domingo, 10 de mayo de 2020

En tiempos del coronavirus (Cuento)

Por Nelson Lombana Silva

Después de mirar y mirar la larga y estrecha callejuela solitaria, a través del estrecho ventanal de barrotes metálicos, la pequeña y simpática Pilar, decidió tomar sus inquietudes pueriles por los cuernos y bajando de la silla se encaminó a la sala donde su padre permanecía estático ojeando las páginas polvorientas de la obra cumbre del laureado escritor colombiano, Gabriel García Márquez. Lo miró en silencio.


Foto: Mary Rocha Lemus

Su padre tenía el cabello desordenado, la camiseta raída, la pantaloneta roja y las chanclas cafés golpeadas por el uso.  El tiempo se había detenido en un círculo vicioso desgastante, una monotonía hosca y melancólica. La pequeña de ojos negros expresivos, cabellera azabache que bajaba hasta su cintura, boca pequeña y graciosa, tenía en su pequeño e inquieto cerebro infinidad de preguntas. Sin embargo, temía interrumpir la concentración de su padre que no parecía estar en casa, sino en mundos distantes y surrealistas. Acordó llamar la atención. Era el único artilugio para sacarlo de ese mundo y traerlo a la realidad, pero, ¿Cómo?, se cuestionó. Recordó la fría e inmodificable norma de siempre: “No hay que interrumpir, ni meterse en asuntos de mayores”. La pequeña se restregó los ojos y acomodándose en el sofá miró al techo con inquietud. Su madre cruzó con destino a la cocina y mirándola le dijo con el dedo en la boca: ¡Silencio! Era una mujer alta y delgada de mirada apacible. Tenía esa tarde un short color blanco y una blusita verde de pequeñas tirantas. La niña contestó con el mis gesto y deteniendo su mirada en el cielorraso contempló una pequeña araña construyendo su telar con lentitud, pero sin hacer pausa. La observó con curiosidad. La tarde era soleada con un vientecillo que entraba por el pequeño antejardín, cruzaba el ventanal, la sala y la cocina, saliendo al pequeño patio. Allí, hacía una pausa y se marchaba para permitir el paso de la nueva ráfaga de viento. Alfredo era alto y barrigón, tenía antiparras oscuras de montura de carey.  Mientras observaba la pequeña tarántula, Pilar pensaba en cómo llamar la atención de su padre que seguía circunspecto en su lectura. Parecía dormido y sin respiración. La niña ardía en deseos de saber qué era lo que leía con qué concentración. “Debe ser algo maravilloso”, pensaba tirada bocarriba mirando el cielorraso. El reloj de pared de vez en cuanto dejaba escapar un ruido melodioso recordando que el tiempo avanzaba inexorable. Dejó escapar un suspiro ruidoso, mirando de reojo a su padre. Él levantó su mirada indicándole con el dedo: ¡Silencio! La niña frunció el ceño y apretando sus manitas entre sí, continúo mirando la labor de la tarántula. Su primer intento por llamar la atención había fracasado. Sin embargo, no estaba dispuesta a darse por vencida. Pensó que haciendo ejercicios de estiramiento de piernas y brazos podía generar el impacto que deseaba. Estiró una pierna, luego la otra, levantó una, después la otra y después ambas. Levantó los brazos como intentando alcanzar la tarántula, los subió y los bajó con fuerza. Su padre, hizo una pausa, levantó su mirada y le dijo con el índice: ¡Silencio! Había fracasado nuevamente. Entonces tomó la decisión más cruel y arriesgada de su vida. Entrecerró los ojos y colocada en posición de cúbito dorsal, cayó aparatosamente del sofá. Fue un golpe seco y estruendoso. Alfredo levantó la mirada brusca y mirando a su hija tirada en el piso, llamó a su mujer: “Mami, la niña se cayó” y siguió leyendo como si nada hubiera ocurrido. Ángela (Con tilde), se apuró a recogerla y llevarla a su cama, reclamándole su impertinencia, pero la niña sollozando le dijo que un accidente cualquiera lo tenía en la vida. “No soy cuerpo glorioso”, dijo volteándose para el rincón, lamentándose de su nuevo fracaso. Una vez su madre abandonó el cuarto, Pilar se incorporó y sentándose en el borde de la cama, pensó qué más podía hacer para llamar la atención de su padre. Se paró frente al espejo y comenzó a cantar una canción infantil, moviendo sus brazos con estilo y gracia. No pasó un minuto, para entrar su madre acelerada diciéndole con el dedo: ¡Silencio! Tomó su muñeca y envolviéndola de pies a cabeza la paseó por el cuarto y luego por la sala afirmando en voz baja que estaba enferma. Su padre al oírla, sin quitar la mirada del libro, le recomendó que la llevara a su mamá para que le diera algún medicamento. Molesta, volvió al cuarto y dejándola en el rincón, consideró que era momento de protestar. Escribió en un papel de cuaderno: “¡Quiero leer!” Y adhiriéndolo con pegante en un extremo de la regla azulada, se preparó. “El castigo pasa y el cuerpo queda”, dijo para sus adentros. Caminó con decisión. Su corazoncito latía de prisa y sus manos temblaban sosteniendo en alto el papel. La respiración aumentaba y sus ojitos se nublaban. Cruzó de su cuarto a la cocina pasando por la sala. Su madre estaba atosigada de trabajo, no tuvo tiempo de dimensionar la protesta. Se regresó y se detuvo frente a su padre, quien sin percatarse de la protesta, le dijo maquinalmente con el dedo: ¡Silencio! Por primera vez, la niña desobedeció. Se mantuvo con el improvisado estandarte en alto, abriendo un poco el compás de sus piernitas con gesto retador, como diciendo: “De aquí no me voy”.

