jueves, 17 de abril de 2025

Tiempo de Vivir Novela Nelson Lombana Silva Capítulo 3

 

Foto: Cervantes Virtual

3

Clementina se destacó en la comarca por su belleza y su valentía. Su hermosura desde niña deslumbró a chicos y grandes, todos querían jugar con ella, compartir sus juegos. Al llegar a la pubertad y los primeros rasgos juveniles, su vida se le tornó un verdadero calvario. La casa se le convirtió en prisión, la vigilancia permanente no solo de sus padres, sino también de los demás miembros de la familia hasta el cuarto grado de consanguinidad. Todos y todas estaban pendientes de la hermosa flor que se abría a un mundo cargado de vicisitudes, dramas e hipocresías.

Siempre estaba bajo la vigilancia asfixiante de sus padres, sus hermanos, sus primos. La joven resplandecía con su belleza espiritual y física. Y a pesar del hostigamiento y el reinado infinito de las prohibiciones, Clementina se las ingeniaba para conversar con las personas de su edad, tanto hombres como mujeres. Era astuta y sagaz para eludir la vigilancia. Cierto día que las personas más prestantes del poblado se reunían en el club social para despedir el año y recibir el nuevo, la joven ya volantona, fingió estar enferma. Los medicamentos del boticario no surtieron efecto y no surtieron efectos, porque Clementina realmente no se los tomó, al primer descuido de sus progenitores, arrojó los medicamentos al escusado.

Sus progenitores que eran prestantes en el caserío por cuanto eran propietarios de las recuas de mulas más numerosas, vivían en el marco de la plaza principal, cerca del palacio municipal, tenían una hacienda en la zona paramuna y se codeaban de tú a tú con las principales autoridades, encabezaban el listado de invitados especiales. Les era imposible no asistir a la celebración del fin de año. La nodriza fue comisionada para estar pendiente de la joven que estaba presta a cumplir dieciséis añitos y se disponía a viajar a la capital a adelantar los estudios universitarios. Cobijada de pies a cabeza, fingiendo dolores musculares síntomas de la gripe, Clementina se mantuvo en el lecho hasta cuando sus padres se marcharon después de las ocho de la noche. Una vez se cercioró de que se habían marchado, arrojó el cobertor al piso y vigorosa se puso en pie. La nodriza asombrada se puso en pie y abriendo los ojos como si se les fueran a salir de sus cuencas, miró la truculenta escena. “¿Qué hace niña?”, dijo asombrada.

Clementina la miró sonriente. Se le acercó y abrazándola le dio un beso en la mejilla. Atónita la nodriza no sabía qué decir, ensimismada se dejaba llevar como una simple muñeca de trapo. “Tengo cita con unas amiguitas aprovechando que mis padres están en el club, pienso salir a conversar con ellas. Ellos regresarán después de la medianoche, yo solamente voy a estar un par de horas”, dijo en voz baja, casi susurrante en la oreja de la nodriza que surcaba los sesenta y nueve años de edad.

Boquiabierta la nodriza se liberó de Clementina y sin dar crédito a las palabras que estaba escuchando, pidió a la niña que se metiera nuevamente debajo del cobertor, porque la noche era friolenta y podía indisponerse peor. Además, no era correcto que saliera sola y sin el permiso de sus padres a esa hora. “Si tus padres se enteran de esto, me matarían a castigo”, dijo la nodriza horrorizada.

Nerviosa, Clementina caminaba por el cuarto y a intervalos miraba la calle a través de la ventana. La noche estaba oscura, solo la luz de algunas lámparas Coleman iluminaban el entorno. Observaba en la calle polvorienta, algunos cuerpos caminar en la penumbra, unos para arriba y otros para abajo. El punto de encuentro era la plaza principal cerca del almendro verdoso e imponente plantado en el centro de la plaza de mercado Simón Bolívar.

Como último recurso, la joven Clementina se arrodilló y juntando las manos, suplicó el permiso para salir con la promesa de no demorar y que sus padres nunca se enterarían. Fue una súplica sentida que conmovió el corazón de la nodriza, una mujer obesa, morena y de rizos. En un instante recordó cuando tenía esa misma edad y sufría el mismo drama de la joven. “Esta es la edad más triste, es el reinado de las prohibiciones”, pensó mirando a la hermosa Clementina gemir con profunda melancolía.

Le acarició la cabellera frondosa de la jovencita y ayudándola a ponerse en pie, le quitó las lágrimas que como perlas rodaban por sus mejillas. Sin dejar de sollozar, Clementina la miró melancólica. Fijó su mirada en los labios gruesos de la nodriza. Fueron instantes eternos y dramáticos que la jovencita vivió con intensidad. “Te tengo una propuesta”, dijo la nodriza apretando a la jovencita contra su pecho. Clementina sonrió levemente. Vio al final del túnel una esperanza. “Te acompaño a la cita”, dijo. “Me apena hacerte trasnochar un ratito. No me incomoda tu presencia. Sin embargo, me gustaría ir sola, el miedo no es conmigo”, contestó amistosa Clementina.

La manera como le habló, con tanta seguridad en sí misma, estremeció de pies a cabeza a la nodriza. Se dio cuenta que detrás de aquel hermoso y femenino rostro había un temple, una firme convicción en sí misma. No tuvo dudas y haciéndoles miles de observaciones, Clementina abandonó la casa después de las nueve de la noche. Envuelta en un pañolón de su madre, abandonó la casona caminando por la estrecha callejuela con dirección a la plaza de mercado. Burlar la autoridad de sus padres, era para Clementina un desafío que asumió con firmeza y alta responsabilidad. Se sintió adulta y libre. La noche oscura, el holgorio del advenimiento del nuevo año, el bullicio de los totes, luces de bengala, el castillo multicolor, la vaca loca, hacían de la comarca un fandango, que por primera vez Clementina disfrutaba sin la presión aberrante de sus progenitores. Se sintió libre como el viento. La calle real estaba atiborrada de público. Era un ambiente espléndido para la jovencita que nunca había tenido la oportunidad de apreciar, porque sus padres hablaban pestilencia del bullicio popular y lo calificaban de mundano y pecaminoso. “Una persona decente nunca va a esa guacherna inmunda”, decían sus padres y los riquitos de la comarca.

Al cruzar la plaza de mercado, Clementina tropezó con un joven de su edad, que se atravesó en su recorrido accidentalmente. Se cruzaron miradas efímeras.  El joven se disculpó y siguió su recorrido; se había retirado de su manada e iba en su búsqueda. La joven lo vio alejarse y creyendo que ya era hora de regresar se encaminó a su vivienda. Regresó a su cuarto creyendo que los riquitos eran amargados y los pobres alegres. Pensó que nada cuanto había visto era pecaminoso. “¡Qué capacidad inventiva tiene el populacho!”, pensó al meterse bajo las cobijas, después de haber hecho sus abluciones.  

La joven Clementina despertó después de las nueve de la mañana, pensando en el joven que se le había atravesado en la plaza de mercado. Pensó que era diferente a los demás jóvenes que había visto en la noche. Destacó su regia personalidad, la firmeza en el caminado y en la elocuencia al hablar. “¿Quién será? ¿Cómo se llamará? ¿En dónde vivirá?”, pensó mientras miraba ensimismada el techo del cuarto. Haber salido por primera vez a la calle sin la vigilancia meticulosa y asfixiante de sus progenitores la hacía feliz y diferente a sus demás compañeras. Sin embargo, en el fondo de la conciencia se sentía pecaminosa, era un pecado grave de desobediencia. Sabía que el domingo tenía que confesarse y pedirle perdón a Dios por desobedecer la autoridad de sus padres. “Lo bueno – pensó – es que uno se confiesa y queda libre de pecados”.

Sus farragosas reflexiones, las interrumpió la nodriza con el desayuno. Lo llevó en la bandeja de aluminio. Clementina miró con alegría a la nodriza, quien le correspondió. “¿Cómo te fue en tu aventura?”, preguntó en voz baja. “De maravillas”, respondió al recibir la bandeja. El sol entraba por la ventana. La nodriza se volvió a la cocina satisfecha de que todo había salido bien. Los papás de Clementina todavía dormían a pierna suelta, habían llegado turulatos al amanecer.   

El encuentro fortuito en la plaza de mercado con el joven desconocido, se le fue convirtiendo en una obsesión a Clementina. Pasaba horas, parada en el balcón observando el movimiento de la gente que circulaba con la esperanza de hallarlo tan espléndido como la noche de año viejo. Su padre la reprendía, pero ella, una vez se marchaba volvía a instalarse allí con la misma expectativa. Su madre intrigada le preguntaba de diferentes maneras su comportamiento, pero ella, hábilmente evadía el interrogante afirmando que soñaba con ser escritora para lo cual tenía que conocer la chusma al derecho y al revés. “¿Escritora?”, preguntaba asombrada su madre dibujando un gesto de preocupación.

La Palma era un caserío fundado en 1895 por un grupo de antioqueños que desafiando lo escabroso de la pendiente y presionado por la necesidad de vivir había remontado la cordillera construyendo primero una casa de hospedaje y después el caserío. La espesa selva fue destrozada a punta de hacha, plantando en su sitio frondosos cafetales y platanales, más tarde productos de pan coger en gran abundancia y una ganadería incipiente en la zona paramuna.

El territorio aborigen fue colonizado por el bárbaro ibérico, teniendo como armas favoritas la espada y el crucifijo. Con el crucifijo adormeció y con la espada mató a centenares de aborígenes que veneraban a la pachamama. Tragedia sangrienta que fue minimizada por los historiadores del invasor, presentando el suceso como el encuentro de dos culturas: Una civilizada y la otra incivilizada. Sin remordimiento le plantearon el canje, haciéndole cerrar los ojos, le entregaron la biblia, recibiendo a cambio los títulos de la frondosa tierra. Desde entonces, la tierra ha sido anegada en sangre aborigen y más tarde sangre negra y todas sus mezclas que generó el encuentro de razas en el territorio.

Una vez la independencia de los ibéricos y traicionado el pensamiento de los generales Simón Bolívar y José Antonio Anzoátegui, entre otros, la burguesía santanderista tomó el timón de la nación entregando la soberanía nacional a Estados Unidos, quien ni corto ni perezoso convirtió el país en una simple hacienda. Lo primero que hizo fue apoderarse del departamento de Panamá para construir a sus anchas el canal, entregando al gobierno títere veinticinco mil millones de dólares a cambio, dinero que fue entregado a cuentas gotas. El cínico presidente, cuestionado por la pérdida del departamento de Panamá, no dudó en decir: “¿Qué más quieren? Me entregan un país y yo les devuelvo dos”.

Aquello que debía convertirse en un desafuero del presidente digno de repudiar, los historiadores burgueses, lo convirtieron en un pronunciamiento histórico y trascendental que el pueblo terminó repitiendo maquinalmente como hecho patriótico. Había llegado a la presidencia producto de triquiñuelas y conjuras, siendo vicepresidente de la república, ni corto, ni perezoso, armó complot con la anuencia del partido liberal y el partido conservador. Dio golpe de Estado cívico sin dársele nada y de 1900 a 1904 ocupó la Casa de Nariño. A pesar de la mentira de sus biógrafos, el personaje de marra pasó a la historia con el remoquete de corrupto, poco experto para conducir el Estado y abiertamente ineficaz. Durante su mediocre mandato firmó sin sonrojarse el tratado Herrán-Hay, mediante el cual entregó el departamento de Panamá a Estados Unidos, en acto de extrema sumisión, entreguismo y traición a la patria.

Clementina con el transcurrir de los días crecía en estatura y belleza. Viajaba a la capital a estudiar y en vacaciones permanecía en su casa. De vez en cuando, sus padres la llevaban al club, siendo siempre la sensación de todos los presentes. Ella se mantenía cauta y eludía las propuestas con astucia. Se había convertido en una lideresa en estas lides. Y aunque el tiempo pasaba raudo, el recuerdo del joven en la noche de año viejo, la mortificaba. Preguntaba disimuladamente y nadie daba razón.  Como siempre duraba horas en el balcón contemplando el movimiento callejero.

El domingo, acompañó a sus padres a la misa de siete de la mañana. El templo era un casarón de madera con dos torres, justo en la plaza de mercado. La mañana era fresca. Al pisar el atrio, Clementina sintió una descarga de energía en su espalda y volviendo el rostro, se encontró con el rostro del joven que también iba a misa con sus padres. Se quedó paralizada. No sabía qué decir y hacer. El joven la miró también con asombro, saludándola tímidamente. “Es la niña más linda de la región”, dijo su padre en voz baja. “¿Cómo te llamas?”, preguntó por entre los dientes. El joven le correspondió con una sonrisa tímida. “Me llamo Richard”, dijo.

Los padres se interpusieron al diálogo y halando a Clementina del brazo, entraron al vetusto templo por el ala izquierda, mientras el joven con su padre lo hicieron por la nave derecha. La distancia no fue impedimento para cruzarse miradas. “Richard”, dijo Clementina una y otra vez. Era un joven despercudido, más o menos de la misma edad de la joven, también estudiaba en la capital.

Al retornar a casa, Clementina recibió tremenda reprimenda. El encuentro con el joven fue rechazado por sus progenitores, afirmando que no debía relacionarse con la primera persona que se encontraba. “No puede reunirse con cualquiera”, dijo su padre malhumorado. “Dime hija, ¿Dónde conociste a ese polluelo?” Confusa, Clementina no sabía qué contestar. Nerviosa se incorporó trasladándose a su cuarto. Su madre la siguió inquisidora. Se tiró sobre la cama bocabajo tapándose los oídos. “Quiero una respuesta clara y contundente, ¿Quién es ese polluelo?”, insistió malhumorada.

Volteándose bocarriba poco a poco, sollozando y desconsolada, Clementina afirmó que no conocía al joven, ni su procedencia. Había sido un encuentro fortuito, en el que ella había sentido mariposas en las tripas y una necesidad de saludarlo y preguntarle su nombre. Ni ella misma se podía explicar la sensación. Por su puesto, la explicación no satisfizo a la mamá, quien, llevada por la ira, la zambulló con virulencia con las dos manos. “Quiero la verdad y nada más que la verdad”, dijo gritando. “Te lo juro mamá, te estoy diciendo la verdad”, respondió Clementina sollozando.

El papá intervino. Fue más condescendiente con la primogénita. “Déjala, mija, la niña me contará la verdad”. Ofuscada la madre salió a grandes zancadas, moviendo sus brazos como dos aspas, profiriendo palabras contra su marido. Al abandonar el cuarto, se paró en el marco y mirándolo encendida de ira, le dijo en voz alta: “Eres alcahuete”.

