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Pintura. María Julio Álvarez |
Cerca de las once de la soleada mañana, Camilo detuvo su labor e invitó a Balvin a tomar guarapo. “Debes tener sed”, dijo. Balvin detuvo la marcha y quitándose el sudor de la frente caminó a la pequeña explanada donde estaba el calabazo. Era redondo con un pequeño cuello, color marrón. La totuma era grande. Devoró su contenido en un santiamén. “¿Quién eres tú?”, interrogó Camilo sin dejar de mirarlo de pies a cabeza. Balvin sonrió al contestar pausadamente. “Es un interrogante filosófico”. Lo dijo con ironía retomando el azadón para quitarle la tierra húmeda y negruzca. Camilo lo miró con enfado. No entendió qué le quiso decir. “Soy campesino, no tengo estudio, solo sé labrar el surco”, contestó Camilo.
Balvin se dio cuenta que se había equivocado. Estornudó, disculpándose, contando una larga historia, acerca de lo que ocurría en un país llamado Grecia, en su capital Atenas, en la antigüedad, se reunía las personas más ilustres a conversar y especular de todo. Con el transcurrir del tiempo esas personas fueron llamadas sofistas. “¿Se reunían a hablar mierda?” Balvin sonrió. “Más o menos”, contestó. El ágora era el punto de encuentro. “¿De qué hablaban?” “De lo divino y de lo humano”. “Antes el mundo no es loco, ¿No te parece?”, dijo Camilo, mirando la distancia. Ambos rieron. Fue una respuesta original, que aprovechó Balvin para desembarazarse del tema,
Volvieron a las labores con más intensidad y compromiso. Trabajaron hasta las doce, cuando el grito agudo de Alisaid, los convocó al almuerzo. Camilo cogió la delantera, sacudiendo los pantalones embadurnados de tierra fresca y fértil. Lo mismo hizo Balvin con entusiasmo. Fue un almuerzo opíparo, un sancocho espléndido con recado fresco, especialmente la yuca, el plátano, la arracha y el fríjol. Comieron hasta saciar el hambre. Balvin lo consideró un plato exquisito, que hacía mucho tiempo no comía durante el largo recorrido por aquellas tierras frondosas asediadas por la cruda violencia de pobres contra pobres. Vio en don Camilo un señor bueno y generoso. Alisaid era una mujer del litoral pacífico, acuerpada y adiposa, de una sensibilidad humana infinita. La dentadura blanquecina y su mirada expresiva, le daban presencia. Tímida, miraba de vez en cuando al obrero que estaba con su fuerza de trabajo ayudando a desyerbar el frondoso maizal. Una vez terminó con la sobremesa, se puso en pie con el propósito de regresar a sus labores, pero el patrón lo detuvo: “La costumbre aquí es reposar una hora”, dijo. “¿Una hora?”, “Sí señor, el día no es el que trabaja”. Se acomodó en la perezosa, mientras acariciaba las manos encallecidas de su mujer. Balvin se encaminó a su cuarto, leyendo un libro voluminoso de pasta negra, recostado en la pared de la casona por la parte posterior. Ensimismado permaneció hasta cuando se cumplió el tiempo determinado, entonces regresaron a sus labores con entusiasmo y perseverancia. “Nunca había visto un obrero del campo con un libro en la mano”, dijo Camilo mientras laboraba. Balvin sonrió al contestar: “Siempre habrá una primera vez”, restándole importancia al comentario. Sin embargo, don Camilo fue acucioso insistiendo: “¿Para qué sirve la lectura?” Balvin se sintió sorprendido, nunca había pensado en ese interrogante. “¡Qué interrogante, don Camilo, nunca había pensado en una pregunta así!”. Camilo se echó a reír a carcajadas, mirándolo de reojo. “Imposible sorprender a un sabio”, dijo con benevolencia. “No soy sabio don Camilo, simplemente un lector permanente, que se siente sorprendido con este corto interrogante. La tarde iba muriendo. Varias bandadas de pájaros multicolores cruzaban en busca de sus nidos. El bullicio melódico resultaba embriagador. Don Camilo detuvo su labor y mirando la obra, visiblemente satisfecho, dijo sin ambages: “Don Balvin, dejemos algo para mañana”.
Regresaron despacio a la casa donde Alisaid los esperaba con suculenta comida de fríjol, arroz y papa salada. Comieron casi en silencio. El frío, anuncio fiel de la noche, se filtraba por todos los costados de la modesta vivienda. Balvin se acomodó una rústica chaqueta, leyendo el texto voluminoso en el mismo lugar. Concentrado, parecía ido de este mundo. Camilo no lo interrumpía, cruzaba, lo mirada y seguía la marcha. Sin embargo, seguía preguntándose, quién sería en realidad este personaje tan decente, laborioso y devorador de libros. No se contentaba con la versión de que era un obrero caminante y aventurero que amaba la paz y detestaba la violencia de Estado.
Gran parte de la noche comentó con su mujer todas aquellas dudas que lo mortificaban. La mujer escuchaba atenta los comentarios de su marido, dándole la razón en muchos de sus comentarios. No paro de observarlo, le hago preguntas discretas y me responde con claridad, diría con sapiencia. Es un obrero muy inteligente e inquieto, despierto y dinámico. Lo más destacado pienso es su vocación de paz, les resta importancia a los partidos, pensando que el enfrentamiento es en realidad entre pobres, algo que no había tenido tiempo de pensar y analizar. Los jefes de los bandos no van al campo de batalla, dice con insistencia, van los pobres de bando y bando que ninguna idea se tiene sobre la esencia y naturaleza de la política.
