martes, 8 de noviembre de 2016

De viaje por la Colombia profunda y abandonada por el Estado

Panorámica de la vereda La Mesa Río Loro. Foto Nelosi.
Por Nelson Lombana Silva

“Valle es valle y lo demás es loma”, dice el dicho popular. La vereda La Mesa Río Loro es loma. Poco y nada tiene de mesa. Se encuentra allí una comunidad taciturna, golpeada por los estragos de la violencia y la insolidaridad del Estado. Gente muy querida.



Basta con decir un par de nombres: Mario Flórez, Julio Jiménez, Blanca Toquita, Magaly Jiménez Toquita, José Vicente Méndez, etc. De cada uno de ellos se podría hacer una historia completa de vida, un libro que significaría un aporte a la literatura universal como diría Álvaro Salom Becerra.


Tampoco se podría olvidar el jardín multicolor de jóvenes guerrilleras con su sonrisa a flor de piel y su compromiso con el evento programado con tanta tenacidad: La Vigilia Nacional por la Paz de Colombia.


En medio de todo ese ajetreo periodístico, tuvimos tiempo para leer un libro que amablemente nos prestó la guerrillera  de nombre Juliana. Nada más y nada menos que “Diario de la Resistencia de Marquetalia. Edición Izquierda Viva, julio de 2015, libro escrito por el comandante fariano, Jacobo Arenas. Tiene 130 páginas y en casi tres horas “devoramos” su contenido en el atrio del templete, en una silla universitaria bastante deteriorada.


Es la historia oculta y proscrita por la burguesía colombiana. Podría traer a colación un parte de apartes que me llamaron poderosamente la atención. En primer lugar, la importancia de reivindicar a nuestros muertos. Cerrarle el paso al olvido y la necesidad inexorable de dimensionar su obra por pequeña que ésta sea.


Al respecto dice el comandante Jacobo Arenas: “Siempre que algún combatiente cae, aquí o en otro sitio cualquiera, los Comunistas estamos obligados a decir la palabra de pesar, la palabra acusatoria, la palabra severa del Partido contra los enemigos de Colombia, los enemigos de nuestro pueblo”. Página 70.


“La vida de los revolucionarios está en juego cada día, cada hora”. Página 70. Resulta interesante saber el costo de la operación militar pro gringa “Latín American Security Operation” (LASO), desarrollada durante el gobierno conservador de Guillermo León Valencia en 1964 y que obligó a 48 campesinos liderados por Manuel Marulanda Vélez a sublevarse dando origen así a las Farc – Ep.


El comandante Jacobo Arenas sostiene que la operación costó 373 millones de pesos, según sostiene la revista Life, norteamericana, dineros provenientes, así: $42 millones fue la cuota inicial para la operación; $170 millones de pesos préstamo de los Estados Unidos;  $20 millones la contrapartida del ministerio de gobierno acreditada a la guerra; $60 millones, organismos internacionales y junta interamericana de defensa; $181 millones del presupuesto ordinario de orden público, adscrito al ministerio de guerra. Página 80.


Trae el libro una frase del comandante Manuel Marulanda Vélez muy diciente: “Una guerrilla sin programa es como un hombre sin cabeza”. Igualmente, trae unas bellas palabras de un campesino pronunciadas en el cementerio de Cabrera en el entierro del compañero Morales: “La revolución es como un río crecido, que no puede detenerse ni devolverse. ¿Quién ha visto detenerse o regresar a un río?”. Página 105.


Termino de leer el texto a las 4: 15 p.m. el 29 de octubre. Tarde lluviosa. Es una llovizna monótona, prácticamente durante todo el día. Un toro es sacrificado, lo mismo un cerdo y varios pollos. Se ultiman detalles para la vigilia. El movimiento es permanente. Nadie se queda quieto. Cada quien cumple de la mejor manera su tarea, dentro de un fino ambiente de camaradería y respeto mutuo.


Relato de don Julio Jiménez


Hace 13 años habita la región. Es tolimense, exactamente de Chaparral, del hermoso cañón de las Hermosas. Su compañera Blanca Toquica del corregimiento de La Herrera, municipio de Rioblanco. El amor une.


Su finca se llama El Delirio. Blanca ruega porque haya paz. “Pueda ser que haya paz”, dice. Ha perdido dos hijos en la guerra absurda que vive Colombia. En Palmira (Valle) le asesinaron un hijo los paramilitares y el otro lo asesinó el ejército nacional por los lados de Tienda Nueva. Javier tenía 33 años. “Los ricos son los que no quieren la paz, bendito sea Dios que eso pase y todos tengamos paz en abundancia”, señala pensativa.


Julio Jiménez, por su parte, es un campesino íntegro, trabajador y soñador. Siempre está en el surco. Las primeras horas del día las dedica al ordeño. Son cuatro vaquitas. “Con el tiempo serán más”, expresa seguro.


Mientras ordeña relata su pasado. Es como una queja. Un desahogue ante tanta soledad e injusticia por parte del Estado capitalista. Cuenta a borbollones con una serenidad impresionante. Lo hace con voz pausada.


“De niño recuerdo los estragos de la violencia. Nos tocaba correr a cualquier hora del día o de la noche a escondernos en el monte, en las cañadas, por el miedo que le teníamos a los Pájaros y a la Chulavita, que a la final era la misma cosa”.


“Mi padre consiguió una finca para administrar y en cierta oportunidad tuvo que ausentarse a visitar a su familia. El dueño de la finca, Neftalí, propuso que mi madre se quedara en la finca y le vendiera la comida. Mi papá nos dejó suficiente mercado para un mes. Con la ilusión de conseguir algún centavo mis padres estuvieron de acuerdo”.


