Por Nelson Lombana Silva
1
Arcadio cruzó la distancia a grandes zancadas; sudoroso y enlodado recorrió el camino retorcido y pendiente acosado por el miedo. Su respiración seca tendía a reventar los pulmones. El sudor frío, mezclado con la llovizna resbalaba por sus mejillas mofletudas. Llevaba al cinto el machete y encaletado el revólver de seis proyectiles. A intervalos miraba hacia atrás para cerciorarse que nadie lo estaba siguiendo. Al divisar la casa se detuvo, tomó oxígeno y abordó el desecho. “Por aquí llegaré más rápido”, dijo en voz baja. La monótona llovizna transparente caía sobre su humanidad. Ensopado de sudor, lluvia y lodazal no paraba de caminar. El estrecho desecho tenía prolongados columpios, los cuales devoraba en santiamén. Al cruzar el pequeño arroyo de aguas cristalinas, se inclinó y tomó agua para mitigar la sed. La cogió entre sus manos encalladas y temblorosas. Saltó de piedra en piedra y corriendo desesperado continuó la marcha por el largo potrero.
Helena, lo vio venir a través de la pequeña ventana. Sintió alegría y llamó a los niños para que salieran a encontrarlo. Los tres menores corrieron por el largo corredor de chambrana y esperaron ansiosos la llegad de su padre. Piero, el más pequeño, se quejó de que los mayores lo dejaran de último, hizo pataletas hasta que los dos cedieron y le permitieron pasar adelante. Helena apuró el tinto y la comida. Era alta, acuerpada, cabellera azabache que le bajaba casi hasta la cintura. Su rostro curtido por los avatares del campo, conservaba el buen humor y la gracia femenina. Sus ojos negros expresivos conservaban el brillo cristalino. Era fuerte y aguerrida.
Arcadio entró de un solo golpe. Apenas se inclinó para saludar a los pequeños dejando en cada mano un dulce y un pan. Fue directo a la cocina rectangular. Fatigado y nervioso abrazó a Helena y le estampó un beso en la boca. Helena reaccionó y retrocediendo preguntó asombrada. Él la miró y sus ojos se nublaron, al decir por entre los dientes: “Tenemos que dormir en el monte, mija”. Helena se cruzó de brazos interrogante: “¿Qué pasó?, dijo. “Los Pájaros vendrán por nosotros esta noche dijo mi compadre Andrés”. “Malditos, godos hijueputas”, dijo Helena acariciándole la barbilla a Arcadio. “Estamos a merced de ellos”, dijo Arcadio mirando a través de la ventana la huerta casera.
Los niños disfrutaban las golosinas yendo de un lado para otro. Angelita, tenía ocho años, con su vestido floreado, jugaba con la pequeña muñeca, departía con ella el mendrugo de pan. Peter se meneaba en la chambrana y Piero, el más pequeño, seguía de cerca la conversación sin entender el contenido. Cuando Helena dejó rodar por sus mejillas lágrimas, el pequeño se entristeció y también se echó a llorar. Los demás niños suspendieron sus actividades y se solidarizaron con las lágrimas de la mamá. Arcadio la abrazó y acariciando su bella cabellera le pidió que se calmara. “Resistiremos”, dijo. “Hay que salir rápido para la troja”, agregó saliendo de la cocina para dirigirse a su cuarto a sacar el poco dinero que guardaba en la repisa. Helena suspiró y abrazando a los niños pidió que se calmaran. “A lo hecho pecho”, dijo masticando la frustración.
A pesar de la gélida llovizna Arcadio salió al patio mirando a su alrededor. De las casas vecinas la gente iba saliendo rumbo a la montaña con sus cosas más elementales. Iban con la casa a cuestas, acosados por el mustio atardecer y el frío glacial de La Palma, una pequeña población anclada en la cumbre de una de las estribaciones de la cordillera Central. Se detuvo y haciendo una mueca de impotencia también preparó sus trebejos rápidamente y antes de la seis de la tarde se encaminaron a la troja. La troja era un escondite bajo un corpulento árbol raizudo, recubierto por un plástico verde, el cual se mimetizaba con la espesa vegetación. Nadie podía hablar. Helena le tapaba la boca al menor para que no hiciera ruido que los delatara y pusiera en peligro. Helena espantó los bichos que pudieran hacerles daños y tirando sus cobijas organizó la cama para los pequeños y para ella. Cansado Arcadio se tiró sobre el tendido y cerrando los ojos reflexionó en silencio. “¿Dónde estarán los jefes que no nos defienden?, preguntó Helena meditabunda. “El Partido Liberal no está en el poder, están esos godos vergajos”, respondió Arcadio apretando los puños. “Laureano juró no dejar liberal con vida y lo está cumpliendo”, agregó. “¿Nacimos para morir?”, volvió a preguntar Helena en voz baja. “Eso parece”, contestó Arcadio mirando el techo de la troja. Helena se acomodó a su lado y acariciando el rostro de Arcadio le imprimió ánimos. “Mijo: Dios no se ha muerto, ni está enfermo”. Arcadio sonrió. “Entonces, ¿En dónde está que no actúa?”. Helena lo recriminó con fuerza: “Incrédulo, ateo”. Arcadio sonrió de nuevo y la abrazó. “Por esto no peleo y menos con mi amor, si usted cree, crea y si yo no quiero creer, pues no creo. Tenemos que unirnos creyentes y no creyentes para salvar nuestras vidas y vivir en paz. ¿No le parece, capullito?” Helena calló. Los niños dormían “plácidamente” bajo los gruesos cobertores acosados por el cansancio.
En medio de la noche se escuchó tres silbidos uno tras del otro. Era el santo y seña. Arcadio se puso en pie y empuñando el revólver abandonó la troja dejando escapar también tres silbidos consecutivos. Por el estrecho sendero aparecieron varios hombres que se movían con dificultad. Arcadio no los identificada, solo cuando escuchó la voz de su compadre Andrés, se tranquilizó. “Vamos al filo a ver qué se ve”, dijo en voz baja. “Vamos, compadre”, dijo Arcadio. De tumbo en tumbo llegaron al fino donde se divisaba sus parcelas. Todo permanecía en silencio. Solo el cantío de las lechuzas y el rugir del león distante de vez en cuando. Se acuclillaron y encendieron cigarros “Piel Roja” sin filtro. “¿Qué hacemos, compadre?, ya estoy cansado de tanto correr para un lado y otro”, dijo Arcadio. “Fuerza compadre, la radio dice que pronto caerá el dictador y tomará el poder de nuevo el Partido Liberal. Todo cambiará”, dijo Andrés, botando una bocarada de humo por sus amplias fosas nasales.
“Esa es la esperanza – contestó por entre los dientes Arcadio – que el Partido Liberal vuelva al poder y resuelva los problemas sociales de la comarca, que son muchos y complejos, el jefe Gaitán tiene clara la película. Pero, mientras tanto, ¿Qué vamos a hacer, compadre?” Andrés no contestó, suspiró y miró hacia abajo con melancolía. Cruzó las piernas y acomodándose la ruana, volvió la mirada hacia Arcadio que lo miraba desanimado. “Tendrá que haber una solución, porque la crisis es generalizada. La semana pasada llegó comunicación de Yacopí y si por aquí llueve por allá no escampa. Mariano Ospina Pérez, siguiendo la tesis de Laureano Gómez, insiste en la teoría de que el país hay que conservatizarlo al precio que sea”. “Estoy cansado de tanto correr como un ratón en busca de protección. Me duele la mujer, mis hijos, mis vecinos. ¿Qué culpa tenemos que el glorioso Partido Liberal sea el mejor, el progresista, el rebelde?”, se preguntó al arrojar la colilla, la cual describió una figura graciosa en el aire para caer finalmente al lodazal espeso.
Una ráfaga de viento denso cruzó la distancia moviendo las hojas de la espesa vegetación, los hombres se encogieron y caminaron despacio por el lugar en busca de mejor protección. “Va a llover”, dijo Arcadio refunfuñando mirando nuevamente hacia su finca. Era evidente. El relámpago iluminó momentáneamente sus rostros y el ruido del trueno se escuchó por toda la región con fuerza descomunal. Andrés, alto y de piel oscura se confundía entre los matorrales, a intervalos se rascaba la cabeza y musitaba palabras inconfundibles, eran como oraciones que levantaba al todopoderoso con fe ciega pidiendo justicia y paz para arar la tierra y llevar muchos productos frescos a la plaza de mercado cada ocho días. Sin embargo, a veces se salía de casillas y maldecía al régimen conservador: “Maldito gobierno godo”, decía con cierta frecuencia, mirando a su alrededor.
Un ruido casi imperceptible los hizo reaccionar. Era Helena que se movía como una gata en la oscuridad llevando una chocolatera con tinto caliente y varios pocillos esmaltados. “¿Quién anda ahí?”, dijo Arcadio desenfundando el revólver. Andrés se inclinó tras el árbol y los demás hombres se deslizaron en busca de protección con sus escopetas de fisto unos y otros con afilados machetes. “Soy yo”, dijo Helena en voz baja. “Les traigo tinto para que calienten la tripa”, dijo recostándose en un árbol de regular grosor. Se movía en la oscuridad con precisión. Tomaron tinto. “¿Cómo están los niños?”, preguntó Arcadio. “Todos bien, duermen tranquilamente, aunque el trueno los despertó, Piero lloró, pero se tranquilizó y siguió durmiendo. No hay de qué preocuparse”. “¿No han llegado esos forajidos?”, preguntó con enfado, mientras servía los tintos. “Nada”, dijeron casi en coro. Volvió el relámpago y después el trueno. La brisa comenzó a transformarse en lluvia. Helena regresó a la troja, mientras los desplazados se arrimaban a los árboles más altos para protegerse de la lluvia, envueltos en sus ruanas oscuras.
Fue una noche larga y tensa pasada por la cruda lluvia. Poco a poco el alba fue despuntando. El día lluvioso. La densa neblina ofrecía poca visibilidad. “Un día más de vida”, dijo Arcadio soñoliento. “Yo diría un día menos de vida”, contestó Andrés acariciando la copa de un pequeño arbusto. Sonrieron, era una sonrisa pálida, amarga, no salía del corazón, salía de las entrañas de la lucha desértica de una noche prolongada como tantas noches, huyéndole a los Pájaros y a la Policía Chulavita.
La primera en regresar a casa fue Helena y sus tres pequeños. Mirando a su alrededor condujo a los pibes por el estrecho sendero percatándose de no dejar huellas que delataran la existencia de la troja. Circunspecta cruzó la distancia en silencio. Los niños se lamentaban del frío. Cubierta sus cabecitas con bolsas plásticas trataban de protegerse de la lluvia y del frío glaciar. El chasquido al pisar el lodazal interrumpía la monotonía del entorno. Las vacas bramaban y los terneros también. “Maldita violencia”, dijo para sus adentros viendo caminar a sus polluelos con qué dificultad, a cada paso que daban resbalaban y caían, suspirando se incorporaban y seguían sin mirar a su alrededor. “Sí, mil veces maldita violencia”, volvió a pensar apretando los labios en gesto de enfado. Cruzaron el ordeñadero y dando la vuelta por detrás entraron al largo corredor y mientras los niños buscaban ropa para cambiarse, Helena se encaminó a la cocina. Abrió la puerta y sobre la hornilla, enroscada había una serpiente bastante voluminosa. A pesar del ruido al abrir la puerta, no la despertó. Helena dio un salto atrás y corriendo por el estrecho corredor, salió al patio descompuesta por el susto. Arcadio la miraba desde la loma. “¿Qué pasó?” y descendiendo velozmente sin medir consecuencia, saltando como un felino las alambradas llegó empuñando el revólver. “¿Qué pasó?”, dijo tomándola por el hombro. Helena no contestó, ensimismada lo miró. Estaba pálida y temblaba como una condenada a la silla eléctrica. Arcadio la movió violentamente para que reaccionara y mirando a su alrededor insistió con el movimiento brusco. Temblorosa y sollozando señaló la cocina. Arcadio se encaminó y abriendo la puerta violentamente miró con sus ojos chispeantes el interior descubriendo la víbora descomunal que se zambullía agresiva ante el golpe al abrir la puerta. Sacaba la lengua y sus ojos brillaban. Arcadio disparó en repetidas oportunidades. El animal se contorsionó y tirándose de la estufa de tierra pisada y dando volteretas salió por el orificio del lavamanos. Arcadio volvió a disparar. Y dando la vuelta por el largo corredor, saltó la chambrana en busca del grueso reptil. No la halló. Tampoco huellas de sangre. Buscó a su alrededor pero no encontró nada. La mujer lo seguía con su mirada. “El hombre es hombre”, dijo acercándosele y besándole la frente. Arcadio la miró. “¿Qué se haría?”, dijo reanudando la búsqueda. “¿Se metería debajo de la casa?”, preguntó Helena acongojada.
Poco a poco los vecinos fueron llegando armados de palos, machetes y escopetas por distintas direcciones. “Escuchamos la balacera y venimos en ayuda”, dijo Andrés con sus ojos abotagados por el sueño. “¿Le disparaba al viento?”, preguntó Gratiniano, piel trigueña, bajo de estatura y ojos pequeños, acariciando un grueso Guayacán. Adriana, la mujer de Idelfonso, su amor platónico también llegó mirando a su alrededor y abrazando a Helena, le preguntó los motivos de la balacera. Era hermosa recién llegada de la capital. Su piel blanca, cabellera rubia, ojos azules, altos y delgados, movía su trasero con destreza femenina. Apenado, Arcadio contó la historia sin omitir detalle.
Los vecinos se miraron entre sí, no podían admitir que Arcadio hubiera fallado en la puntería, tenía fama en toda la región de meter las seis balas del revólver por la botella sin dañarla a gran distancia. Era conocimiento público. El murmullo se fue agrandando en la medida en que buscaban una huella, una evidencia. Había dejado de llover y el sol pálido, amarillento aparecía con dificultad entre la densa neblina. “Se la tragó la tierra”, dijo Idelfonso, acariciando disimuladamente el corpiño de Adriana. Arcadio volvió su mirada y fingiendo mirar a Idelfonso miró a Adriana. Fue una mirada disimulada que solo la descifró Adriana. Clavó la mirada al piso y separándose de su marido buscó protección en Helena, consideró que allí se sentía más a salvo. Arcadio sonrió para sus adentros. “Me copió”, dijo sin mover los labios.
Agripina, la mujer más antigua de la región, llegó después de las 10 de la mañana apoyándose en su nieto y en un pequeño bastón de fino Arrayán. Los asistentes le hicieron prácticamente calle de honor y uno a uno la fue saludando con devoción, respeto y admiración. Fue hasta el fondo de la casa y entrando por un costado caminó por el corredor hasta acomodarse en una rústica butaca de madera sin pulir. Sus pequeños ojos grises perdidos en el piélago de arrugas, paradójicamente no perdía su brillo inmaculado. Miró a Helena escrutadora. “¿Qué paso, mija?”. Sentada a su lado Helena le hizo un relato corto y conciso. “¡Oh, Dios mío!”, dijo mirando la distancia borrosa. “Ronda la muerte”, agregó por entre los dientes. Helena se puso en pie y mirándola intensamente la interrogó con su mirada febril. La anciana no respondió, eludió el tema preguntando por las begonias, los claveles y las margaritas. “Todo se lo ha llevado la violencia”, contestó Helena con amargura. “Un día nos llevará a nosotros, el gobierno persiste en la idea de que hay que borrar de la tierra a los liberales, nos acusa de comunistas y de ateos”, dijo con resignación. “Más creyentes que nosotros no puede haber gente en toda la comarca. No matamos, no deseamos al prójimo, ni sus riquezas”, reflexionó Helena al pasarle una infusión de yerbas aromatizadas con un cubito de azúcar en pequeño pocillo de porcelana blanca.