Un ruido intempestivo interrumpió la plática. ¿Qué es eso?, dijo Alisaid nerviosa. Ambos contuvieron la respiración y estáticos permanecieron hasta cuando volvieron a escuchar el ruido con más claridad. “Son ellos”, dijo Camilo en voz baja. Se incorporó y colocándose el pantalón, esperó atento detrás de la puerta. Tres golpes suaves en la puerta confirmaron el santo y seña. Abrió despacio. La luz tenue de una esperma metida en un tarro circular iluminaba el entorno. Por primera vez, Camilo se estremeció de pies a cabeza pensando en Balvin. “Buenas noches, copartidario”, dijo el comandante sin dejarse ver el rostro, pues lo tenía cubierto con pasamontaña. Camilo contestó el saludo en voz baja, por entre los dientes. “¿Cómo están las cosas por este lugar?”, preguntó. Camilo dudó un instante. Quiso comentar la novedad, la confusión fue fuerte que sorteó en milésimas de segundos. “Sin novedad”, contestó en voz baja. “Hay que estar despierto, se dice que en la región deambula un godo ilustrado dizque con ideas comunistoides”, dijo. “Terrible”, respondió Camilo. “Cualquier información estamos atentos”, dijo. Se marchó la comisión tan silenciosa como había llegado. Nervioso, Camilo cerró la puerta atravesando la tranca de arrayán y encaminándose al camastro, se acomodó al lado de su mujer que lo esperaba expectante. “¿Qué pasó?” “Nada, una simple visita de rutina”. Alisaid suspiró y volteándose para el rincón, pronto comenzó a roncar. Camilo, por su parte, vino a conciliar el sueño a la madrugada. Se durmió pensando en Balvin.
Balvin, por su parte, leyó hasta bien entrada la noche. Tomó apuntes en el viejo cuaderno y después de sus reflexiones, se acomodó en el pequeño camastro. Miró a su alrededor cerciorándose que no había animales en el oscuro cuarto de madera sin pulir. El sueño fue reparador, aunque soñó enfrentando una jauría de leones hambrientos en un estrecho cuarto de barrotes de hierro colado. La desigual batalla la libró con suerte, dejando rendidos a los cuatro felinos, quienes viéndose golpeados con la varilla de hierro, escaparon rugientes y amenazantes. Salieron por la parte posterior cruzando el lago de agua diáfana, saltaron la verja y se introdujeron en la espesa montaña. Balvin, adolorido después del combate, se mantuvo a la defensiva, sosteniendo la lámina de hierro en alto. Así permaneció hasta cuando el frío helado lo despertó. El cobertor estaba en el piso. Nervioso, se incorporó y recogiendo la cobija, se arropó de pies a cabeza. Entonces, durmió apacible hasta cuando el gallo anunció el nuevo día.
Era una mañana fresca. No había amagos de lluvia. Se incorporó lentamente y permaneció sentado hasta después de la cinco, entonces se dirigió al inodoro a hacer sus necesidades fisiológicas acompañado de la esperma metida en el tarro de azúcar refinada. De allí, pasó a la regadera que llegaba por canaletas de guadua, era un chorro abundante y fresco que refrescó la piel Balvin. Alisaid, lo llamó a saborear el tinto. Saludó y sentándose en la banqueta, bebió la exquisita bebida con rapidez. Una vez terminó, entregó el pocillo floreado, preguntando por el hacha. “Está allá”, dijo Alisaid señalando con el índice.
Era grande y afilada. En pocos minutos dejó lista leña astillada cerca de la hornilla donde se preparaba los alimentos. Feliz por la hazaña, Alisaid le sirvió otro tinto. “¿Dónde está el patrón?”, preguntó. “Madrugó al pueblo a traer unos encargos”, dijo. “¿Qué órdenes hay?” “Seguir con la tarea”, contestó Alisaid, metiéndose con agilidad y seguridad a la cocina.
Tomó el tinto y empuñando el azadón salió presto a laborar. Camilo estaba en el zarzo vigilante. Se bajó con una sonrisa a flor de piel, afirmando que aquella persona era de fiar. Sin embargo, era misteriosa, le parecía extraña en su comportamiento, no admitía que fuera un simple labriego. “¿Quién será este personaje?”, se preguntó, estampándole un ósculo en la frente. La mujer lo miró dubitativa. “Es muy culto, habla lo necesario, atento y respetuoso”, dijo la mujer mirándolo dubitativa.
Al llegar al sembrado, con la primera comida del día, oculto entre los matorrales, en el frondoso cultivo de hortalizas, lo contempló por espacios de algunos minutos. Balvin laboraba con intensidad sin hacer pausa. Tenía el espinazo arqueado, laborando febrilmente. Maravillado, se dirigió a él con afabilidad, llevando en sus manos el alimento. Balvin sudoroso, sonrió al verlo. “Por poco me dejas sin trabajo”, dijo Camilo sonriente. Balvin volvió a reír y con modestia se sentó en una raíz del imponente higuerón. Entre charlas y comentarios baladíes, comió la vianda, era caldo con hueso, papa, arepa, calentado de fríjoles con arroz, chocolate y pan.
Empuñando el azadón, Camilo, miró a su alrededor y volviéndola la fijó en la humanidad de Balvin. “Qué bueno es contemplar la obra de Dios”, dijo con certeza. Quitándose los residuos de los dientes, Balvin lo miró con cierta ironía. “¿Quién es Dios?”, preguntó en voz baja sin esforzar su garganta. Camilo frunció el ceño. Miró con extrañeza y cierto grado de perplejidad a su obrero que sin inmutarse empuñó de nuevo el azadón. “¿Por qué preguntas con tanta ironía?”, interrogó. “Acaso, ¿Dudas de la existencia del artífice de todo cuanto existe?” Balvin volvió a reír sin hacer pausa. Pensó que el tema era impertinente, no valía discutir del tema metafísico acerca de la existencia de Dios. Se mantuvo cauto y prudente. “Poco me gusta hablar del tema, por una razón muy elemental: Creer o no creer es cuestión de cada persona, si tú quieres creer, pues crea; si tú vecino no cree, no es importante, pues es su forma de pensar que hay que respetar. Mire don Camilo: Somos diversos, no podemos vivir aisladamente”.