No le hizo caso. Se sentó en el borde de la cama y acariciando la hermosa cabellera de la joven entristecía, la contempló algunos instantes. Era la luz de sus ojos, su razón de ser. La niña recostó su cuerpo en el hombro de su padre, pidiendo que le creyera. Su padre no dudó en responder diciendo que le creía ciegamente. “No tengo por qué dudar de ti, hija”, le dijo. Se incorporó y caminó despacio por el cuarto. “Creo que comienzas una nueva etapa, hijita. Está hecha una señorita, la más hermosa del mundo. Hay que extremar medidas especiales de seguridad, los gavilanes salen de todas partes y a cualquier hora, así que no debes incomodarte, pues su mamá y yo queremos lo mejor para ti”.

Clavó la mirada contra el piso encerado. “No te apures. Con tu madre buscaremos la mejor pareja para ti, no es fácil hallarla ante tanta belleza, hija. Compréndelo”. Volvió a sentarse, mientras Clementina lo miraba con incertidumbre, dejando escapar suspiros. “Su príncipe azul tendrá que tener suficiente dinero para garantizarle un futuro placentero y digno de su categoría. Tendrá que ser fuerte, trabajador y emprendedor, bien hablado y culto”.

“Quiero ahora que me cuentes tus secretos, niña”. Más tranquila, Clementina repitió el mismo discurso que le había dicho a su madre. Una vez más dejaba claro que no tenía nada que esconder y que el incidente presentado en el atrio era algo extraño que ella no atinaba a explicarse. “Sentí una carga de energía a mi espalda, giré y me encontré con el joven, preguntándole su nombre. Yo, sinceramente, padre, no entiendo por qué sentí deseos de saber su nombre. Te lo juro”. “¿Cómo dijo llamarse ese jovenzuelo?” “Richard, Richard”.

La miró de arriba abajo y dejando escapar una risita pálida, fue hasta el ventanal para respirar profundo, porque sentía que se ahogaba. Lo vio caminar por la callejuela, tenía un pantalón de dril y unas sandalias de cabuya. Paralizado, sin decir palabra, fijó su mirada en él. Se mantuvo rígido hasta cuando desapareció en la distancia. Respiró profundo. Clementina reaccionó sorprendida. “¿Qué te pasa? ¿Qué tienes padre mío?” El hombre alto y acuerpado, guardó silencio algún segundo como ido de este mundo. Pálido, se dirigió a la cama de la joven, sentándose pesadamente. Clementina gritó pidiendo agua. La nodriza no se hizo esperar, entregando el preciado líquido en un vaso de cristal. Tomó un par de sorbos. “No es nada – dijo – seguramente es la tensión”.  

Abandonó el cuarto afirmando que creía en la sinceridad de sus palabras y que como padre estaría pendiente de los cambios físicos, psicológicos y del comportamiento. Se encaminó a su cuarto donde la mujer estaba tirada en la cama atravesada e indignada. Clementina quedó meditabunda, la casa se le iba convirtiendo en un infierno. Suspiró y dejándose caer en la cama, fijó su mirada en el techo, recordando la mirada asustada de Richard al saludarla y darle su nombre. El sueño la venció.

La mañana soleada avanzaba. No le fue fácil a Adargo convencer a su mujer. Greta se hizo la difícil alegando que la había desautorizado y que era una falla grave que difícilmente podía perdonar. En la discusión le sugirió que fuera a la casa cural y hablara con el cura, él podía orientarlo mejor. Le dijo también que no fuera irresponsable y cómplice con los desafueros de la niña, era un pecado mortal que pagaría en los infiernos tal como decía el levita en las homilías. Lo emplazó a asistir con más fe y atención a la misa dominical. Adargo, haciendo de tripas corazones, escuchó resignado la larga perorata sin decir nada, dio espacio suficiente para que su mujer se desahogara. Era una mujer elegante de buenas carnes y rostro perfecto. Sus ojos aguamiel iluminaban su rostro.

Cuando consideró que la tormenta cedía, tomó la palabra y después de decirle que era la mujer más bella del mundo, explicó su proceder afirmando que todo lo hacía por el bien de la niña que era la luz de sus ojos. Destacó sus cambios físicos y psicológicos diciendo que la niñez quedaba en el pasado y la etapa de la pubertad se abría campo a velocidades inverosímiles. “¿Por qué dices tú que la pubertad es complicada?”, preguntó Greta un poco más calmada y comprensiva. Adargo, suspiró y después de rascarse la cabeza, se sentó en el borde de la cama. Miró a Greta y estampándole un beso en la frente, expresó su parecer sin omitir una sola idea. Le dijo que su hija se estaba transformando de niña a mujer, los juegos de niña con muñecas quedaban en el pasado porque ahora comenzaría a jugar con jóvenes de su edad, lo cual no era problema, problema era el gusto por el sexo opuesto y el deseo de experimentar. Los cambios físicos son evidentes, sus senos han crecido, la mirada ha cambiado, mira como mira ahora, es una mirada coqueta; permanecer horas y horas en el balcón indica nuevas realidades que hay que comprender con más claridad, para fortalecer el cuidado. “Es el período de no parpadear”, dijo preocupado.

Greta, preocupada, miró a su marido preguntándose si no se estaba exagerando y quizás haciendo una tormenta en un vaso con agua. “Mi pubertad fue normal – dijo – a excepción de los cambios físicos, mi comportamiento fue siempre sosegado, esperé con paciencia y resignación el casamiento autorizado por mis padres. A ellos les agradezco la decisión de desposarme contigo, porque a pesar de sus berrinches, eres una persona generosa, emprendedora, cumplidora de los diez mandamientos y militante del glorioso partido conservador”. Caminó por el aposento despacio, afirmando casi en voz baja: “Si la niña sale como su mamá, no hay problemas, todo será un simple mal presagio”.

“Todo cambia, nada es estático, mujer”, dijo Adargo acomodándose la camisa. “Cada periodo tiene su angustia, amada mía. Hay que estar alerta, no bajar la guardia. Tu juventud no es idéntica a esta juventud, creo que hay más libertinaje ahora. ¿No te parece?” Greta frunció el ceño, pensando que el problema se conjuraba con mano dura, no se podía ceder un centímetro. “A Dios rogando y con el mazo dando”, dijo.

“No comparto mucho la idea – dijo Adargo preparándose para salir – la violencia engendra violencia, lo cual no me parece bien. Hay es que vigilarla con discreción y decisión”.

Se marchó. Caminó con dirección al club. Tenía algunas cuentas por clarificar. La mañana era soleada y taciturna. Caminó de prisa, pero ensimismado. El tema de su hija lo tensionaba. Muchas conjeturas hizo en el corto recorrido. El portero se inclinó para saludarlo y Adargo sin percatarse cruzó de largo, llevando la pequeña valija negra entre sus manos. Subió las gradas. El socio lo esperaba. Era rechoncho y excéntrico. Comentó de entrada que el balance no era muy gratificante, no compensaba con la logística, ni la inversión realizada. Se frotaba las manos nerviosamente. Adargo, se acomodó en un asiento de madera pulida y colocando la valija sobre la pequeña mesita, dibujó una leve sonrisa, afirmando que el negocio es candela de tal manera que todas las veces no se gana o todas las veces no se pierde. “El negocio fluctúa”, dijo sonriendo.

El hombre que estaba en frente, lo miró con enfado. Pensaba que él no había nacido para el fracaso, estaba predestinado por la divina providencia al éxito. Así que esas palabras le parecían estúpidas. Odiaba la resignación y la mediocridad. Era obeso, rechoncho y mal encarado. Se incorporó molesto y caminando por el entorno, mientras encendía un cigarro y dejaba escapar la bocarada de humo por la boca y la nariz, dijo que había que re direccionar las finanzas del club. Adargo lo miraba con atención irónica. No era ambicioso como su socio. “¿Qué propones?” dijo mirándolo caminar alrededor de la mesa.

El primate se rascó la cabeza y clavando su feroz mirada en el piso reflexionó algunos segundos. Adargo lo contempló irónico mientras saboreaba el tinto oscuro. Mirando sin ver por el ventanal la exuberante montaña a lo lejos, volvió su pesada mirada para decir: “Hay que aumentar los precios de todo”. Su contertulio reaccionó molesto, no concebía que todo el gasto recayera en los hombros de los que solían concurrir al club. Era una estupidez que rayaba en la especulación. Cierto era que el establecimiento era exclusivo de los adinerados, los más potentados de la comarca. Animados por el orgullo fatuo de la exclusividad que los distinguía y les daba poder y estatus en la comarca, la realidad era cruel: El pueblo no contaba con oligarcas o terratenientes, eran ricos – pobres, muchos de ellos, se veían precisados a endeudarse solo para aparentar. En esas condiciones concretas, llegarles con la noticia de que la directiva había decidido aumentar los precios, caía sin lugar a dudas como un baldado de agua fría.    

Lo miró con sequedad. “No estoy de acuerdo con esa propuesta, dijo con firmeza, no podemos matar la gallinita de los huevos de oro”. El primate movió sus gruesos brazos como dos aspas y torciendo la boca, miró con ira contenía a Adargo que también se incorporaba y se alejaba de la mesa para cancelar el tinto.

-          Entonces, ¿Qué hacemos?, gritó molesto.

-          Buscar alternativas, usar la cabeza para pensar, ¿No te parece?, dijo.

-          Siempre con el mismo cuento: Pensar, pensar y pensar…Y mientras pensamos el negocio se va de culo. No joda más con esa trillada propuesta…

-          Eres primate, crees que el pensamiento es un simple accesorio. Muy distantes estás de la realidad. No me creas pendejo, dijo golpeando la mesa.

El ambiente se tornó hosco, hostil y agresivo. Era la fuerza bruta contra la sensatez del argumento que Adargo comunicaba de la mejor manera, pero que finalmente, había perdido los estribos comparándose con su interlocutor. Ambos gesticulaban con vehemencia en la disputa por cual gritaba más alto. Todo pintaba para irse a los golpes, a punto de convertirse el club en cuadrilátero de boxeo, el administrador que contemplaba el espectáculo desde la registradora, intervino y colocándose en medio pidió tranquilidad y sosiego. No le fue fácil calmar los ánimos. “Cabrón, piense con la cabeza, no con el trasero”, dijo indignado Adargo mirándolo con fuerza. “¿Quién te crees para enseñarme a pensar? No seas estúpido pedazo de boñiga de res”, contestó el Primate amenazando con descargar un golpe en el rostro de Adargo.

A empujones, el administrador mantuvo separado a los protagonistas hasta cuando llegó la policía. Entró el piquete de seis con los rifles en las manos, dispuestos a actuar. Pero, al ver a los personajes al unísono bajaron sus armas. Rodearon a los pugilistas y el comandante, intervino para decir: “Entre personas cultas y patriarcas no hay disputas, son simples puntos de vista que se resuelven dialogando”, dijo al ordenar el retiro del piquete.

Adargo se apuró a pedir disculpas. Aquello era grotesco. Sentía que estaba en la obligación de dar ejemplo de tolerancia. “No debí dejarme provocar de este condenado”, pensó para sus adentros. El Primate no dijo nada, se mantuvo en silencio, mirando extasiado la escena de la cual él era protagonista. Ambos se sentaron y conversaron del tema. Adargo planteó varias alternativas, entre otras, democratizar el club, permitiendo más socios, hacer una recolecta voluntaria entre socios y simpatizantes del club. La discusión continuó áspera, pero sin la posibilidad de irse a los golpes. Concluyeron convocar la Asamblea General para discutir estos temas. Se pusieron en pie y despidiéndose con sequedad, se marcharon cada uno por su lado. El mediodía se caracterizaba por la brisa fresca y apacible. La soledad recorría la callejuela. Adargo, entró a su casona después de saludar al lustrabotas que ofrecía sus servicios.

Greta vigilaba meticulosa la labor de la sirvienta. Era estricta. Meticulosa, no perdía detalle. Estaba segura que era la forma de colocarle sabor a las comidas. Al escuchar que la puerta se abría, madre e hija tomaron posesión de sus puestos que parecían escriturados. Nada por fuera del protocolo tradicional. Adargo, entró despacio, descargando la maleta en el pequeño escritorio y dándole un beso a Greta y a su hija, se acomodó pesadamente. Tenía el rostro crispado y meditabundo.

-          ¿Qué pasó? Dijo Greta mientras se acomodaba el puchero naranja en el cuello.  

-          Lo mismo, nada cambia. Quizás, la novedad fue la agria discusión con Primate. Casi nos vamos a los golpes.  Comentó detalles del incidente. Madre e hija, escucharon asombradas la narración.

-          Casi quedo sin papá, dijo la joven preocupada.  

Se sirvió en esta oportunidad la comida preferida de Adargo: La bandeja paisa. No se hicieron más comentarios, cada uno en silencio dio buena cuenta de la exquisita bandeja. “Cada que como – dijo Clementina – siento en las tripas lirios que se alimentan”. Su padre la miró dejando escapar una risita de incredulidad. “Clementina y sus apuntes graciosos”, dijo limpiándose la boca.  

Greta se incorporó con dificultad encaminándose a su habitación. Era ancha con amplio ventanal y balcón. Se acomodó pesadamente y entrecerrando los ojos recordó cuando recorría los senderos de la finca, al lado de su padre. “¡Qué tiempos!”, pensó volteándose para el rincón. Adargo se acomodó a su lado, rozando suavemente la piel de la mujer. Al sentir el contacto se volteó nuevamente y mirando a su marido de toda su vida, preguntó: “¿Cómo vamos a enfrentar la adolescencia de Clementina?” Fue una pregunta directa, sin anestesia.

Adargo carraspeó como ganando tiempo para ordenar sus ideas. Era una pregunta engorrosa y de quemonaso. Carraspeó y colocándose bocarriba miró el techo desconsolado, hurgando en su cerebro una respuesta acertada que satisficiera el interés de su rolliza mujer. Por más que la buscó no la halló. “No se puede cambiar, creo que es copia y calco. Como nos criaron, criamos, ¿No es así?”

Greta regó por el cuarto y más allá una sonora carcajada. En medio de su agudo analfabetismo entendía que los tiempos no eran los mismos, porque todo estaba en movimiento, cambiando. Por simple deducción solía decir que lo que hoy es nuevo, mañana será viejo. Es más: Sostenía que lo que ya era viejo no se acababa, se transformaba y que lo nuevo tenía algunas características de lo viejo. Así concluía diciendo que lo nuevo no nace de la nada, porque la nada es nada.

Cada vez que la hembra hacía estos razonamientos en voz alta, Adargo montaba en cólera pensando que su mujer lo estaba tirando de sus cabellos y era inconcebible que la mujer estuviera por encima del hombre, máxime cuando pensaba en el pensamiento de Schopenhauer de que la mujer es de cabellos largos e ideas cortas. “¿Qué dirían de mí? Quizás que soy un limitado mental que no puede pensar por sí mismo. De saberlo el público me haría el hazmerreír de todos”, pensaba. Por eso, cada que su mujer asumía estos razonamientos, la miraba ofuscado, indicándole que cambiara de tema, “¿Quiere exponerme al escarnio público?”, le decía.

