Cuento.- Tránsito y Anacleto se levantaron a la misma hora, cada quien asumiendo su tarea, tarea menguada por cuanto era viernes santo. Mientras se quitaban las pitañas de sus ojos abotagados de sueño, musitaban las mismas oraciones maquinalmente, al lado del pequeño altar iluminado por la esperma por cuanto el fluido eléctrico había fallado.
La casona de madera vieja, sin pulimiento alguno, estaba sin pintar. Era larga con chambrana agotada por los años. Al otro extremo quedaba la cocina. Un cuarto amplio con una hornilla de madera, rodeada de un largo asiento también de madera.
El pequeño radio portátil informaba que el país estaba en completo estado de recogimiento espiritual por motivo de la semana mayor. Invitaba a los creyentes a hacer penitencia y participar de la pasión del sumo maestro. Anacleto sonrió levemente al decir: “La pasión de cristo la vivimos los pobres a diario”.
Tránsito, su mujer que cruzaba los 60 años, le echó una mirada de rechazo. “Con las cosas de Dios no te metas. Él sabe cómo hace sus cosas”. Anacleto no contestó. Cogiendo la jáquima fue en busca del caballo para ensillarlo y recoger así el ganado para el ordeño.
Al tenerlo listo, Tránsito lo llamó para que saboreara una taza humeante de café cerrero. Anacleto la recibió y a sorbo largo calentó el gaznate. Su rostro macilento se contrajo haciendo una mueca de agrado.
Tránsito se internó en la cocina a preparar la primera vianda del día, una vez abandonó el retrete. La artritis le impedía moverse con rapidez, casi siempre lo hacía dejando escapar ayayaes.
Tolo y Agripina, sus dos hijos, dormían plácidamente a pierna suelta en el camastro. De vez en cuando llegaba el resollado hasta los oídos de la veterana mujer.
La mañana era fría. Densa. La neblina cubría las casuchas del pequeño poblado perdido en el inmenso cañón. Los pájaros multicolores salín de sus escondites con sus trinos anunciando el nuevo día.
Después de las siete de la mañana, Anacleto ingresó a la vetusta cocina llevando el balde con el producido de las cinco vacas. “¿Ya se levantaron los hijos?”, preguntó en voz baja. “Esos muérganos siguen durmiendo”, contestó Tránsito al recibirle el balde. Anacleto montó en cólera. Sin embargo, se controló por aquello de ser viernes santo.
Se encaminó al cuarto y golpeando la puerta les ordenó levantarse. “Hoy es el santo viacrucis”, dijo pegando su rostro en la hendidura de la puerta. Los primeros goterones cayeron sobre los tejados de las casuchas de la Villa.
Volvió a la cocina. “¡Qué bárbaros son los ricos”, dijo al sentarse en la pequeña banqueta de madera. La mujer lo miró extrañada. No gustaba hacer comentario contra los demás y menos contra los adinerados de la región. Por eso miró molesta a su marido. “Dios nos invitó a amarnos como hermanos y no a criticarnos”, dijo con voz seca.
Anacleto la miró burlón, dejando escapar una risita inventada. La miró de arriba abajo y de abajo arriba. La vio vieja. Advirtió el paso inexorable de los años y la aparición de las enfermedades. Por un momento fugaz recordó su juventud radiante, la destreza para danzar y conversar con elocuencia.
La había conocido junto al río en un noviembre remoto. Iba con su madre a lavar su ropa. Conversaban animadamente. La miré a ella de reojo y a la mamá con mucho respeto. No me contestó, me miró con indiferencia avanzando. La conversa con su madre fue cuestión de minutos. La vi alejarse. Sentí un vacío en las tripas.
Desde ese día sentí que la amaba. En todas partes la veía. El movimiento perfecto de sus caderas estaba grabado en mi mente. Pasaba horas y horas repitiendo la escena. Eso fue amor a primera vista, le comentó cuando por fin pudo hacerla su esposa. Ella le comentó que la primera impresión fue de repulsa, pues le pareció engreído y petulante.