Camilo lo miró de reojo con enfado, un escalofrío recorrió su espinazo. “Lo más importante es Dios, es el centro de todo, por cuanto es el creador de todo cuanto existe, Balvin. ¿Cómo se te ocurre decir que es un tema secundario y sin importancia? Balvin lo miró de reojo sin dejar de trabajar. “No te incomodo don Camilo, simplemente es mi forma de pensar, pensamiento que espero no incomodarte y menos causarte problemas. Ya te dije: creer o no creer es problema de cada persona. Pienso que sería más fructífero hablar de otros temas relacionados con la naturaleza y el pensamiento humano”.
El sol golpeaba con fuerzas las espaldas de los dos labriegos, no había vientecillo. Sudorosos no hacían pausa. Camilo se irguió para mirar el sol. “Es hora del refresco”, dijo. Se acomodaron bajo la sombra del inmenso higuerón. El guarapo estaba chispeante. Bebieron con avidez en sus respectivas totumas. Saciaron la sed. “Entonces, para ti, ¿Quién es Dios?”, interrogó Camilo. “Dios – dijo con toda la seguridad del mundo – es creación humana. Es decir, no es Dios el que me ha creado, soy yo el que lo he creado”. Boquiabierto, con la mirada desconcertada, Camilo no supo qué contestar, se mantuvo en silencio largos y expectantes segundos, al decir de algunos, largos minutos. Balvin se mantuvo sereno mirando la vistosa distancia verdosa. Era un día espléndido. “¿Eres seguidor de satanás, entonces?”, dijo en voz baja santiguándose. Balvin dejó escapar una carcajada fuerte. Le impresionó el ímpetu con que lo dijo. Comprendió una vez más la credulidad de la sociedad. Creencia que utilizaba la clase dominante para mantener sumisa a la comunidad. La iglesia insistía en sus homilías que lo que más amaba Dios era la sumisión y por ahí mismo la resignación. Enseñaba que el mundo estaba hecho inmodificable, porque todo era creación Divina. Dios tiene conocimiento hasta de la última arena del desierto, es el creador de la vida, del cielo y de la tierra. La biblia, dice: “Todo pasará, pero mis palabras no pasarán”.
La mirada de sorpresa y desconcierto, se transformó en una mirada de pesar. Camilo pensó que Balvin era una oveja descarriada de su aprisco, que estaba en el mundo caminando sin destino, sin un proyecto de vida. Lo miró con compasión. “Tú no piensas así porque tenga conciencia don Balvin, lo haces porque hay en su mente confusión y en su corazón ausencia de amor creador del Altísimo”. Balvin sonrió, restándole importancia al incidente. Don Camilo, repetía maquinalmente el discurso de la clase dominante. La religión convertía en opio, cegaba el pensamiento del pueblo, impidiéndole pensar por sí mismo, sobre todo con mentalidad crítica. Repetía maquinalmente lo que el patrón quería que repitiera. Balvin suspiró y pensó en abrir el debate filosófico para sustentar su forma de pensar, pero, rápidamente comprendió que las condiciones objetivas y subjetivas no estaban dadas para debatir con aquel campesino que se había convertido en su benefactor. Le restó importancia por el momento al debate y cambiando la conversación con inteligencia, preguntó sobre el comportamiento de la comunidad de aquella vereda. Camilo contestó que su comunidad era una masa amorfa, que caminaba para adelante porque veía a los demás caminando, de lo contrario, posiblemente caminaría como el cangrejo. “La comunidad no piensa, piensa el jefe político, que siempre llega en vísperas de elecciones y nos endulza el oído con promesas que nunca cumple, pero que anima a la cristiandad para ir a la urna. La bandera se agita en toda la comunidad veredal con amplio espíritu libertario. “Es que el partido liberal, es el partido de la libertad y de las reformas estructurales”, dijo con entusiasmo. “¿Y, el Partido Conservar qué representa?” “El Partido Conservador es el partido de la muerte, de la violencia y de la injustica. Para éste, el pueblo no debe pensar, simplemente obedecer. Creyente sectario que llega a considerar que es más pecado dejar de ir a misa que matar a un ser humano”. “Pero, los liberales también son creyentes”, dijo Balvin. “Son hipócritas, fingen creer, son comunistas y malhadados”, contestó indignado Camilo. “Pero, admiran y veneran al mismo Dios ¿O no?”, opinó Balvin sin dejar de trabajar un instante. “Ellos son ateos, perversos y embusteros, que aman el libertinaje, hablan de igualitarismo y dizque de construir un reinado en este mundo. Son malos por naturaleza”, dijo ofuscado.
La discusión la interrumpió Alisaid con su grito, llamando al almuerzo. Caminando despacio fueron a la casa, entrando por la parte posterior. Los perros acudieron presurosos halagando a los trabajadores. Balvin les correspondió con melosidad, pues era animalista, sostenía que los animales sentían como los seres humanos, merecían buen trato y mucho amor. Todo aquello lo observaba Camilo con extrema extrañeza. Cada vez se reafirmaba en su tesis de que Balvin era una persona totalmente diferente a todos los miembros de su comunidad.
