo para el municipio de Santa Isabel. Había un inspector de policía que era de Espinal. El tipo tenía un muchacho grande en la escuela. Este muchacho aporreó a un niño, entonces yo lo llamé, pero no me quiso hacer caso. Ese muchacho me había llevado un cable o un rejo doblado, no recuerdo bien, que lo había mandado su papá para castigar a los estudiantes. Entonces, los mandé a formar y de una vez me dijo el muchacho: “Si usted me pega le digo a mi papá para que lo meta a la cárcel y le saque 20 pesos de multa”.

Lo cogí y le zampé dos lapos pero bien dados y le dije: “Vaya dígale a su papá”. El muchacho se fue para la casa que vivía a dos cuadras. Luego, llegó la policía para preguntar. Le conté a la policía lo que había sucedido. Se fue. El inspector no volvió a mandar el muchacho, pero sí me acusó en Ibagué.

Al otro día llegó el supervisor a ver qué había sucedido. Le conté. Me dijo: “Váyase para el colegio de Venadillo”. Le contesté: “Yo no estoy pidiendo traslado. Yo aquí estoy bien. Era para llevarle la contraria al inspector”.

El supervisor se fue. A los ocho días volvió con la misma oferta. Volví y le dije: “No estoy pidiendo traslado, yo aquí estoy bien”. El supervisor volvió y me dijo que fuera para Junín, que esa semana recibían un televisor y que allí no había director. Entonces, volví y le dije al supervisor: “Yo estoy bien aquí, yo no estoy pidiendo traslado.

Se fue el supervisor y con los días, volvió. Dije exactamente lo mismo. “Es más: el que está mal es el inspector, ese muchacho está grande, no debe estar en la escuela, porque no obedece.

Volvió después el supervisor. Fue cuando me dijo: “Váyase para Anzoátegui, que allá hay una señora de apellido no sé qué, que el quinto no tiene profesor, porque ella había pedido traslado, o cedió el puesto a otra profesora que era muy común hacer esos cambios en la época por plata.

No me quería para Anzoátegui, porque no conocía. Oía decir que por allí había mucha “guerrilla” (bandoleros); la compañera de trabajo con la que trabajaba me dijo: “Váyase tranquilo que allá está Alfonso Morad Montoya”.

Cuando volvió el supervisor ya tenía empacada la maletica, una cajita con los libros. Le dije: “Sí, me voy a ir”. Me fui.

Llegué a Anzoátegui el 20 de julio de 1966, si no estoy mal.

-          ¿Cómo era el municipio de Anzoátegui (Tolima) en 1966?

Era una carretera destapada recién inaugurada, prácticamente era una brecha. Llegué y pregunté por Alfonso Morad Montoya, que la compañera me había dicho que era muy buena persona. Era uno de los que había salido a encontrar la “guerrilla liberal” que subía de Venadillo. Pero me fue bien.

Creo que duré en este municipio 35 años, pero el tiempo exacto no recuerdo en este momento. El director de la escuela era el profesor Alfonso Urrea García, era la escuela urbana de varones.

-          Profesor Aguirre Gómez, ¿Cómo aprendió usted la pedagogía, el arte de enseñar? 

Resulta que yo me compré unos libros, especialmente un libro de psicología. Además, hice muchos cursos. Duré ocho años haciendo cursos sobre escuela nueva, sobre el proceso de enseñanza.

Yo manejé, la mayor parte, tres grupos a la vez, al mismo tiempo: Primero, segundo y tercero. Claro, cuando llegué a Anzoátegui ya había hasta quinto. En este municipio me tocó manejar un solo grupo, pero eran grupos numerosos. Había unos salones grandes. Llegué a tener hasta 54 alumnos en mi grupo. Yo lo manejaba porque había recibido la formación de escuela nueva, que era manejar varios grupos simultáneamente.

En cierta ocasión llegaron dos alumnos que eran del pueblo para que los recibiera porque ellos querían estudiar. Le dije al director que los recibiéramos, pero me dijo que no porque yo tenía 54 alumnos en quinto. Me dijo que no. Pero, yo los recibí. Uno llevó un banquito, una silla pequeña para sentarse porque no había dónde sentarse. Esos dos alumnos con el tiempo fueron curas. Eran de apellido Guarín.

-          ¿Cómo fueron las relaciones con el director Alfonso Urrea García?

Pues con el director Alfonso Urrea García las relaciones fueron muy buenas, muy especiales, buenas. Pero con su sucesor, Reinel Usme Marín, “Runcho”, las relaciones fueron muy malas, porque me hizo la “guerra”. Me hizo la “guerra” porque yo le llevaba la contraria.

En primer lugar, le llevé la contraria al recibir dos alumnos más después de tener 54 y en segundo lugar, porque a él no le gustaba el progreso. En cierta ocasión le mandaron una banda marcial de Venezuela, por tener este municipio el nombre del general José Antonio Anzoátegui, pero el director no la quiso recibir con el argumento que no había donde meterla.