Se estremeció al verla arrugada, cansada y huraña. Sin embargo, pensó que si él se miraba al espejo estaría peor que ella, porque era mayor, diez años. “No estoy hablando del prójimo y menos de los adinerados – dijo – solamente quería hacerle un comentario piadoso”. Lo miró nebuloso, mientras asaba las arepas. “¿Qué comentario?”, dijo en voz baja.
“Don Richard, doña Margaret y sus hijos están de viaje por la costa Atlántica”, lo dijo dejando escapar un suspiro. “¿Envidia?”, repuso Tránsito, usando la sopladora para esparcir la ceniza y aumentar la efectividad de las brasas rojizas. “Por supuesto que no. Eso es malo. Simplemente me parece que es pecado, es mundana la postura de esta familia adinerada. ¿No le parece?” “Allá, ellos. Cuando mueran tendrán que rendirles cuentas a nuestro amado padre celestial”.
“Es cierto”, dijo Anacleto golpeando suavemente la pequeña mesa que servía de comedor. “Hay que orar por ellos”, agregó mirando a su mujer con incertidumbre. “Eso es cierto”, dijo Tránsito moviendo sus pesados brazos como dos aspas.
Los hijos se levantaron después de las ocho. Lo hicieron con abulia. Tolo se lamentó. “Hoy es día para dormir y dormir”, dijo bostezando. “Eso es pecado pensar así. Hay que hacer un sacrificio para conmemorar la pasión de Jesús”, contestó Tránsito al pasarle el pocillo con café.
Agripina sonrió y se solidarizó con su hermano. “Por mí me levantaría el lunes de resurrección para ir al trabajo. El descanso debe ser la mejor oración”. Anacleto la increpó. “Esta juventud está en manos del demonio. Solo quiere el facilismo. Y resulta que nada es fácil en la vida”, dijo mirándola con enfado.
“Hay que trabajar, pero también hay que orar”, insistió ahora en tono conciliador. “¿Por qué don Richard y doña Margaret, no oran? ¿Es que orar es exclusividad de los pobres?”, interrogó Tolo con la complacencia de Agripina.
Anacleto se enojó. Miró a sus hijos con ojos de frustración. “Insolentes”, les dijo. Los hijos callaron. Miraron a su padre con respeto. “Como castigo – dijo Anacleto – iremos todos al viacrucis y usted Tolo cargara al nazareno durante toda la procesión. Así pagará la insolencia”.
Tolo se encogió de hombros y mirando a su hermana fue al inodoro. Sabía que no podía contradecir a su padre, no porque no tuviera argumentos, sino porque era su padre que no sabía ni leer, ni escribir. “Discutir con analfabetas resulta estéril”, solía decir.
Agripina – su hermana – iba más allá en su análisis. Pensaba que el analfabeta era no solo el que no sabe leer y escribir, sino el analfabeta político. Según ella, era el más triste y peligroso, porque siendo pobre pensaba como rico y siempre estaba dispuesto a defender la ideología de esa clase social privilegiada de la cual no hacía parte. “El analfabeta político no ama pero sí justifica las cadenas de la opresión”, solía decir.
Era una mujer alta, delgada, con ojos color miel y cabellera azabache hasta la cintura. Vivía en la ciudad capital y solía visitar a sus padres en fiestas especiales como navidad o semana santa, precisamente.
Era rebelde. No tragaba entero. Criticaba el sistema económico. Siguiendo el pensamiento de Carlos Marx sostenía que la génesis de la violencia era la lucha de clases. Sabía a ciencia cierta que ni ella, ni su hermano, ni sus padres, pertenecían a la clase social a la cual pertenecían don Richard y doña Margaret. “Esa familia pertenece a la otra clase social”, dijo a su hermano, mientras tendía el camastro.