El sábado siguiente, marchó al poblado encaminándose directamente al despacho del alcalde. Hizo la fila de rigor y cuando pudo ingresar, se encontró ante un viejo canoso e incipiente de gruesas antiparras y voz gangosa, comentó de la personalidad de Balvin. “Es un tipo misterioso, ateo y trabajador de buenos modales. No es ni collarejo, ni godo. Niega la existencia de Dios y mantiene leyendo por las noches y al amanecer”. Inquieto lo miró el rechoncho mandatario. “Puede ser un comunista o un godo camuflado en la comarca”, dijo pensativo. “¿Qué hago?” “Informe a la policía y pídale que actúe”. Camilo miró al burgomaestre con cierta frustración, pues lo vio más lento e imprevisible. Se incorporó y estrechándole la mano se marchó con dirección al puesto de policía. Entró al vetusto cuartel con inseguridad. El guardia le preguntó que qué necesitaba y él le dijo que le urgía hablar con el comandante. Lo hizo entrar al saloncito de espera, acomodándose en el asiento sin espaldar. Una hora después apareció el comandante y con abulia lo escuchó. Al pronunciar la palabra Balvin, reaccionó preguntando qué pasaba con ese ciudadano. Le refirió toda la historia sin omitir detalle. “No hay duda es él”, pensó el comandante. “¿Vendrá al poblado hoy?” “No creo, está ocupado lavando su ropa y leyendo. Devora libros en cantidades industriales”, dijo medio sonriendo. El comandante también rio. “Estaremos prestos para detenerlo, no te preocupes don Camilo”, dijo. Se incorporó y se marchó. El comandante lo vio alejarse. “Collarejo hijueputa”, dijo por entre los dientes. “Balvin es un godo, pero patieamarillo, ojalá coja firmeza y nos ayude a limpiar la comarca de collarejos como quiere el señor presidente de la república, Mariano Ospina Pérez”, dijo para sus adentros.
Era un día soleado. Las callejuelas estaban atiborradas de campesinos y campesinas, venidos y venidas de las más distantes veredas. La cabalgadura caballar y mular ocupaban las estrechas callejuelas, trayendo los productos alimenticios y el café, principalmente. El cura llamaba a la oración de las once de la mañana, diciendo que era la actividad más urgente si había interés de ponerse en santa paz con el creador. Pedía con ímpetu la ofrenda, supuestamente para mantener la iglesia en toda la comarca. En el extremo del largo poblado, el lenocinio estaba atiborrado de obreros, consumiendo licor y calmando sus instintos animalescos. Mujeres venidas de la capital, exhibían sin pudor sus famélicos cuerpos al son de la música arrabalera. La vocinglería no permitía saber con exactitud qué temas trataban, pues todos hablaban a la vez envalentonados con la beodez. El ambiente cantinero se respiraba en el barrio con intensidad.
Camilo no frecuentaba el lugar. Sin embargo, tenía que atravesarlo cada vez que salía de la finca. No levantaba la miraba. Cruzaba dando grandes zancadas. Ese sábado ocurrió algo inusual. Al hacer tránsito, alguien lo llamó con insistencia. “Camilo, Camilo, Camilo”. Camilo se detuvo, sudoroso y nervioso, mirando al interior del prostíbulo. Sentado en una mesa un joven moreno y ebrio, gritaba mientras se bambuqueaba sosteniendo una botella oscura en sus manos. No lo pudo reconocer. Se limitó a saludarlo con la mano y seguir su marcha. Aceleró el paso. Los gritos estentóreos los escuchaba cada vez más distantes. Fingía no escuchar. Saludaba a los conocidos de paso, alejándose del prostíbulo. No siguió por la calle principal. Al eludir la situación tan embarazosa, respiró profundo quitándose el sudor con el poncho blanco a rayas negras. Yake que avanzaba por la misma calle lo saludó: “Don Camilo, ¿Cómo estás?” “Bien señorita, gracias”, contestó sin detenerse. La joven caminó a su lado hasta la plaza de mercado. “¿Para dónde vas?”, interrogó Camilo. “A comprar los utensilios de aseo”, contestó la joven. Camilo sonrió. “¿Vas a ocupar el hotel hoy?” “No sé todavía”, contestó sonriendo con picardía. “Siempre estará a sus órdenes”, dijo Yake alejándose moviendo sus glúteos con elegancia femenina. Camilo hizo una pausa para verla y siguió su camino. La plaza de mercado estaba atiborrada de vendedores y compradores. Caminó con dificultad después de ascender al segundo piso por unas gradas deterioradas. El bullicio se confundía con los gritos estentóreos anunciando los productos. Compró los productos alimenticios en el mismo lugar de siempre, conversando animadamente con sus amigos que hallaba a su alrededor.
Al terminar esta actividad, se encaminó al directorio liberal. La secretaria, una joven agraciada, lo recibió con especial afecto, afirmando que el jefe no demoraba. Tomó tinto mientras conversaba con sus copartidarios arremolinados en masa. A los más allegados comentó la presencia de Balvin en su finca. Todos coincidieron en señalar que era peligroso, tenía que expulsarlo de allí o dejarlo en manos de la comisión collareja que se movía por la región. Por unanimidad dijeron que era un maldito godo que entraba a infestar la región o quizás un comunista revolucionario. Hay que informar a la comunidad y estar alerta. Dijeron también que era necesario hacerle un resumen detallado al jefe, para que él llevara la información a la capital de la república.
El jefe llegó tarde. Picado por el licor, entró a su despacho sin saludar a nadie. La secretaria le pasó el listado de campesinos interesados en hablar con él. Miró el listado con abulia. “No podré atender a todos”, dijo rascándose la cabeza. Subrayó algunos nombres, entre ellos, Camilo. Con el listado en mano salió la secretaria diciendo que el jefe solo podía atender a once personas, porque estaba un poco delicado de salud. El bullicio no se hizo esperar. Algunos contentos y otros molestos. “¡Viva el Partido Liberal!”, gritó Camilo exultante. “¡Viva, viva, viva!”, contestó el grupo presente.
Contó con meticulosidad todo lo relacionado con Balvin, desde el principio hasta el fin. El jefe no parpadeaba, al parecer escuchaba atento el escueto relato que por momentos Camilo dramatizaba. Agitaba los brazos y de vez en cuando estornudaba. En muchas apartes exageró y en otras mintió. Terminado el relato el jefe se puso en pie y dando vueltas por la pequeña oficina dijo que aquella situación era sumamente peligrosa, pues amenazaba la paz y la convivencia en la comarca. Se acercó y le golpeó el hombro: “¡Qué buena labor desarrollas, copartidario!”, dijo. Camilo se sintió satisfecho y halagado. “Hay que atraparlo y hacerlo cantar”, agregó.