La mujer que pensaba como pensaba su madre de que el marido era como un segundo papá, cabizbaja cambiaba de tema y expresaba sentimientos de inferioridad que alegraba el espíritu de su marido, el patriarcado no dejaba alternativa de que la fémina pensara por sí misma. Era tiempo de esclavitud que se había detenido en el infinito espacio con virulencia perpetua, impidiendo que la mujer pensara por sí misma. No tenía ni siquiera derecho a escoger su esposo, aquello era responsabilidad de sus padres, el seleccionar el macho para su hija hembra. La orden del padre no se discutía era la verdad revelada que había que cumplirse sin criticar y al instante. Qué historias más espeluznantes e inverosímiles se utilizaban como método de presión para que se obedeciera la autoridad de los padres. “No obedecer a los padres – decían – la tierra se abre y se lo traga de cuerpo completo”.  La religión católica – por su parte – decía que un viernes santo un incrédulo se bañó en el río y se convirtió en caimán, la joven en sirena y así sucesivamente.

A pesar de aquella cruda realidad, Greta se arriesgó a contradecir a su marido, indicándole con los mejores términos de que nada era lo mismo y que misteriosamente todo estaba cambiando. Ante tanta insistencia Adargo no quiso contradecirla, convencido que era terca como una mula. “Si la niña no obedece por las buenas tocará por la fuerza que da el rejo”, dijo sin mucha convicción. Greta suspiró. Era doloroso, pero era la verdad.

Clementina pegada su oreja al picaporte de la puerta escuchaba atenta la conversación. No se perdía detalle. Cuando terminó el diálogo porque ambos quedaron dormidos como focas, Clementina se volvió para su cuarto y arrojándose a la cama, dejó escapar un suspiro profundo. El interés por el chico iba en aumento. Se había convertido en una obsesión. Esperaba con ansiedad el domingo para verlo cruzar el parque, el atrio y entrar al templete casi siempre acompañado de su padre. Soñaba con él. Imaginaba visitando el mar con su compañía, salir en las noches estrelladas a contar estrellas, rozar los labios y dejarse embrujar de aquella mirada penetrante.

Mucho pensó en esta oportunidad que terminó concluyendo que la felicidad no era para ella, ni tampoco existía, era una engañifa de los poetas para vender sus poemas.  Pensó que no tenía forma, ni fondo, era un invento de algún deschavetado para llamar la atención. Sin embargo, se decía para sí misma que si lo que estaba pensando era cierto, por qué sentía lo que estaba sintiendo. Era una angustia existencial desaforada que no le daba tregua alguna. A toda hora pensaba del apuesto joven que caminaba con sutileza y elegancia. Acaso, ¿Era un fantasma que tenía por misión ilusionar a las chicas de su edad? Su cuerpo tembló febril al pensar que otras chicas estuvieran sintiendo lo mismo que ella estaba sintiendo. El horror aumentó en solo pensar en esa posibilidad. “Sería capaz de matar”, pensó afiebrada. No obstante, reflexionó a renglón seguido: “Carajo, no mato una cucaracha, menos una rival”. Se sentó en el borde de la cama y recogiéndose la cabellera con las dos manos, mientras sostenía en la boca pinza carmelita, dibujó el plan con la rapidez del pensamiento.

Cuando sus padres salieron con dirección al club, con la ayuda de la señora de oficios generales, Clementina salió en busca de su mejor amiga. Caminó por la callejuela protegía con sus gafas oscuras en una tarde soleada y apacible. El parque estaba solitario, la plaza de mercado invadida por una manada de gallinazos hambrientos; el olor fétido no fue impedimento, estaba ensimismada pensando en su amor platónico, su figura se le agigantaba y creía verla en cada esquina. Se detuvo un instante en el hospital a mirar la entrada de un campesino ensangrentado. Era de baja estatura. Un grupo de campesinos vociferantes lo acompañaba. “Pobre hombre”, dijo para sus adentros, reanudando la marcha. Yake la esperaba parada en el marco de la puerta principal de acceso al hotel. La abrazó y efusiva la invitó a seguir. La condujo por un zaguán, subieron al segundo piso por unas escaleras de madera y después de recorrer el largo corredor, entraron al cuarto. Era rectangular, repleto de muñecas y retratos. Clementina, curiosa, observaba cada fotografía con especial atención, mientras conversaba animadamente de puerilidades. Entusiasmada las observaba, algunas polvorientas, mientras conversaba animadamente de diversos temas. Yake era mayor de edad, no obstante, se portaba como adolescente al lado de Clementina. Al cerrar uno de los álbumes, levantó su mirada picarona, preguntando: “Cleme, ¿Tienes novio?” Fue una pregunta directa y sin anestesia.

Clementina sonrojada cerró el álbum que observaba y volviendo su mirada para ver mejor a su amiga que vestía un traje floreado, dudó al contestar. Yake sonrió divertida. “No es necesario que me lo digas”, dijo tirando el álbum a la cama. La sujetó suavemente por los hombros. “¿Quién es?”. Clementina no sabía qué contestar. Un cúmulo de pensamientos encontrados nubló su mente. Yake, insistió. “Creo que estoy enamorada, pero…” “Pero, ¿Qué?” Se hizo un silencio. Las palabras se negaban a salir. Yake le acarició la bella cabellera y sobreponiéndose a la curiosidad le cambió de tema. Estaba segura que Clementina le contaría todo a su debido momento. El sol de los venados entraba por la amplia claraboya.

Yake se incorporó y dirigiéndose a la cocina, extrajo de la nevera chocolate y pedacitos de queso. Los colocó en dos platicos, dejando a disposición de Clementina uno. Clementina sonrió acomodándose mejor en el sofá para disfrutar la merienda. “Dime una cosa, preguntó, ¿Tú te has enamorado?” Yake sonrió. Era una pregunta cursi. “Por supuesto”, respondió acomodándose mejor. “¿Qué es el amor?”, insistió. “El amor es un bichito que cosquillea día y noche en todo el cuerpo, especialmente en el alma". Clementina frunció el ceño. No le fue fácil asimilar la respuesta espontánea de su amiga. Yake lo comprendió y probando el manjar, se le acomodó a su lado, rozando su piel fresca y sedosa con la suya. “El amor es una fuerza mágica, energía pura, que brota por todos los poros, se manifiesta en la mirada, el roce, el aire que se respira, en el contacto de los labios, en los sueños y en las utopías. Diría sin ambages: El amor lo es todo”.

Clementina tomó un segundo aire y después de saborear el pasa bocas, se animó a preguntar y opinar. Sabía que en casa estaba proscrito hablar del tema. La oportunidad para desahogarse era este con su mejor amiga. Así lo entendió Yake que era más lista; se inclinó para acomodarse mejor y dibujando una de sus risitas picaronas le dijo que podía hablar con entera libertad. “Yo sé guardar secretos”, dijo. Dando rodeos, Clementina contó todo lo sucedido con el joven, desde que se atravesó en el parque. Fue detallada en el relato, comentando la reacción de sus padres. “Ellos tienen razón en su cantaleta, porque tienen algo que nosotras no tenemos: Experiencia”, dijo Yake, dejando escapar un largo suspiro.

Clementina creyó que se había equivocado al comentarle lo que estaba sucediendo con su corazoncito. “Puede chivatear a mis padres”, pensó. Sin embargo, no había tiempo de dar reversa, la suerte estaba echada. Se acomodó mejor y cogiendo con suavidad las dos manos de Yake, contó al detalle su peripecia de cabo a rabo sin omitir detalles. Yake escuchó con atención el crudo relato sin interrumpir, también ella había vivido la experiencia quizás con más virulencia. Clementina terminó sofocada y con la lengua reseca. Yake le alcanzó agua en un vaso redondo y angosto de varios colores.

Clementina, visiblemente alterada, dejó escapar sollozos y algunas lágrimas rodaron como perlas por sus hermosas mejillas. “¿Qué hago?”, dijo en varias oportunidades después de tomar el preciado líquido. “Todo podrá impedir los padres, menos el derecho a amar”, dijo Yake. “No estoy en condiciones de llevarles la contraria a mis padres, es un pecado mortal y pienso que la tierra puede abrirse y tragarme, amiga”, dijo susurrante Clementina mirando el álbum que estaba a su lado, no atinaba a ordenar las ideas. Nerviosa miraba la sarta de fotografías, algunas carcomidas por el tiempo.

Yake saltó del asiento con expresión felina moviendo los brazos como dos aspas. Habló con fuerza, mientras se movía por el cuarto. “Nada de eso es cierto. El pecado es un simple embeleco para manipular analfabetas, un invento perverso de las religiones para justificar su estéril existencia. La tierra no se le abrirá por una acción de estas, se abrirá por falla geológica o por un terremoto o temblor”.  Clementina quedó estupefacta. Nunca pensó que su amiga llegara a pensar de esta manera. Irse en contra de Dios era lo más ilógico. Se santiguó y poniéndose en pie, se encaminó a la puerta. Yake la detuvo, tomándola por un brazo. “No es cosa de otro mundo, ni motivo para perder la amistad, es una forma de pensar que me debe respetar, como yo te respeto tu forma de pensar. Siéntate, aquí no ha pasado nada”.

Sin salir de su asombro, Clementina se sentó y mirándola interrogante, se mantuvo a la expectativa. Pensó que aquello sería una mordaz broma de las que solía decir y hacer su inseparable amiga. “Del tema podríamos hablar después – dijo conciliadora – la prioridad ahora eres tú, ¿No te pareces?”. El sol había desaparecido del corredor y un viento fresco se metía por la chambrana con dificultad. “Mi caso no tiene solución, creo que no nací para ser feliz”, dijo Clementina por entre los dientes, acorralada por la melancolía.

Rozándole el rostro con sus dos manos Yake miró con preocupación a Clementina quien no dejaba de sollozar, dirigiendo su mirada triste al piso. “Eso pensaba yo, cuando era víctima de las prohibiciones y la casa se había convertido en un penal, quizás el más asqueroso de todos   cuanto hoy existen en el mundo”, dijo en voz baja, muy cerca al oído. “Hay un momento que es tanta la tensión que uno considera que el mundo es inmodificable y que está hecho de una vez y para siempre. Pues no es cierto, niña. Todo está cambiando constantemente. Nadie se baña dos veces en el mismo río y, lo más importante: Nadie tiene la verdad absoluta. Sé que son palabras de difícil comprensión ahora, por su estado lastimero, pero cuando te repongas entenderás estos y muchos temas más”.

Clementina se puso en pie. Comprendió que era hora de regresar a casa. “Con solo que mantenga todo en secreto de lo que hemos hablado, me doy por satisfecha”, dijo Clementina recogiendo sus cachivaches. Yake sonrió. “Nuestra amistad se ha basado en la seriedad y en el don de la palabra, así que me extraña que me lo repitas ahora”,

Se despidió con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Regresó a casa cuando el manto negro de la noche cubría toda la región. Yake la vio partir casi en silencio y la siguió con la mirada hasta cuando desapareció en la esquina. Entonces, se volvió despacio ingresando a la posada. “Es el período de la identidad”, pensó.

Adargo y Greta llegaron una hora después en una discusión de padre y señor mío. La agresión verbal de parte y parte era evidente. Ninguno de los dos quería dar el brazo a torcer. Reproches iban y venían con ímpetu descomunal, todos relacionados con Clementina. La joven recostada en su lecho se mantenía expectante, vociferando contra su propia existencia. No entendía por qué era la piedra de la discordia. Agudizó el oído para escuchar mejor. La noche oscura tenía amagos de lluvia. El viento silbaba por las estrechas callejuelas. El sentimiento de rabia y hasta de odio, latía en su corazón en momentos de honda melancolía y desesperación.

Al principio no entendía muy bien. Era un escándalo confuso que seguramente nadie podría entender. La tormenta se fue apaciguando. Sollozando, Greta bajó la voz y resignada se paró en una esquina del cuarto, clavando la mirada en el piso. “Quien manda es él, yo simplemente obedezco”, pensó en voz baja. El momento era tensionante. El viento amenazaba con levantar el tejado. Adargo, cabizbajo, todavía indignado, se sentó en el borde de la cama. “Las órdenes en esta casa las doy yo”, repitió en voz alta con suma agresividad. “Nada de vacilaciones en la crianza de Cleme. Buen trato y pulso firme”, repitió a manera de monólogo. “Mi hija contraerá nupcias solo con el que yo diga, señora Greta, téngalo bien claro”.

Greta no respondió, se mantuvo sollozando sin quitar la mirada del piso. No era la primera discusión fuerte que había tenido con su marido por el mismo tema. Si bien era partidaria de la autoridad y de garantizarle un marido digno a su hija como enseñaba la iglesia católica, era partidaria de más libertad y autonomía para que la niña se relacionara con amigos y amigas de su edad. Aquello le parecía a Adargo pecaminoso y riesgoso, por cuanto consideraba que la patanería estaba en todo el poblado y que su deber era impedir que su hija cayera en ese ambiente tosco, hosco y peligroso. Greta, por su parte, era partidaria de llenar a su hija de valores, de seguridad y de confianza, para que ella misma enfrentara ese mundo borrascoso y asumiera una postura propia y real. Partía del criterio que los padres no le iban a durar toda la vida. Adicionalmente, entendía que cada persona era un mundo propio con sus particularidades, de tal manera que mi experiencia poco y nada le serviría porque ella por ser humana estaba condenada a generar sus propias experiencias. “La experiencia no se hereda, se adquiere en la praxis cotidiana”, solía decir. Adargo no entendía nada de eso. Era machista, rudo y sin contenido. Como diría su esposa con cierta frecuencia: “Camina para adelante porque ve caminar a los demás. De no ser así, seguramente caminaría para atrás como los cangrejos”.  

Puso fin a la discusión la criada invitando a cenar. Adargo se incorporó y bostezando se encaminó al merendero, sin la decencia de invitar a su mujer. Se desparramó en el asiento y espero mirando sin ver, un vetusto libro que hablaba de relaciones humanas. Clementina se acercó paso entre paso fingiendo leer un poema de Pablo Neruda. Greta llegó mucho después y sin decir palabra se sentó. Cada quien por su lado hizo lo suyo. El mutismo total caracterizó aquella cena.  

Una vez terminada, cada quien tomó su destino sin hacer comentarios. Greta fue en busca del devocionario, Adargo, fue al balcón con la idea de oxigenar mejor su cuerpo adusto y Clementina, volvió a su cuarto cerrándolo herméticamente. La lluvia comenzó a caer sobre los tejados con virulencia.