“Gaitán es la esperanza – agregó la anciana cogiendo suavemente el pocillo y llevándoselo a sus marchitos labios – ojalá no atenten contra él y contra la patria, porque considero que este hombre no es solo él, es un pueblo como él mismo lo dice en sus recorridos por el país”. “Eso pensamos todos – dijo Helena apretando las manos entre sí para producir calor – ojalá la divina providencia permita que llegue a la presidencia”.
El tema de la serpiente se fue disolviendo poco a poco entre los asistentes, los campesinos se enfrascaron en otras preocupaciones del momento como la violencia partidista, la carestía y la falta de centros de salud y de educación. No hubo quien expresara su preocupación por el crudo invierno. “Llueve a cántaros”, dijo frunciendo el ceño. Helena les preparó chocolate espeso con leche, queso y pan. Algunos repitieron. Dieron vuelticas nuevamente por el entorno de la casa y se marcharon. Arcadio le estrechó la mano a Adriana con suavidad sin perder su don varonil. Adriana se estremeció y coloreada se alejó mostrando toda su gracia femenina. Agripina, suspiró y soltando una lágrima se retiró dejando escapar sus ayeayes de la vejez. Helena desde la chambrana la vio desaparecer, se volvió y suspiró. “Agripina anuncia más violencia”, contó a su esposo con profunda indignación. Arcadio la recostó contra su pecho, acariciando su bella cabellera que le bajaba hasta la cintura, le dijo: “Uno no se muere la víspera sino el día”. Helena lo miró. “Es cierto – dijo – pero vivir así como estamos viviendo no es vivir”. Arcadio no contestó, no tenía respuesta correcta.
2
La mañana fresca entraba por el ventanal a entera libertad. El tenue sol mañanero se filtraba por la copa del corpulento pino plantado en una esquina de la plaza de mercado, cerca al palacio municipal. El alcalde se asomó para mirar los toldos de tafetán que si iban instalando en el terreno terroso, cada cual con una finalidad. Unos para ofrecer pan, otros productos de pan coger, otros ropa y otros chucherías de contrabando. Con las manos metidas en sus bolsillos permaneció meditabundo sin precisar su mirada en un punto fijo. Vagaba ésta por la larga plazoleta polvorienta en verano y lodazal en invierno. Era un viejo encorvado de mirada triste. Nunca sonreía, siempre su rostro era seco e inexpresivo. Su mujer había muerto en un accidente cuando el caballo trastrabilló subiendo la pendiente de Guamal, ella perdió el equilibrio y cayendo de espalda sobre un terreno rocoso, una de las piedras de punta le alcanzó la parte occipital muriendo al instante. Su agonía fue corta, el golpe había sido violento y certero. El caballo rosillo, rodó aparatosamente quedando en el fondo del cangilón. De allí, lo sacaron los gallinazos enredados en sus agudos picos carroñeros a partir del segundo día cuando el olor fétido inundó el ambiente. El alcalde acompañó personalmente al inspector de policía para rescatar el cadáver de su esposa y después de la velación, enterró su cuerpo en el cementerio de la comarca con miles de honores. Los conservadores asistieron en masa para tributarle el último adiós y sendos discursos improvisados se escucharon durante las exequias. Se ordenó izar la bandera a media asta durante tres días, pues el bombo era que había muerto una patricia sin igual y siempre igual.
El alcalde se encogió de hombros. Suspiró cansado. “Hoy es un aniversario más de la muerte de mi amada”, dijo para sus adentros. Carraspeó fuerte arrojando el esputo al cesto de la basura. Y volviendo a salir al ventanal siguió mirando sin ver el bullicio del día de mercado. Los recuerdos cenagosos desfilaban por su mente enfermiza. La secretaria lo interrumpió entregándole el Marconi. El alcalde la miró y sin saludar lo tomó entre sus huesudas manos. Giró sobre sus pasos y yendo a una esquina de la oficina quitó con dificultad el ganchito que sujetaba el sobre, abrió la hoja pequeña y leyó despacio el contenido. Deletreaba. Varios minutos leyó y releyó su contenido.
Avanzó hasta su escritorio y tirando el Marconi, su rostro se contrajo en una mueca de terror. Llamó a la secretaria, una joven montaraz y apacible, que ordenaba meticulosamente los documentos de acuerdo a la fecha. “¿Señor?”, dijo apareciendo bajo el marco de la puerta. La miró con desprecio. “Dos cosas – dijo – archive el Marconi y llámame al comandante de policía”. María, así se llamaba la secretaria, movió la cabeza afirmativamente.
El alcalde se dejó caer pesadamente sobre el escritorio y esperó organizando la libretica de apuntes, sacó un cigarro, lo encendió y dejó escapar una bocarada que inundó el pequeño aposento. El comandante de policía un hombre adusto de mirada criminal y marrullera entró y espantando con una mano el humo del cigarro con la otra saludó. Se acomodó en un taburete de madera recubierto de cuero lampiño de res. Sacó la pistola y la colocó sobre el escritorio del mandatario. El alcalde lo miró sin verlo a través de la cortina de humo. Estrelló la colilla contra el cenicero y mirando al comandante le correspondió al saludo.
Le comentó el contenido del Marconi sin omitir detalle. El comandante sonrió. Se frotó las manos y le suplicó que le repitiera el contenido del Marconi. Una vez se lo repitió despacio, deletreando, el comandante saltó de su asiento y mirando el retrato de Laureano Gómez, dijo eufórico: “Ahora sí vamos a conservatizar La Palma”. El alcalde lo miró de arriba abajo, sus ojos de víbora se encendieron lanzando destellos, el comandante acariciaba la cacha de la pistola. “¿Por dónde comenzamos?”, dijo el hiperactivo polizonte. “Bueno, hagamos un listado de los mejores que hay en la comarca, ellos serán los primeros”, dijo el mandatario abriendo la libretica de apuntes y empuñando el esfero de mina azul. La lista fue larga. La encabezaba la familia proveniente del lejano oriente, que había llegado por estos andurriales en busca de una segunda oportunidad sobre la tierra, huyéndole a las hordas del fascismo hitleriano, que se había empecinado en imponer en el mundo exclusivamente la raza aria, arguyendo que las demás eran un degenero de la especie humana. Esa familia recorrió la distancia y por cosas de la coincidencia llegó a estas tierras y como hablaban enredados, los nativos consideraron a esta familia semidioses, a los que había que tributarles profunda y eterna admiración. La familia turca aprovechó para dominar e imponer su doctrina a sangre y fuego. Desde entonces fue la mandamás en la comarca. Todo cuanto tuviera ocurrencia tenía que pasar por su visto bueno, de lo contrario, era motivo de censura e incluso, escarnio público. A pesar que había llegado en estampida para no caer bajo la garra de la fuerza militar de Adolfo Hitler, no ocultaba su admiración hacia esta criatura que se había atrevido a desafiar el poder divino, al decir: “Dios en los cielos y yo en la tierra”.
Más de una hora duraron confeccionando la lista. Tanto el alcalde como el comandante tenían claridad sobre cada uno. “Metamos a este último – dijo el comandante – claro que lleva sino cinco en el buche”. El alcalde lo miró dejando escapar una leve sonrisita morbosa. “Tendrá que afinar o lo afinaremos nosotros, ¿verdad comandante?”, dijo el alcalde despidiéndolo en el marco de la puerta de su despacho. Giró sobre sus pasos sentándose de nuevo, pidiendo un tinto cerrero y encendiendo otro cigarro. Con parsimonia cogió el legajador de cuentas por cobrar y a renglón seguido la cantidad de cuentas por pagar. Era un arrume descomunal. Afuera, en el pasillo, los acreedores se arremolinaban alrededor de la secretaria buscando información sobre su cuentica. La empleaba no daba abasto en contestar los requerimientos de la comunidad. Era experta en artilugios mágicos para eludir la presión popular. Algunos salían resignados, otros vociferando y maldiciendo. “Es gaje del oficio”, solía decir María, quien se consideraba que ya tenía carnadura de burro para soportar todos los improperios a que era sometida por la incapacidad del alcalde de firmar oportunamente sus cuentas.
Durante la mañana también atendió una comisión del directorio conservador. Intercambió opiniones con la delegación dejando entrever que en el futuro próximo el glorioso Partido Conservador sería único en la comarca. El alcalde entendía que no había en el mundo otro partido más creyente y respetuoso de la moral cristina que el Partido Conservador. Lo pregonaba a los cuatro vientos con amplitud y ruido estridente. Solía traer a colación la gesta de los presidentes conservadores, sus enseñanzas y sus decisiones que no dudaba en calificarlas de históricas. “Los cachiporros son hueso duro de roer”, dijo el presidente de la comisión, un campesino mal hablado y egoísta. El alcalde lo miró con fina ironía: “Entre más bravo el toro mejor la corrida”. Todos rieron.
Andrés llegó después de las once de la mañana y cruzando el pequeño zaguán fue directo a la secretaría. María lo miró indiferente. No pudo ocultar el enfado que le producía la presencia de un liberal en su despacho. Lo ignoró hasta más no poder, con el cuento que estaba súper ocupada y había unos turnos pendientes. Andrés era consciente del ambiente hostil. Iba preparado. No se incomodó. Esperó pacientemente. Aguantó sereno. Se acomodó el sombrero de palmicha, estiró la mochila de fique y se sentó en una larga banca color caoba. Tenía las alpargatas enlodadas y el pantalón oscuro de dril. Su camisa caqui de mangas largas las tenía arremangadas. Su rostro enjuto, quemado por el sol y la inclemencia de la lluvia lo destacaba a leguas como neto campesino, forjador incansable del surco. La violencia la miraba como la peste más deplorable y repudiable, sostenía la tesis de que el trabajo era la mejor política.
Pasado un buen rato, María lo miró seria preguntando qué necesitaba. Andrés se incorporó con dificultad e intentando congraciarse con la funcionaria dejó escapar una risita, pero María fue cortante y autoritaria: “Vamos al grano”, dijo. Andrés metió sus manos encalladas en la mochila y sacó un pedazo de papel escrito por ambos lados con una ortografía de padre y señor mío. Tembloroso, se inclinó para dejarlo en manos de María. María fingió leer. “Carajo, ¿Quién se cree esa comunidad que usted regenta? ¿Quieren todo el presupuesto municipal para ustedes?”. Andrés se encogió de hombros y mirando a la funcionaria dio un paso atrás, observando a través de la ventana el sobrevuelo de gallinazos en la parte de la plaza donde funcionaba la carnicería. Titubeó, no sabía qué contestar. La mirada escrutadora de la funcionaria lo tenía inmovilizado. “No es mi visión – dijo – es la visión de la comunidad”. Titubeando le dijo a la secretaria que la comunidad de Bello Horizonte se había congregado para estudiar su problemática veredal y que producto de esa reunión había salido ese listado de necesidades prioritarias. Le refirió el tema de los caminos, la falta de escuela, la falta de puesto de salud, acueducto comunitario, letrinas, la falta de créditos blandos y así sucesivamente. “Parecen comunistas o como mínimo sindicalistas”, dijo María malhumorada poniéndose en pie y caminando hacia el despacho del alcalde. “Veremos qué hacemos”, dijo cruzando la puerta. Andrés, respiró profundo y después de saludar a algunos copartidarios que se acercaban a saludarlo, se sentó nuevamente en el mismo asiento. Cruzó los brazos y esperó. El día se iba tornando grisáceo y de pronto un relámpago seguido de un trueno anunció lluvia huracanada. El ventarrón se anunciaba en toda la comarca. Los vendedores buscaban protección, extendían los plásticos de diversos colores y ajustaban los toldillos de tafetán que amenazaban con caerse. Miraba a intervalos la puerta de la alcaldía en espera de que de un momento a otro se abriera. Cuando ya daba por descontado, ésta giró lentamente y la secretaria apareció con otro semblante. Había cambiado. Se mostraba atenta y conciliadora. Le hizo señas para que pasara y le preguntó si quería tinto o agüita, que era lo que ofrecía el alcalde a sus copartidarios. Asombrado Andrés se incorporó y avanzó despacio. “¿Dejo el machete afuera?” preguntó anonadado. La secretaria volvió a reír afable. “No hay necesidad, usted es una persona honorable y pacífica”, contestó acomodándose de nuevo en su asiento para continuar con sus obligaciones. Andrés se encaminó despacio, calculando cada movimiento como si caminara sobre huevos. Al entrar al despacho se quitó el sombrero y haciendo la venia saludó al mandatario que tétrico permanecía sentado mirando los movimientos del labriego. No contestó el saludo el mandatario. “Siéntese”, dijo. El campesino se sentó perplejo mirando a su alrededor, encontrándose con el cuadro de Laureano Gómez. “Soy un alcalde democrático”, dijo el mandatario abriendo la conversación. “Reconozco en los liberales acción. Espero valore mi admiración, pues esta me pone en problemas serios con mis copartidarios y sobre todo con los grandes jefes: Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez, las dos expresiones del glorioso Partido Conservador”. Colérico, lívido, Andrés carraspeó fuerte e intentó ponerse en pie, pero el mandatario lo suavizó. “No estamos acá para hablar de política, sino de obras para la comunidad”. Andrés se contuvo. Sus ojos chispeantes los fijó en la figura magra de la primera autoridad municipal. El mandatario insistió como buen zorro político. “Los odios partidistas no nos llevan a ningún Pereira”. Andrés, recordó las horas de insomnio y de vigilia en la montaña, huyendo como animales de monte, ocultándose como rata y ahorcando a los perros y a los gatos para que no los delatara. Se le reveló el rostro angustiado de los niños y la mirada triste de su mujer viendo arder las chozas levantadas con tanto sacrificio. Vio pasar el cuerpo de su vecino cosido a puñaladas y con el corte corbata que consistía en abrirle un hueco debajo del paladar y sacarle por allí la lengua. Todo fue tan nítido y tan rápido que Andrés solo tuvo tiempo de suspirar profundo para intentar ahogar el dolor y la impotencia que le producía aquellas dantescas escenas que desfilaban una tras de otra. Quiso gritar. Desahogarse. Lanzar un viva al Partido Liberal y un abajo al Partido Conservador, pero mágicamente se contuvo. La frase de que la reunión no era para hablar de política sino de obras comunitarias lo calmó. Moviendo sus manos encalladas, miró de reojo al alcalde sin sostenerle dos segundos la mirada. “¿Qué hay entonces?” Preguntó tímidamente. El alcalde se puso en pie, prendió un cigarro e inundó el despacho de humo ennegrecido. Caminó por el estrecho espacio calculando cada movimiento. El labriego insistió con su pregunta. El mandatario se detuvo y frunciendo el ceño contestó con absoluta nitidez: “Todas las solicitudes serán tenidas en cuenta en esta administración”. Andrés saltó del asiento como impulsado por una catapulta. Estuvo a punto de abrazarlo y decirle que era el alcalde más eficiente que había tenido en toda la historia la comarca. Pero se contuvo y mirándolo de frente, preguntó sin rodeos: “¿A cambio de qué?” El alcalde sonrió. Calculó la respuesta. “Sencillo que usted permita la conservatización de Bello Horizonte”. “Maldito – dijo instintivamente Andrés que era un hombre paciente pero frentero – primero muerto que descolorido. Jamás seré pate amarillo”, contestó indignado. “No tome usted la decisión, hágalo con su comunidad”, dijo el alcalde tirando la colilla al cenicero repleto. Andrés dio media vuelta y salió disparado sin despedirse de nadie. El alcalde lo siguió con su mirada felina. “Cachiporro hijueputa”, dijo apurando el tinto.