“Pasó el mes. Mi papá no regresaba, Neftalí no pagaba y tampoco compraba mercado. Un vecino nos ofreció coloca. Ese vecino era godo pero menos malo”.


“Estando allí, un buen día se enfermó una de mis hermanitas. No la vamos a dejar morir de dejación le dije a mi madre y soltando los terneros nos fuimos para Santa Lucía en busca de un medicamento. Yo me eché una hermanita al hombro y mi mamá a la otra. Teníamos que recorrer una pendiente enorme para salir a la carretera”.


“Por el camino encontramos a don Neftalí, venía montado en su brioso caballo. Le dije a mi mamá que le cobrara. Esa platica nos serviría para pagar los medicamentos de mi hermanita enferma. Mi mamá le cobró. Necesito algo de lo que me debe, es para mi hija que la llevo enferma. La respuesta fue hiriente: “¡Vieja cachiporra hijueputa, si me sigue cobrando la mato y mato a sus hijos y los tiro a la laguna!”.


“Yo tenía 9 años. Aterrado me le prendí de la falda de mi mamá y le dije que no le cobrara más, porque ese señor nos mataría. Esa escena me marcó. Me llené de odio. Sed de venganza. Eso se encubó en mí”.


“Mi mamá no le contó nada al propietario de la finca donde estábamos, yo sí y él dijo que eso estaba mal hecho, que había que ser correcto. Era un conservador un tanto honesto”.


“Mi papá llegó y nos contó las razones de su demora, entre otras, porque se había enfermado. Nos fuimos para el Tolima. A los 14 años, sentí que había llegado la hora de tomar venganza. Me compré una peinilla bien enramalada chaparraluna, la amolé bien y me vine para Santa Lucía en busca de Neftalí”.


“Me comentaron que el viejo había envejecido, había vendido sus pertenencias y se había ido para el municipio de Barragán (Valle), pero que con alguna frecuencia venía a las ferias y fiestas en Santa Lucía que se celebraban cada tres meses. Esperé con paciencia. En las ferias siempre estaba pendiente, pues sabía que en unas venía y en otras no”.


“Llegó la hora. Al verlo me fui para el hotel y saqué la peinilla, pero me di cuenta que no era suficiente. Era amigo de un muchacho que no le faltaba dos y hasta tres revólveres en el cinto. Me arriesgué y le comenté. “Me gusta que sea verraco”, me dijo y me entregó un revolver con 20 proyectiles. “Las guevas sino lo logra con esto”, dijo”.


“Me lo empretiné y me fui. Neftalí estaba conversando con varios viejos en la plaza de ferias. Lo saludé. “No sé quién es usted”, me contestó hosco. “Soy hijo de la mujer que iba a matar por no pagarle lo que le debe, viejo hijueputa”. Le disparé en siete oportunidades. Me fugué. Regresé al Tolima. El viejo no murió. A los 17 años volví a buscarlo”.


“Me encontré con unos sobrinos. Disimuladamente les pregunté por el viejo y me dijeron que a raíz del atentado su mujer había muerto, él había vendido todas sus pertenencias y se había ido para Pereira (Risaralda), donde había montado un negocio. No supe más de él”.


Don Julio Jiménez también me contó un chasco que tuvo con un policía en Santa Lucía (Valle), cuando era feliz e indocumentado como diría Gabriel García Márquez.


“Tuve un problema con la autoridad. Eso ocurrió en Santa Lucía. Golpeé duro a un cabo de policía porque mató miserablemente a un gran amigo mío, una persona que me tendió la mano cuando llegué al Valle acosado por la pobreza”.


“Eran tan generoso que repartió su losa de cocina para darme la mitad. Fue extraordinario conmigo. Era tomador. Se dejaba requisar de la autoridad hasta dos veces, más no. Decía que era suficiente. Por eso el cabo lo mató”.


“Al ver que cayó mi amigo, yo me la abalancé y le di soberana paliza. Al llegar más policía me retiré a auxiliar a mi amigo que no había muerto en el acto. Todavía respiraba. Lo llevábamos para Tuluá, pero por la carretera murió”.


“Regresamos con el cadáver a Santa Lucía y ya el pueblo estaba lleno de policía y de ejército. Entregamos el cadáver y yo me escabullé para la finca. Al otro día, un piquete numeroso de soldados me detuvo con el cuento que era simplemente para reconstruir los hechos. Pero cuando estuvimos en el poblado, un teniente me recibió violentamente con estas palabras: “Empútese ahora sí, dicen que es un verraco, que mata y come del muerto. Hágale. Yo le contesté guardando la compostura: “Eso es mentira”. Me llevaron preso para Cali, me querían adjudicar la muerte de mi amigo, pero afortunadamente mi patrón colocó un buen abogado y él me sacó en 27 días. Permanecí en el calabozo”.


Personas como don Julio Jiménez que sí ha sufrido la violencia en carne propia, nadie se la ha contado, él mismo la ha vivido al derecho y al revés, son los que tienen autoridad moral y política para exigir del Estado aclimatar la paz con justicia social en Colombia. No abortar esta gran oportunidad que hoy se presenta después de 52 años de cruda confrontación social y armada, es el sueño que don Julio acaricia bajo el peso inexorable de los años.


Solo quien no la ha sentido en carne propia e incluso, vive de ella y no va al campo de batalla, añora la guerra como un modus vivendi y quiere que Colombia siga transitando ese oscuro camino que conduce al abismo. Por eso, todo esfuerzo por la paz es poco y mucho a su vez.  





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