La última en meterse bajo el cobertor fue Clementina. Refugiada en el asiento de la pequeña mesa, leyó El Viejo y el Mar, obra de literatura de Ernest Hemingway. Lo hizo con detenimiento y se mantuvo hasta cuando tuvo conciencia que estaba sola en la casa, pues al parecer todos dormían apaciblemente. Entonces, se metió bajo el cobertor sin poder conciliar fácilmente el sueño. Sentía que el ambiente en su casa se hacía insoportable; sentía con ímpetu el rostro inmaculado de su amado; sentía los consejos de Yake martillar en su cerebro con fuerza desmedida. La sorprendió la duda, quizás él no estuviera en su mente, de pronto en esos momentos estaría con la dueña de su corazón, mientras ella derretía su ser ladrándole a la luna. Se movía en el lecho como gusanillo. El rostro nítido de Richard con sus ojos de gaviota estaba presente en todas partes. Así lo sentía Clementina. Al fin el sueño la venció, sueño con sobresaltos.  

Despertó bien entrada la mañana. La llovizna menuda caía inexorable sobre los techos como de costumbre. Era octubre, mes lluvioso. Empera, la sirvienta, parada en el marco de la puerta, saludó a la joven aún adormilada, preguntándole, qué quería comer o tomar. “Quiero dormir”, dijo volviéndose pesadamente para el rincón.  Empera la contempló en silencio. “Pobre niña – pensó – está perdidamente enamorada de un imposible”. Se santiguó y se marchó a continuar con los oficios generales. Era gordita, baja estatura, ojos pequeños y redondos. Comenzó el aseo por el balcón. La calle húmeda y solitaria la deprimía, consideraba que lluvia era melancolía y el sol alegría. Estiró el pescuezo para ver mejor detectando la presencia del joven Richard; caminaba envuelto en plásticos. Sin pensarlo dos veces, entró afanada al cuarto de Clementina, zambulléndola con las dos manos. Clementina del susto quedó sentada en la cama. “¿Qué pasa? ¿Por qué me despiertas así y no me dejas dormir?”  “El joven Richard, el joven Richard”, dijo alborotada. Saltó como un canguro de la cama y ajustándose la pijama rosada con rayas blancas, buscó las pantuflas y acomodándose la cabellera desordenada, se precipitó al balcón. Su corazón latía acelerado. Sentía que flotaba. Pensó que aquello era un sueño. Se restregó los ojos y se pellizcó los cachetes comprobando que no era un sueño. Richard caminaba despacio. Delgado y atlético, traía botas de caucho que hacía sonar con la lluvia. Clementina no le quitaba la mirada. Lela permanecía inmóvil, petrificada. Era una fantástica alucinación. Sintió desmayarse cuando el joven levantó su mirada y liberándose del plástico la miró. Fue una mirada transparente, nítida y desesperada. Le sonrió levemente y con los brazos le preguntó si le podía escribir. Maquinalmente, Clementina asintió con la cabeza.

Se alejó despacio, tan despacio que Clementina tuvo la sensación que caminaba sobre huevos. Se perdió a lo lejos y la joven siguió ensimismada mirando la distancia por donde había desaparecido. Empera, miraba la escena con interés. No profanó el estado de éxtasis de la joven, más bien fue a la cocina y preparó una aromática de ajenjo. Largos segundos permaneció Clementina en el balcón, cuando volvió en sí, entró y lanzó un grito de felicidad que estremeció de pies a cabeza a Empera. La abrazó. Le besó varias veces la mejilla y dándose media vuelta volvió al cuarto arrojándose con virulencia a la cama, sujetando la almohada con fuerza contra su pecho. Empera la siguió, llevando la infusión de ajenjo. “Esto te caerá bien niña”, dijo. “Lo que me cae bien, Emperita, óigalo bien, es el amor”. Ambas rieron. El amor hace feliz a la humanidad, es la energía más pura que conecta corazones y construye emociones; el amor rompe barreras, imposibles, se mete por cualquier parte y casi siempre comienza con la mirada. El amor es vida y confianza en el futuro.

Clementina no tenía sosiego, se sentía la mujer más feliz del mundo a pesar de la cruda adversidad. Muchas cosas habían quedado en claro esa mañana. Revoleteaba como mariposa amarilla. Organizó el cuarto. Se bañó y continuó la lectura del libro El Viejo y el mar. Si bien no se podía concentrar al ciento por ciento, tenía interés por conocer el final a la famosísima obra de literatura universal que su padre había traído de la capital, revuelta con los alimentos de pan coger a lomo de mula.  Y mientras devoraba las páginas, masticaba pedacitos de huevos revueltos con arepa que Empera había preparado a toda carrera. La tenue resolana bañaba el caserío.

Sus padres regresaron después de mediodía con la noticia que había ocurrido una matanza en la tierra fría. Por los menos diez labriegos de la zona habían sido sorprendidos por malhechores en la cueva de las hojas anchas y masacrados a punta de machete y bayoneta calada. La conversación era descorazonada. El país estaba descuadernado desde la muerte de Gaitán ocurrida el 9 de abril de 1948, cuando Estados Unidos decidió eliminarlo utilizando un personaje psiquiátrico de apellido Roa. Cumplió su mandado en el centro de Bogotá, en la concurría avenida Jiménez cuando el abogado penalista y político salía de su oficina. El pueblo indignado y anarquizado quiso hacer justicia con su propia mano. El sicario intentó ocultarse en la farmacia de enfrente, pero la muchedumbre enloquecía lo arrastró violentamente por toda la séptima con dirección al Palacio de Nariño. Prácticamente, descuartizado terminó el infeliz, quien sin saberlo estaba en la mira de sicarios para eliminarlo también por orden expresa de la embajada gringa, con el cuento que los muertos no hablan y más bien, generan pesar.

El terremoto social acabó con el centro de la capital. Las llamas destruyeron cuanto alcanzaron a su paso, el trepidar sórdido de la madera, las telas, los depósitos de cartón alimentaron las lenguas de fuego. Adicionalmente, el pillaje inundó almacenes, licoreras y depósitos. La muchedumbre ebria y adolorida corría en todas direcciones lanzando gritos desgarradores. Entre la muchedumbre había un joven cubano llamado Fidel Castro, que estaba de paso en la ciudad acompañando un encuentro latinoamericano de estudiantes. Intentó organizar la masa para que se dirigiera al Palacio de Nariño y tomara el poder. Fue una locura. Nadie hacía caso a nadie. No había organización, error craso del caudillo de filiación liberal, martirizado por una oligarquía astuta y desalmada disfrazada de azul y rojo, que intentó al parecer comprarlo para sus intereses particulares, al no ceder, no le quedó más opción que eliminarlo. Bien es conocido que la oligarquía no maneja relaciones humanas, sino intereses económicos. No tiene escrúpulos, menos ética y compromiso social.

¿Qué dijeron los medios de comunicación? Que no se tenía certeza quién había asesinado a Gaitán, que lo único cierto y determinante era que había sido obra del comunismo internacional.  Apresurado al otro día, el maestro Darío Echandía concurrió al Palacio a rodear al presidente Mariano Ospina Pérez, dando fe para la historia una foto en que aparecen los dos prohombres del mal departiendo una copa, seguramente de champaña o vino fino.

Calculadamente, el siguiente paso que dio la clase dominante fue exacerbar las pasiones políticas, los colores: azul y rojo. Con increíble sagacidad y sin el menor remordimiento, los rojos dijeron que el crimen era responsabilidad de los azules y los azules de los rojos, por cuanto Gaitán, jamás había dividido la masa por colores, consideraba que el hombre era igual conservador, liberal, unionista, socialista y/o comunista. Además, había dicho que las necesidades del pueblo no tienen color político.

Al acomodarse en el asiento nervioso y desconsolado, Adargo fue interrogado por su hija sobre la noticia luctuosa que estaba comentando con aspaviento con su madre. No salía de su asombro y desconcierto. “Papi, ¿Cuál es el origen de la violencia? ¿Por qué mataron a esos diez labriegos? ¿Luego, la iglesia no dice que todos somos iguales? ¿Qué son los partidos políticos, eso de liberal y conservador?”

Adargo la miró con angustia, comprendiendo que había cometido una imprudencia de tratar esos temas en presencia de su hija. Pensó que la joven no merecía conocer esa realidad que estaba padeciendo toda la república, un cáncer que había hecho metástasis con el horrendo crimen de Gaitán. Miró a Greta, que impaciente jugaba con los cubiertos en espera del almuerzo. Al oír la sarta de preguntas, unas tras de otras, intervino para decir en voz baja que Adargo no era una máquina, ni un historiador, ni un político, para responder el concierto de interrogantes.

Clementina no hizo caso a su madre y después de lanzar un par de interrogantes más, se mantuvo expectante de las respuestas de su padre. “Lo primero hija es pedirte perdón por haberte traído a este mundo infame y corrompido, lleno de envidia, odio, explotación, traición y engaño. No poderte consultar resultó un craso error. Qué bueno haberte preguntado y darte tiempo para que tu tomaras libre y soberanamente la decisión de venir a un mundo capitalista convulsionado por la ambición del más fuerte contra el más débil. Fuimos egoístas. Pensamos en nosotros, no en ti. La tempestad de placer y el deseo ferviente de tener una compañía fue mucho más fuerte. Podría decirte que cerramos los ojos y dimos rienda suelta al placer y al desahogo de los instintos animalescos”.  

“Queríamos mantenerte al margen de la problemática social y política que vive la nación, por cuanto tú no tienes velas en este entierro. No dejarte salir a la calle, ni asistir a fandangos que se suelen programar en el club social, tenía por objeto aislarte de la cruda realidad, una realidad violenta, desoladora y apocalíptica. Y ¿Cuál es esa realidad? El pueblo se está matando entre sí, los dueños del país, nos han dividido en dos bandos y nos han enfrentado entre sí con el único propósito de borrar los ideales del mártir del nueve de abril. Para esa poderosa clase, la unión es un fantasma que la asusta, ha preferido la anarquía porque le brinda gabelas de carácter social, político y económico. Un rico, hija, no viene a estos villorrios, se mantiene en la capital y algunos incluso, fuera del país. No aman, no tienen corazón, son indolentes, infames. Por eso, la violencia que estamos viviendo es entre liberales pobres contra conservadores pobres. Los ricos no pelean, no se enfrentan, se reparten la patria por igual”.

“Hija, es una clase social muy astuta. Inventó con mentiras un aparato descomunal, diciendo que era para llegar a todas las regiones del país y satisfacer las necesidades de los ciudadanos y dirimir las diferencias mediante el diálogo civilizado y culto. Eso sonó muy bonito y la comunidad con bombos y platillos aplaudió la iniciativa, calificándola de genial y estupenda para la convivencia y la paz, la justicia social, la identidad cultural. Creyó ciegamente que, mediante éste, serían los hijos los que enterrarían a sus padres al cumplir tranquilamente el ciclo biológico. Para algunos más ingenuos, el reino bíblico se materializaba en la práctica. No fue así, ese aparato llamado Estado, era en realidad, para dirimir las diferencias entre las dos clases sociales del capitalismo. Más concretamente, para proteger los intereses de la clase dominante, es decir, los ricos. Una máquina violenta y deshumanizada que implementó aparatos de dos tipos: Ideológico y Represivo.  Inventó esa clase leyes, religiones, pensum académico, todo para restringir al populacho y someterlo sin piedad alguna. No contento con eso, creó las fuerzas represivas del Estado como el ejército, la policía, las leyes, las cárceles, patíbulos y centros de tortura. La esclavitud cambió de forma, pero no de fondo. Se agigantó a extremos inauditos, querida hija. Nosotros hacemos esfuerzo por tapar esa cruda realidad para que no llegara a sus oídos, pero con la masacre que estremece la región, sale a flote todo con ímpetu descomunal”.

“La violencia no es un castigo de Dios ni una decisión del Diablo, es una decisión política de la clase dominante en defensa de sus egoístas intereses. En términos sencillos, es un negocio para esa clase, mientras se convierte en desgracia para el pueblo. Un miembro de esa sociedad nunca va al frente de batalla, nunca cumple a cabalidad los diez mandamientos, no tiene capacidad de asombro, ni respeto por la naturaleza. Su único Dios es el Dinero”.

“Con toda seguridad, esos diez infelices que perdieron la vida en el páramo, pertenecían a un bando, o eran chusmeros o eran pájaros. Criaturas iletradas llevadas por el odio visceral inculcado por esa reducida y poderosa clase social. El reguero de huérfanos, huérfanas, viudas, crece todos los días, mientras el gobierno dice que la paz reina en todo el país y que la nación es la más feliz del orbe. Mientras el obrero vende su fuerza de trabajo por un mísero salario que gasta inmediatamente lo recibe, el patrón sin trabajar gana en grandes cantidades, haciéndose cada vez más rico y poderoso. Esa es la dinámica del sistema, sistema que no tiene rostro humano por ninguna parte”.

“Hija, me preguntas, qué es ser liberal y/o conservador. Nosotros somos liberales, por una vieja tradición. Además, porque estamos seguros que quienes mataron a Gaitán fueron los condenados conservadores, llamados despectivamente, godos. En la comarca somos minoría. Estamos camuflados y solo hacemos valer la política el día de elecciones, cuando salimos y votamos por nuestros candidatos. La única definición que tengo de política es esa, el ejercicio de salir a votar. Lo hacemos con fervor y compromiso. Elegimos copartidarios que nunca se acuerdan de uno, pero qué importa, son nuestros copartidarios.

Gabriel García Márquez, creo que en su insigne obra: Cien años de soledad, dijo escuetamente que la única diferencia era que los godos iban a la misa de las siete de la mañana y los cachiporros a la misa de las cinco de la tarde. Con fina ironía quiso decir el escritor de Aracataca, Magdalena, que no había diferencias de fondo, que en realidad era la misma perra con las mismas tetas. Eso mortificó a todo el mundo, incluyendo a los que se abstienen de votar en las elecciones, porque consideran que da lo mismo caer que quedar colgando, ¿Me entiendes? Mi familia era muy liberal, ¿Cómo crees tú que voy a pasar a la historia un paliducho patieamarillo? Ni por las cachas”.

Clementina ensimismada escuchaba el relato de su padre. Le parecía un relato asombroso, increíble e imposible. Le parecía desconcertante saber que su padre era liberal ciego y ortodoxo por una simple tradición de familia. No asimilaba la argumentación y más bien pensaba que el Nobel de Literatura 1982, tenía la razón de cabo a rabo. Durante la conversación no le quitó la mirada de encima, la mantuvo rígida alterada por el fardo tan pesado que caía estruendoso sobre su espalda.