Camilo se estremeció. Sabía lo que eso significaba. Además, pensaba en el fondo de su corazón que Balvin ni era godo, ni collarejo, era una persona culta que buscaba la unidad y la sana convivencia entre los campesinos de la región. No era un hombre de guerra, sino de paz. Estrechó la mano del jefe y se marchó pensativo por la estrecha callejuela con destino a la tienda de abarrotes. Compró allí, el mercado para la semana. Después, fue al bar y pidió una cerveza. Se acomodó en la mesita color caoba, cuadrangular y meditabundo consumió la mitad del contenido de aquella botella de un solo estirón. El sol metálico se iba escapando en la distancia tras el imponente cerro verdoso. Tío Agustín cruzó la distancia y al verlo se acercó a saludarlo. “Hola compadre, tanto tiempo sin verte”, dijo alborozado. Vestía una camisa floreada, un pantalón caqui ajustado y las cotizas de cabuya. Camilo se puso en pie para saludarlo, quitándose el sombrero de paja y haciendo una ligera reverencia. “¡Cuánto tiempo compadre!”, dijo también alborozado.
Lo invitó a sentarse, pidiendo dos amargas. Tío Agustín, intuitivo por naturaleza, después de echarle una mirada discreta de pies a cabeza y de cabeza a pies, preguntó qué le estaba pasando, no había en Camilo tranquilidad y sosiego. Frunció el ceño intentando evadir el tema. “No es nada, solo que anoche no dormí el sueño completo. Fue una noche de insomnio”. Tío Agustín sonrió, golpeándole el hombro derecho. “Puedes engañar a todo el mundo compadre, menos a mí. Tú bien lo sabes”. Camilo se encogió nervioso, sabía que era imposible engañar a Tío Agustín. Carraspeó con fuerza y después de tomar un sorbo, lo miró sin verlo, cabizbajo, le refirió la historia de principio a fin. “Estoy en la sin salida, compadre”, dijo meditabundo.
“Siempre que haya vidas humanas de por medio, la situación es gravísima, por cuanto lo más sagrado es la vida misma”, comenzó diciendo Tío Agustín sin quitarle la mirada de encima, mirada que intentaba Camilo evadir. “Nunca me he inclinado por un color, porque tanto uno como el otro, genera muerte. A la final, son godos pobres contra collarejos pobres, ¿Dónde están los jefes de bando y bando? En el mismo lugar, compartiendo y tramando contra el pueblo que somos nosotros, compadre”.
Aquella reflexión enardeció a Camilo. No admitía que alguien con tanta crudeza le hablara así. Golpeó la mesa. “El Partido liberal es el partido de la vida, compadre”. Tío Agustín, no se encolerizó por la actitud de su contertulio; más bien sintió pesar, al ver que como él cientos y cientos pensaban exactamente lo mismo, era un raro afecto a los verdugos que a diario succionaban la sangre plebeya sin piedad alguna. Vino a su memoria las innumerables masacres y desplazamientos de honorables campesinos en toda la comarca. Era consciente que, al cruzar el río, la situación era lo mismo con la bandera azul conservadora. Allí, también había presenciado horrendas masacres, torturas, hurtos y desplazamientos en nombre del Partido Conservador que se había impuesto en toda la nación con el cuento que era el defensor a ultranza de la iglesia católica, apostólica y romana, era el creador del Catecismo Astete y de las buenas costumbres. Se presentaba como el testigo único de la fe cristiana. Se afirmaba que Jesús era Conservador, mientras que Satanás era liberal, príncipe de las tinieblas y del mal. Camilo estaba seguro de eso, juraba y rejuraba que era la verdad única e incontrovertible.
La discusión se puso agria, Tío Agustín, sin ser una persona ilustrada, tuvo sapiencia para argumentar sus reflexiones, lo hizo despacio y con metodología, entre risas y sorbos de las amargas que seguían llegando a la mesita. “No hay diferencia entre el pueblo liberal y el pueblo conservador, compadre. Tanto uno como el otro, tienen los mismos problemas, las mismas necesidades y los mismos anhelos. Alguien dijo que la única diferencia era que los conservadores iban a la misa de siete y los liberales a la misa de las cuatro”.
Camilo ya ebrio, gritó un viva al Partido Liberal, mirando retador a Tío Agustín, quien sereno dejó escapar una carcajada de oreja a oreja. “Con esos gritos beligerantes, no me incomoda, compadre, más bien me entristece, y me entristece porque sale a flote el analfabetismo político. Me atrevería a preguntarte, ¿Qué es política? ¿Por qué surgieron los partidos en Colombia? Aún más, compita: ¿Quién o quienes se benefician con esta estúpida división entre godos y collarejos?”.
A pesar del grado de alicoramiento, Camilo se contuvo, proponiendo cambiar de tema. “Tío Agustín, tú y Balvin se pueden dar la mano, piensan lo mismo y creo que actúan lo mismo. Soy liberal a morir, pero no quiero que a ese joven le pase algo, desde el primer momento me cayó bien, su nobleza, su sabiduría, su don de trabajo y respetuoso con la mujer, son cosas que no se pueden desconocer o subvalorar, compadre”. Se incorporó apoyándose en la mesa y fue al inodoro. Se bambuqueaba. Tío Agustín lo vio alejarse y reflexivo dijo para sus adentros: “Es testarudo, intransigente, pero no malo y perverso. Todavía los jefes no han podido dañarle el corazón”.
Al regresar, se sentó pesadamente y mirándolo con la mirada chispeante y vidriosa, preguntó por entre los dientes: “Compadre, ¿Qué tengo que hacer?” Movió pesadamente las manos para atrapar la botella y tomando un sorbo, volvió a mirar a su contertulio, que ebrio lo miraba pesadamente. “Hablar en este estado de beodez sobre temas tan álgidos, no es lo más conveniente. Te propongo que charlemos otros temas y mañana, después de la resaca, tratamos el tema. ¿No te parece, compadre?” Camilo sonrió de una manera grotesca. Lo miró al momento de acomodarse el sombrero. “Tú mandas, yo obedezco”, dijo.