La tormenta aumentó. Los relámpagos y los truenos se hicieron más frecuentes. El viento huracanado echó a tierra varios toldillos, desentechó viviendas humildes, el lodazal que arrastraron los arroyos de agua sobre el empedrado inundaron varias viviendas y el pánico se apoderó de la comarca. El cura a través de los altos parlantes convocaba al rezo. “Aplaca Señor tu ira, tu justicia y tu rencor”, decía y las veteranas atolondradas contestaban desde sus chozas: “Perdónanos Señor”. Andrés cruzó la callejuela impávido, congestionado por la indignación que le había producido la conversación con el mandatario. “Godo hijueputa”, decía maquinal e insistentemente. Cruzó el parque los Fundadores y entrando a la pesebrera ensilló su bello corcel negro azabache y se marchó. Bajo la lluvia huracana se fue alegando de la población maldiciendo una y otra vez. A galope limpio cruzó la distancia. El chasquido de los cascos del caballo y su resuello fatigado, fue la compañía durante el largo recorrido por el camino en forma de caracol. Poco a poco fue ganando altura. Los árboles se mecían y los estruendos de los truenos se sentían en toda la comarca. “Esto parece el diluvio universal”, pensó mientras taloneaba el noble bruto para que avanzara más rápido. El galope fue constante a pesar de lo escabroso del estrecho camino.
3
Arcadio llegó a la fonda después de las tres de la tarde y dando un salto felino se acomodó en el mostrador con la petulancia que le caracterizaba cuando estaba copetón. Miró uno a uno a los presentes a ver quién chistaba algo, pero nadie dijo nada. No era que los presentes le temieran, sino que era el mejor gastador de toda la región. Así la gente que lo conocía le toleraba sus delirios de grandeza. “Licor para todos”, dijo. Los borrachitos aplaudieron, el cantinero también. Se acomodó la ruana, colocó a un lado el guayacán y echándose el sombrero pajizo para atrás se sentó uno doble. Tenía la camisa caqui y el pantalón oscuro bota campana. La vitrola no dejaba de presentar canciones de antaño. Encendió el cigarro y aspiró profundo, arrojando todo el humo por su nariz aguileña. “Amo el amor”, dijo viendo pasar una joven de facciones graciosas. Todos rieron a carcajadas. Era una broma, pues era casado y todo el mundo sabía que amaba a Helena con todo su corazón.
Había nacido en mayo, a criterio de él, el mes más triste y desolador del calendario. Sus progenitores habían sufrido los rigores de la guerra de los mil días. Incluso, un primo al parecer había participado activamente en las filas del Partido Liberal. Solía decir con escándalo que a los únicos que no había visto en el campo de batalla, según contaba su primo, era los que hoy gobernaban la nación. “Son astutos – solía decir – arman el tierrero y se esconden y cuando todo pasa se colocan al frente y se proclaman héroes de la patria y son los que proclaman herederos de las glorias obtenidas en franca lid por el populacho”.
No sabía realmente por qué era liberal, pero sentía en sus venas el color rojo y así lo proclamaba a los cuatro vientos sobre todo cuando se emborrachaba, se subía a la mesa y comenzaba a lanzar vivas al partido liberal y al general Benjamín Herrera. Era su ídolo. El hombre más grande que había parido la nación en toda su historia. Para él Jorge Eliécer Gaitán Ayala era su mejor réplica. “Todo gran hombre tiene su doble”, solía decir. Como decía su mujer, le gustaba más la política que la comida. Pasaba horas y horas enseñando el credo liberal, aún en campo abierto, durante sus largas y extenuantes jornadas a la intemperie descuajando montaña. Cada que el árbol cedía a la labor de zapa de la afilada hacha, Arcadio lanzaba la misma frase: “Al suelo godos hijueputas”. Y el que no le gustaba como ocurrió con don Almagro, repetía la frase y empuñaba el hacha amenazante. Hasta el momento nadie lo había contra decido, generalmente la persona que no era de su partido guardaba silencio, pero mentalmente le decía que los condenados cachiporros eran los que estaban condenados a afear y a opacar el destino de la humanidad por cuanto eran ateos y familiares de los comunistas.
Cuando su mirada era vidriosa por los efectos del licor, Arcadio se puso en pie sobre el mostrador trastrabillando y sosteniéndose a duras penas contra la pared comenzó su consabida retreta. Era su proceder siempre. Dijo que en varias oportunidades se había entrevistado personalmente con el general Benjamín Herrera, quien en un gesto de suprema generosidad le había pedido consejos y él se los había dado sin escatimar esfuerzos, que había pasado un par de noches en su lujosa residencia capitalina, la cual era un verdadero palacio en el barrio La Perseverancia y que la esposa del general había quedado maravillada de su vida por cuanto se la había contado de principio a fin sin omitir un solo detalle. Aquella deslumbrante mujer de modales finos, ojos azules, cabellera rubia, alta y apuesta, hablaba medio enredada por cuanto no dominaba muy bien su idioma, no había nacido en este país, sino allá, cruzando el charco, en la nación más poderosa de todo el mundo, por eso su esposo, el general de generales le solía decir a menudo gringuita de sus sueños. “Por ti amor – solía decir – estoy dispuesto a entregar la soberanía nacional sin contraer un músculo de mi rostro”, tal ocurrencia de semejante genio era motivo de aplausos y expresiones de júbilo de quienes teníamos la oportunidad de caminar por sus largos pasillos y enormes piezas y el salón principal adornado con jarrones traídos de distintos países del mundo durante sus largas giras costeados con el erario público y que Arcadio justificaba con el argumento de que aquello eran relaciones públicas con otras naciones del mundo, que el país no se podía aislar y que por lo tanto, todo gasto en estos cruceros era una ganancia redondita para la patria en su totalidad, lo cual no admitía discusión de ninguna naturaleza. Su rostro lívido se contraída en una mueca grotesca, mientras movía desarticuladamente las manos en distintas direcciones para hacer énfasis en cada expresión que pronunciaba. Los amigos de bohemia, tan acostumbrados a estas manifestaciones de Arcadio, dialogaban entretenidamente y de vez en cuando le regalaban un frívolo aplauso, que Arcadio entendía como la más sublime expresión de admiración y aprecio. Entonces reanudaba su perorata hasta cuando la garganta no daba más y su voz afónica se iba disminuyendo.
Adriana entró temerosa por la parte posterior del vetusto negocio y caminando casi en la punta de sus pies, se arrimó al cantinero para pedir un refresco de melocotón y unas galletitas dietéticas. Iba de paso para la finca. Rosadita, estaba más espléndida que nunca, con su falda floreada y blusa blanca con cuello de tortuga. Sacó de la cartera desleída las monedas y canceló la cuenta. No hubo quien la pispió sabiendo que estaba casada con Idelfonso y era madre de dos menores de edad. “Me haría matar por ella”, dijo un borrachito joven mientras apuraba un sorbo de la botella y la depositaba a un lado de la mesita repleta de botellas vacías. “No desear la mujer del prójimo, dice el mandamiento”, dijo un contertulio suyo dibujando una sonrisa socarrona. “He de decir – respondió el borrachito – que la mujer no es propiedad de nadie. El matrimonio – la mayor arbitrariedad del cristianismo – en modo alguno cercena los deseos de mirar otras opciones”. Se armó tremenda discusión. Hubo varias intervenciones en pro y en contra de la tesis planteada por el borrachito de piel oscura y mirada profunda. “Lo correcto – dijo el borrachito moviendo sus musculosos brazos como aspas – es que en vez de matrimonio se hable de contrato con una cláusula que diga que en cualquier momento se puede disolver por conveniencia de las partes involucradas”. “Eso es una estupidez, cabrón de mierda”, dijo Artemio poniéndose en pie. El borrachito de piel oscura no se ofuscó, tampoco reaccionó violentamente, lo miró de lado y dejando escapar una carcajada desarticulada lo recriminó en los mejores términos. “Aquí venimos es a charlar y a tomar, no a ofender, ni a pelear”. La gritería de apoyo no se hizo esperar. Artemio miró a su alrededor y nadie lo respaldaba. “Viva el Partido Liberal”, dijo “Viva el Partido Liberal”, contestaron todos los presentes. Artemio se sentó y siguió saboreando la bebida embriagante. “No es un prurito lo que estoy planteando – continuó el borrachito de piel oscura – es el resultado del análisis y de la lectura permanente. El amor no es eterno como dice el cristianismo, es otra falacia más, el amor es histórico, que puede durar minutos, horas, días, semanas, meses, años, siglos, etc”. Se encogió de hombros para rematar su idea: “¿Qué hago yo viviendo con alguien donde el amor se ha fugado? Es un contrasentido, no tiene lógica. No he escuchado frase más estúpida que aquella que dice: “Hasta que la muerte los desuna. Qué estupidez, que falta de análisis científico”.
Adriana cruzó el pequeño zaguán terroso, aparentando no haber escuchado la conversación e ignorando a todos los presentes salió al patio y calzándose los botines para el fango, se lio las maletas a la espalda. Arcadio abandonó la cantina para ir al inodoro, cruzó cerca de Adriana y a pesar de los traguitos en la cabeza sintió pena y quiso excusarse. “Esto lo hago de vez en cuando, vecina”, dijo por entre los dientes mascullando las palabras. “Una vez al año no hace daño”, respondió Adriana sonriente. “¿Ya se va?”, “Claro, que me voy, soy pobre y vivo lejos”. “¿La puedo acompañar?”, dijo coqueto bajando un poco la voz ronca. Adriana volvió a sonreír blandiendo su hermosa cabellera. “La mujer botella no lo permitirá vecino. ¿Qué le digo a Helena y a los niños?”. Arcadio no contestó, orinó, entró a la tienda canceló la deuda y tomando todas las maletas de Adriana la siguió paso a paso. Aquello lo entendió Adriana como un gesto de cortesía y sin ninguna malicia, se despidió de Agripina, la mujer del tendero y marchó, diciendo para sus adentros: “Todavía quedan caballeros en la región”. Arcadio se bambuqueaba como un arlequín, hacía esfuerzos por no caer. En la primera quebradita Adriana sacó un pequeño pocillo y tomando agua disolvió un Alkaseltzer, mientras se disolvía Adriana le dijo que qué se sentía estar ebrio y Arcadio acercándosele un poco le dijo que era un mundo raro, libre de todas presiones del qué dirán. Se libera de la vergüenza, de la problemática socioeconómica y ve a su alrededor maravillas. Adriana lo miró sorprendida, esperaba una respuesta distinta como más lógica. Reanudaron la marcha, la pasta había hecho algún efecto. “¿Quién es ese muchacho moreno que hablaba un poco de cosas raras?”, preguntó. Arcadio contestó con otra pregunta: “¿Le gustó su tesis, sus planteamientos?” Adriana sonrió restándole importancia. “Me pareció que hablaba cosas diferentes a la que suelen hablar los borrachos. ¿No le parece?”. “Puede ser”, contestó Arcadio meditabundo. “¿Cuál es su opinión?” Adriana volvió a sonreír y con una hábil atleta eludió el tema. “Don Arcadio, ¿Qué vamos a hacer con tanta violencia? Los conservadores están ensañados en acabar con los liberales”. Un tanto asfixiado Arcadio contestó irónico: “Es cierto. Por eso, hay que hacer liberales, los que más se pueda” “El molde no da para tanto”, contestó Adriana sonriente mirando la distancia que se iba tornando mustia al anunciarse poco a poco la noche. La charla se fue tornando espesa y aunque Adriana intentaba eludir el tema, Arcadio lo traía a colación utilizando distintos argumentos. Faltaba poco para llegar a la casa de Adriana. En una vaguita, Arcadio se detuvo bruscamente y buscando un pequeño matojo se sentó, Adriana también detuvo la marcha y mirándolo le sonrió. “Es dura la travesía, ¿Verdad?” Arcadio no contestó. Se liberó de la carga e incorporándose se le acercó unos pasos hasta quedar a un metro. Adriana, por primera vez, sintió un corrientazo, no era normal esa mirada, ni la forma de hablarle. Lo miró de arriba abajo en un par de segundos. Algo muy dentro salió a flote y recordó el sueño que tuvo pocos días después de conocerlo y tratarlo. Era algo que ella rechazaba y no dudaba en calificar de absurdo, ruin y sucio. Era un sueño. Ahora tenía en frente al hombre del sueño tan real como en el sueño. Se turbó y girando le dijo que continuaran la marcha porque la noche era evidente. Arcadio, por primera vez, la tomó suavemente de la mano y la detuvo. Adriana no opuso resistencia. A pesar de ser campesina, mujer expuesta al verano y al frío, a la intemperie, su piel era suave, fresca y sutil. Arcadio sintió desmayar, nunca había tocado una piel tan suave y femenina. El torrente sanguíneo se disparó y el corazón aumentó sus latidos. “¡Dígame!”, dijo Adriana tiritando de miedo. Arcadio la miró a los ojos. Las miradas se encontraron en un segundo que resultó efímero y eterno a su vez para juntos. Arcadio comprendió desde aquel momento que la mujer tiene un sexto sentido, el sentido de la intuición, gracias a ello, fue ella la que rompió el silencio tétrico que se generó y que bien parecía una eternidad. “Es imposible – dijo – ambos tenemos hijos y responsabilidades. Sí, es imposible”. Aturdido Arcadio no sabía qué contestar. Le retiró la mano y mirando a su alrededor le dijo con su voz ronca: “Discúlpame usted. Intenté controlarme pero no pude”. “No hay de qué disculparse – dijo Adriana – el hombre propone y la mujer decide”. Sus bellos senos se movían rítmicamente con la respiración alterada. “Que no lo sepa nadie”, agregó Arcadio suplicante. “Naturalmente que nadie lo sabrá. Soy una mujer de palabra”, contestó girando sobre sus pies para continuar la marcha. Arcadio se echó al hombro las maletas y la siguió en silencio. Al asomar al filito se veía la casa, era larga y rectangular pintada de rojo y blanco. Tenía la chambrana y un patio amplio. Idelfonso salió a su encuentro dando grandes zancadas. Le estampó un beso en la mejilla y saludando efusivamente a Arcadio se apuró a quitarle las maletas de encima. “Qué pena con usted”, dijo. “No hay problemas, permítame llevarlas hasta el final”. Los niños llegaron después y la colmaron de besos y caricias, eran dos pibes, niño y niña con una diferencia de año entre uno y el otro. La niña era la mayorcita y rondaba por los ocho años. Idelfonso le ofreció a Arcadio agua de panela con limón, mientras no paraba de agradecerle la generosidad. “Siempre estamos para ayudarnos, copartidario”, dijo Arcadio al despedirse. Estrechó la mano de ambos. Primero de Idelfonso. Al estrechar la mano de Adriana lo hizo con sensualidad, apretándola disimuladamente más que lo normal. Adriana se colorió pero disimuló metiéndose a la cocina, mirando las ollas y las chocolateras con disimulada atención. Arcadio siguió su marcha frotándose sus manos. “Las cosas tienen principio”, dijo cantando una vieja canción de amor. La noche era evidente. Los grillos cantaban, las ranas croaban y la lechuza con su graznido ayudaba, mientras la noche oscura y sin estrellas avanzaba rauda.