Su hermano al mirarla con el rabillo del ojo, se acomodó sobre su camastro, inquieto por la afirmación de Agripina. “¿Eso qué tiene que ver?”, preguntó acariciando en sus manos el libro “Cien Años de Soledad”, la insigne obra de literatura de Gabriel García Márquez.
“Mucho”, contestó Agripina sin mirar a su hermano. “No entiendo”, insistió Tolo. “Eso explica por qué a nosotros nos toca ir al viacrucis, a usted cargar esas imágenes de yeso y a mí a rezar como una dolorosa, mientras don Richard y doña Margaret, se divierten, hacen fiestas y seguramente bacanales”.
Tolo se puso en pie. “El fundamento de toda religión es la sumisión y el vehículo de transmisión es la fe y la fe es la negación a todo razonamiento científico”, agregó Agripina terminando de tender el camastro.
“¿Qué tal que los cuchos la oyeran, hermanita? Se morirían de pánico”. Agripina sonrió. “Tienes razón – dijo – ellos representan el pasado y nosotros el presente. Ellos son producto de su verdad, y nosotros de nuestro tiempo. ¿Verdad?”
“Claro. Pero, no hay una ruptura en la relación entre ese pasado y el presente que posiblemente nosotros representamos”, dijo Tolo mirando el imponente paisaje bucólico de la pequeña comarca a través de la pequeña ventanita.
“Eso lo resuelves tú, si entiendes la nueva definición de la historia, por cuanto hasta ahora nos la han enseñado como simple pasado, cuando en realidad la historia es ante todo presente y futuro. ¿Qué le quiero decir, hermanito? Le quiero decir que para tú dimensionar el presente y proyectar el futuro debes saber el pasado. Y esa ciencia que nos permite hacer ese análisis concreto se llama historia”.
Tolo frunció el ceño. No podía asimilar el discurso de su hermana. Por eso le pidió hiciera una pausa para él reflexionar sobre lo dicho. “He de reconocer que tengo dificultades para asimilar ciertos temas por su complejidad. De noche los reflexiono y a veces los interpreto mejor”.
La conversación la cortó su padre. “Es hora de salir”, dijo. La calle estaba atiborrada de campesinos y turistas. Iban de un lado para otro haciendo comentarios en un cuchicheo de padre y señor mío. La familia salió en estampida para templo. Cruzó el parque a paso largo, esquivando el lodazal. Adelante Anacleto, llevando a su lado a Tránsito y seguidos por Tolo y Agripina.
El templo era largo y angosto con un pequeño altar de concreto. En la pared el crucifijo. En la derecha la sacristía y en la izquierda la pila bautismal.
Anacleto se hincó de rodillas ante el Santísimo. Se santiguó y oró mentalmente. Tránsito buscó el reclinatorio y sacando la camándula de la pequeña escarcela, rezó el rosario de los dolorosos también en voz baja.
Tolo y Agripina, permanecieron en pie mirando discretamente a su alrededor. No había un solo adinerado en el templo. Era la prole en pleno que estaba allí, lista a peregrinar con las imágenes en hombros como era la tradición milenaria.
Tolo no rezaba, meditaba, reflexionaba. “Lo que dice mi hermana es cierto – pensó - ¿Por qué los adinerados no están acá? ¿Es que orar es exclusividad de los pobres? ¿Es que ellos no tienen alma?”
Su hermana, que lo conocía a la perfección, lo miró de reojo diciéndole en voz baja. “¿Te das cuenta?”. Tolo se estremeció afirmando con la cabeza.