Con las sombras de la noche, comenzaron a llegar los campesinos, se apretujaban cada vez con más fuerza, mientras la música arrabalera aumentaba su volumen. Era la tradición campesina cada ocho días. Unos cantaban, otros gritaban gesticulando con vehemencia, mientras que otros lanzaban vivas al Partido Liberal. Un joven acuerpado se puso en pie y gritó con fuerza para que todos oyeran: “Aquí, no hay hombre más liberal que yo. Quien se considere, píntala como quiera”. “Miente hijueputa”, alguien gritó desde el fondo del bar, pelando un afilado machete, saltando como felino a la pequeña calle, golpeando una piedra con el afilado machete, sacando chispas. El cantinero, poco y nada pudo hacer. En cuestión de segundos, los dos labriegos se trenzaron en cruento lance de machetes. La pelea llamó la atención de todos los habitantes que en montonera buscaban la vista para apreciar el desafío. No duró mucho el enfrentamiento. Machetazos se cruzaron finalmente en los brazos y cabezas de ambos. Doblaron las curvas y cayeron quedando boca arriba. Un par de suspiros fueron suficientes para despedirse de este mundo. Camilo dejó escapar una carcajada estentórea. “Así mueren los liberales”, dijo. Tío Agustín, atónito, apenas tuvo tiempo para refugiarse en el orinal, permaneciendo hasta cuando la gente gritó que habían muertos los dos como buenos liberales en franca lid. Nervioso regresó a la mesa. Las botellas rotas estaban en el piso, la anarquía era total. Reacomodaron la mesa y Camilo pidió más bebida. El susto le quitó la beodez al Tío Agustín. Indignado miró a su interlocutor que festejaba la brutal riña, diciendo que no había persona más guapa en el mundo que el liberal. “Es el único que da la vida por las ideas que profesa”, dijo.
Pálido de indignación, Tío Agustín tomó un sorgo grande de bebida y mirando a Camilo, lo increpó con fuerza. ¿Qué de heroísmo tiene el triste espectáculo que han protagonizado esos dos jóvenes? ¿Qué sentido tiene pueblo pobre matándose entre sí? ¿Será que los jefes acudirán a solidarizarse con las familias de dos difuntos? Dos mujeres viudas, niños y niñas huérfanos, ¿A cambio de qué? ¿Los jefes seguirán respondiendo por esas familias caídas en desgracia por el crudo analfabetismo político? Compadre, ¿Ahora sí entiende por qué nunca me he matriculado en un bando? ¿Qué sentido tiene? El ser humano es igual conservador, liberal, socialista o comunista. Esos dos partidos que vienen desangrando al país, son partidos de la muerte, de la destrucción y de la violencia. Compadre, tenga la completa seguridad que ni una miserable corona o ramo de flores de azucena, llegaran por cuenta del supuesto glorioso Partido Liberal. Hace poco presencié igual grotesco espectáculo en el pueblo al otro lado del río. Dos jóvenes campesinos se enfrascaron en duelo a muerte por el mismo cuento, quién era más conservador. Rasgaron sus carnes sin piedad alguna con filosos cuchillos, murieron gritando que él era más conservador que el otro. Pobres campesinos que fueron sepultados con la ayuda solidaria del pueblo, sin la presencia del cura y, desde luego, sin la presencia del jefe conservador. Maldita violencia. No es posible que el pueblo pobre liberal se esté matando con el pueblo pobre conservador, mientras los jefes de un bando y del otro, aprovechan la coyuntura para hacerse más ricos y poderosos.
Camilo escuchó la perorata sin decir palabra. Cabizbajo escuchó atento, aparentemente meditabundo. Cuando el Tío Agustín terminó, tomó un sorbo y levantando un poco el sombrero, respondió pausadamente y sin remordimiento alguno: “Compadre, no sea dramático y religioso. Lo que ha de suceder, sucede y eso fue lo que ocurrió esta noche. El ser humano está predestinado y nadie puede impedirlo. El destino de esos jóvenes era terminar sus vidas así, de una manera valiente en defensa de la dignidad que encarna el ser liberal. Son héroes que se inmortalizan con hazañas de esta naturaleza, que seguramente usted con todo su saber no puede dimensionar, porque ni eres agua ni eres pez. Liberal proviene de libre y la libertad se conquista así, no hay otra manera posible como quieres tú. ¿Me entiendes?”
“Lamento no estar de acuerdo con tu razonamiento. Más bien estoy de acuerdo con quienes profesan el interés común y luchan por la unidad y la fraternidad. Es cuento decir que uno viene al mundo predestinado, mejor dicho, con los polvos contados. Nada de eso es cierto, compadre. Los jefes liberales y conservadores han creado una batalla sin cuartel que nunca participan de ella, más bien usufructúan los réditos. ¿Quién pregonaba la unidad entre liberales y conservadores? Pues Gaitán, decía que era igual el pueblo liberal al pueblo conservador. ¿Quién lo mató? La orden vino de los directorios rojos y azules en sus más altas cabezas. Muerto Gaitán, la persistencia ahora es matar su pensamiento, su ideología y la manera más fácil, es dividirnos entre collarejos y godos. Muchos, entre ellos tú, han caído en la trampa. Lo más importante es la vida y nadie está facultado para apagar la vida, menos por colores que a la hora de la verdad no existen más que en la imaginación humana.
Tío Agustín se puso en pie, diciendo que se retiraba a buscar hospedaje. Camilo lo miró anonadado sin decir palabra alguna. El cantinero organizó la cuenta en un papelito rojito y se lo entregó a Camilo. Tío Agustín aportó su parte y despidiéndose turulato avanzó por la estrecha y solitaria callejuela con destino al hotel de Yake. “Mañana hablaremos después de la resaca”, dijo. Camilo cargó el jamelgo y montando se marchó por el estrecho y oscuro camino, repitiendo maquinalmente que era puto, liberal y macho.
