sábado, 21 de abril de 2018

Sueño con Guacho

Por Nelson Lombana Silva

Anoche soñé con Guacho, el invento de la burguesía para publicitar la violencia y así oxigenar los candidatos de extrema derecha en Colombia: Duque y Vargas Lleras.


Fue un sueño nítido y alucinante que bien se parece a la cruda realidad que vive el país del sagrado corazón de Jesús. Ocurrió en una noche oscura y sin estrellas, una noche sin lluvia y apacible.

El general y el siniestro publicista J.J. Rondón cruzaron por mi casa y justo enfrente se detuvieron a concretar. “El trabajo tiene que ser perfecto”, dijo el general frunciendo el ceño.

Rondón, volvió su mirada enfermiza y mirando al general sonrió en voz baja. “Sé mi trabajo, general”, dijo con voz pausada. El militar no contestó, lo miró y agachó la mirada.

“Ánimo, general. Por la plata baila el perro dicen ustedes”, agregó el publicista sosteniendo en sus manos un manojo de papeles perfectamente ordenados. “Yo cumpliré mi parte”, dijo el militar circunspecto. “Yo también”, repuso J.J. Rondón.

Se despidieron cada quien con su libreto. Al despertar el pueblo al siguiente día, se halló atiborrado de información de los diferentes medios de comunicación. De distintas maneras, explicaban lo mismo. Tres reporteros habían sido asesinados por un temible guerrillero fariano alias Guacho.

La comarca que comenzaba a reponerse del horror de la guerra de más de 50 años, leyó con avidez y estupor la noticia sensacionalista. Volvía el miedo a tomar cuerpo en los habitantes de la provincia.

Arturo Luna, prendió su pequeño receptor. La noticia era la misma. La nación estaba convulsionada. El general, pegado al libreto, describió la personalidad de Guacho, presentándolo como el más grande asesino, enemigo del pueblo y de la paz. “Este matón viene matando gente humilde, comenzando por tres reporteros del vecino país”, decía con ímpetu.

Luna escuchó la noticia ensimismado. “No puedo entender”, pensó mientras se sentaba al comedor a recibir la primera vianda del día.   “La guerrilla es pueblo, se debe al pueblo, ¿Cómo puede Guacho matar a su clase que defiende diariamente?”, volvió a pensar. La mujer lo miró perpleja parada en el marco de la cocina. “¿Oye lo que dice la radio?”, preguntó.

Arturo Luna volvió su rostro para mirar a su mujer, que era alta delgada y rostro cadavérico. “La radio dice muchas cosas”, dijo inventando una leve sonrisa. “¿Guacho? ¿Quién es Guacho?”, insistió. “Ese personaje no existe en la vida real, existe en la mente diabólica de ese tal J.J. Incluso, en la mente de mi general, en nadie más”, respondió sosteniendo entre sus manos la taza de café oscura sin azúcar.

La noticia se explayó como verdolaga en playa. Rápidamente se convirtió en el tema central. Igualmente, rápidamente el odio contra Guacho creció como espuma. La masa amorfa repitió maquinalmente la vida y obra de Guacho que los medios repetían desde el amanecer hasta el atardecer, cada vez agregándole un elemento nuevo.

Arturo Luna, que era escéptico, terminó condenando a Guacho sin conocerlo, sin confirmar si quiera su existencia y su condición humana. Su tradicional tranquilidad y sosiego, se transformaron rápidamente en agitación, zozobra y miedo. “Maldito criminal”, dijo en voz alta al escuchar por enésima vez la noticia.

Vivía en el corazón de la montaña; a punta de sacrificio había levantado su pequeña chacra, gracias al entusiasmo de su mujer Armendra y sus dos hijos: Ovidio y Carlina. La casita de murrapo y cañabraba, con piso aún terroso, estaba ubicada a la orilla del riachuelo de aguas cristalinas que cantor bajaba orondo sin hacer pausa.

Tenía cultivos de pan coger, especialmente hortalizas y un par de vaquitas doble propósito. Además, el mulo para salir al pueblo a comprar el mercado y pagar los impuestos de rentas. Para esta familia todos los días eran lo mismo. Jornadas extensas de duro trabajo, los hombres a la intemperie y las mujeres en la casa.

Sin embargo, era una familia feliz. Miraba pasar el tiempo como algo inexorable e inevitable. De vez en cuando, Arturo recorría caminos escabrosos para ir a la fonda a libar, jugar tejo y conversar con sus amigos.   

Esa mañana triste, Arturo dormía los estragos de la parranda sobre la estera de su desvencijada cama. Armendra le ofrecía limonada natural para mitigar la sed, Ovidio amolaba el machete y Carlina preparaba el desayuno, como lo solía hacer diariamente.

El estruendo violento lo dejó sentado. “El cielo se cayó”, gritó cogiéndose la cabeza con las dos manos. Armendra lo miró asombrada abriendo los ojos más que de costumbre y sus ojos giraron con ganas de salirse de sus cuencas.

El ruido estridente aumentó. En cuestión  de segundos, la región tradicionalmente apacible, se convirtió en verdadero infierno. Arturo intentó ponerse en pie para salir a verificar lo que estaba pasando, pero el frío cañón de la ametralladora lo tiró al lecho con virulencia. Intentó moverse pero un segundo cañón lo retuvo contra el camastro con más fuerza.