Al lado de su hermano carguero, Agripina siguió la procesión paso a paso bajo la resolana de las nueve de la mañana, por una callejuela angosta y enlodazada. El murmullo de la muchedumbre adoctrinada se confundía con la voz constipada del cura párroco repitiendo las mismas oraciones de todos los años por esta época. Ni un solo cambio. El recogimiento era total. Anacleto y Tránsito no se separaban del cura, contestaban las letanías de memoria, lo cual era considerado por ellos, un milagro del Señor. Tolo sudaba sosteniendo en su hombro derecho el catafalco del nazareno. “Es lo más estúpido que he hecho en mi vida”, dijo mirando de soslayo a su hermana. “Para que lo vieran los amigos de la universidad”, dijo irónica Agripina. “Me levantarían de una”, contestó sofocado.
Esto sucedía en la pequeña comarca metida en el cuajado cañón de pendientes exuberantes al lado y lado. Mientras tanto, don Richard, Margaret, John y Angélica, se divertían en las mejores calles y avenidas de la ciudad heroica de Cartagena, a orillas del mar Caribe.
El sol era espléndido. No había una sola nube en el firmamento cerúleo. La bullaranga de aquella selecta masa amorfa irrumpía con ímpetu. Dentro de ella, esta familia se divertía. Las bellas mujeres apenas cubrían sus vergüenzas y sus abultados senos con pequeñas prendas de fina marca.
Y mientras don Richard saboreaba whisky y Margaret ginebra importada, John y Angélica armaban la dosis de heroína entre risas y gritos estentóreos, saboreando vodka con agua y naranja. La parranda vallenata estaba por comenzar. El presentador, un joven flaco de barbilla y mirada perdida, anunciaba el cartel para ese día con escándalo. “Lo mejor es de noche”, dijo don Richard mirando a su vecino de mesa. “Sí, salen las hembritas tal como nacieron”, contestó el fortuito contertulio con aire morboso. “Para nosotras también hay sitios”, dijo Margaret apurando un sorbo. “Allí, también hay calor y diversión”, agregó apurando el aperitivo y dejando escapar una risa burlona. “Parce – dijo John a su hermanita – lástima la semanita ser tan corta, debería ser dos o tres semanas”. “Sí, lástima que ese man que dicen que crucificaron no hubiera aguantado dos y tres semanas. Fue flojo”, contestó Angélica apurando por segunda vez la dosis.
“De todas maneras, terció don Richard en la conversación, lo importante de todo es que la iglesia se encarga de adormecer al pueblo, a aceptar la sumisión como su única tabla de salvación. Eso hace que esa masa permanezca inmóvil, quieta, pensando en la eternidad”.
Margaret lo miró entonada. Torció la boca como lo solía hacer cada vez que libaba y mirando el mar turquí abrió las piernas al decir: “Cierto. Qué papel tan importante de las religiones. Hay que inyectarles mucha plata para que el populacho siga mirando para el cielo y nosotros para la tierra. Esa es la lógica”, dijo.
Y permanecieron allí, hasta cuando perdieron el control totalmente. No sabían de dónde eran vecinos. Nadie respeto a nadie y lo que ocurrió resulta imposible narrar, solo queda a merced de la imaginación, aunque a decir verdad, ésta resulta poca para lo que sucedió durante esta semana santa por cuenta de esta clase social.
Al pueblo solo le llegó la versión mediática, la cual afirmaba que don Richard, doña Margaret y sus hijos se habían recluido en alguna parte del Caribe a meditar sobre la situación política del país, en aras de hallar fórmulas para sacar al pueblo del estado de pobreza en que estaba sumergido por obra y gracia del mal tiempo y la falta de suerte. Que antes de internarse en la vasta zona, esta familia había llamado al pueblo a la oración, a la meditación y al sacrificio porque eso era lo que enseñaba el maestro desde la cruz. Sacar del corazón el odio y de la mente la sed de la lucha de clases.
El mensaje fue difundido en las primeras páginas de los principales medios de comunicación de radio, prensa y televisión, se repitió el mensaje durante toda la semana en horarios triple A, produciendo el efecto deseado, el cual se reflejó en que los pobres rezaron y los ricos se divirtieron. ¡Aleluya!
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