El funeral de los dos jóvenes fue al otro día durante la misa de las once de la mañana. Los familiares de ambos concurrieron bastantes compungidos. La ceremonia fúnebre la presidió el diácono, por cuanto el señor arzobispo no autorizó que la presidiera el cura párroco del poblado del otro lado del río, con el único argumento que los difuntos eran liberales. Poco acompañamiento por cuanto los liberales eran calificados de ateos y enemigos de la iglesia católica. La homilía fue corta y directa. El diácono lamentó la muerte de los jóvenes liberales, pidiendo al Dios de los cielos los acogiera en su seno, después de purificarlos en el purgatorio, por cuanto ser liberal era el pecado mayor que había que rechazar sin rodeos. Dijo que el liberalismo era la cabeza de la serpiente que había que destripar sin ningún tipo de remordimiento. Afirmó que el conservatismo es el Partido de Cristo Rey, el creador de todo cuanto existe, el dador de la vida y de la eternidad.
Los dos cuerpos fueron conducidos a la necrópolis por un grupo pequeño de conocidos de los occisos; en silencio caminaron detrás de los catafalcos. El jefe liberal, ni se hizo presente, ni envió mensaje de solidaridad. La indiferencia fue total.
Entre los presentes, estaban Tío Agustín y Camilo. Cada uno por su lado. Después del funeral, se encontraron en la pequeña cantina llamada: La última lágrima. Se saludaron en voz baja y acomodándose en la vetusta mesa mal oliente, Camilo pidió dos amargas. Después de mirar a su alrededor Tío Agustín se sentó. Aún tenía la resaca. Sin embargo, aprovechó para criticar el suceso que había terminado con la muerte de los dos jóvenes. “Fueron jóvenes verracos, muy liberales”, dijo Camilo. Tío Agustín frunció el ceño. “Fueron jóvenes ignorantes, brutos y alienados, incapaces de dimensionar la vida y la misma tolerancia”, dijo con fuerza Tío Agustín. El cantinero paró la oreja. “Compadre, tú con la misma cantaleta, ¿Por qué no cambia el chip?” “Mientras exista el karma de los partidos tradicionales, jamás podré estar en paz, porque la muerte rondará entre el pueblo humilde y sencillo, mejor dicho, entre tú y yo. ¿No te das cuenta?” “Eres incorregible”, dijo Camilo resignado. “En cambio, tú sí eres corregible, compadre, porque no tienes la razón y eres inteligente. Más temprano que tarde, comprenderás, ojalá no seas demasiado tarde”. Camilo sonrió, al momento de pedir una nueva tanda. “Todo está dado de una vez y para siempre”, dijo sin mucha convicción. “Sea la verdad compadre, pero los únicos que no cambian son los tontos”. Ambos rieron, mientras saboreaban la bebida.
“Hay un tema pendiente compadre”, dijo Camilo acariciando en sus encalladas manos un pequeño imán que encontró en la mesita contigua. Tío Agustín, lo miró sin verlo y tomando un sorbo grande, suspiró al decir: “Anoche conversé con la dueña del hotelucho, doña Yake, antes de ir al cuarto designado” “¿Qué dijo?”, se interesó Camilo. “Comentó que, a su hotel, hace unos días, llegó un forastero y sin escrúpulos dijo que venía del otro lado del río, que venía en busca de hospedaje para pasar la noche. Dijo que era un simple caminante aventurero, amante de la paz y el ambientalismo, interesado en remontar la escabrosa cordillera con aligerosidad”. “¿No dijo más?”, interrogó. “Yake no permitió el diálogo, le negó la posada con la firme convicción que era godo”. Camilo sonrió. “Esa copartidaria es de una sola pieza”, dijo sonriente. “Yo diría ignorante e inhumana, porque hay que albergar al peregrino, dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, ¿Acaso, eso no dice el evangelio?” “Del dicho al hecho hay mucho trecho, dijo Camilo, es normal que se diga una cosa por salir del paso y hacer otra totalmente distinta a la hora verdad. Creo que todo el mundo hace eso, compadre. ¿Por qué asombrarse?” Aquello le pareció repugnante a Tío Agustín, pero aceptó que era la cruda realidad. Todo mundo miente, poco o mucho por salir del paso. ¿Acaso, habrá en el mundo un ser cien por ciento real y verdadero? Somos bagazos que divagamos de un lado para otro con el único interés de sobrevivir en un país partido en dos clases sociales: Una pobre y la otra rica. Nadie del populacho sabe el origen de éstas, pero sí padece a diario las consecuencias. La hambruna no es un fantasma novelesco, es una cruda realidad que padecen chicos y grandes, feos y bonitos, blancos y negros, altos y bajitos, gorditos y flaquitos. En síntesis: Todos los pertenecientes a la plebe.
Todo lo consideramos natural. Justificamos la explotación, el desamor y la violencia. El niño harapiento pidiendo una limosna en el semáforo, el anciano hundido en el submundo del vicio y la desilusión. La masacre no es noticia. Resulta más importante el matrimonio de la reina con el príncipe, el reinado de belleza, el partido de fútbol y la canción de moda. Vamos por entre una ventisca de engaños y promesas, sueños inverosímiles, creyéndonos de la otra clase social, porque tenemos un trabajito, una pequeña chacra, un carrito y una pequeña cuenta bancaria. Creemos que estamos a la misma altura del grupo Santodomingo, Carlos Ardila Lule y los grandes cacaos de Medellín.