Si bien estaba estudiando en la capital de provincia no tenía ese conocimiento, porque la academia enseñaba cosas muy diferentes y distantes de la realidad. Enseñaba a soñar con esa clase opulenta y un día hacer parte de ella. Todo lo que estaba escuchando era nuevo y eso le generaba diversas reacciones. No podía asimilar tamaña realidad que se había mantenido oculta bajo el manto oscuro de la publicidad y la mentira, presentando versiones acomodaticias de que el mundo era así, inmodificable, donde unos privilegiados venían al mundo para mandar y otros para obedecer. Así lo decía la iglesia y también los gobernantes desde el poder central. Era tanta la milimétrica que se afirmaba que todo era tan exacto que hasta el hombre había venido a este mundo con los polvos contados, ni uno más, ni uno menos. En esas condiciones, la única alternativa que se tenía era la sumisión, la cual fue elevada al grado de sacramento muy destacado y elogiado en los púlpitos. El fundamento filosófico era sencillo: Sufrir en este mundo para gozar en la eternidad llamada cielo.

Al terminar el almuerzo, cada quien se dirigió a su cuarto a reposar. Meditabunda Clementina se dejó caer sobre la cama y mirando hacia el techo recordó el discurso de su padre. Desconcertada se mantuvo hasta cuando el sueño la venció. Durmió apaciblemente hasta las cinco, cuando Empera la despertó con brusquedad. Sobresaltada la joven quedó sentada en el lecho vociferando contra la criada. “Un día de estos me vas a matar”, dijo soñolienta.

Llevaba en sus gorditos dedos de sus cortas manos, un sobre lacrado sellado. “Niña, hay esto para ti, alguien lo depositó en el buzón”. “¿Qué es?” preguntó sobresaltada poniéndose en pie en un santiamén. “No sé, niña”, contestó al entregarlo. En sus manos temblorosas, Clementina miró el sobre por ambas caras sin hallarle dirección y remitente. “¿Quién pudo enviarlo?”, dijo mirando a Empera con extrañeza. “Debe ser un conocido y no necesita colocar la dirección. “Si, pero, ¿Quién?” “Ni idea”, dijo la criada regresando a sus oficios generales.

Clementina permaneció algunos segundos inmóvil e indecisa sosteniendo en sus manos la esquela. Sentía que la quemaba. El corazón latía acelerado. Había confusión en su cerebro. Así permaneció hasta cuando tomó la decisión de abrir el sobre. Se sentó en el borde del camastro y con mucha delicadeza, poco a poco, lo fue abriendo. Sus manos temblaban. Al hacer el primer orificio, un chorro de aroma fragante y seductora brotó por allí. Clementina sintió que levitaba. Se estremeció de pies a cabeza y abriendo completamente el sobre, metió sus delicados dedos para sacar el contenido. Se incorporó y cerró herméticamente el cuarto. Cruzó despacio para acomodarse en el asiento, suspiró y abriendo la esquela, lo primero que halló fue un corazón rojo flechado, considerándolo una obra de arte.

Letra impecable. Leyó despacio. Sentía que se le hacía nudos en la garganta. El corazón amenazaba con salirse de la cavidad torácica. Estuvo a punto de desmayarse. Leyó varias veces su contenido encontrándolo cada vez más hermoso y seductor. Lo apretó contra su pecho, lo besó y lo mojó con sus frescas lágrimas. El texto decía: “Hermosa Clementina, tú me atrapaste desde el primer momento. No hago más que pensar en ti y rogar que llegue el domingo para verte. No puedo pensar otra cosa. Eres el motorcito de mi vida desde el fortuito encuentro en el parque, ¿Te acuerdas? Quise correr tras de ti, tirarme a tus pies y decirte muchas cosas bonitas, esas que brotan del corazón. Día y noche, no hago más que pensarte. Casi todas las noches sueño contigo. Cuando despierto me deprimo, primero porque es un sueño y segundo, porque eres una estrella, quizás la más distante de la tierra”.

“Sé que hay fronteras metálicas entre tú y yo, no es necesario contártelo en esta desesperada nota, la única satisfacción es poderte escribir y notificarte de lo que siento y pienso. Mi corazón no es egoísta, por eso te deseo lo mejor para ti, ahora y siempre”.

“Te pido disculpas por lo mal escrita la presente carta, pero, es que mis manos tiemblan como seguramente lo haría el condenado a la horca. Además, téngalo por seguro que no escribo con la razón, sino con la emoción que brota a borbotones del corazón. Eres mi obsesión”. Richard.  

Atolondrada solo atinó a salir corriendo en busca de la sirvienta para abrazarla y besarle la mejilla, gritando como ida de este mundo. Cruzó la distancia en un santiamén, entrando a la cocina donde Empera preparaba la cena. Fue tal la euforia que Empera reaccionó pensando que la joven había enloquecido; retrocediendo hasta el mesón se cruzó de brazos, mirando expectante la escena. Clementina no paraba de agitar sus brazos y moverse con rapidez en el pequeño espacio.

La tarde moría. El sol de los venados se despedía tras el cerro Guambeima, dando paso a las tinieblas de la noche, una noche estrellada con un firmamento despejado de nubes. Clementina se sentía la mujer más feliz del mundo. Por fin se daba cuenta que no le era indiferente a Richard. Quizás, podría estar tan enamorado como ella, quizás, más, quizás menos. Lo importante es que no le era indiferente. Eso se lo repetía una y otra vez a Emperita, que inocente la observaba con alegría, por cuanto sentía hacia ella, inmenso aprecio y admiración. “Niña, no creas todo lo que dicen los hombres”. Clementina se frenó casi en seco para verla mejor en la penumbra de la cocina. Era una especie de afrenta a su felicidad. “Emperita, no debes aguar mi dicha”, le dijo con cierto enfado. “Mira, niña mi cabeza repleta de canas, cada una es una experiencia que habla por sí misma. Mal haría no contártela, aunque sé que mi experiencia no te servirá para nada”, dijo al momento de girar sobre sus pies para colocarse enfrente de la estufa.

Adargo y Greta irrumpieron con ímpetu y subiendo las gradas a toda prisa, sin saludar, pidieron cenar, porque a la siete había reunión de socios del club. Clementina aprovechó el momento para cenar, preguntando discretamente por la duración de la reunión. “Estando de buenas estamos saliendo después de la media noche. Hay muchos y espinosos temas para tratar”, dijo Adargo sin malicia alguna. “¿Cómo cuales, papi?” “Como el aumento de los precios, el retiro de algunos socios y el ingreso de nuevos”, respondió mientras devoraba la albóndiga con arepa de maíz pelado. “¿Ya tiene clara su posición?”, preguntó. “No digamos que en un ciento por ciento, pero sí, alrededor del 70 por ciento”, contestó.

Una vez se marcharon, Clementina armó viaje. Se propuso salir a tomar aire puro, a recorrer el parque y contemplar mejor el firmamento estrellado. Pueda que encuentre a Yake, le dijo a Empera mientras se preparaba a toda prisa. Su rostro iluminado por la felicidad la hacía más hermosa y atractiva. Salió con el compromiso de regresar antes de las once. La calle estaba solitaria. El viento fresco de la noche deambulaba parsimonioso metiéndose por las rendijas. Se ajustó la chaqueta oscura, mientras caminaba por la estrecha callejuela empedrada. No hizo el mismo recorrido. Prefirió tomar el camino más distante, estaba segura que sus padres regresarían a casa bien tarde, quizás al amanecer.

La recua de mulas cruzó por su lado con destino al potrero. El arriero, un joven fuerte como un toro, montado en la mula negra, la espantaba con silbidos, mientras entonaba a intervalos una vieja melodía de amores furtivos. Clementina se sintió atrapaba por la recua y como pudo la evadió. Nerviosa, aceleró el paso. El parque no estaba solitario. Varias parejas departían apaciblemente. Buscó el asiento en un extremo del parque y acomodándose observó la bóveda celeste. Creyó ver en ella el rostro de Richard, por lo que se mantuvo ensimismada hasta cuando una voz conocida la hizo salir de esos cenagosos pensamientos. Era Yake. Tenía un brujean azulado y una blusa con discreto escote de color aguamarina. Una vez le estampó un ósculo en la mejilla de la enamorada joven, se acomodó a su lado, interrogándola detenidamente.

-          ¡Qué alegría verte!, dijo Yake

-          La alegría es mía, contestó Clementina acomodándose mejor en el asiento de madera.

-          ¿Al fin te dejaron salir sola sus padres?

-          No, estoy escapada, ellos están en el club.

-          ¿Se quedaron de ver hoy con Richard?

-          Por supuesto que no, dijo nerviosa Clementina volviendo a mirar el firmamento.

-          No te puedo creer, Cleme, acaso, ¿Dudas de mí?

-          ¿Dudar de ti? Qué tonterías dices, amiga. Dejó de mirar el firmamento para ver mejor el rostro de Yake. Se sorprendió al advertir que su amiga estaba desconcertada y un tanto nerviosa.

-          ¿Qué te pasa? Parece que el mismo demonio se le hubiera presentado en cuerpo y alma. Estiró su mano derecha para tocarle la frente.

-          Dime amiga, ¿Tienes fiebre, malestar general, gripe? Dime la verdad Yake.

-          Yake le clavó la mirada. Fue una mirada penetrante, pero a su vez, llena de suspicacia. “Dime la verdad, cuenta conmigo”, dijo en voz baja.

-          Nada tengo para esconderte. Solo decirte que amo a Richard y ayer me escribió una carta maravillosa, llena de amor. Su rostro se iluminó.

-          El amor es la llama de la vida, vive quien ama, el amor nos hace humanos. Felicitaciones. Entonces, ¿Por qué me niegas que lo estás esperando?

-          No amiga. Salí solamente a desahogarme un poco, a mirar mejor las estrellas y a pensar libremente en Richard.

-          ¡Mentirosa!, dijo energúmena Yake poniéndose en pie.

-          ¿Me dijiste mentirosa, Yake?

-          Sí amiga. Mira hacía allá y me darás la razón.

-          ¿Qué? ¡Dios santo, no puede ser!, exclamó Clementina al ver caminar a Richard hacia ella. Vestía de oscuro. Camiseta manga corta. Te lo juro, amiga, te lo juro…

-          No jures en vano amiga, es pecado, dijo Yake al ponerse de pie, besarle la mejilla y macharse por el otro extremo del parque.

Clementina sentía que el firmamento se unía con la tierra, se negada a ordenar las ideas, petrificada, solo atinó a mirar la figura que poco a poco se iba acercando. Con la respiración acelerada y el pulso alterado, esperó ensimismada. No tenía otra alternativa.  El viento susurrante se hacía interminable, bajo una bóveda celeste estrellada y romántica. Richard vestía un traje oscuro. Se detuvo frente a ella y la miró ensimismado como si hubiera visto una de las maravillas del mundo. Se inclinó y la saludó en voz baja. Clementina contestó con dificultad, advirtiendo que varias miradas estaban pendientes del drama. No importó el inoportuno acecho y acomodándose en el asiento dejó el espacio expedito para que Richard se sentara.

Una vez se sentó, volvió a mirarla con más pasión desbordante. Sus ojos grandes y expresivos brillaban con intensidad infinita. Pasaron segundos sin pronunciar palabra, quizás no era necesario porque la mirada de parte y parte lo decía todo. Fueron segundos intensos, emocionantes. Para el poeta del pueblo que expiaba la escena no dudo en pensar que eso era el amor puro y genuino. ¿Para qué las palabras?, se preguntó sin quitar la mirada, sentado en el otro extremo del parque. Las mariposas revoleteaban alrededor de las pocas bombillas que iluminaban el parque.  

El silencio lo interrumpió Clementina, con voz dulcísima y sin que nadie oyera, le dijo casi al oído: “Hola”. Él respondió halagado con la misma expresión, volviendo el silencio tétrico. Ninguno de los dos tomaba la iniciativa. Asombrados permanecieron inmóviles hasta que Richard habló tatareando afirmando que la noche estaba estrellada como el poema de Pablo Neruda. Clementina sonrió y embelesada le preguntó qué hacía en el parque y él le contestó que estaba sofocado y había decidido darse una vuelta, le dijo que no se le había cruzado por su mente que estuviera en ese sitio a merced de tantas miradas curiosas y hasta morbosas. Ella sonrió levemente, afirmando que ella podría pensar exactamente lo mismo. “No puede ser”, dijo Richard cruzando la mirada por el firmamento y respirando profundo. Volvieron a mirarse, esta vez con más pasión. “¿Me amas?”, dijo Richard. “Esa misma pregunta te la hago, Richard”, contestó con suavidad la joven y esbelta Clementina.

Richard intentó rozar la mano de Clementina, pero el grito estridente de Adargo, que se escuchó por todo el parque como un trueno, lo impidió. La pareja quedó petrificada sin saber qué decir y hacer. Miró con horror la imagen de Adargo que surgió de la penumbra como por encanto. “No estamos haciendo nada malo, papá”, Dijo Clementina poniéndose en pie como un resorte. Las miradas aumentaron. “¿Qué hace mi hija en la calle a esta hora con un desconocido?”, interrogó furioso, moviendo sus brazos como dos remos. Sus ojos lanzaban fuego. Sin responder, Clementina se retiró del parque a toda velocidad sin responder el cuestionamiento. Richard se incorporó y antes que la emprendiera contra él, se marchó a paso largo, como fugitivo del demonio. “Espérate cobarde”, gritó indignado.

Clementina entró de un solo golpe a la casa y eludiendo a su madre, entró al cuarto, cerrándolo herméticamente. La perorata de su madre duró un buen rato, pidiendo que abriera su pieza, pero Clementina, se tiró sobre el camastro y tapándose los oídos sollozó hasta que bien entrada la noche el sueño la venció. Tuvo muchas pesadillas, entre ellas, cruzando un río caudaloso y turbio, donde tuvo a punto de ahogarse. La salvó una boga que en la otra orilla observaba con atención. Casi moribunda la sacó y la llevó a su choza prodigándole los primeros auxilios. Veló su sueño acomodándola en una pequeña litera y cuando el sol apareció en el horizonte, le mostró el camino de regreso, dándole consejos amorosos que la joven trémula aceptó de buen agrado.

Indignado, golpeando las paredes, Adargo ingresó a la casa, afirmando que la responsable de todo lo acontecido era Greta, la calificó de alcahuete e irresponsable. Furioso y sollozando se tiró en el primer asiento que encontró y mientras se pasaba una y otra vez sus manos por la cabellera, no paraba de vociferar. Acongojada, en un extremo del salón, Greta miraba espantada la reacción de su marido y pensando que estaba poseído por satanás, rezó en voz baja varias oraciones, mientras lo miraba desconcertada. No entendía por qué la reacción tan violenta. “Desobedeció y se fue para el parque, es una falta grave pero no para decir que ha llegado el fin del mundo”, dijo sin mucha convicción.