Alfredo, insistió con el dedo en la boca sin enterarse de la protesta, pero la pequeña permaneció incólume. La decisión estaba tomada. Pensando que la niña no había entendido la orden, Alfredo detuvo la lectura y levantando su mirada dispuesto a repetirla con más fuerza, contempló con sorpresa el cuadro. Anonadado, cerró bruscamente el libro y dejándolo sobre la mesita de centro, abrazó a la pequeña estampándole un ósculo en la frente con profundo amor filial. Sus ojos cansados por la lectura, se nublaron y un grito de felicidad inundó el hogar. Alborozado corrió a la cocina llevando a la niña en sus brazos. “Mira, esto tan hermoso”, le dijo a Ángela. “Yo había percibido el interés de la niña, pero me daba miedo interrumpirlo”, dijo besándola en la mejilla varias veces. “! Qué pena, hija, estaba viajando por Macondo!”, dijo Alfredo acariciándole su frondosa cabellera. “¿Macondo?”, dijo la niña boquiabierta. “Sí, Macondo”. Los tres, volvieron a la sala acomodándose en círculo. También Ángela había sentido curiosidad por eso de Macondo. No se había consolidado aún el círculo cuando ya estaba Pilar disparando preguntas unas tras de otras: “¿Qué es Macondo?” “Macondo, dijo Alfredo citando a Gabriel García Márquez textualmente, “era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Pilar, se estremeció. Solo imaginar una pequeña aldea solitaria al borde de un río sonoro le impresionaba. Amaba la naturaleza. Desde que tuvo uso de razón, se había inclinado por los árboles y los animales. Su entretenimiento favorito en la televisión no era los Simpson, sino los programas relacionados con la naturaleza. “¿Qué había de raro en la aldea de barro y Cañabrava?”, preguntó abriendo sus ojos expresivos.   “Todos los años por el mes de marzo – dijo con sus propias palabras – llegaba al caserío una familia de gitanos muy pobres, plantaban la carpa y deslumbraban a los pocos aldeanos con sus inventos mágicos. Primero, llevaron el imán y la demostración dejó boquiabierto a todo el mundo. Melquiades (Así se llamaba el gitano mayor), hizo la demostración del objeto. Arrastró dos trozos grandes por el caserío y todo lo que fuera metálico se iba pegando milagrosamente. Las puntillas que sostenían las bisagras salían disparadas, los calderos, las pailas, las tenazas, los anafes se caían de su sitio y metales enterrados muchos siglos atrás salían en una tempestad huracanada. El gitano sostenía que era la octava maravilla de Macedonia. El impacto fue grandioso. José Aureliano Buendía, esposo de Úrsula Iguarán, cambió estos dos lingotes de imán por un mulo y una partida de chivos, en contra de la voluntad de su esposa. Ilusionado le dijo: “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”. Y a pesar que el gitano le dijo que para eso no servía, José Aureliano Buendía los adquirió con el trueque, esperanzado adoquinar el patio de su casa con el preciado metal”.

Ángela estalló en carcajada limpia y diáfana inundando la sala de alegría. El relato que narraba pausadamente Alfredo moviendo sus manos y sus ojos rítmicamente, había hecho el milagro de anular el tedio del encierro obligatorio. Por un momento se sintieron libres, viajando por las callejuelas calurosas y polvorientas de Macondo. Sin embargo, la más feliz de todos, era Pilar. Sus ojitos brillaban, su corazoncito amenazaba con salirse. Había podido romper la barrera del aislamiento y compartir en comunión la expectativa de su padre en relación con la novela del hijo de Aracataca (Magdalena). Comprendió que la constancia vence lo que la dicha no alcanza. A partir de este día, padre, madre e hija, siguieron la lectura al caer la tarde. Hubo crítica e incluso, autocrítica. Alfredo – por ejemplo – comprendió la necesidad de socializar el saber que trae consigo el fenómeno de la lectura y la necesidad histórica de practicar el contenido de éstas, reforzando su reflexión con el pensamiento del filósofo Platón, cuando dijo que “el que lee y lee y no practica, es como el que ara y ara, pero nunca siembra”. Ángela quedó deslumbrada con el carácter y espíritu combativo de Úrsula Iguarán, su talento metódico y nervios de acero para conjurar la adversidad y salir victoriosa, sobre todo de la peste de la violencia y del olvido. Por fin comprendió que ella representa exactamente el cincuenta por ciento de la realidad antropológica del ser humano. Ni más, ni menos. Pilar, a su vez, pudo soñar despierta, crecer y caminar libremente por la casa, vibrar con el embrujo mágico de los libros y, sobre todo, pensar en una segunda oportunidad sobre la tierra, oportunidad que no tuvo la estirpe de los Buendía, porque consideraba estar condenada a cien años de soledad.Fin

2 comentarios:

  1. Qué excelencia. Qué hermoso cuento. La belleza de la palabra viajando por Macondo. Felicitaciones.

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  2. Nelson, felicitaciones. Es un cuento bien narrado, con significado por lo que enseña la lectura y el poder que produce en la familia...union.

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