4
El ladrido de los perros lo despertó de un solo golpe. Saltó de la cama y empuñando la escopeta de fisto se acercó a la ventana para mirar a través de la rendija. Aún no amanecía. Pegó el oído a la pared para intentar escuchar algo, pero nada. Se separó de la ventana y mirando a Lucila que dormía la despertó. Refunfuñando abrió los ojos. “Hay peligro – dijo – los perros no mienten”. Lucila no entendió, pesadamente se volteó para el rincón, metiéndose bajo el grueso cobertor continuando con sus ronquidos consuetudinarios. Andrés se sentó en el borde de la cama y con la escopeta en la mano esperó. La algarabía de los perros poco a poco se fue aquietando y la tranquilidad volvió. Los gallos comenzaron a cantar. “Son las cuatro de la mañana”, dijo Andrés. Dejó el rifle a un lado y se recostó. Acarició la espalda de Lucila por encima de la pijama oscura y bajó la mano hasta los glúteos, los rosó con deseos intempestivos, el riesgo le producía placer sexual. Luego, metió sus manos por el cuello de la pijama acariciando rudamente sus grandes y explosivos senos. Lucila le correspondió. Se volteó lentamente colocándose bocarriba, abriendo las piernas y quitándose la ropa interior esperando expectante. Andrés hizo lo mismo. La respiración se hizo farragosa y los gemidos insistentes no se hicieron esperar de parte y parte. Parecía un concierto en do mayor. Mientras Andrés la sujetaba con sus brazos por el cuello, ella le apretaba sus glúteos. Al terminar la faena, Andrés permaneció algunos minutos encima disfrutando el sueño del amor, mientras Lucía lo acariciaba y le decía suavemente al oído que lo amaba y que como él no había hombre en el mundo.
Lucila permaneció algunos minutos más en la cama también disfrutando el sueño del amor. La aurora comenzaba a entrar por el alar de la casona anunciando un día diferente, pequeños rayitos de sol se filtraban. Lucila se levantó lamentándose que le había cogido la tarde. “Por su culpa”, le dijo. Andrés, entre dormido y despierto, sonrió leventemente. “Culpable usted”. Se acomodó la levantadora disminuida por el uso y salió. Casi no escuchó a Andrés cuando mirándola de soslayo le dijo: “Esto no se da todos los días”. Dando zancadas fue al inodoro y de allí al lavamanos. Echó como de costumbre una mirada por el largo corredor. Las gallinas descendían del gallinero y el galló hacía lo mismo que minutos antes había hecho su marido, por eso no lo recriminaba y le parecía lo más natural del mundo. Al fondo detalló un montón de papel periódico disperso, se acercó y al enterarse del asunto quedó petrificada por algunos segundos, los cuales le resultaron eternos. Cuando reaccionó gritó espantada. Su voz grave se regó como pólvora por toda la casona. Entró al cuarto pálida. Andrés ya venía en camino con su rifle en la mano. “¿La serpiente deforme?”, preguntó azarado. Ella lo miró con sus grandes ojos negros y húmedos. “Algo peor”, dijo por entre los dientes. Empuñando el rifle Andrés salió nervioso y mirando a su alrededor no vio nada. “¿Le haría daño el madrugón a la mujer?”, se dijo para sus adentros. Recorrió el corredor mirando en todas direcciones en busca de algún cuerpo que se moviera para quemarle, pero todo aparentaba normalidad. El bramido de las vacas y los terneros, el mugido del toro padrón, las gallinas cacareando y el gallo firme en su tarea reproductiva. Dio la vuelta por el otro costado y entró de nuevo al cuarto. “¿Qué significa eso?”, preguntó la mujer aterrada. “¿Qué?, preguntó Andrés colocándose las cotizas. Lucila lo miró con enfado. “¿No vio nada?” “Claro que nada”, contestó al momento de ajustarse la cubierta del machete en la cintura. Lucila también se ofuscó y cogiéndolo de un brazo lo llevó al sitio. “Mira esto, ¿Qué significa?” Andrés palideció. “¡Qué torpe soy!”, dijo golpeándose la cabeza. Lucila no sabía leer, por cuanto se tenía la firme convicción de que el estudio era exclusividad del hombre. El padre de Andrés, don Aquimín, que en paz descanse, solía decir que darle estudio a la mujer era como coger el dinero y echarlo por una alcantarilla. Para la biblia la mujer era un motivo de pecar el hombre, una tentación permanente y Schopenhauer sostenía que la mujer era de cabellos largos e ideas cortas. Por supuesto que Andrés no era un gran lector, apenas deletreaba, pues solo había estado un corto año en la escuela, se había escapado huyéndole a los reglazos del profesor Carlos Blanco Nassar, quien solía decir que la letra con sangre entra. “Esto no es para mí – había dicho Andrés – y en la primera oportunidad se había fugado de la escuela, asumiendo todas las consecuencias, como aquella de permanecer todo un día colgado de sus manos, recibir varios latigazos violentos y rellenada sus heridas con ají a cargo de don Aquimín. “Máteme si es el caso, pero no vuelvo a la escuela a perder tiempo”, le dijo en esa oportunidad. La mediación de la mamá lo salvó. Temerosa doña Angélica intervino diciendo que ese sinvergüenza no iría a la escuela, que lo pusiera a trabajar para que se diera cuenta lo duro que era el campo. Don Aquimín la miró con ira y bajando la voz aceptó la orientación. Angélica cortó la soga, lo bañó y le dio una pastica para el dolor. Poco a poco el pibe se fue recuperando.
Se inclinó y recogió un panfleto. Lo miró por ambos lados. Solo estaba escrito por uno. Tenía letra grande y ortografía pésima. “Son ellos”, dijo, mirando a su mujer que atenta miraba otro sin saber su contenido. “¿Qué dice?”. Poco a poco Andrés comenzó a descifrar el contenido. Apenas leyó la primera frase y se detuvo bruscamente. Miró a su mujer y acariciando su rostro le dijo que era mejor que ella no supiera su contenido. “Esté pendiente de los niños – dijo – voy a casa del compadre Arcadio”. “Maldita sea, no poder saber qué dice estos malditos papeles”, dijo Lucila destruyendo varios, volviéndolos añicos y tirándolos al fogón.
Cuando Andrés llegó sudoroso a casa de Arcadio ya había varios vecinos reunidos conversando nerviosamente, analizando la situación de la vereda Bello Horizonte. Entró saludando a los presentes cargando sobre su espalda la escopeta de fisto, el revólver encaletado y el afilado machete al cinto. “Se metieron los Pájaros, compadre”, dijo fatigado. “Ya lo sabemos – contestó Arcadio – toda la vereda fue invadida de estos malditos panfletos”. Allí, desayunaron: Calentado de fríjoles con arroz, carne dorada, arepa, chocolate y pan. Pensativo, Arcadio convidó a los varones al pequeño establo y bajando la voz para que las mujeres no se dieran cuenta de lo que conversaban, habló sin rodeos, mientras la mayoría desayunaba. “Hay dos cosas claras – dijo – nos dejamos matar como simples corderos o nos organizamos y resistimos. No veo otra posibilidad”. Andrés dejó en suspenso el bocado que se iba echar a la boca. Miró asustado a Arcadio y después a todos los presentes. “¿Así ve usted tan grave la situación, compadre?” “Es más grave de lo que todos los que estamos acá podamos imaginarnos. La idea del monstruo de conservatizar la comarca va en serio”. Agregó amenazante: “¿Quién de los que están aquí, están dispuesto a traicionar la lucha liberal y pasar al bando contrario asumiendo el triste papel de pati amarillo? Todos se miraron entre sí. “Que dé un paso al frente”, insistió con odio visceral, mezclado con el temor que se agigantaba en toda la región. Era una mezcla rara que lo llevaba a hablar así. “Usted no es capaz de matar una mosca”, dijo Idelfonso acuclillado en la parte posterior del establo. Arcadio lo miró indignado. Sus ojos lanzaban destellos fulgurantes. “Siempre habrá que existir una primera oportunidad.
La reunión arrojó varias conclusiones: 1. Resistir, 2. Montar vigilancia permanente, 3. Hacer comisión para ir a la capital a reunirse con la dirección liberal, para ello se hizo una colecta y se organizó la comisión, la cual quedó integrada por Arcadio, Andrés, Gratiniano e Idelfonso. Arcadio sacó una botella de aguardiente de contrabando, colocándola a disposición de los asistentes. En pocos minutos quedó la botella vacía, entonces sacó otra y otra y otra. Ebrios, libres de todo miedo, Arcadio gritó con su vozarrón metálico: “¡Viva el Partido Liberal!”. Todos contestaron al unísono: “¡Viva, viva, viva!” Cada uno de los asistentes asumió un par de responsabilidades con el firme compromiso de materializarlas lo más rápido posible.
Desde aquel momento la región cambió. Los campesinos no dedican todo el tiempo a la preocupación que significaba hacer producir la tierra como otrora, el ingrediente de la violencia hacía presencia y con qué fuerza. La desconfianza cundía. Los campesinos no transitaban normalmente por los caminos, lo hacían por los desechos o senderos secretos a distintas horas del día y de la noche. La paz se esfumó por sortilegio y la zozobra era el pan nuestro de cada día. La radio hablaba de masacres en distintas regiones del país, el gobierno de Mariano Ospina Pérez tenía un “pool” de asesores que al instante salía a desmentir y a dar una justificación distante naturalmente de la realidad acerca de los hechos. En esa campaña ayudaba la iglesia Católica con el cuento de que el pueblo se estaba apartando de Dios y que los liberales eran las criaturas del Diablo que no paraban de hacer daños en todas partes. “Satanás es liberal y anda suelto”, solían decir los curas desde sus púlpitos en sus incendiarías homilías.
Bello Horizonte era una vereda ubérrima no solo en ganadería sino en agricultura, se producía en forma no solo para el consumo interno, sino también para el externo. La tierra brotaba lo que se sembrara. Los campesinos de tierra cálida, en su mayoría conservadores, subían e intercambian productos. Era el trueque, una práctica sana y unitaria que fortalecía la convivencia humana en toda la comarca. El campesino no hablaba de política, mucho menos de los partidos tradicionales. Las elecciones era una fiesta democrática, los liberales montados en briosos caballos recorrían la zona para recordarles a los prosélitos el compromiso histórico que tenían con la Patria y el Partido. Era un compromiso ineludible. En fila india, llegaban los campesinos llevando en sus manos encalladas la papeleta que el cacique les había entregado y la depositaban en la urna. Lo mismo hacían los conservadores. Incluso, hacían almuerzo comunitario y compartían el aguardiente de contrabando con la venia del inspector electoral. Era un día sagrado. Nadie gritaba ni vivas, ni a bajos, eran conscientes que la campaña había pasado. Claro, se miraban con cierta desconfianza, pues temían un fraude, pero de ahí no pasaba.
De la noche a la mañana todo había cambiado. Los conservadores subían con mucho miedo y los liberales bajaban al poblado con esta misma sensación. Familias que mitad eran liberales y mitad conservadoras, vivieron desde entonces enfrascadas en enconadas discusiones por aquello de los colores azul y rojo. Ni la una, ni la otra, conseguía nada para su comunidad, solo odio y más odio, el cual se iba encubando en la conciencia de los habitantes de la comarca sin saber por qué. Hay quienes dijeron gráficamente que la violencia había llegado directamente de la capital de la república metida en una urna de cristal. Eso llevó a Gaitán a organizar la marcha del silencio en la capital. Miles de campesinos llegados de distintas regiones, asistieron a la concentración haciendo flamear banderas negras en señal luto. Aquella clamorosa manifestación orientada por el caudillo, terminó con su muerte aquel aciago 9 de abril de 1948 en el centro de la capital, a manos de la CIA con la complicidad, quien lo creyera de los principales líderes de los dos partidos tradicionales, los que venían siendo impuestos a sangre y fuego en todo el territorio nacional por la clase dominante llamada por Gaitán: Oligarquía. Con la muerte de Gaitán el país se desplomó y al parecer retrocedió más de 20 años. Por el contrario, se recrudeció la violencia. La oligarquía inventó el cuento de que el jefe había sido víctima del comunismo internacional y manejó esta tesis hasta cuando se degradó en su máxima expresión. Posteriormente, en acuerdo mutuo y bien calculado echaron a rodar dos versiones: Una que decía que Gaitán había sido víctima de los conservadores y la otra que había sido los mismos liberales que miraban a Gaitán con ideas izquierdistas que rayaban en el comunismo. “Se trata de defender la clase”, habría dicho el maestro Darío Echandía, el gran “pacifista” de la clase dominante. La sangre campesina corrió por toda la nación a borbotones. Muchos años después un Pájaro sobreviviente dijo que si se levantara en la comarca una cruz por cada campesino o campesina sacrificada, todo el territorio habría que declararlo necrópolis. Eso da una idea aproximada de la magnitud de la tragedia que vivió la comarca por obra y gracia de la clase dirigente que aún se sostiene en el poder con otros nombres y apellidos, pero que en realidad es la misma perra y con la misma guasca como solía decir Isidoro Bonilla, liberal izquierdoso.
5
La comisión convocó a reunión para presentar el informe. No se hizo en casa, se hizo en un potrero de pasto kikuyo, cerca de un centenar de imponentes eucaliptos, observando la mayor discrecionalidad. Ni las mujeres, ni los niños, ni los ancianos, ni los lisiados, tuvieron acceso a esta reunión. Era un día brumoso con amago de lluvia. Metidos en sus ruanas uno a uno fue llegando por distintos lugares y en forma discreta se fueron distribuyendo en la pequeña explanada, saludando en voz baja. La expectativa era grande. “La semana pasada – dijo Idelfonso – mataron a dos liberales en la vereda Santa Rita, mientras participaban de la recolección del café en la finca de don Gumersindo. El viejo se salvó porque es desconfiado y piloso y al notar la presencia de los forajidos escapó por los cafetales. Varios tipos armados y mal encarados llegaron por sorpresa y mostrando una lista preguntaron por los dos y les dijeron que los acompañaran a un asuntico que ya regresarían. A los pocos minutos, los demás trabajadores escucharon varios escopetazos y corriendo algunos al sitio con sus machetes afilados, hallaron a los dos obreros agonizando. Intentaron auxiliarlos pero fue demasiado tarde, los disparos por la espalda y a boca de jarro fueron certeros. Uno de ellos, alcanzó a lanzar un viva al Partido Liberal”. “¿Quién dijo eso?”, preguntó indignado Arcadio acariciando la barbilla con la mano derecha. “Eso lo dijo la radio”, contestó Idelfonso acomodándose sobre un pequeño tronco de arrayán. “La comarca sigue inundada de panfletos de Pájaros, de esos malditos pajarracos”, señaló Andrés ofreciendo un trago de aguardiente de contrabando. “¿Quién será el comandante?”, dijo en voz alta. Arcadio, reaccionó desconcertado y mirando a Andrés lo haló por un extremo de la gruesa ruana carmelita. “¿Ni siquiera sospecha?”. “Realmente no”, dijo sin inmutarse. “Yo pensaba que todo el mundo sabía que el comandante en la comarca de esos malditos Pájaros era el alcalde y ahora me sale usted con esa pregunta. Ubíquese”. Andrés sonrió aturdido y cambió de tema. Dijo que tenía para esa semana siguiente la arrancada de tres tajos de papa. “Difícilmente lo podrá hacer”, dijo Arcadio circunspecto, echando una última mirada a su alrededor.