En cuestión de segundos, milicos cayeron sobre él con virulencia. Esgrimiendo sus armas atemorizaron a Armendra y a sus dos hijos. Arturo con los ojos abiertos, ni siquiera tuvo tiempo de asustarse. Todo fue tan rápido y preciso. La casita fue invadida rápidamente. Milicos amaestrados revisaban palmo a palmo la pequeña vivienda, dañando sin piedad los pequeños y vetustos enseres.

Vuelto bocabajo por un acuerpado milico, le llevó los brazos atrás colocándole los fríos grilletes metálicos. Le colocó en la espalda la bota militar y esperó el ingreso del comandante. “¿Ya está inmovilizado?”, preguntó parado en el marco de la pequeña puerta de madera sin pulir. “Todo controlado”, contestó el chafarote con aire de triunfo.

Entró despacio mirando desconfiado a su alrededor, llevando en sus manos una pistola 9 milímetros y en su hombro derecho el galil. “A todo marrano gordo le llega su nochebuena”, dijo el milico mirando al labriego inmovilizado por las armas del estado y el terror. “Quítenle el peso”, dijo.

Empujado violentamente Arturo Luna fue puesto bocarriba. Sus ojos taciturnos se clavaron aterrados contra el militar que lo miraba burlón.

-         “Soy campesino”, dijo
-         “Miente”, dijo el militar
-         “Mira mis manos”, dijo el agricultor horrorizado
-         “Eres Guacho, el terrible asesino fariano”, contestó el militar
-         “¿Guacho?”, preguntó
-         “Sí”.
-         “Soy campesino, agricultor”, insistió Arturo Luna
-         “Eso no me importa. De ahora en adelante será Guacho”.

Fue sacado al pequeño corredor. De allí, se observaban los plantíos, el camino retorcido y las claras aguas del riachuelo. El día era plomizo. “Todo eso es obra mía”, dijo el labriego con voz enternecida. “Cállese, embustero”, dijo el milico que comandaba el operativo.

Un suboficial paliducho, de mirada cetrina, se acercó llevando el galil en alto, “¿Qué ordena, mi comandante?” Sin mirarlo, contestó: “Armen una fiesta”. “Como ordene, mi comandante”, dijo el suboficial retirándose.

“¿Una fiestas?”, pensó Arturo Luna. Armendra estaba sentada al otro lado de la casucha en medio de un séquito de milicos, mientras tanto, sus hijos habían sido llevados con rumbo desconocido. Sollozando la noble mujer preguntó la razón del operativo. Un soldado, corpulento y desnaturalizado de rasgos gringo, contestó con enfado. “¿Todavía lo pregunta, guerrillera embustera?” “¿Cómo? ¿Guerrillera?, soy campesina, la mujer de Arturo Luna, madre de Ovidio y Carlina”. “Miente”, dijo el uniformado golpeando el suelo con su bota militar.

El diálogo se interrumpió con brusquedad. La balacera estruendosa comenzó con fuerza en el pequeño rastrojo cerca de la casa. La tierra temblaba y la casita amenazaba con caerse. Las bombas destruían árboles y mataban animales, cortinas de humo se levantaban impidiendo ver lo que estaba sucediendo.

Temeroso, Arturo miraba al chafarote, quien movía el radio transmisor con agilidad. “¿Qué pasa?”, preguntó temeroso. “Nada”, contestó el milico mirándolo con sorna, mientras esperaba comunicación. “Cobra informa, dijo el milico, cruento combate, tenemos objetivo, dos terroristas dados de baja. Cambio y fuera”. Arturo no entendió el mensaje, se mantuvo expectante. “Suélteme para preparar sancocho campesino”, dijo Arturo Luna, mirándolo.

Horas más tarde, fue arrancado violentamente de su entorno, junto a su mujer y dos cuerpos irreconocibles envueltos en sábanas blancas. Fueron llevados a la brigada militar en helicóptero y posteriormente presentados a los medios de comunicación. “¿Es usted Guacho?”, preguntó un reportero. “No. Soy Arturo Luna”. “¿Quién es esa mujer?” “Mi mujercita, se llama Armendra”. “¿Tiene hijos?” “Sí, dos: Ovidio y Carlina”. “¿Dónde están?” “Estaban con nosotros a la hora de la captura, los señores militares deben saber”, contestó en voz baja abatido por la tristeza. “¿Quiénes son los dos cuerpos que venían con ustedes?” “No sé. Son irreconocibles”.

Fueron sacados de allí a empujones en gigantesco operativo militar y nube de periodistas. Además, muchedumbre de personas energúmenas que les gritaban: “Asesinos, asesinos, asesinos”. Aturdidos por el bullicio y los dramáticos acontecimientos, la pareja de campesinos no aguató la presión de los acontecimientos. Se desmayó. Al despertar, Arturo Luna estaba convertido Guacho y sentenciado a 30 años de cárcel, Armendra condenada a 20 por cómplice, sus dos hijos desaparecidos, el comandante condecorado y considerado el mejor militar del mundo.

El ruido estridente del despertador me despertó. Eran las cuatro de la madrugada. Me levanté a comenzar jornada, recordando el sueño convertido en pesadilla. Me pareció tan patético que lo confundí con la realidad cotidiana que vive la nación. “La vida es sueño”, dijo Pedro Calderón de la Barca y alguien más, agregó: “Los sueños, sueños son”.

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