Adargo levantó la mirada con furia y mirándola la ultrajó hasta más no poder, contándole a grandes zancadas lo que había apreciado en el parque y las repercusiones que eso tenía para el futuro de la hija y del hogar. Su descripción meticulosa heló la sangre de Greta. Desconcertada no sabía que decir ni qué hacer. La noche avanzaba inexorable en toda la población. Nadie caminaba por las callejuelas, solo el viento de la medianoche. La suerte estaba echada y el advenimiento escabroso se advertía en el hogar, uno de los más agraciados de la comarca. Adargo se incorporó pesadamente y caminando con dirección al balcón, contempló la calle solitaria. Miró sin ver hasta cuando le fue posible. Greta se acercó y colocándole las dos manos en los hombros, lo llamó a la serenidad y la cordura, afirmando que eso le afectaba en grado sumo el corazón. “Debe recordar – le dijo con suavidad – que el médico le recomendó no tener soberbias que alteraran el ritmo del corazón”. Respiró con fuerza y más calmado, volvió su mirada para ver mejor a su mujer que lo miraba triste y amargada. Se le acercó y echándole las dos manos por el cuello, le besó la frente. “Amor, ¿Qué hacemos?”, dijo más calmado.

Caminaron hasta el sillón y se acomodaron pesadamente, tomando un sorbo de agua mineralizada que estaba en el jarrón verdoso que don Facundo les trajo de Europa en la navidad de ese año. Don Facundo era quizás el más adinerado de la comarca, cuya fortuna la amasó en los avatares de la violencia entre liberales pobres contra conservadores pobres. Era el único en la comarca que nunca se definía de un partido, se acomodaba al vaivén de la política y cuando le convenía decir que era liberal, decía con su grueso vozarrón que era liberal puro y cuando le convenía decir que era conservador, asumía la misma postura. En voz baja solía decir entre sus más allegados que su único partido era en realidad el dinero. Aprovechando el accionar de los chusmeros y los pájaros, en la oscuridad de la noche salía al campo y sin remordimiento chantajeaba por igual a liberales y a conservadores, obligándolos a salir en estampida, tomando posesión de los muebles y enseres a precios irrisorios, legalizando el robo con la ayuda del viejo e inescrupuloso tinterillo. Quien se opuso a esta infeliz práctica, murió en extrañas circunstancias o tuvo que abandonar la región en estampida.

La amistad con Adargo se consolidó por obra y gracia del dicho maquiavélico que dice más o menos que si no puedes con tu enemigo, únete a él. Intentó despojarlo de los bienes utilizando el mismo método, pero Adargo se le paró firme y lo retó a duelo en la plaza principal, a la hora que quisiera y como lo quisiera. “No nací para vivir eternamente”, le dijo. El criminal es cobarde. Don Facundo no tuvo más remedio que agachar la cabeza y esperar la oportunidad de asestar el golpe, pero la muerte lo sorprendió buscando esa oportunidad. Quien lo creyera, murió de física hambre, no pasaba bocado, a pesar que acudió a la medicina más costosa con su sucio dinero.  

El día del funeral de don Facundo, la tormenta huracana se sintió en toda la región, nadie pudo asistir al funeral. Su féretro fue al cementerio solitario en un mar de lluvia huracanada y su fortuna mal habida se esfumó en un santiamén, ni siquiera el obispo pudo asistir, dudó del poder de Dios y temiendo una revuelta popular desde la capital lo bendijo y suplicó al Altísimo perdón por todas sus fechorías. De alguna manera el obispo se sentía cómplice del crudo comportamiento del finado, por cuanto siempre don Facundo le aportaba parte de cada hurto con la firme convicción que con ello sellaba la posibilidad de quedar exento de pecado y con las puertas abiertas al paraíso.

Más calmado, Adargo contempló el rostro ido de Greta. Tuvo la sensación que había envejecido en cuestión de minutos. La miró triste y pensando en su rabieta, se atrevió a pedir perdón. Lo hizo en voz baja, casi susurrante. Greta suspiró y resignada lo miró intrigada. “¿Qué vamos a hacer?”, dijo por entre los dientes. Adargo suspiró y entrecerró los ojos, como buscando ansioso una respuesta no solo para ella, sino para él. Greta con sus manos crispadas lo miraba atenta sin decir palabra alguna. Una leve llovizna comenzó a caer sobre el tejado. Era menuda y taciturna.

“Hay tres caminos, no hay ninguno más”, respondió Adargo mirando a su mujer. “¿Tres posibilidades?”, interrogó Greta acomodándose mejor en el asiento. “No veo más opciones”, insistió acariciándose la barbilla con su mano derecha. “Vomite mijo, ¿Cuáles son esas opciones?”, dijo Greta expectante. Adargo se le acercó y en voz baja, casi al oído, le comentó lo que pensaba: “Buscarle marido mañana mismo, mandarla al convento o matar ese mucharejo que la quiere enredar. No hay más opciones”.

Greta palideció aún más. Lela lo miró como ida de este mundo. Largos segundos duró para asimilar la proposición. Se estremeció de pies a cabeza y abriendo las cuentas de los ojos más que de costumbre, rechazó de plano las tres opciones al calificarlas de descabellas y exageradas. Vio la crueldad de su marido para resolver problemas de esta naturaleza, no podía comulgar con estas ideas y sin medir consecuencias se opuso radicalmente. Adargo la miró con frialdad. “En realidad – dijo – no le estoy pidiendo tu consentimiento, simplemente le esto comunicando mi parecer. Soy yo el que tengo que decir lo que mejor convenga”. Se puso en pie y se marchó a su cuarto caminando con agresividad. Greta lo vio alejarse y dejando escapar un suspiro largo, volvió a tomar agua. Se incorporó lentamente y caminando a su cuarto se acomodó en su lecho pesadamente. “Este hombre – pensó – es incorregible”.

Clementina se levantó tarde, calculando que sus padres habían salido de casa. Tenía un semblante pálido, sus ojos hundidos en las cuencas, con movimientos lerdos fue al inodoro, arrastrando sus pies descalzos con la mirada ida. Empera con su traje oscuro y delantal blanco de tafetán la vio cruzar. “Pobre niña, parece una momia”, pensó restregando sus manos en el delantal. Había escuchado sin querer la conversación de los patronos la noche anterior con suma claridad. Eso la mortificaba. El futuro de la joven era incierto y de alguna manera ella se sentía culpable porque había permitido las escapadas furtivas.  Pensaba que si ella no lo hubiera permitido nada hubiera pasado.

Clementina salió despacio encaminándose al lavamanos y cogiendo el cepillo y el dentífrico se enjuagó la boca lentamente creyendo quitarse la amargura que le asistía. Lo hizo despacio; se miró varias veces al espejo y por primera vez se sintió diferente. No era ella, más bien era una réplica. Suspiró y volviéndose para la cocina enfrentó a Empera, que nerviosa se movía por el entorno como pez en el agua. Al entrar la niña, la mujer se detuvo nerviosa. “Niña, ¿Quieres una infusión de yerbabuena?” Clementina no contestó, fijó la mirada en el lavamanos. Era una mirada perdida, sin energía. La tuvo allí un buen rato, entretenida viendo pasar el agua. Empera no interrumpió la meditación, se mantuvo al margen cumpliendo con sus obligaciones. Miró a Empera con resignación. “Mi padre es un bárbaro”, dijo por entre los dientes. “Mi madre no tiene carácter sigue creyendo que no tiene derechos”, agregó en voz baja. Fue a los brazos de la criada sollozando. Compungida Empera no encontraba cómo animar a la joven destrozada y terminó sollozando también con ella.

El clima era fresco. El firmamento encapotado. Se acomodaron en el asiento y permanecieron allí, largo rato. “Solo sé que mi padre llegó de sorpresa al parque, yo emprendí veloz carrera, me acosté bocabajo y me tapé los oídos. El sueño me venció”, dijo en voz baja. Empera suspiró y apretándola en su regazo acarició la negra cabellera desordenada. “Fue horrible. Su padre parecía una fiera enjaulada. Responsabilizó a mi ama de todo lo malo que le pudiera pasar a ti. Casi se van a los golpes. Partió la escoba y golpeó con sus puños las paredes. Esto parecía la hora llegada”.

Clementina se separó de Empera mirándola interrogante preguntó qué hablaron sus padres después de la dura disputa. “Mi niña hermosa, no pregunte. Tú bien sabes lo que se habla con ira, donde no se tiene el control de la mente y la conciencia, se habla a la loca, se habla cosas inverosímiles y hasta increíbles”. Clementina que había salido al balcón un instante, regresó inquieta preguntando qué habían hablado. Fue insistente. Empera evadía el tema, pero la joven no cejaba en su intento por saber. “Por Dios, niña no insista”, dijo una y otra vez.  Clementina insistió con vehemencia. Derrotada, sintió que no tenía escapatoria y después de hacerla jurar que el secreto quedaría entre las dos hasta la muerte, comentó sucintamente lo comentado después que pasó el agarrón. “Tu padre tiene tres alternativas, las cuales está considerando tu mami: Casarla inmediatamente, internarla en el convento o sencillamente matar a tu novio o amigo”.

Paralizada, pálida y temblorosa, Clementina como pudo se acomodó en el primer asiento que encontró. Se dejó caer en un mar de lágrimas y lamentaciones. Qué esfuerzo tuvo que hacer la criada para tranquilizarla un poco. Se dio cuenta que Richard corría peligro. Tuvo la corazonada que su padre era capaz de eso y mucho más. Los de esta clase no tienen conciencia social, no hay para ellos seres humanos, sino máquinas para explotar sin remordimiento. Eso lo aprendió muy bien en las clases de filosofía y de economía política, que dictaba el profesor de mentón alargado, bozo metálico y mirada irónica. Era acuerpado. Caminaba con lentitud. Se llamaba Mariano, pero los alumnos lo apodaban: “Nova”. No consideró fundamental la premisa básica de la filosofía sobre qué es primero: La materia o la conciencia y la Cognoscibilidad del mundo. Era docto en la filosofía idealista, pero daba la impresión de manejar la filosofía materialista. Al decir de algunos no tenía una definición clara, se solía dejar guiar por la especulación filosófica de Renato Descartes, pensador que quiso ingenuamente demostrar la existencia del idealismo y del materialismo, con su célebre frase: “Pienso, luego existo”. El dualismo filosófico le alimentó los poros de su piel canela.

Tuvo claro que tenía que actuar a la mayor brevedad posible. Sollozando se puso en pie y abrazando a Empera le dijo que si podía seguir contando con ella. “Ya untado el dedo, untemos el brazo”, contestó en voz baja la criada apretando nerviosa a Clementina por la cinturita delgada. Pensó que sería obediente toda su vida, porque era el designio sobrenatural, pero jamás sería cómplice de un crimen y más por amor. “Solo Dios es el encargado de poner fin a nuestros días”, dijo en voz baja, marchando a la cocina a cumplir con sus obligaciones.   

Clementina fue al cuarto y sentada en el borde de la cama, poco a poco fue ordenando las ideas confusas que daban vueltas en su cabeza y que amenazaban con salir y perderse en el espacio. En medio de la angustia poco a poco forjó un plan suicida que partiría su historia de vida en dos. Buscó ansiosa otras alternativas, pero ninguna la convenció. Consideró que solo había una que había que tomar o descartar de por vida. Se estremeció al pensar que se jugaría el todo por el todo a cambio de nada. Pensó intranquila que el amor también es locura, acción y decisión. “Si hay amor, se baja a un chiflón con alegría aun estando allí la peluda”, pensó.

Tomó el baño, minimizó al máximo los efectos del insuceso usando la acuarela y abandonó la habitación con rapidez, pensando que Richard estaba en peligro y era su deber prevenirlo. “No puede pasarle lo que le pasó a Santiago Nassar, según relata Gabriel García Márquez en su obra intitulada Crónica de una muerte anunciada”. Metida en esas meditaciones, la joven recorrió las callejuelas en busca de Richard. Empera la observó largo rato en el balcón. Nerviosa seguía el movimiento de la joven, pensando en la gravedad de los hechos. Una vez la perdió de vista, se mantuvo algún rato en el mismo sitio, imaginando que la estaba custodiando, una vez tomó conciencia entró cerrando la puerta de acceso y encaminándose a la cocina. Meditabunda, le deseó la mejor suerte en la gran aventura de la niña.

Clementina recorrió las callejuelas sin poder hallar a Richard, lo hizo varias veces. Cansada se encaminó al parque y se sentó en la misma silla de la noche anterior. El mediodía estaba sereno, no había sol, tampoco lluvia. Lo recordó de pies a cabeza, su rostro expectante y vigoroso, los brazos fuertes y las manos encalladas. “Es un toro”, pensó. Uno que otro transeúnte medio adormilado cruzaba a su lado, algunos se detenían, la miraban, dejaban escapar un piropo y seguían la marcha. Clementina no tenía tiempo ni quisiera para enfadarse. Casi siempre dejaba escapar una risita pálida o simplemente hacía un gesto de indiferencia. Miraba hacia los costados con insistencia. La recua de mulas venidas del páramo cruzó el parque resoplando, mientras el arriero, un hombre delgado y de mediana estatura, apuraba el paso agitando el perrero con agresividad. Sudoroso y embarrado dejaba escapar chillidos y silbidos.

Clementina detuvo su mirada ensimismada para contemplar el paso de la recua. Sintió pesar por los nobles brutos y admiración por el arriero. Según su padre, era uno de los mejores de la región. Se destacaba por la frase que solía decir, cuando le arrequintaba la carga al semoviente: “Arranque – decía – como arranca los conservadores”.  Era de piel morena. Nadie sabía de su procedencia. Llegó muy niño a la comarca y se ganó el aprecio de los residentes, porque era activo, servicial y trabajador. La arriería fue su profesión, la que ejerció hasta que la muerte lo sorprendió en una de las vueltas del escabroso y largo camino que comunicaba a este poblado con la capital del departamento. Desconocidos le propinaron varios impactos de arma de fuego. Pero, no contento con ello, lo descuartizaron sin piedad alguna. Fue un crimen atroz con toda la sevicia del mundo en la crudeza de la violencia desatada por los jefes liberales y conservadores.

Al conocerse la noticia en la comarca de su brutal asesinato, la comunidad reaccionó con profunda indignación y el odio partidista encegueció a los líderes conservadores, quienes armaron una delegación numerosa para rescatar su cuerpo y darle cristiana sepultura. La venganza brillaba en cada individuo. A los pocos días, grupo de pájaros recorrió el camino hacia el llano, incinerando las casas y humildes chozas que encontraba a la vera del camino. El caserío de mayoría liberal, fue incinerado el cincuenta por ciento. Uno de los participantes, recordaba tiempo después el suceso afirmando que eso parecía la hora llegada.      

Clementina se incorporó y mirando a su alrededor, marchó a casa silenciosa y meditabunda. Richard no aparecía por ninguna parte. Se había esfumado por sortilegio.  Nadie daba razón.  Entró a la casa paso entre paso. Empera ultimaba detalles del almuerzo, se movía con agilidad murmurando canciones de antaño. La presencia de la joven la sacó de sus meditaciones pueriles y volviendo la mirada la saludó con efusividad. “¡Hola niña!”, dijo. Clementina la miró con abulia y cruzando a su lado, se dejó caer pesadamente en el sofá. Tenía los ojos nublados. “Quiero agua”, dijo. Bebió con lentitud todo el contenido del vaso azulado. Se incorporó y sin dar mayores detalles de su gira, se encaminó a su cuarto, arrojándose sobre la cama pesadamente. “¡Dios Santo!”, dijo Empera volviendo a sus labores.