La comisión designó a Arcadio para que presentara el informe. El murmullo se acabó cuando tomó la palabra parado al frente de ellos. Contó paso a paso la odisea. “Pensábamos que la tarea era más fácil – dijo – pero llegar y entrar a la sede regional del Partido Liberal no es fácil, hay mucha seguridad y la desconfianza es la nota predominante. Sin embargo, hicimos moñona porque no solo hablamos con los jefes regionales, sino con el eminentísimo doctor Carlos Lleras Restrepo, al decir de muchos, el hombre más inteligente y capaz de toda la república juntando todas las profesiones. Nos recibió y todos tuvimos el honor de estrechar su suave mano que parece un algodón o una seda de finísima calidad. Su mano la noté más suave que la mano de mi mujer. Es alto, calvo y antiparras oscuras, sus ojos lanzan destellos y lleva por dentro la ideología del liberalismo a prueba de su propia vida. Nos contó que los Pájaros están regados por toda la nación y que próximamente saldrá a funcionar abiertamente la policía política, conocida genéricamente como POPOL, con el objeto supuestamente de defender las instituciones democráticas amenazadas por el comunismo internacional. Su casa fue saqueada y devorada por las llamas, todo con el aval del presidente Mariano Ospina Pérez y más allá, con la dirección entre bambalinas del monstruo Laureano Gómez. La patria es un campo de batalla, hay una disputa a muerte entre las dos divisas que Dios dejó sobre este país. Por lo tanto, los godos no han dejado otro camino que la autodefensa armada. No hay otra salida nos dijo con palabras pausadas y acartonadas con qué entonación y musicalidad. No fue pródigo con el jefe Gaitán. Por el contrario. Dijo que era un negrito pobretón que quería meterse en el círculo cerrado de la oligarquía y que eso era una torpeza o cuando más una manifestación estúpida de los comunistas que andan por ahí con la consigna que uno para todos y todos para uno. No hay que perder el rumbo. La esencia del liberalismo está en la oficialidad de la cual él hace parte activa, mejor dicho: Es el jefe. En el país tiene que existir ricos y pobres, es como decir, pensadores y quienes desarrollan ese pensamiento. Era algo lógico y natural que no admite discusión alguna, sostuvo la figura más esclarecida del liberalismo durante la breve intervención que estuvo con esta comisión por espacio de cinco minutos. Qué capacidad de síntesis, qué manera de hablar, manejar el idioma y las figuras literarias. Es un genio de genios”, anotó Arcadio moviendo sus dos manos como aspas para colocarle más énfasis a sus palabras y argumentos.
El informe fue largo y dispendioso. La tarde se anunciaba. El frío aumentaba, pero el interés era el mismo después de dos horas. Al concluir, Arcadio pidió un viva al Partido Liberal y tomando un sorbo de café, dio la palabra a los demás miembros de la comisión. Andrés apoyó el informe sin suprimirle una coma. Más bien aprovechó para decir que la situación en la comarca era muy grave porque que todo indicaba que el cura se venía identificando con los Pájaros. Apoyaba esa política de exterminio con el argumento de que los liberales son hijos del Diablo y los conservadores de Dios. Recordó algunos detalles de la guerra de los mil días y la fiereza como el Partido Liberal había defendido la democracia y la ideología liberal. “Hoy tenemos que continuar con esa lucha, al precio de la vida misma”, señaló para terminar. Idelfonso se dedicó a comentar detalles pueriles como la existencia de muchos carros que son como casitas con ruedas, semáforos y edificios elevados. Mucha gente que va de un sitio para otro. “No hay caminos como acá, hay calles y carreras empedradas”, señaló con aspaviento como si hubiera topado la octava maravilla. Gratiniano, quien lo creyera, centró su informe en la dirección de aplicar lo que le escuchó decir al doctor Carlos Lleras Restrepo. Muy claro dijo, subrayó: “Hay que desarrollar la ley del Talión: Ojo por ojo y diente por diente. ¿Qué significa eso? Se preguntó y el mismo se contestó: Que si los Pájaros – por ejemplo – inventaron el corte corbata, nosotros tenemos que inventar el corte franela. ¿Y qué es el corte franela? Pues decapitar con sevicia al Cachiporro para que coja escarmienta los demás vergajos. Esa es la justicia que debe brillar en adelante. Es más: Si ellos nos queman dos casas, nosotros debemos quemar cuatro y así sucesivamente. Por lo tanto, adiós a la paz y a la quietud, bienvenida la acción, la muerte, el instinto de conservación”.
Una vez concluyó el informe la comisión, la lluvia de preguntas y aportes no se hicieron esperar. Fue una plenaria prolija, no solo en interrogantes sino también en propuestas e iniciativas para intentar detener las bellaquerías de los conservadores a través de los Pájaros y con seguridad de la POPOL una vez creada. “Hay que trancarle duro”, dijo Arcadio dejando a un lado el sentimentalismo y el espíritu pacifista que siempre lo había caracterizado. “Alguien dijo, no sé quién, que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. Hay que duplicar esfuerzos para que Gaitán gane la presidencia y la nación se libere de tanta injusticia, tanta desigualdad social”, agregó sin mucha convicción. Cada quien fijó su posición. Arturito, se encogió de hombros y dijo con su voz aflautada que no era posible cambiar los azadones y machetes por armas de guerra. “La violencia engendra violencia”, dijo titubeando. Todos se miraron entre sí. Arturito era un alma de mi Dios. Era todo servicio y tolerancia. Siempre estaba presto a colaborar a cambio de nada. Cruzaba los 60 años, todos dedicados al trabajo en toda la comarca. Era viudo. Su mujer había muerto de viruela negra y su único hijo había nacido muerto. Tenía autoridad y profundo reconocimiento. Arcadio se inclinó un poco para decirle en voz baja sin perder la calma: “Esto es voluntario, Arturito. Nadie estará en disposición de obligar a nadie. De lo que se trata es de defender la vida y a través de la vida los principios del Partido Liberal”. El debate fue intenso, dramático por momentos. No era fácil una decisión, pues pasar de lo conocido a lo desconocido siempre será un tránsito durísimo y doloroso.
El manto de la noche comenzó a extenderse. Era una noche fría, nublada pero sin lluvia. Un leve vientecillo gélido azotaba el rostro de los contertulios, quienes no paraban de debatir al calor de los aguardientes de contrabando. Hubo la necesidad de varias rondas para ir clarificando el futuro y como dijera el emperador romano Julio Cesar la suerte estaba echada. La conclusión final, por escaso margen, fue que había que articular la organización armada. Resistir. Dejar de correr como conejos asustados. Arturito se santiguó y después de golpearse la frente con fuerza y dar un recorrido corto en el pequeño espacio, lanzó su frase profética: “Una violencia se sabe cuándo comienza, pero jamás se podrá calcular cuándo se acaba”.
El quorum se fue desbaratando. Cabizbajos cada quien fue a su casa con la promesa de mantener toda la discusión en absoluta reserva y la tarea de volverse a reunir la semana siguiente para definir un plan de trabajo. Turulatos regresaron a sus hogares, con sus “petrolitos” encima. Arcadio trastrabilló al entrar al corredor. Piero, Angelita y Peter dormían plácidamente. Helena se revolcaba en la cama furiosa. “¿Estas son las horas de llegar?”, dijo. Arcadio sonrió socarronamente y cruzando para el inodoro, después entró a la cocina, buscando comida. Tenía hambre. Se comió una gran porción de fríjoles con pata de res, arroz seco y dos papas saladas. Sobremesa un café con leche. Por primera vez no respondió la cantaleta de su mujer. Se acomodó a su lado y pronto comenzó a roncar. Helena lo olió sigilosamente, buscó una pista pero no la halló. Sonrió tranquilizándose un poco y arropándolo de pies a cabeza se volteó para el rincón y pronto también comenzó a roncar. Soñó que volaba en un avioncito de estaño sobre el monte Everest acompañada de sus mejores amigas y un desconocido que no pudo identificar. El viaje fue apacible y sin sobresaltos, a gran altura recorrió la distancia. La nieve resplandecía con los rayos solares. Era un espectáculo maravilloso que se prolongó por largos minutos. La sola idea de saber que estaba en el aire, era una fantasía que la tuvo extasiada, ensimismada de principio a fin. Despertó feliz cuando los gallos comenzaron a cantar. Arcadio la abrazó y ella correspondió. Le contó el sueño. “Los sueños, sueños son”, dijo Arcadio incorporándose poco a poco. “Eso lo sé”, contestó Helena abandonando definitivamente la cama, lista a comenzar una jornada más. Al cruzar el pequeño zaguán para entrar al retrete, Helena preguntó sobre la reunión de la noche anterior. Arcadio eludió el tema hábilmente, diciéndole que no fuera celosa que él había nacido exclusivamente para ella y que así se mantendría hasta el final. Ella sonrió. “Ojalá así sea”, dijo.
6
Nervioso el alcalde fumaba y tomaba tinto cerrero. Miraba el cuadro de Laureano Gómez con devoción y pensaba convencido que era la ideología correcta la que predicaba, incluyendo la concepción racista que alimentaba el estadista conservador. La nube de gallinazos iba en todas direcciones sobre el palacio municipal. El viento fresco de las 8: 00 de la mañana se colaba por el pequeño ventanal y las hendiduras de las dos puertas. A intervalos miraba la pequeña libretica de apuntes como si estuviera memorizando su contenido. Cruzó de improviso los recuerdos de su infancia. Las pilatunas de amarrarle la bacinilla al gato negro, cargar los caninos y empujar a su hermano a los abismos. Se divertía diciendo mentiras, consideraba que la mentira era una “ciencia” y la llamaba mitomanía y quien la practicaba como él, era considerado mitómano. “La única manera de existir es mintiendo, pues la vida es una mentira”, solía decir sin aspaviento, con una naturalidad tan grande que el día que se le ocurrió decir una verdad, por poco es linchado. Era ampliamente conocido con el sobrenombre de “Juan Mentiras”. No era raro que los niños e incluso, los adultos al preguntar por él, dijeran con mucho respeto: “¿Está don Juan Mentiras?” Su mujer no daba abasto en hacer claridad con cierta indignación. Ese apodo lo tuvo desde niño, desde que dijo la primera mentira a su padre para que no lo castigara por el daño que había hecho. Fue precisamente, su padre don Eleuterio, quien lo comenzó a llamar por el sobrenombre y éste se generalizó en la vereda y posteriormente en la escuela. Siempre tuvo facilidad para mentir. Los chicos lo buscaban para que los ayudara a salir de algún apuro, ya fuera con sus padres o los profesores. Recibía en cambio, generalmente la mitad de los avíos que los muchachos llevaban para el recreo. Era apetecido incluso, por mayores que desvergonzadamente llegaban a su casa en busca de una mentira para un negocio, conquistar alguna chica, en fin para cualquier actividad. Precisamente, a punta de mentiras se había ganado la amistad del gobernador quien finalmente decidió nombrarlo alcalde municipal. Era déspota, solitario y melancólico. Odiaba al liberalismo, pensaba que era la antítesis del conservatismo. Iba a misa, se confesaba y comulgaba cada ocho días, decía de joven que era más malo dejar de ir a misa que matar a un ser humano. Sin embargo, poco y nada practicaba los preceptos religiosos, pues no amaba a Dios sobre todas las cosas, juraba en vano las veces que fuera necesario, deseaba la mujer del prójimo, no santificaba las fiestas, hurtaba y siempre lo alimentaba la envidia y la venganza.
Su fortuna la amasó así, en un mundo turbulento, dejando pasquines por debajo de las puertas durante la noche para que el propietario se asustara y dejara todo abandonado o en el mejor de los casos, le vendiera sus propiedades a precios irrisorios. Era un artista en estas lides. Era capaz de pasar horas y días siguiendo a una persona para enterarse de sus intimidades y después extorsionarla a las anchas, sin remordimiento de ninguna naturaleza. “Si la gente es pobre es por pendeja – solía decir – la plata está hecha, hay que colocarle trampas para que caiga en nuestro bolsillo”.
De joven viajó por toda la región. Aprendió lo peor de lo peor, por cuanto suponía que una persona decente, honrada y pulcra en el sistema capitalista nunca tendría ningún futuro. Por el contrario. Estaba condenada a ser infeliz, débil y sumisa, sometida al dominio del más fuerte, del hábil y del inescrupuloso. “El mundo es de inescrupulosos”, decía abiertamente en sus largas parrandas, a las cuales llegaba religiosamente con entusiasmo desbordante. “Un mundo sin rumba, no es mundo”, también decía en sus noches de trasnocho.
En uno de esas parrandas, precisamente, entabló amistad con el gobernador y no lo soltó con su perorata hasta que el mandatario se convenció que era una persona inteligente y hábil. “¿De qué partido eres tú?” Se puso en pie y abriendo los brazos respondió con fina zalema: “Conservador a todo honor”. “¿Qué tal es para la puntería?”, “Donde pongo el ojo pongo el tiro”. El gobernador se maravilló. Puso una de sus manos en el hombro derecho y lo felicitó. “¿Necesita alguna pruebita, señor gobernador?” El gobernador sonrió maliciosamente. “Mira – dijo – allá hay un liberal. ¿Qué harías con él?” Juan Mentiras, giró y miró al visitante que saboreaba una copa de licor. Era adentrado en años y estaba de espalda. “Hace blanco perfecto”, dijo sacando el revólver de la pretina por debajo de la ruana. El gobernador lo detuvo. “Aquí no, busca otro lugar”. Juan Mentiras se incorporó fue al orinal y por allí salió con destino al desconocido que tomaba y escuchaba la música de la vitrola. Lo saludó, le echó la mano encima y fingió decirle algo al oído. Ambos salieron del salón. A los pocos minutos regresó disimuladamente. “Misión cumplida”, le dijo en voz baja al gobernador. El gobernador embriagado lo miró de sesgo. “¿Alguna prueba?”, le dijo en voz baja. “Claro”, contestó Juan Mentiras entregándole en la oscuridad algo calientico y húmeda. Dando pasos vacilantes, el funcionario se incorporó y fue al orinal. Con la mortecina luz de la petromana Coleman observó. Se sorprendió y lo arrojó al basurero. Era la oreja del individuo. Volvió y se sentó a su lado, pidiendo más licor. “Me gusta los hombres de verdad, ese perro era un liberal y así tienen que acabar todos, como dice el doctor Laureano Gómez”, dijo el gobernador en voz baja. Juan Mentiras lo miró irónico. “Así debe ser gobernador, este no es mi primer muñeco”. “¿Tienes estudios?” “Muy poco, solo primaria” “No importa. Lo voy a nombrar alcalde”. Juan Mentiras sonrió. “Esas son promesas”, dijo. “Es mi palabra, el lunes lo espero en la gobernación a las ocho de la mañana”. “Pero…” “Que no se hable más”, dijo el mandatario poniéndose en pie. Canceló la cuenta y se alejó entre sus guardaespaldas. Montó en su brioso corcel y se alejó. De esa manera, consiguió Juan Mentiras la alcaldía.
La secretaria empujó la puerta y parada en el marco le dijo al alcalde que varios señores lo necesitaban. El alcalde sonrió y poniéndose en pie ordenó que pasaran todos de una vez, pues los estaba esperando. Era una comisión de siete. Algunos no eran conocidos ni en el pueblo, ni en la región, los otros se veían de vez en cuando y uno más, que bien parecía el guía, era más conocido que la panela. En fila india entraron y uno a uno estrechó la mano del burgomaestre. “Los estaba esperando”, dijo haciéndoles la seña para que tomaran asiento. Fue a la secretaría y le dijo a la secretaria que por nada del mundo lo interrumpiera y entrando de nuevo al despacho cerró la puerta herméticamente.
