Foto.- Bitácora de Glenda |
Los niños cubanos cantan con amor impoluto la consigna: “Seremos como el Che”, se eriza la piel al contemplar con qué decisión estos pequeños agitan tamaña consigna, la cual no brota por simple espontaneidad o frase de cajón, como solemos decir con frecuencia, brota de lo más profundo de sus entrañas, con firmeza y convicción revolucionaria.
¿Y quién era el Che? Un ser humano, de carne y hueso, un médico argentino, que enseñó más con el ejemplo que con la palabra, un revolucionario consecuente con los intereses del pueblo. Un guerrillero que dio su vida por la libertad y la justicia social en el continente americano.
Así las cosas, ser como el Che constituye en el siglo XXI todo un desafío para la generación revolucionaria que persiste en la tarea de construir una sociedad humana basada en los valores de la solidaridad, la justicia social y el humanismo en todo el sentido de la palabra.
Ser como el Che constituye una utopía que puede materializarse en la medida en que logremos fusionar dialéctica y honestamente la teoría con la práctica. Mientras esto no suceda no seremos más que charlatanes de pacotilla o embusteros de la peor calaña.
El Che no es pasado, ante todo, es presente y futuro, pues encarna todo un compendio ético y moral que hay que estar recreando con imaginación, decisión y compromiso revolucionario.
No tener claro los valores socialistas por los cuales luchamos e incluso, estamos dispuestos a dar nuestra propia vida, es una vacío protuberante que se ha convertido en una peligrosa constante en este siglo, fenómeno que hay que erradicar con decisión y coraje.
El Che no se creía superior a los demás, no imponía, no robaba, no mentía, no era oportunista, no era pusilánime, no era arrogante, no era petulante, no se consideraba la estrella, el pulmón de todo. Todo lo contrario. Eso lo hizo grande, inmenso y universal.
El revolucionario está comprometido con la verdad, con la honradez, con el humanismo, con la ciencia y con el cambio. Un revolucionario ama al pueblo, ama a sus camaradas, respeta a sus compañeros de lucha, es el último en recibir, siempre está dispuesto a buscar una salida plausible, corrige con la grandeza que da el ejemplo. Un revolucionario se preocupa permanentemente por aprender no para opacar a los demás y ponerse por encima de estos, aprende a ser más persona, más sencilla, más tolerante. Un revolucionario no profiere palabras soeces ni siquiera contra el enemigo de clase, mucho menos contra sus camaradas y amigos. Respeta escrupulosamente las finanzas del Partido, así sea un peso o una vieja moneda.
Mira hacia adelante con esperanza, sin olvidar el pasado. Aprende de sus propios errores y esta siempre dispuesto a compartir lo mejor, no el sobrante, lo que queda por si acaso. No camina por senderos oscuros de la adulación y la apariencia, resulta demasiado humano para reconocer sus yerros y su misma condición humana.
Todos esos valores parecieran estar en vía de extinción en este siglo, por cuanto nos fascina el facilismo, la adulación, el oportunismo. Estamos distanciados entre el dicho y el hecho, lo cual resulta preocupante y peligroso. Así no somos como el Che, ni lo seremos nunca. Estamos lejos inexorablemente.
Afortunadamente, el marxismo – leninismo nos da fórmulas para superar esas desviaciones, hay que utilizarlas con nobleza, sin soberbia, con humildad, es decir, con conciencia de clase. He ahí, los principios leninistas, por ejemplo. Hagamos uso correcto y sincero de la crítica y de la autocrítica, por decir algo. Valga decir no la crítica para responsabilizar al otro, ni la autocrítica para justificar lo injustificable y seguir por lo mismo. Necesitamos una crítica y una autocrítica como la planteó el marxismo – leninismo y la practicó el camarada Ernesto Che Guevara. Lo demás, resulta un embuste.
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