Permaneció allí, meditabunda hasta la hora del almuerzo. Sus progenitores la vieron llegar con pesadez y mirándose entre sí, decidieron no profanar su mutismo. Comió despacio, sin mucho apetito. No cruzó palabras con sus padres. Apartó con fastidio la batata, masticando los espaguetis con abulia. Solo comió la mitad de la albóndiga y tomó jugo de maracuyá. Se incorporó, miró a sus padres sin verlos y se marchó a su cuarto. Greta se estremeció de pies a cabeza. “Esa niña está partida por la melancolía”, dijo por entre los dientes. Adargo, le restó importancia y vociferando en voz baja se encaminó a su cuarto a hacer la siesta. “La juventud es rebelde por naturaleza”, dijo.

Greta lo siguió con su mirada hasta que desapareció tras la puerta. Entonces se incorporó pesadamente y dando pasos inseguros se encaminó a la cocina, mirando acuciosa a Empera que reunía todos los trebejos en el lavamanos. La miró interrogante. “¿Qué sabes tú de mi hija?” Empera se estremeció de pies a cabeza, no esperaba un interrogante tan directo. “La niña se diluye pensando en ese jovencito”, dijo en voz baja. “¿Cómo?”, insistió. “Permanece encerrada en su cuarto, poco come y mantiene como ida de este mundo, señora”.  “Maldita sea, la juventud es testaruda”, dijo encaminándose a su cuarto.

Miró a través del ventanal la bandada de torcazas que describiendo figuras caprichosas cruzaban raudas con dirección al sur. Era un grupo compacto, cada miembro cumplía una función específica.  Pensó en la armonía para ejercitarse en grupo. “Las torcazas trabajan en grupo”, pensó, dejándose caer sobre el camastro. Quería colocar la mente en blanco, pero le era imposible. El comportamiento de su hija la mortificaba. “¿Cómo entenderla?”, pensaba con ansiedad, cerrando sus ojos claros. No fue una siesta apacible. Despertó mordiéndose los labios y con la boca amarga. Se incorporó pesadamente y acomodándose el traje salió detrás de su marido sin pronunciar palabra. Cada quien metido en sus preocupaciones caminó por la desértica callejuela. La tienda del turco estaba abierta. Greta entró y compró un analgésico. El marido circunspecto no entró, la esperó en el marco de la casona. “¿Qué te pasa?”, preguntó. “La migraña”, contestó sin detenerse. “Es tanta pensadera”, respondió ofuscado. “El que no piensa no vive, vive el que piensa”, dijo ofuscada sin dejar de caminar. “¿Entonces, ¿quién soy?” “Posiblemente un ser construcción”. Ambos rieron levemente. El turco los vio alejarse y volviendo la mirada caminó al taburete acomodándose pesadamente. “Alá es grande y poderoso”, dijo en su idioma en voz baja. Tenía una barba escabrosa y frondosa. La mirada penetrante la escondía tras los gruesos espejuelos; dirigió la mirada a la estantería observando que la tienda estaba quedando vacía.

Había llegado del medio oriente huyéndole a la muerte. Su núcleo familiar vivía en el poblado al terminar la segunda guerra mundial, después de soportar diversas vicisitudes en su patria y durante el largo y escabroso recorrido. El mundo adolorido por los últimos efectos del fascismo, poco a poco se iba recuperando en medio de la cruda adversidad. Hacía carrera el discurso del racismo y la xenofobia, las migraciones eran el pan de cada día. Los grupos filántropos no daban abasto en atender a los peregrinos que buscaban desesperadamente refugio, un espacio para vivir.

La hostilidad no fue impedimento para ubicarse en este poblado y echar raíces, manteniendo una relación afectuosa con la comunidad y las autoridades. Quizás, la mayor dificultad fue el lenguaje. Al principio el núcleo se comunicaba a punta de señales y gestos. Más tarde, señalando los objetos con el índice. Inescrupulosos hicieron bromas a granel con los visitantes. El espigado jefe de hogar preguntó en alguna oportunidad cuáles eran las palabras propias para expresarle a la mujer amor, El inescrupuloso interlocutor no dudó en recomendarle una sarta de palabras soeces, las cuales utilizó con una hermosa y graciosa joven campesina que cruzó cierto día por su negocio. La joven al escuchar la retahíla de los peores términos soeces, pálida de indignación, se alejó presurosa por la larga callejuela que daba a la plaza Simón Bolívar. Tan pronto tomó cierto dominio del idioma castellano, buscó ansioso a la joven y de rodillas le pidió perdón. La joven que ya tenía conocimiento de que había sido víctima de una cruel broma, no solo lo perdonó, sino que lo invitó a su casa y conversaron ampliamente al calor de un tinto. “Tranquilo – le dijo – la broma es universal”. Entretenía los niños con juegos de quiromancia. Pasaba hora jugando con ellos en los atardeceres calurosos. Dicho comportamiento caló entre la comunidad que con frecuencia enviaba a sus hijos a la sana diversión en la plaza principal. Su mujer, alta y acuerpada de mirada montaraz poco salía a la calle, prefería permanecer en su cuarto o recorriendo el corredor asistiendo el jardín de bellas begonias, margaritas y azucenas. Su primogénito fue creciendo con relativa rapidez.

Adargo y Greta entraron a la oficina, cada uno ensimismado pensando en la misma problemática. La conducta de Clementina empeoraba, cada vez era más insoportable, se distanciaba de ellos y permanecía horas enteras en silencio, meditabunda, mirando la distancia sin determinar un punto exacto. La encargada de oficios generales les acercó un tinto, saludando con efusividad. Adargo, no tuvo valor para corresponder a la cordialidad de la empleada, mantuvo su rostro circunspecto, fingiendo leer el cronograma de actividades. Peor, fue la actitud de Greta, malhumorada, miró con furia a la joven, invitándola a que se retirara. “Hoy, dijo, no estoy para chistes y chismes. ¿Qué importa saber cómo estoy?” La joven, se volvió y se alejó precipitada, por el estrecho salón, encaminándose a la parte exterior del club Las Colinas. Caminó de prisa.

El vendedor de flores entró de golpe sin pedir permiso, con el rostro pálido y desencajado, sus ojos oscuros amenazaban con salirse de sus órbitas. “¿Qué pasó?”, dijo nervioso Adargo al acomodarse mejor en el asiento. “Mataron a medio pueblo en los Guayabos”, dijo tatareando. Como movido por un resorte, Adargo se puso en pie, preguntando lo mismo, pero con más fuerza, casi gritando. Se abalanzó descompuesto sobre el veterano vendedor y colocándole las dos manos en los hombros, pidió mejor información. “No sé mucho – dijo – se rumora que fueron 18 personas asesinadas por la pandilla de sangre negra”.   

Greta que había permanecido estática sin decir palabra, se incorporó con dificultad y caminando despacio miró interrogante al vendedor de flores. La noticia era un impacto violento recibida por sorpresa. Disparó en ráfaga interrogantes: ¿Dónde fue? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos hombres, cuántas mujeres, cuántos niños? ¿Cómo los mataron? ¿Qué tipo de armamento utilizaron? Desesperado de tanto interrogante, uno sobre otro, decidió marcharse precipitadamente. “Lo cierto es que hubo matanza, no sé más”, dijo desapareciendo.

Greta miró a Adargo interrogante y desanimada. Sintió un vacío en la barriga pensando que las entrañas se estaban desprendiendo. Se le acercó más, moviendo las manos como aspas, esperando la argumentación de su marido. Adargo, se sintió explícito al plantear su decisión de casar a su hija con celeridad, antes que ocurra una desgracia que avergüence la estirpe. Greta se mantuvo expectante sin pronunciar palabra, casi como ida de este mundo. Como era de suponerse aprobó el proyecto sin omitir una sílaba, pues la mujer no tenía derecho a pensar, era una virtud propia del macho. Solo se atrevió a preguntar en voz baja, casi susurrante: “¿Y con quién?”. “Tengo un listado de candidatos, entre ellos, el gran hortelano, el cafetero y el carnicero. Son personas de bien, guapos para el trabajo y firmes en la política”. La mujer sonrió. “Creo que, con cualquiera de ellos, mi niña quedaría bien casada”. “Que no se hable más del asunto. Manos a la obra”.

Clementina que había pasado toda la mañana arreglando el jardín, sintió una corazonada inusual y dejando su labor marchó a la cocina donde Empera preparaba el almuerzo con toda la dedicación del mundo. Entró intempestivamente y sujetándola suavemente por el cuello, le dijo: “Emperita, tengo un raro presagio”. Empera que rebullía la sopa para que espesara, se detuvo a observarla con sorpresa. “¿Qué piensas, niña?” Clementina la miró al decirle: “Un día de estos mis padres me van a sorprender con la noticia que me consiguieron hombre para matrimonio. Últimamente, me da vueltas en la cabeza esa idea, Emperita. Empera sonrió. “Estas muy joven para ser esposa, no te preocupes”, dijo al continuar con su labor. “Con tal de apartarme de Richard, serán capaces de eso y mucho más”, dijo con voz desarticulada. Empera volvió a reír. “El amor no lo detiene ni las paredes de acero, es libre como el viento”, dijo en una especie de doble sentido, que Clementina entendió tiempo después.

Volvió a su cuarto desanimada. Dio vueltas hasta acomodarse en el pequeño escritorio de madera que estaba en un extremo, buscó un papel esquela escribiendo un largo texto por ambos lados. Su mágica e intempestiva inspiración, le permitió escribir libremente y a borbotones. Las ideas fluían por encanto. Al colocar punto final, revisó despacio el texto, ajustó la redacción y la ortografía, después le estampó un ósculo al lado de la firma, dejando grabado sus labios, la dobló con sumo cuidado y la metió en el sobre lacrado, sellándola con sumo cuidado. La metió en una bolsa plástica y dejándola debajo de la almohada, volvió al balcón a contemplar el paso del transeúnte. Al cruzar el cartero, le hizo señas que esperara y descendiendo con rapidez, le pidió que le llevara la carta a Richard, pero que la entregara personalmente. “Vale el doble, dijo el cartero, porque hay que esperar en caso que no esté en la dirección señalada”. Clementina sonrió, entregándole la carta, metida en el plástico.  La metió en su maletín de cuero viejo y recibiendo los dos centavos, se marchó haciendo sonar sus botas contra el piso. Clementina lo vio alejarse y se mantuvo así hasta que desapareció al llegar a la plaza de mercado. Meditabunda, giró y regresó a su cuarto, pensando en las consecuencias de la esquela. “Los efectos harán estremecer la cultura del pueblo y de la región en todo su conjunto”, pensó caminando despacio por su cuarto.

Richard se levantó con la boca amarga, después de una larga noche de insomnio, pensando en la belleza física y espiritual de Clementina. El amor por ella crecía como la espuma. La veía en todas partes con todo su candor, recordaba los encuentros fortuitos, la mirada de gaviota y la respiración fresca del tierno amanecer. Se había convertido en una obsesión imposible de quitar un solo instante de su mente. Su madre, lo contemplaba en silencio, no interrumpía su estado de ánimo, disimulaba su angustia, pues consideraba que su hijo, se había enamorado de un imposible, una estrella lejana, quizás la más distante de la tierra.

Sin embargo, en las pocas conversaciones sobre el tema, jamás lo desanimaba. Por el contrario. Lo animaba a seguir batallando en la dura y desigual lucha. Comentaba que sus amoríos con el marido, tampoco habían sido fácil, fueron amores clandestinos, golpeados por la adversidad de una sociedad mojigata y clasista que afirmaba que una mujer pobre no se podía enamorar de un hombre pudiente y viceversa. Nadie se podía salir de su clase social, tenía que mantenerse en ella, muchas veces casarse sin amor, solo por cumplir con las leyes de la sociedad clasista.

Richard escuchaba con atención las historias de su madre, de cada una de ellas, salía más fortalecido y con deseos de seguir batallando, había escuchado en la universidad que muchos lucharon por alcanzar la cima del monte Everest, muchos perecieron, pero finalmente la cumbre fue colonizada. Pensaba que la adversidad es la constante en el ser humano, el reto a vencer. Quien no tenga esa disposición está muerto de por vida, está vencido sin emprender la lucha. A veces, claro, se iba al otro extremo. El pesimismo llegaba como una tormenta que amenazaba con borrarlo de la faz de la tierra. Se sentía disminuido, sin poder hallarle sentido a la vida, a la condición humana. La neblina de la adversidad lo acorralaba, llegando a pensar que la vida era una equivocación de Dios. Pasaba horas enteras meditando, unas veces caminando por el largo corredor, bajo el Tamarindo o recorriendo las solitarias callejuelas, metido en su oscura chaqueta. Quería matar el enamoramiento con el arduo trabajo cotidiano. Pensaba en volverse tan rico como don Adargo y doña Greta, era un sueño que se evaporaba al chocar con la realidad. Estaba seguro que si el trabajo diera fortuna, hasta los mismos asnos andarían con chequera. Además, la suerte había determinado que unos nacían para ser afortunados y otros para ser desafortunados. “La vida era así y no de otra manera”, pensaba.

“Toma el tinto, se le enfría”, le dijo su madre metida en la estrecha cocina, avivando el fogón de leños ardientes. La mañana era fresca y el firmamento encapotado. Tenía un blujeans desteñido, sombrero alón y camisa caqui, las zapatillas de cuero lampiño. Estaba listo con el traje de fatiga. Examine por el largo desvelo, despacio fue a la cocina y recibiendo la taza de café, dejó escapar una risita pálida, agradeciendo la bebida. Parado en el marco de la puerta, preguntó por entre los dientes, mientras saboreaba la bebida: “¿Cómo conociste a mi padre?” Flor, que volteaba las arepas para que se doraran, se volvió para mirarlo. “Es una historia larga y dolorosa”. “Pero, triunfaste”. “La verdad sí, tu papá es un hombre maravilloso, un esposo increíble y un ciudadano de bien”.