Comenzó haciendo un análisis político de la república, afirmando que el catarro político estaba alborotado por causa del liberalismo, especialmente por la postura comunistoide de Jorge Eliécer Gaitán. Dijo que estaba arruinando la libertad, la democracia, pero sobre todo el poder inmaculado del partido conservador. “Vamos directo al abismo”, dijo. Sus huesudas manos se crispaban para descargar todo el énfasis de sus argumentos a los contertulios que atentos lo escuchaban. “Este hijo de mala madre – dijo – ha dejado solamente dos caminos disponibles: Uno hacia Estados Unidos (que es el ideal), y el otro hacia la Unión Soviética, hacia el comunismo”. Hizo una pausa para tomar un sorbo de agua mineral, al cabo de la cual, señaló que la nación estaba expuesta a un infeliz cataclismo de vastas proporciones, si las autoridades legalmente constituidas no actuaban y tomaban acciones prontas y radicales. Era necesario unir las distintas expresiones para hacer causa común y detener la dictadura del proletariado que sería el acabose de la democracia en la nación. Evitar ser marcados como animales, sería compromiso de los que añoramos la democracia y sobre todo la libertad, sentenció colocándose en pie para evitar la racha de calambres en sus huesudas canillas. “Lo mejor que le puede pasar a la república es que este malandrín muera de cualquier manera antes de llegar al solio de los presidentes”. “Las palabras del doctor Laureano son proféticas, lo mismo las acciones que viene tomando tímidamente el presidente Mariano Ospina Pérez. Hoy tenemos que ser consecuentes con esos postulados y actuar ahora, antes de que sea demasiado tarde”.
Hurgó en la gaveta y sacó el Marconi recién llegado. “Esta es la razón del encuentro”, dijo colocando el mensaje sobre el escritorio al alcance de todos los presentes. Uno de ellos, estiró la mano y lo cogió abriéndolo lentamente. “Veamos”, dijo. Leyó despacio con mucha dificultad y sin entenderlo lo pasó al mejor letrado. Este sacó las antiparras y leyéndolo mentalmente, se dispuso a leerlo en voz alta. Carraspeó. Se acercó un poco más y en voz baja hizo la lectura: “Señor alcalde, La Palma, febrero 1948. Patria peligra urge buenos patriotas, salvar soberanía y democracia. Guerra contra los cachiporros a muerte. A las armas. A la victoria. Viva partido conservador. Mariano Ospina Pérez”.
Todos se miraron entre sí. El murmullo fue inevitable. El alcalde los miró con sorna. “Al fin el jefe toma una decisión correcta – dijo – tenemos que limpiar la nación de comunistas disfrazados de liberales, a la mierda todos los hijos del Diablo y que viva Cristo Rey”. Ninguno de los asistentes entró en contradicción. Por el contrario. Elogiaron el mensaje y aplaudieron la decisión del señor presidente de la república. “Se trata de hacer el plan para cumplir nuestra parte”, dijo el alcalde. Uno de ellos hizo la misma reflexión que había hecho Arturito, la cual presentó en forma de pregunta: “¿Cambiar las herramientas de trabajo diario por armas de fuego?” “Parece un contrasentido – dijo el alcalde – pero la realidad es esa. No hay otra alternativa: Matamos o nos matan”.
Nombraron el comité provisional, el cual era liderado naturalmente por el alcalde. Esa propuesta sería llevada al directorio regional y allí, enviaría la nota a la capital donde finalmente daría el visto bueno. El plan de trabajo incluía entrenamiento militar, formas de torturar y amenazar, cómo hacer una emboscada y cómo perder el miedo de matar a sangre fría. También hicieron el presupuesto. “¿De dónde saldrá el billete?” Preguntó uno de los asistentes. “Pues del erario público”, contestó el alcalde golpeando el escritorio como para significar que aquello era lo obvio. “También deberá aportar los adinerados de la comarca. ¿No es así?”, dijo otro que había permanecido callado. “Eso será con el tiempo, cuando entiendan de la labor patriótica que estamos haciendo”, subrayó el burgomaestre aspirando el cigarro con fuerza. “¿Quién nos entrenará?”, preguntó el otro que se la había pasado tomando apuntes como para hacer el acta. “Eso es asunto de Estado”, contestó el alcalde. “¿Cómo conseguir armas?” “El Estado dará algunas, las otras se las quitaremos a esos vergajos cachiporros”, respondió la primera autoridad del municipio.
Con tareas específicas cada uno regresó a su vereda. La primera etapa era exploratoria. Era hacer un balance sobre cuantos liberales había en su vereda, cómo estaban armados y qué decían del gobierno. Además, qué fortuna tenían y en qué estaba representada. Mirar el recorrido. Conocer la geografía de la vereda, las entradas y las salidas. Hacer ejercicios físicos y practicar con los machetes, las escopetas o cualquier otra arma. Por su parte, la policía tenía la misión de allanar las casas de los liberales para quitarles hasta un cortaúñas y disimuladamente atemorizarlos diciendo que tenía información de que matones a sueldo podrían llegar en cualquier momento. Era una campaña psicológica demoniaca que se aceleró en toda la comarca a medida que pasaba el tiempo. La segunda fase, era llenar el vecindario de panfletos amenazantes. Darles horas o días para que desocuparan la zona so pretexto de ser asesinadas sin piedad alguna y la tercera fase consistía en hacer realidad las amenazas. Todo a nombre de la democracia y del Partido Conservador. Mientras el alcalde lanzaba mensajes a diestra y siniestra negando que el Partido Conservador y el Gobierno Nacional estuvieran patrocinando aquellos panfletos, por debajo de cuerda hundía el acelerador sin piedad alguna. Mentir era su especialidad, su fuerte y así lo mantuvo hasta su muerte. Murió diabético despresado como muchos opositores a su gobierno. Primero el médico de cabecera ordenó quitarle una extremidad inferior, después la otra, una superior y después la otra. Finalmente, un fulminante paro cardiaco lo puso fuera de combate, una tarde friolenta, después de tomar una infusión de insulina. Fue el alcalde más sectario y temido en toda la región. Así fue su final, tan triste como su vida misma.
7
Los golpes sobre la puerta posterior de la casa cural, despertaron de sobresalto al cura que a esa hora dormía plácidamente. Maquinalmente se santiguó y esperó mientras se quitaba las lagañas con parsimonia. Los golpes volvieron, esta vez con más insistencia. Se incorporó y sentado en el borde de su camastro musitó en voz baja alguna oración. Se volvió a santiguar. Prendió el cirio del candelabro. Se ajustó la sotana sin quitarse la pijama y metiendo sus pies en las pantuflas, caminó lentamente por el largo corredor de madera. Cruzó el pequeño jardín de floridas begonias, claveles y margaritas y enfrentando el pequeño portón que más parecía una puerta secreta, preguntó en voz baja: “¿Quién a esta hora?”. Era alto, fornido y de movimientos lerdos, pero ágil con su palabra y capacidad de convicción. “Abra, padre”, dijo la voz al otro lado con cierta ansiedad. El cura abrió y pronto apareció en la oscuridad dos cuerpos que se movían con destreza. El cura levantó el cirio para ver mejor y dándose cuenta de quienes se trataba los hizo pasar inmediatamente. Los dos sujetos entraron y el cura echó una mirada furtiva para cerciorarse que nadie se había enterado de la llegada. Al cerrar la puerta, el cura giró y les hizo señas para que los siguieran. Fueron a la sacristía. Era un saloncito pequeño adornado con un cristo de madera y una imagen de la virgen del Perpetuo Socorro. A un lado estaba el reclinatorio y al fondo una pequeña mesa donde estaban los ornamentos para el oficio de la misa. “Siéntense”, dijo el religioso. Serafín, era alto y delgado, era llamado “El flaco”, llevaba el escapulario en la garganta y una medallita de la virgen. En el cinto el revólver y varios proyectiles en el bolsillo que los hacía sonar a intervalos mientras hablaba. El otro sujeto, era bajito, pálido, de ojitos pequeños y mirada rápida. “¿Quién es?”, preguntó el cura recostando toda su gordura en el asiento. “Se lo presento – dijo el flaco – es el jefe ahora en adelante en la comarca”. El cura abrió los ojos e incorporándose estrechó su mano con efusividad. “Vengo con una misión clara – dijo sin rodeos – vengo a conservatizar esta región”. Le impresionó al cura la fuerza de sus palabras y la contundencia de sus argumentos”. Suspiró incrédulo, sin embargo. “Es una tarea titánica, este pueblo es liberal”, dijo en voz baja. “Ya llevamos dos en camino”, dijo. El cura sonrió mirando al flaco. “Es diciendo y haciendo”. Todos rieron. El cura acercó una garrafa de vino fermentado en España y sirviendo tres copas, las ofreció. Él levantó la suya invitando a brindar. “Brindemos – dijo – por la campaña libertadora”.
“¿Qué podemos aportar?”, dijo el cura degustando el vino parsimoniosamente. El flaco intervino para decir que por el momento necesitaban dos huecos en el cementerio. “No hay que desperdiciar – dijo el cura – utilicen uno solo”. “Podría ser”, contestó el hombrecillo de baja estatura. “¿Y cómo se llama usted?”, preguntó el cura. “No gusto de dar mi nombre, pero tratándose del cura la cosa es a otro precio, me llaman Pájaro Azul”. “Suena el nombre, es bastante sonoro”, insistió el cura acariciando la copa vacía.
La conversación se prolongó 45 minutos. “Tenemos – dijo Pájaro Azul – que traer municiones y algún armamento. No queremos que los cachiporros sospechen. ¿Qué se le ocurre, padre?”. “Si no saben ustedes que son los militares, mucho menos yo que solo vivo salvando almas del pecado”, contestó el cura con cierta ironía. Los dos forajidos se miraron entre sí. Era la persona clave para esa tarea. “¿Qué hay que hacer?”, preguntó el levita nuevamente. “Debe prestarnos sus imágenes para camuflar la mercancía”, dijo Pájaro Azul. “Sí padre, es una idea que venimos madurando y queremos su aval”, agregó El Flaco, encogiéndose de hombros.
El cura suspiró. Los miró sin verlos e incorporándose vertió de la garrafa otra tanda de vino español. Apuró el sorbo y miró el cruce que hizo un par de ratones cenizos. Cruzaron de largo y se metieron al cuarto que servía de granero a la parroquia. Recorrió la pequeña sacristía paso entre paso como calculando la respuesta. La brisa nocturna entraba por las hendiduras de la pequeña ventana. “La idea no está mal, hay que madurarla, pero no ahora”, dijo mirándolos con sorna. “Estamos de acuerdo – se apresuró a contestar Pájaro Azul – tenemos reserva por ahora, lo hacemos es pensando en el futuro. La policía nos tiene bien dotado”. “¿Ya hablaron con el alcalde?”, preguntó el cura deteniendo su pesado movimiento. “Por supuesto, por supuesto, todo está arreglado, pues esto es una orden presidencial y él es el coordinador municipal”.
El cura los despidió con la bendición apostólica. Los dos forajidos salieron por el mismo sitio. El cura los vio partir diciendo sin remordimiento: “Mañana amanecerá la región con dos malditos liberales menos. Que pruebas las que coloca el Señor”, pensó mientras regresaba a su cuarto, se quitaba la sotana y se tiraba como un rechoncho a descansar.
Había llegado de Caldas en 1946 y con su parlamento paisa no solo había convencido al obispo, sino a la cristiandad. Sus homilías eran largas y cenagosas. Predicaba que matar liberales no era malo por cuanto eran hijos del Diablo y partidarios del comunismo y que el comunismo era la peor lacra de la sociedad porque cuanto proponía quietarles el dinero a los ricos, nacionalizar las empresas, quitarles los niños a la familia, aprobar el matrimonio civil, sentar en la misma mesa al rico y al pobre, castrar a los curas y negar la existencia de Dios. “El liberalismo es una endemia mortal”, sostenía desde el púlpito con bastante insistencia. “¿Cuándo han visto a un liberal en misa?”, se preguntaba.
Cada ocho días salía a las veredas, montado en su brioso caballo negro con crin espantada, llevando el evangelio y recogiendo cuanto más podía supuestamente para levantar una verdadera casa de Dios, pues el templete de madera era un cuchitril inmundo, según sostenía insistentemente. Era experto en desflorar niñas menores de 18 años y mujeres casadas, las cuales reunía en una congregación llamada adoradoras de la santísima virgen del Perpetuo Socorro. Con alguna frecuencia se llevaba a estas mujeres a su tierra dizque a misiones, pero en realidad era para que abortaran y no dejar así huella alguna.
Era gritón y autoritario. Todavía decía la misa en latín y de espalda a los creyentes, hablaba español solo para pedir la ofrenda, ofender a los liberales y criticar la pobre postura de las prostitutas. Nunca se despojó en público de la sotana. Mantenía armado con su trueno y cuatro perros alemanes cuidados celosamente. Quería tanto a estos caninos que se atrevió a decir que tenían alma. Todos tenían el mismo color: Negros y amarillentos por debajo y en las cuatro patas. Solía decir que eran gemelos por obra de Dios.
No hay certeza pero sí el fuerte rumor, que al enterarse que uno de sus acólitos era de familia liberal, aconsejó a otro acólito para que lo eliminara. El hecho ocurrió. Fue un domingo aciago. El niño asesino lo esperó en el campanario y tan pronto entró le disparó. El niño murió ahogado en su propia sangre. El sicario tocó la campana normalmente como si nada ocurriera. Haciéndose el inocente el cura cerró el templo en construcción y se marchó a su misión. El lunes, al llegar los obreros, encontraron el cuerpo del pequeño inerte, ahogado en su propia sangre, con los ojos abiertos. El DAS estuvo indagando pero el caso no fue esclarecido nunca.
No permitía que las mujeres con el período menstrual entraran al templo. “En ese estado son impuras”, solía decir. Sostenía que la biblia era inspiración divina y que por lo tanto no era para ser interpretada, sino aplicada textualmente. Estaba convencido que Jesús había sido víctima de los liberales de ese entonces, demonios sueltos que no tuvieron inconvenientes en matar al Salvador sin contratiempos y que los conservadores fueron los únicos que lloraron esos sacrilegios, los únicos que siguieron la agonía paso a paso, bajaron el sanguinolento cuerpo del madero y lo condujeron al sepulcro sollozando.
Adoraba la Santa Inquisición. La presentaba como la octava maravilla. Se lamentaba que se hubiera extinguido. “Si existiera hoy – decía – no habría un solo liberal, un solo masón, un solo comunista”. Calificaba de infame el despropósito de Galileo Galilei de decir que la tierra no era el centro del universo y que el sol no giraba alrededor de la tierra, sino al contrario. “Qué brutalidad”, solía decir en sus homilías. Giordano Bruno fue a la hoguera porque se identificó con la teoría de Galilei, lo cual era destacado por el cura como la gran decisión del Papa Urbano VIII o VII, no tenía bien claro. Sostenía que esa era la decisión correcta, por supuesto, incomprendida por la especie humana, que calificó la decisión de infame, cruel y criminal, a excepción de los conservadores los que sí entendieron la histórica decisión del Santo Padre.
Tomaba licor y decía malas palabras. Se disculpaba diciendo que era humano demasiado humano como había dicho el filósofo Federico Nietzsche. Nunca llegó a comprar una sola copa de licor. Sin embargo, salía borrachito de las cantinas con los bolsillos inflados de billetes y monedas. Regó la fama por toda la región que quien tomara en su compañía la suerte le cambiaba y la fortuna le sonreía, todo le llovería como por artilugio. “Eso es cierto – decía Marcos – tomé con él toda una noche, no me dio guayabo, la mujer no me dio cantaleta, por el contrario me felicitó, porque según dijo, al que a buen árbol se arrima, buena sombra lo protege, esa semana el tendero me fio todo el marcado y me dijo que por qué no llevaba más, que una canita al aire caía bien en determinadas circunstancias, no me enfermé y durante la semana me levantaba espléndido con ganas de trabajar desde bien temprano hasta bien tarde”.