Con esa torpe mentalidad, rechazamos al hermano, nos avergonzamos de él y lo escondemos, lo ignoramos. Nadie tiene que saber que mi hermano no esta a la par, no es adinerado y capaz de costear toda una noche de parranda con Carlos Vives o Diomedes Díaz. Es un desgraciado que debe permanecer en el anonimato, no merece nuestra solidaridad y admiración como un luchador sin oportunidades, es alguien que daña el linaje, avergüenza a la familia y a toda la estirpe. Nuestro pensamiento está moldeado para amar las ataduras de la esclavitud, depender del Dios europeo y sacrificar la hermosa cosmología de nuestros antepasados. Nos avergonzamos de nosotros y nos sentimos orgullosos del esclavista, del bancario, del terrateniente, del burgués. Ignoramos la gesta de Dulima, pero veneramos el genocidio de Juan Borja, Andrés López de Galarza y muchos más.
Ignoramos la historia. Consideramos que ésta es solamente pasada. Creemos ciegamente que está contada con imparcialidad, ajustada a la verdad histórica, ni siquiera dudamos de ella y la repetimos maquinalmente de generación en generación, haciendo a los verdugos mártires y a los mártires verdugos. No dudamos de esa sátrapa élite, afirmamos a pies juntillas que son los poseedores de la verdad absoluta. El mensaje bíblico es contundente: Unos nacieron para mandar y otros para obedecer. La creencia ciega es que todo está dado de una vez y para siempre, porque Dios lo quiso así y qué podemos hacer.
Camilo así lo cree, mientras Tío Agustín duda y piensa que la perfección es una utopía en la distancia del desarrollo humano y de la naturaleza. Para Camilo somos creación, para Tío Agustín somos evolución. He ahí el dilema que los une y los desune, los enfrenta en crudas discusiones y los acerca en la admiración mutua. Cada encuentro es una batalla violenta de discusiones, cada quien interesado en imponer su criterio. Camilo considera que Tío Agustín tiene poderes desconocidos y Tío Agustín piensa que Camilo tiene capacidad de pensar, sueña con que ese pensamiento sea en el futuro crítico y analítico. Camilo considera que puede acercarlo al Partido Liberal y Tío Agustín alejarlo de los partidos tradicionales.
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Foto: Ricardo Rondón |
En el bar “La última lágrima”, la discusión resultaba intensa y por demás dramática, entre dos campesinos asalariados, metidos en la tormenta de la cruda violencia, siguiendo la lógica planteada por el presidente Mariano Ospina Pérez de que el país había que conservatizarlo al precio que fuera. Camilo no estaba de acuerdo con esa posición política, básicamente porque la iniciativa provenía de los Godos, a pesar que era humano, trabajador y pacífico. Tío Agustín era crítico y rechazaba esa posición sectaria y dogmática, aduciendo que el pueblo no tiene por qué dividirse entre collarejos y godos, más bien estaba de acuerdo en dividirlo entre partidarios de la vida y partidarios de la muerte. Luchar por formar al pueblo en el principio del bien común, en la unidad y en la convivencia pacífica. Rechazaba de plano todo lo que implicara dividir la comunidad, como la política, la religiosidad, la avaricia y la desunión. Vivir y convivir en comunión era su filosofía que defendía a capa y espada y que le había generado animadversión en los partidos tradicionales, cuyos jefes no dudaban en calificarlo de Comunista.
Ya ebrios, Camilo pidió el ansiado consejo en relación con Balvin. Dijo que no admitía más esperas y evasivas. Tío Agustín, sonrió. “Nada más sensato que responder compadre, comenzó diciendo, somos diferentes, cada ser humano es un mundo distinto. Sin embargo, no podemos vivir solos, tenemos razón de ser en función social. Balvin es diferente a ti, a mí, a todos y todas. Sin embargo, no puede vivir solo, por eso acude a ti en un momento crítico. Es la condición humana, no hay otra explicación. Y por lo que dices es una persona buena, trabajadora y emprendedora, merece toda la solidaridad. Hay que advertirle del peligro, el terreno que recorre no es el mejor, en cada recodo del camino hay un peligro latente y tú no puedes ser responsable por omisión. ¿Me entiendes, compadre?”
Camilo sacudió la cabeza como queriendo decir que no entendía el mensaje o quizás no estaba de acuerdo con él. Su rostro se contrajo haciendo una mueca de escepticismo y tomando un sorbo, dijo en voz baja que estaba metido en un problema serio, porque ya la comisión estaba merodeando la región, en busca de un forastero que posaba de intelectual. No sabía si entregarlo o esconderlo, pero tanto una decisión como la otra tenía sus serias repercusiones. “Si lo entrego, queda en mi conciencia la complicidad del crimen y si lo protejo quedo en inminente peligro, compadre. ¿Me entiendes?”.
El viento fresco del atardecer entraba por la estrecha puerta del bar rozando el rostro de los contertulios. El cantinero fingía organizar el barcito, pero, en realidad estaba pendiente de la conversación. A ratos contenía la respiración para escuchar mejor. “Comprendo tu preocupación, compadre; en mi caso estaría en idénticas condiciones. La salía al problema es tomar el toro por los cuernos. Es decir, hablar con don Balvin y ponerlo en contexto del inminente peligro que está corriendo, para que él tome una decisión de quedarse o marcharse. No veo otra solución”, dijo. “¿Y si dice que se queda, pues se ve pantalonudo?” “Pues tú salvas responsabilidades, cumple con el deber de informar y orientar. Allá, él, ¿No te parece, compadre?”. Camilo sonrió, sintió que había encontrado por fin la solución. Alborozado, golpeó el hombro de Tío Agustín en varias oportunidades. “Eres un sabio, compadre. Qué lástima no ser Liberal”, dijo. Tío Agustín sonrió, tomándose la última cerveza, poniéndose de pie para cancelar la cuenta. “No me interesa una parte de la humanidad, me interesa la totalidad, compadre”. Se despidieron con fuerte abrazo. El cantinero los vio alejarse por la callejuela terrosa, cavilando sobre lo que había podido escuchar cerró el negocio. “No son gentes de fiar”, dijo para sus
adentros.
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