Yo le propuse: Dividamos este salón. Pero no quiso. Después le mandaban una biblioteca de España y tampoco la recibió. Eso lo tumbó a él. A mí me tocó informar en la secretaria de educación todas las cosas que él prohibía. Yo les colocaba juegos a los alumnos para que no se atropellaran porque el patio es pequeño como usted bien lo conoce. Él no le gustaba eso. Les tenía juegos de parqués, damas chinas, bolos, etc. A él no le gustaba eso. Eso lo “mató” a él, porque ese informe llegó a la secretaria de educación y a él lo sacaron después de haberlo nombrado coordinador municipal de Anzoátegui, Lisboa y las demás escuelas. Eso le costó su puesto.

Lo sacó y lo mandó la secretaria para la escuela rural del Hatillo, una vez se dio cuenta de las cosas que había hecho en Anzoátegui. Ahí, le tocó renunciar.

-          ¿Participaba activamente usted de las jornadas culturales en el municipio?

Si claro. No bailaba. No me gustó el baile. Pero, claro, sí bailó. Allá, me hicieron bailar.

-          Usted llegó a este municipio en un período duro de la violencia. ¿Tuvo algún susto?

No, no. Yo estaba acostumbrado a viajar por todas partes y conocer hasta la gente del monte. Tuve buenas relaciones con la comunidad, las autoridades, con todo el mundo.

Bueno, tuve algunos problemas porque había alumnos grandes en la escuela, “viejos” ya. En cierta ocasión me querían mangonear y yo no me dejé. Tuve problemas con el hijo del finado Argemiro Jaramillo, uno que fue alcalde. Recuerdo cuando había restaurante escolar.

-          ¿Qué otros recuerdos tiene usted del municipio de Anzoátegui?

Mi único recuerdo de este municipio era mi compromiso con el trabajo. A los años de llegado me casé, me casaron. Cinco hijos de esa unión, solamente cinco hijos no más.

En este pueblo realmente me fue muy bien porque la gente a la hora de la verdad era muy amable.

Tuve problemas con un señor que vendía papa y cebolla en la galería. Era un señor bajito, no me acuerdo de su nombre. Me estaba tomando una gaseosa con Marco Antonio Bobadilla, quien tenía dos hijos estudiando conmigo en quinto. Y ese señor, que no recuerdo su nombre, llegó y trató como de ofenderme. Estaba recién llegado a Anzoátegui. Dijo unas voces ofensivas. Entonces don Marco Antonio Bobadilla, le dijo: “Al profesor lo respeta, me hace el favor y lo respeta”. El tipo se fue. Era un vendedor de “líchigo”.

Tocaba ir todos los domingos a misa con los estudiantes. Además, tener en cuenta la asistencia para la calificación de religión.

Del profesor Jesús Antonio Lombana me recuerdo bien que yo trabaja en Payandé; allí había un sobrino de Camilo Torres, el político del municipio de San Luis. El sobrino se llamaba Hernán Torres, era muy jodón con política, lo querían matar. Un día me dijo un señor: “Mire, vi a un tipo detrás de un palo de mango, esperándolo para matarlo”.

Enseguida me dirigía a Ibagué y le informé al secretario de educación. Por ese motivo al tipo lo trasladaron para el municipio de San Antonio de los micos y al que había en San Antonio de los micos, lo mandaron para Anzoátegui, que fue Jesús Antonio Lombana.

-          ¿Usted llega al magisterio por “accidente” o por vocación?

Más que todo por vocación. Sí, porque yo tenía trabajo en una hacienda, estaba metido en una arrocera, eso es duro. No estaba acostumbrado a trabajar en un a arrocera. Solicité para el magisterio y me salió el nombramiento.

Antes me habían nombrado para Guayabal, pero no me di cuenta y por eso no me fui. Cuando saqué documentos fue que me día cuenta que me habían nombrado para allí.

-          ¿Cómo analiza usted la profesión de docente en Colombia?

La profesión de docente anteriormente era dura, uno tenía que trabajar los cinco días de la semana y llevar los niños a misa los domingos. Era duro porque uno no tenía descanso.

Las reuniones con padres de familia eran los domingos. Hoy, estas reuniones son los días hábiles, el profesor no acepta que las reuniones se hagan los domingos. El profesor hoy en día tiene poco trabajo.

-          Según su criterio, ¿Esta profesión es bien paga en Colombia?

Esta profesión era mal paga. A mí me llegaron a deber 72 meses de pensión nacional. Las pensiones la pagaban con aguardiente. Si quería uno conseguir algo con que sostenerse, tenía que recibir un cartón de aguardiente en pago.

Esa anomalía duró mucho tiempo. El gobierno era pícaro, todo se lo robaba.

-          ¿Cuántas generaciones enseñó usted a leer y a escribir?

Fueron muchas generaciones. Por mis manos pasaron alumnos que hoy son o fueron grandes personajes: Abogados, licenciados, curas.

-          ¿Puede decir usted con Pablo Neruda, “Confieso que he vivido”?

Sí, creo que he vivido bien gracias a Dios. No tengo problemas, he dio una persona muy alentada, a mí no me pueden aplicar penicilina, es lo único que me perjudica. He sido un verdadero roble.

-          ¿Qué piensa de la vida?

¿La vida? Que me pusiera 20 años más de vida.

-          ¿Y qué piensa de la muerte?

Yo no la he visto.

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