Prestó la casa cural para alojar pájaros. En más de una oportunidad durmió allí Pájaro Azul con sus secuaces, bebió licor y sacrificó más de una campesina ingenua atemorizada por la violencia que se hacía insoportable en toda la comarca. “Si yo no hago porque la Santa Iglesia me lo impide, hágalo usted que tiene todo el poder”, le solía decir al abandonar el cuarto y retirarse a la sacristía a orar. Mientras la orgía se consumaba, el religioso levitaba apenas escuchando los gemidos y los retozos de sexo alborotado cruzado por el licor y la pachanga. “La casa cural es de humanos, para humanos y con humanos”, insistía con fina elocuencia.
Levantó el templo, una gigantesca mole, pero también amasó una gran fortuna. Con la consigna de que al lado del enfermo come el aliviado, el cura recolectaba grandes sumas de dinero durante fiestas religiosas, especialmente, durante la fiesta de San Isidro, patrón de los campesinos; la virgen del Perpetuo Socorro, patrona de La Palma, la semana Santa y la Navidad y aplicando sagradamente la fórmula matemática de miti, miti, levantó el templo y la fortuna que disfrutó a plenitud viajando por el mundo y las niñas de sus afectos y pasiones.
La semana que no había cinco o seis entierros de liberales el cura hacía pataletas, muchas veces se pasaba por el despacho de la alcaldía y le decía al oído del mandatario que si era que él pensaba que era cuerpo glorioso. “Yo necesito comer y vestir, no soy Dios, soy agente de él y él dijo: “Ayúdate que yo te ayudaré”. El alcalde lo miraba con sorna abría el libro negro y ojeaba con cuidado y levantando su mirada siniestra le decía al levita: “Tranquilo esta semana viene gorda”. Entonces el cura, levantaba la mano derecha bendecía al alcalde maquinalmente y salía del palacio municipal saludando a los funcionarios, haciendo uno que otro chiste y tomando la calle real con destino a la casa cural. Caminaba pesadamente.
La Palma era un pequeño caserío encaramado en la cresta de una de las estribaciones de la cordillera Central. Había sido fundado el 16 de julio de 1895 por un selecto grupo de campesinos antioqueños que huyéndole a la miseria no había tenido otra alternativa que escalar la cuajada montaña en busca de una oportunidad. La calle principal era un largo camino de herradura, la que fue empedrada gracias a las multas que colocaba el alcalde militar a los borrachitos desordenados que no tomaban con el cura; el militar era un hombre adusto de malas facciones que al parecer no dormía sobre todo el sábado y el domingo, pues estaba pendiente de los infractores para adelantar sus actividades. Cuentan que cuando ningún campesino daba “papaya”, él se inventaba la infracción sin ningún sentimiento de remordimiento. El barranco a la entrada del poblado fue derribado así. Durante algún tiempo funcionó allí el coso y la cárcel a la intemperie. Fueron habilitados varios cepos para sancionar a los campesinos, especialmente a los liberales.
Las visitas del obispo – de vez en cuando – eran ceremoniosas, toda la comunidad prácticamente era obligada a participar de una u otra manera, a excepción de los liberales y los anarquistas. Venía a lomo de mula subiendo la empinada cordillera seguido de feligreses, cruzando arcos habilitados para el caso con toda la dedicación y fe de la comunidad. Regresaba cargado de ofrendas. En lo fino de la violencia subió vigilado por tierra y aire.
Conoció de primera mano sobre las masacres de bando y bando, pues el liberalismo había montado también su ejército para resistir el embate de los Pájaros, eran los Chusmeros. Tanto en la zona paramuna como en la caliente, había Chusmeros protagonizando horrendas masacres de campesinos de filiación conservadora. La orgía de sangre campesina y humilde era aberrante en toda la comarca. Cruzado de brazos, el mofletudo obispo escuchaba los relatos fingiendo consternación, de vez en cuando se rascaba la cabeza y señalaba a otro campesino para que contara su relato.
“Soy sobreviviente de la masacre de las Hojas Anchas” – dijo un campesino mirando asombrado al Señor Obispo. El cura giró y le dijo que le contara detalles. El campesino echándose la ruana para atrás le contó detalladamente pormenores de la masacre. Esa vez detuvieron a un miembro de Los Chusmeros la Chulativa y llevándoselo para el puesto de policía lo torturaron hasta obligarlo a denunciar a sus compinches. Una vez lo hizo le pegaron un tiro de gracia en la nunca e inmediatamente montaron el operativo. Fueron directo y cogieron a todos. Solo se salvó el peluquero gay que se pudo esconder a un lado de la cueva. Los demás fueron asesinados a bala y rematados a pura bayoneta calada. Era impresionante los alaridos y los gritos que no me maten, porque soy padre de varios niños menores de edad, mis padres están enfermos y viejos. Nada de eso valía. Era una carnicería humana espeluznante dirigida por miembros del Estado, los mismos que están supuestamente obligados a preservar la vida y honra de todos los ciudadanos. Después de dos horas de terror quedaba como saldo 16 cuerpos destrozados, masacrados tirados en el piso gélido, mientras los Pájaros o sea, la misma Chulativa, festejaba la odisea con aguardiente de contrabando, gritaba vivas al Partido Conservador y loas a Cristo Rey. La noticia se difundió por toda la nación. Mediante comunicado oficial los medios de comunicación más que informar, desinformaron. Creo que dijeron exactamente lo contrario. Dijeron por ejemplo que los Chusmeros habían agredido a los Pájaros y que estos en legítima defensa habían reaccionado dando de baja a 17 forajidos en una cruda batalla campal. El heroísmo de la Chulavita defendiendo la patria, la democracia y la ideología conservadora, la cual emana de Dios, se había puesto a prueba una vez más, saliendo avante por la pericia de los héroes y la gracia de Dios Padre.
El obispo se frotó las manos y durante la homilía insistió en la teoría de que matar liberales no era malo porque ellos encarnaban el mal, el maligno y el comunismo. Defender la doctrina conservadora era la consigna de la época que había que asimilar todo católico de verdad. “A Dios rogando y con el mazo dando”, repitió maquinalmente el Señor Obispo. Era la voz de la máxima autoridad eclesiástica en toda la región, la cual era infalible e inmodificable. Pernoctó dos días en la comarca. Una comisión de liberales intentó hablar con el vicario de Cristo pero no fue posible. Ni los asesores ni el religioso tuvieron interesados en recibir el testimonio de los liberales, con el cuento que estaba supremamente ocupado y que el Santo Padre tenía que autorizar una audiencia de esa naturaleza. Esos fueron los dos argumentos centrales para no recibir la comisión liberal que había organizado un documento relatando todas las infamias que se venía sucediendo en la comarca con la complicidad de las autoridades civiles, eclesiásticas y militares. Todos se habían confabulados contra los liberales para hacerles la vida imposible. De noche regaban panfletos amenazantes, robaban cuanto encontraban a su paso y si alguien reclamaba era asesinado. Niños habían sido asados vivos, mujeres embarazadas asesinadas y abierto sus entrañas hasta sacar el feto, campesinos asesinados con el corte corbata, quemados sus pequeñas viviendas, sus cultivos y muchos semovientes.
A todo eso hizo caso omiso el representante de Cristo. Por el contrario. Le restó fuerza a los crudos relatos, dijo que la iglesia era calumniada por los liberales, de la misma manera que había sido calumniado el rey de toda la creación. Ellos lo mataron en la cruz, hicieron fiesta y jugaron sobre la túnica en señal de victoria, sin saber que estaban cometiendo un sacrilegio con el Hijo de Dios, nada más y nada menos. Por eso son desgraciados y perseguidos por los que clamamos justicia de verdad, por eso su eliminación no es pecado, ni debe generar remordimiento. Por el contrario. Satisfacción del deber cumplido. Ese fue el mensaje que dejó el Santo Obispo en la comunidad de La Palma. Oró en silencio también por todos los inválidos e impartiendo la bendición se marchó a la casa obispal satisfecho del deber cumplido. Era un día mustio. Nublado y con amago de lluvia huracanada. Se fue alejando entre el séquito de escoltas, montado en la mula parda dibujando una risita inventada y con la mano arriba moviéndola maquinalmente.
Arcadio, que se había maquillado para no ser detectado, suspiró indignado una vez desapareció el obeso religioso. Caminó por la estrecha callejuela con el bolso colgado del hombro derecho y entrando a la casona de doña Juana fue al fondo donde lo esperaban dos copartidarios. Abrió la puerta con cuidado y entró. Los dos estaban tirados sobre el camastro. Al verlo entrar se incorporaron y preguntaron en coro: “¿Qué pasó?” Arcadio los miró secó, fue claro al contestar: “Nada”, dijo.
Los dos hombres se miraron entre sí y con enfado extremo miraron a Arcadio que se inclinaba a recoger sus trebejos para armar la maleta de viaje. “¿Qué hacemos?”, preguntaron. Arcadio eludió la pregunta y entrando al retrete ordenó partir. Uno a uno fue saliendo guardando cierta distancia, abandonaron el poblado tomando el estrecho camino húmedo rodeado de corpulentos árboles y vegetación exuberante. Cruzaron la travesía casi sin cruzar palabra. La imagen del obispo afirmando lo que afirmaba el cura que matar liberales no era malo mantenía intacta en la retina de los tres espías. Arcadio soñó esa noche. Vio con nitidez al obispo ordenando asesinar liberales, convencido que estaba siguiendo la doctrina religiosa al pie de la letra. Lo vio flotar comprendiendo que era vicario de Cristo en la comarca. No había duda. Se preguntó azarado si los religiosos tenían razón. Se miró al espejo y se dijo para sus adentros: “No soy malo”. El cura utilizaba las imágenes para cargar armas y la casa cural para esconder Pájaros. Esa noche llovió torrencialmente. Los truenos y relámpagos aflojaron el terreno, presentándose sinnúmero de deslizamientos algunos de gran magnitud. Las quebradas amanecieron henchidas, imposibles de transitar.
8
Piero, Angelita y Peter, regresaron de la escuela asustados y de un golpe se metieron los tres a la cocina donde Helena movía el cucharon y destapaba las ollas, ultimando detalles para servir el almuerzo. Uno a uno le estampó un beso en la mejilla, quien los miraba asombrada. “¿Qué les paso?” “¿No sabe mamá?” “¿Qué no sé?”, interrogó Helena retrocediendo para recostar su cuerpo contra la hornilla, mientras se secaba sus manos con el delantal blanco. “Que mataron a don Gratiniano”, dijo Angélica apesadumbrada. Helena no comprendió y turulata miró a través del pequeño ventanal. Era el pan nuestro de cada día. Un muerto más un muerto menos no era noticia. Solo cuando tomó conciencia soltó un suspiro y dos lágrimas aparecieron en sus bellos ojos, lágrimas que rodaron por su rostro. “¿Quién contó?” “Lo vimos tirado en el camino allá en la quebrada La Zarzuela. Estaba inmóvil en medio de un charco de sangre, tenía los ojos abiertos, las manos crispadas y no respiraba”, dijo Peter, descargando el maletín de estudiante. “¡Qué horror!”, dijo Helena al salir al patio a llamar a los trabajadores. Los niños se calmaron y tomando jugo de piña se prepararon a almorzar para luego hacer las tareas.
Al enterarse de la noticia, Arcadio palideció. Era un golpe duro para toda la comunidad de Bello Horizonte. Gratiniano, ante todo era un vecino trabajador y cumplidor de los diez mandamientos. Nunca se metía con nadie. No le gustaba el tema de la política. Solo votaba por los candidatos liberales pero sin hacer escándalos, lanzar vivas o abajos a los candidatos contrarios. Decía que la democracia era la libertad que tenía el individuo para elegir y ser elegido. Como nadie puede pensar exactamente igual a los demás, pues cada uno es un mundo diferente, la democracia ofrece esa posibilidad de seleccionar el gobernante de sus afectos. ¿Por qué habría de ofenderse al contrario en política? No le encontraba lógica. Por el contrario. Entendía que la campaña política era un período de tiempo para exponer y escuchar propuestas, las cuales deberían ser estudiadas y apoyadas las que realmente vayan en pro del desarrollo comunitario. “Es un período de estudio y reflexión, no un campeonato de odio, insultos, promesas y engaños”, solía decir con mucha frecuencia.
Era bajito de estatura. Macizo. Dientes enchapados de oro. Dicharachero, amigo de las serenatas, le sacaba buenas notas a la guitarra, que siempre llevaba consigo a las reuniones. Había sido presidente de la junta de acción comunal y cada que presidía una reunión, incluía en el orden del día un par de canciones. “Es para alegrar el alma”, solía decir. La comunidad le caminaba. Tenía don de líder. Era centrado en la solución de problemas. Nunca se parcializaba, siempre iba por el centro en busca de la verdad y la justicia.
No hablaba mal del prójimo, rechazaba el chisme, la mentira y la intriga. “Eso no conduce a nada”, insistía en los cortos diálogos. Era corto de expresión, pero trabajaba como un burro. Quizás, era el primero que se levantaba en la vereda y el último que se acostaba. No terminaba de resolver sus problemas, cuando ya estaba enfrascado en la solución de algún problema de la comunidad. Le llevaban toda clase de problemas, hasta de infidelidad y dificultades para procrear. Era el consejero. El amigo de todos.
“¿Quién mató a esa criatura de mi Dios?”, preguntó Arcadio cogiéndose la cabeza con las dos manos, mientras los trabajadores almorzaban. Los trabajadores no contestaron. Comían en silencio, mientras Arcadio maldecía y se movía de un lado para otro por el largo corredor. “Se lo comieron esos godos hijueputas”, dijo Helena parada en el marco de la puerta de la cocina, esperando quien quería repetir sopa. “Claro, esos Pájaros asesinos que financia el alcalde y santifica el clero”, contestó golpeando con sus manos encalladas el borde de la chambrana.
Sacó el cacho y lo hizo sonar con todas sus fuerzas. Era la señal para toda la comunidad, sobre todo para los que se estaban organizando. Mientras los campesinos se iban arremolinando en el patio, Arcadio se bañó, cambiando sus prendas sudorosas y acosadas por el uso, por las prendas que usualmente utilizaba para ir a mercar cada ocho días. Se encaletó el revólver y terciándose la escopeta en la espalda salió ensimismado. Cruzó el largo corredor a grandes zancadas y saliendo por la parte posterior fue directo a la reunión. Los campesinos, mientras se quitaban el sudor con la mano y otros con el pañuelo cuchicheaban y especulaban sobre la intempestiva reunión. Algunos llegaron a pensar que era un entrenamiento para cuando tocara de verdad. Nadie se imaginaba de la terrible noticia. No hubo quien echara algunos cuentos flojos. “Hoy no es el día de los inocentes”, pensó en voz alta algún labriego. “Es cierto – dijo Arcadio con voz grave y solemne – no es el día de los inocentes, pero sí la muerte de un inocente”. Todos fijaron la mirada en Arcadio que superando el nudo en la garganta dijo por entre los dientes lo que tenía que decir: “Chulearon al copartidario Gratiniano”. Durante largos segundos los campesinos permanecieron en silencio, turbados callaron y solo cuando tomaron conciencia de la noticia, preguntaron perplejos, qué era lo que realmente había pasado. Una torrencial lluvia de preguntas como el diluvio universal caía de todas partes con rabia, perplejidad, miedo e indignación. “Solo tengo esa información”, dijo reiterativamente Arcadio. “¿Qué hacemos?”, preguntó alguien de la montonera anárquica que iba de un lado para el otro vociferando. Arcadio levantando las dos manos, señaló sin ambages: “Actuar, no hay otra alternativa”.