Mientras servía el desayuno, Flor comentó algunos detalles de la relación. Comentó que lo había conocido fugazmente al visitar el templo el domingo de resurrección. Grande y acuerpado cruzó junto a mí como un huracán, fue una visión que se materializó tres años después, cuando contra viento y marea y el comentario atroz y perverso del pueblo me llevó al altar. Nos veíamos a escondidas en muy pocas veces en el huerto que tenía su padre en el centro del poblado, generalmente al atardecer. Quizás, fuimos los primeros en romper reglas y normas, porque los novios siempre estaban vigilados por sus padres o hermanos de la mujer. Su papá nunca me cogió una mano en esos encuentros furtivos, conversábamos animadamente de la situación y del proyecto de vida en común. El día que visitó la casa a pedir la mano, lo hizo con traje blanco. Sereno habló con mis padres, quienes casi se mueren al conocer la noticia. Mi padre fue franco al decirle: “No eres de nuestra clase social, ¿Cómo se te ocurre? ¿Qué dirá la alta sociedad de la comarca?” La respuesta de tu papá fue clara y contundente: “No me interesa el qué dirá esa sociedad mojigata e hipócrita que vive endeudada simplemente por aparentar”.

Todo se planeó en silencio. Incluso, el día del matrimonio el cura anunció que ese día no había misa porque tenía que viajar de urgencia a confesar un moribundo en la vereda más distante de la comarca. A pesar del aviso, muchos despistados asistieron y presenciaron nuestra boda con la boca abierta, sin poder entender lo que sus ojos estaban viendo. Algunos se atrevieron a decir que era el signo de los nuevos tiempos, la desgracia que merodeaba el pueblo, el fin de la decencia y la pulcritud y el advenimiento del reinado del populacho. “Llegará el día en que el rico comerá en el mismo plato del pobre, será el fin del fin y una sociedad distinta reinará en el planeta”, decía Aura de las Violetas.

Richard dejó escapar estridente carcajada. Se mantuvo así hasta caer en cuenta que él estaba viviendo drama parecido al de su madre. Su rostro se transformó en una mueca oscura de angustia y mirando a su madre y agradecer la primera vianda del día, se incorporó con dirección al escusado. Permaneció allí el tiempo necesario. Después se enjuagó la boca y disponiéndose a partir a la finca, la voz aguda del cartero lo hizo reaccionar. Se encaminó a la puerta y abriéndola, vio al cartero que hurgaba en su vieja maleta. Lo contempló en silencio. Era modesto y servicial. Después de buscar y buscar, sacó el sobre lacrado. “Es para usted”, dijo marchándose sin hacer comentarios.

Asombrado permaneció estático algunos segundos observando el sobre a través del plástico. Giró, cerró pesadamente la puerta y encaminándose a su cuarto, se acomodó en el pequeño asiento de madera sin pulir, abriendo lentamente el sobre lacrado. Al abrirlo el aroma de amor puro brotó en cantidad, inundando el entorno. Cerró su cuarto y lentamente desdobló el sobre, leyendo su contenido lentamente: “Querido amor: Te recuerdo a diario y de qué manera. No sé nada de la vida sin pensar en ti. Te has convertido en mi inspiración, en mi razón de ser, de vivir. El amor cada vez es más diáfano y profundo, me arrolla a cada instante con más ímpetu. No me veo sin ti”.

Hizo una pausa y estremeciéndose de pies a cabeza continuó leyendo: “Ayer, comencé la lectura de la obra de literatura El Viejo y el Mar, del famoso escritor norteamericano, Ernest Hemingway, no he podido pasar de la primera página, no me he podido concentrar, porque duro concentrada en ti, incluso, en momentos en que mis padres me dan cantaleta y me dicen una y otra vez que tú no me conviene por cuestiones que realmente no entiendo muy bien. Tengo la percepción que ya están empecinados en desposarme, para lo cual están barajando nombres de personajes de la comarca. De todos ellos, no dan para hacer tu rostro, amor mío”.   

“Quiero estar a tu lado. Compartir contigo los días y las noches. Sortear los tiempos de paz y de guerra, de alegría y de tristeza, de encanto y desencanto. Hundirme en tus frescas entrañas y saborear el almíbar de tus besos y caricias. Quiero vivir a tu lado todo el resto de mi vida al compás de la lucha y las vicisitudes del diario acontecer. Sea posible escapar aprovechando la oscuridad de la noche, la soledad de los caminos y los desvíos que brinda la comarca. Así respondo a tus caprichos e insinuaciones en las pocas conversaciones que hemos tenido en nuestro corto y azaroso romance. No te puedo decir más corazón mío. Abrazos y besos. Clementina”. 

Besó el texto hasta el cansancio. Después lo dobló y lo dejó sobre la mesita. Fueron movimientos maquinales. Suspiró profundo, dejándose caer sobre el lecho, cerró los ojos, sintiéndose en otro planeta. Los pensamientos tumultuosos chocaban unos con otros sin control alguno, era la debacle imposible de controlar o siquiera suavizar. El cuarto daba vueltas y las cosas más elementales se chocaban unas con otras.  

Permaneció allí, hasta cuando doña Flor, pensativa que no salía de su cuarto, golpeó con rudeza la puerta de acceso. Richard despertó y aun turulato miró a su alrededor, se incorporó con dificultad suspirando profundo y frunciendo el ceño, contestó que estaba bien y que se disponía a salir a laborar. Flor no comió cuento. Acercó un vetusto asiento esperando con paciencia que Richard abriera la puerta. Para ella, fue una espera eterna, mil pensamientos pasaron por su cabeza. Al ver que la puerta se abría y las bisagras mohosas chirriaban, se puso en pie, esperando ansiosa. Acomodándose la cabellera apareció Richard inundado de felicidad, no se cambiaba por nadie, ni por todo el oro del mundo. Avanzó y abrazándola le estampó un ósculo intenso en la mejilla. “¿Por qué tanta felicidad, hijo mío?”, preguntó entusiasmada. “Clementina me ama”, dijo alborozado una y otra vez. “El amor – dijo doña Flor – no tiene impedimentos, es una fuerza poderosa, arrolladora, nadie lo puede detener o impedir. El amor es amor, querido hijo”.

Sin más ambages, se marchó a trabajar henchido de alegría y esperanza en el futuro, dejando la carta en la mesita debajo de un libro de pasta café. Cruzó la plaza de mercado caminando con paso firme, oliendo la fritanga de los toldillos de tafetán, que ocupaban veteranas mujeres de la comarca. Cruzó la calle principal. El balcón estaba vacío. No obstante, su corazón latió más duró al cruzarlo de largo. Fue una jornada ardua y próspera. Cambió varias cercas, activó más bebederos para el ganado, arrimó leña para alimentar la hornilla y seleccionó varios bultos de papa pastusa. Mientras laboraba a toda prisa, repetía el texto de la carta en su mente. En los siguientes días dedicó tiempo a organizar la casa, los corredores y las piezas. Mejoró la hornilla y amplió el fogón. Quitó la maleza y espantó los bichos propios de la región. Fue diligente en la actividad de principio a fin. Siempre regresaba a casa exánime, pero feliz. Su madre notaba la metamorfosis con alegría desbordante. Richard era diferente. Mantenía sonriente, organizado y calculador. Pensaba que tenía que ser como su padre, una persona fiel, organizada y feliz. Estaba convencido que la violencia era ausencia de amor. “Amar – solía decir – es la inspiración máxima del ser humano. Desgraciado aquel que no ama, no merece vivir”.

En el ser humano todo es amor. Así lo entendió Richard hasta su muerte. Fue una vida amorosa, una aventura que vivió con intensidad paso a paso, minuto a minuto. La adrenalina tuvo su cúspide la noche de la huida, bajo una luna luminosa e intensa. Al filo de las once de la noche se encontraron en el parque y con un simple beso a toda prisa, comenzaron el desplazamiento por la estrecha callejuela hacia el sur, llevando maletas en sus espaldas. Clementina, una tula roja repleta de ropa y útiles de belleza, mientras Richard, ropa limpia revuelta con usada y los útiles de aseo. Nerviosos devoraban la distancia a grandes zancadas. Poco a poco fueron dejando el barrio el Porvenir, tomando el camino escabroso. La luna proyectaba la sombra de los dos fugitivos nocturnos impulsados por el amor. La montaña verde esmeralda y gélida dejaba escapar los gritos de los animales nocturnos. Clementina temblaba de pies a cabeza. Sin embargo, no se detenía, avanzaba por el estrecho sendero cascajoso y empinado. Era un camino retorcido y rocoso. Clementina trastrabillaba con frecuencia, Richard la sujetaba del brazo para que no cayera, la impulsaba con ternura suavemente. Dejando escapar suspiros de dolor al tropezar no paraba, Richard la animaba a proseguir la ruta de escape. Se paraba, lo miraba y continuaba con más intensidad. Sabía que el amor es una energía que mueve e impulsa a hacer cosas increíbles. Nadie creería que una niña de la alta sociedad, era capaz de caminar por aquellos andurriales a esa hora. Clementina, impulsada por el amor férvido a Richard, enseñaba con el ejemplo, la práctica.

Durante el largo recorrido, hicieron varias pausas para descansar y recuperar energías. Con lágrimas en los ojos Clementina no se separaba un instante de su amado, quien nervioso y sudoroso, la contemplaba maravillado. La animaba a seguir por terrenos fangosos y pequeñas quebradas de aguas cristalinas que se precipitaban orondas por la espesa montaña. Era una mujer valiente y despierta totalmente enamorada. Richard meditaba, no paraba de pensar en su nueva vida, ahora con una mujercita raptada en menguante con una luna diáfana y espléndida. Por fin salieron al potrero. La casa estaba a corta distancia de allí. La luna se había escondido y la oscuridad los envolvía. Los gallos comenzaron a cantar en la distancia y el frío mañanero se hizo más intenso. Recostados en un tronco húmedo, esperaron impacientes la aurora del nuevo día. Allí, fue el primer beso lento y prolongado. Al rozar los labios, todo brote de cansancio o lesiones en sus piernas y pies, se borraron por sortilegio. La majestuosidad del beso se convirtió en bálsamo, en éxtasis de amor infinito. Nuevamente se juraron amor eterno. Al despuntar el alba, Richard señaló con el índice derecho la vivienda. Clementina saltó de contenta, dejó escapar un grito que se perdió en lo espeso de la extensa vegetación. Lo abrazó, lo besó y le juró fidelidad.

Entraron por la puerta posterior de la casa, caminando de la mano. A pesar del cansancio, Clementina miró la casa en todas direcciones, recorrió los corredores y contempló la hornilla, sin poder ocultar su asombro. Richard, la contemplaba a cierta distancia. Era para él una diosa que deslumbraba el entorno con plena nitidez. No dejaba de mirarla. “¿Dónde dormiremos?”, preguntó ingenua. Richard sonrió, señalando el cuarto mayor adornado de cintillas y flores de vistosos colores. Se encaminó a la ducha y después de ducharse se tiró sobre la cama. Richard, fue a la cocina a preparar alimento, comida caliente y apetitosa. Se ducho también. Saciaron el hambre. Clementina volvió al cuarto y metiéndose bajo las cobijas durmió plácidamente. Richard, sentado en el borde de la cama, la contempló en silencio, su belleza femenina lo deslumbraba. Veló el sueño con entusiasmo. Cuando despertó, le tenía preparado opíparo almuerzo. Clementina se tocó el cuerpo de pies a cabeza, dándose cuenta que estaba intacta. Nada había pasado. Solo los moretones en las piernas y el ardor de los pies, presentaba algunas luxaciones. La nueva vida para ambos había comenzado, cargada de saltos y sobresaltos, sueños y fantasías, dolores y alegrías.

Tanta dicha, toda junta, desafortunadamente no fue eterna como la pareja imaginaba. Era período de la cruel violencia entre liberales pobres contra conservadores pobres. La mañana del primero de abril de 1960, la población fue sorprendida con la noticia del asesinato de don Richard a manos de desconocidos que lo esperaron en el camino y con tiro certero de escopeta destrozaron el corazón y otros órganos vitales. La noticia recorrió la región como pólvora. Richard se destacó por la ecuanimidad, se mantuvo distante del acontecer político, nunca estableció diferencia entre liberal y conservador, pues consideraba que era lo más absurdo, por cuanto unos y otros, eran seres humanos, cristianos comprometidos con la vida, la esperanza y el progreso. Pudo entender que el hombre tiene razón de ser, solamente en función social.

Clementina recibió la noticia, mientras ordeñaba la vaca recién parida. El vecino llegó montado en su brioso corcel con la noticia. El grito aterrador salió de su garganta y maldiciendo la violencia corrió al encuentro de sus hijos comunicando el recado. El llanto inundó el núcleo familiar. Nadie podía entender el momento de perplejidad. Sin embargo, fue Clementina quien sacó fortaleza para enfrentar el suceso. Mientras su hijo ensillaba el jamelgo, entró a su cuarto y tomando el revolver y una carga adicional, lo ocultó en la pretina del pantalón con decisión y coraje. Dejó a sus dos hijos en el cuidado de su casa y sin temor alguno, montó el jamelgo Rosillo, partiendo a todo galope. Al cruzar el filo, un grupo de campesinos la esperaba. Trató de convencerla que no avanzara, era peligroso. “Hasta la misma policía no ha podido rescatar el cuerpo, al parecer está minado a su alrededor”, dijo uno de los presentes visiblemente nervioso. Clementina miró el grupo con desprecio y dureza. “A un lado, dijo, el miedo a la mierda”. Apuró el corcel alejándose a todo galope. Cruzó la distancia por la aguda pendiente siempre apurando el noble animal. Bien abajo, un piquete policial salió a su encuentro, ordenando detener la marcha. El comandante, un joven paliducho y temeroso, le pidió que no avanzara, el peligro era inminente. “Estamos esperando refuerzos”, dijo lívido. “¿En dónde está mi marido?”, preguntó seca. “Alla”, dijo el comandante señalando la hondonada. “Aun lado comandante, voy para allá, al miedo lo le han hecho pantalones”. Sin esperar respuesta avanzó y desenfundando el revolver hizo dos disparos al aire, gritando con todas sus fuerzas: Morir al lado del marido no es morir”. 

A un lado del camino estaba tirado bocabajo, aun sangrando. De un salto bajo del caballo y empuñando el arma se acercó, se hincó y lo beso en la boca, aún caliente. No derramó una lágrima. “Lo mató el gobierno”, dijo con indignación. Lo acomodó mejor, le cerró los ojos, musitando una oración en voz baja. Tuvo tiempo para calcular de donde le había disparado el sicario, más o menos a tres metros. Le quitó el arma, los proyectiles, el dinero y el reloj de leontina e incorporándose pidió auxilio. Varios labriegos acudieron y en una sábana blanca en dos palos, llevaron su cuerpo al poblado donde recibió cristiana sepultura. En el funeral, Clementina acusó al gobierno del asesinato. “La justicia no puede venir del responsable del crimen, tiene que venir de la Divina Providencia. Solo una cosa: Seré liberal hasta la muerte”.  Mucho tiempo después se supo con certeza que quien dio la orden para que se ejecutara el horrendo crimen, fue el cura Gómez, quien muy horondo solía decir que matar liberales no era pecado. La infalible orden la dio en la casa cural, al lado del Cristo de yeso. 

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