Se crearon varias comisiones: Una fue destacada para constatar la noticia y prestar los primeros atisbos de solidaridad con la familia. Definir el sitio de velación y las honras fúnebres. La otra se encargaría de recolectar armas y pertrechos y una tercera, pequeños grupos de vigilancia. “Adiós a la paz”, dijo Arcadio acomodándose el sombrero. “viva el Partido Liberal”, gritó Idelfonso. “Viva, viva, viva”, gritaron todos al unísono. La tarde era grisácea. Negros nubarrones anunciaban tormenta.
La violencia era un fenómeno contradictorio y dramático. Era el enfrentamiento entre liberales pobres contra conservadores pobres, como lo hubo de pronosticar muchos años después a través de un pequeño ensayo el escritor tolimense, William Ospina. Los directos responsables se fueron del país, unos para Europa y otros para Méjico. Permanecieron en estos andurriales hasta que ambos bandos notaron la ausencia de sus jefes y determinaron que en lo sucesivo el objetivo era la fuerza pública. “Esos tontos comenzaron a pensar”, habrían dicho Alberto Lleras Camargo, el muelón y Laureano Gómez, el monstruo, tomando la decisión de regresar y montar el esperpento político llamado: “Frente Nacional”, el cual tendría una duración de 16 años.
Arcadio, se multiplicó como nunca y como el Espíritu Santo estuvo en todos los grupos acordados aportando y orientando. Poco a poco se iba convirtiendo en líder y orientador. Había pagado servicio militar. Tenía conocimiento sobre el manejo de las armas y el arte de la guerra. Cuando vio a su vecino tirado en el piso, descuartizado con la lengua de corbata y las manos crispadas sintió un vacío en el estómago. Se sintió impotente. La sed de venganza la reflejó en su mirada, golpeó la tierra con sus cotizas, maldijo a los godos y juró vengar la vida sagrada de aquel hombre trabajador, forjador de riqueza tirado sobre el césped cerca de la quebrada la Zarzuela, inmóvil y yerto. Se inclinó, se santiguó y le cerró los dos ojos conteniendo el dolor a través de un suspiro largo, un Padre Nuestro, un Ave María y un Darle Señor el descanso eterno, brille para ella la luz perpetua.
Acondicionaron una camilla y marcharon con el féretro al poblado. Los curiosos vieron pasar el cortejo fúnebre y se santiguaban preguntando a renglón seguido quién era la víctima. Al darse cuenta reaccionaban de distintas maneras. Para unos era un crimen atroz, pues consideraban que era un alma de mi Dios que con nadie se metía. Para otros, eran los crudos efectos de la violencia, entendían que no había más absurdo que la violencia diseñada por los jefes de los partidos: El Liberal y el Conservador, pero que esa era la vida y no otra. Para otros la muerte de Gratiniano era producto de algo que nadie sabía. “Nadie mata a otro por que sí”, dijo el peluquero moviendo las posaderas como buen maricón que era. “Ahora sí se jodió La Palma”, gritó el tendero al ver cruzar el cuerpo inerte del campesino de Bello Horizonte.
Depositaron el cuerpo en el anfiteatro. Idelfonso habló con el médico suplicándole que le practicara la necropsia lo más rápido posible. “¿Es liberal o conservador?”, preguntó. Idelfonso lo miró indignado. “No es ni lo uno, ni lo otro, es un cadáver, médico”. El médico sonrió. “Es liberal”, dijo. “No quiero que la viuda lo vea así, mucho menos sus hijos”, agregó el labriego. El médico no contestó. Miró a la enfermera jefa para que preparara todo para la necropsia. “Uno menos”, le comunicó en voz baja al comandante de policía que llegaba presuroso en busca de información. El comandante no contestó, pero su rostro se iluminó al recordar las palabras del obispo: “Matar liberales no es pecado”.
Mientras el galeno hacía lo que tenía que hacer, Idelfonso fue a la funeraria y seleccionó el ataúd carmelito, sacó de la colecta y canceló. Fue a la casa cural y preguntando por el cura le comentó el caso. “Un liberal no tiene acceso al cementerio”, dijo con voz cortante. “Un animal se entierra en cualquier parte”, agregó metiéndose de nuevo a la casa cural. “Cura pacorro”, dijo Idelfonso viéndolo perder en la distancia. Iba de prisa con las manos metida en los bolsillos de la sotana negra.
La enfermera acomodó de la mejor manera la mortaja y después el cuerpo de Gratiniano y cerrando el cofre, se dirigió al grupo que lideraba Idelfonso. “Se lo dejé bien bonito”, dijo. “Gracias”, respondieron en coro. La policía había tomado los datos correspondientes y regando la información de que posiblemente la muerte había sido producto de un tropezón debido a su avanzada edad, se había cortado con su propio machete y que en su agonía se había intentado arrancar la lengua, dio vía libre al funeral. Era regresar a la vereda, a la entraña de la madre tierra. El recorrido fue penoso. El puñado de liberales lo llevaron sorteando los avatares del crudo camino. A menudo se relevaban, el cuerpo se había aplomado. “Es por el formol”, dijo Maruja que llevaba consigo los objetos del finado: El machete, un kilo de carne, una libra de arroz y una gaja de banano. Eso era todo. Cuando la oscura noche los sorprendió, Idelfonso prendió la petromana Coleman. El recorrido era penoso. “No se puede descargar el ataúd en ninguna parte del camino porque don Gratiniano queda asustando, su alma queda penando”, dijo Maruja. Maruja era una mujer de baja estatura, ojos pequeños rasgados y mirada penetrante. Era solitaria. Nadie le había conocido esposo. Al decir de los comentarios, Maruja era lesbiana, pero nadie se atrevía a afirmar o negar esa versión que se había regado por toda la comarca. Era servicial y muchos le decían cariñosamente María Magdalena o la Samaritana. No vivía de los comentarios, vivía a disposición de toda la comunidad. Era alegre. Carecía de miedo.
Al cruzar la Zarzuela se adelantó. “Voy a consolar a la viuda y a los hijos”, dijo. A la luz de una esperma metida en un tarro de harina de trigo se alejó ganando distancia rápidamente. “Es un hombre para caminar”, solían decir quienes la conocían. Era elegante, cintura de avispa y cola de reina. Más de uno se había estrellado con ella. Las mujeres la envidiaban y otras le aconsejaban que aprovechara su belleza femenina al máximo. No hacía caso a los comentarios, tampoco se enfadaba, generalmente respondía con una risita angelical y rápidamente metía otro tema a discusión. Era inteligente. Sus ojos verdes aguamarinas hacían sintonía con su piel aria. Era esbelta, pero más esbelta era su forma de ser. “La belleza va por dentro – solía decir – lo de afuera es mera apariencia que desaparece con la muerte, en cambio las acciones quedan en el altar de la eternidad”.
Sollozando la viuda no se movía de la chambrana mirando para el filo en espera de su marido. Sus tres hijos volantones la rodeaban sollozando. Maruja abrazó a la viuda y a los pequeños y lloró con ellos. “La venganza no es contra el muerto, es contra los sobrevivientes. ¿Qué pueden deber estos niños, esta mujer buena, honrada y trabajadora?”, dijo en voz alta. Se vio en calzas prietas para sostener a la viuda. Una vez vio entrar el catafalco se abalanzó sobre él y agarrando la caja con fuerza, dejó escapar alaridos que retumbaron en toda la región con qué sentimiento. “Déjela que llore, que se desahogue”, dijo Maruja preparando una infusión de malva. Agarró a los niños y como pudo los entró a la cocina. El ataúd fue colocado en el centro de la sala principal en medio de cuatro cirios y un cristo metálico, a su alrededor colocaron asientos y de la caja coronas de flores naturales. Cuatro rosarios rezó Maruja. Era creyente. Pensaba en la eternidad del alma, en la existencia del cielo y en Dios Supremo. Cuando Florentino le preguntó que por qué creía, ella no dudó en responder que por la fe, “Bueno, ¿Por qué la fe?” “Porque la fe es creer en algo que no se ha visto, ni física o matemáticamente se pude demostrar que existe, pero se supone que existe”. Aquella suposición impuesta a sangre y fuego por los españoles al llegar a América a partir del 12 de octubre de 1492, era la única respuesta “científica” que tenía Maruja para salir de estos apuros que ella consideraba temas filosóficos, al cual no todo mundo tenía acceso, según ella, por cuanto el conocimiento no era para todo mundo, era solamente para los que se atrevían a estudiar e interpretar el devenir de la naturaleza y de la humanidad en su conjunto y con todas las contradicciones del mundo.
Arcadio se pasó la noche amojonado en un rincón del velorio, masticando el dolor y mordiéndose los labios de venganza. Su rostro pálido se mantuvo hasta el funeral de Gratiniano al otro día, después de las cuatro de la tarde. Fue una ceremonia sencilla y dolorosa. Todos lloraron sobre todo cuando los niños le dijeron adiós papito lindo, mientras el cajón bajaba al fondo de la fosa, cerca del Eucalipto. Los gritos de la viuda estremecieron la conciencia herida de esta comunidad lanzada al abismo de la violencia y a la ley del Talión: Ojo por ojo y diente por diente. “Su muerte no quedará impune”, dijo en voz baja Arcadio.
Era cierto. Al otro día el aspaviento generalizado era en el pueblo. El enterrador había sido asesinado a puro machete y decapitado. Había sido arrastrado y cercenado sus testículos, los cuales aparecieron en su boca. La cabeza apareció tres metros distantes del tronco. Los brazos a un lado. Le había pasado lo mismo que al comunero José Antonio Galán. Alberto era un conservador empedernido. Primero había sido arriero y cada vez que le arrequintaba la carga a la mula, la espantaba con esta frase ofensiva: “Arranque como arrancan los conservadores”. Era alto, moreno y acuerpado. De niño había llegado a la región como ayudante, era el que traía las mulas del potrero, las ayudaba a enjalmar, trancar la carga mientras el arriero liaba. Además, desenjalmar, darle comida y llevarlas al potrero. Para destacar la fidelidad al Partido Conservador, el cura lo había designado sepulturero, era su confidente y ayudaba de vez en cuanto a matar liberales desarmados y en completo estado de indefensión. No peleaba cara a cara. Era cobarde. Pero se hacía el valiente cuando le presentaban a la víctima amarrada de pies y manos y amordazada. Era para él todo un deleite. La mataba poco a poco y después cobraba a los dolientes por la abertura de la fosa. “No hay Partido más grandioso que el Partido Conservador. Lástima la sangre no ser azul, como lo es el firmamento”, solía decir cuando se emborrachaba. Era ofensivo. Era laureanista.
El alcalde decretó el toque de queda después de las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana. Ofreció una fuerte suma de dinero para el que diera alguna pista del sicario. Decretó tres días de duelo y el cura acompañó el féretro hasta el cementerio. Se intensificaron los allanamientos y las detenciones arbitrarias. El mandatario dijo que movería piedra a piedra hasta encontrar a los culpables del crimen del distinguido conservador. Fue una obsesión que mantuvo intacta hasta su muerte. La sed de venganza lo hacía mover e incluso, lanzar todo tipo de blasfemias e insultos contra los liberales. “Son sanguijuelas de mala madre”, solía decir durante el delirio de los últimos instantes de su procelosa existencia. Con esa convicción murió.
No se cumplió el novenario cuando se comenzó a rumorar que varios liberales habían muerto en una emboscada tendida por Pájaro Azul. Habían sido asesinados a bala y machete y dejados a la vera del camino como escarmienta con la lengua como corbata. La sangre bañaba una vez más los caminos de la comarca y el horror de la violencia aumentaba. Jorge Eliécer Gaitán, en una impresionante movilización en la capital de la república había puesto al orden del gobierno la tragedia de la violencia y la necesidad de imponer la paz y la concordia. Creo que esa movilización fue en febrero. Campesinos de todo el país, reunidos en la mayor plaza de la nación, denunciaron que venían siendo cazados como ratones por agentes del gobierno, sobre todo a los liberales gaitanistas. Gaitán, hombre de universidad y sabiduría, interpretando el sentir de la muchedumbre liberal – conservadora, invocó en esa manifestación silenciosa, donde solo se escuchaba el murmullo de las banderas agitándose, hechos de civilización y de paz. Le dijo al presidente Mariano Ospina Pérez, que tratara al pueblo de igual manera como quisiera que fueran tratados sus hijos. Fue un acontecimiento histórico. Allí, había liberales y conservadores, por cuanto el caudillo popular – así le decía la gente al doctor Gaitán – sostenía que las necesidades del pueblo no deben tener color político. “Para nosotros – decía en sus vibrantes discursos – es igual el hombre liberal, conservador, unionista, socialista, gaitanista”. Arremetía contra la clase dominante. Sentía rabia y asco contra ella. “Gentes de todos los órdenes, liberales y conservadores: Os están engañando las oligarquías”, gritaba en la plaza pública. Su voz era metálica, una cascada desbordante e inatajable. Gaitán era la esperanza del pueblo colombiano. Era antiimperialista. “El gobierno nacional tiene la metralla homicida contra los colombianos y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano”, afirmaba. La gente se reunía en cafetines, casas y sitios públicos a escuchar los intensos debates en el parlamento que orientaba el doctor Gaitán. Se tomaba licor y casi siempre estas reuniones degeneraban en improperios y trompadas, muchas veces entre los mismos copartidarios por cuanto unos se consideraban más gaitanistas que el mismo Gaitán, más liberales que el mismo Partido Liberal. El otro al no dejarse echar tierra encima, ripostaba y se iban a golpes bajo los efectos del alicoramiento. Gaitán iba derechito a la presidencia de la República. Asustado los Estados Unidos, que al parecer intentó sobornarlo, armó la trama para asesinarlo, con la complicidad de los jefes de los partidos: El Liberal y el Conservador. Contrató a Juan Roa, una criatura amargada y deschavetada, la alimentó con el cuento que le daría todo el dinero que necesitara, residencia en el exterior y cambio de fisonomía, con tal de atentar contra el jefe único del liberalismo. Sin embargo, en el marco del Plan Pantomima, la idea era que una vez cometiera el crimen inmediatamente sería asesinado para no dejar testigos de ninguna naturaleza. Eso no se cumplió, porque el pueblo enloquecido tomó justicia por su propia mano. Fue golpeado salvajemente y arrastrado por la calle séptima hasta la plaza Simón Bolívar. Era golpeado, escupido y maldecido por la muchedumbre enardecía. La ciudad fue incendiada, saqueada y destruía. El joven estudiante cubano, Alejandro Fidel Castro Ruz, intentó organizar a la muchedumbre para tomar el poder, pero fue imposible, aquella era una masa amorfa, herida y sin formación política, se dedicó al pillaje, a matar y hacerse matar, mientras el tal Darío Echandía, saboreaba una apetitosa copa de champaña en la presidencia al lado de Mariano Ospina Pérez. Negociaba la preciosa sangre del mártir por un maldito puesto burocrático. Esa misma clase dominante es la que todavía gobierna La Palma y se mantendrá allí, mientras el pueblo siga desunido y despolitizado. La violencia era un invento que los dos partidos inventaron para dividir y enfrentar al pueblo mismo, mientras ellos se sostenían plácidamente en el poder, unas veces con el sello rojo y en otras con el sello azul. Era la tesis de Nicolás Maquiavelo: “Divides y reinarás”.
9
Aturdida, oculta en la espesa vegetación, Helena vio desfilar el piquete militar por la loma. Iba en fila india, a corta distancia uno del otro, haciendo alarde de sus armas recién llegadas de los Estados Unidos. Los niños agazapados miraban sin ver lo que estaba sucediendo y mientras les decía chito colocando su dedo índice en la boca, se paraba en la punta de los pies para ver mejor. Temblaba. No se sabe si de miedo o de indignación, pero temblaba. Rodeó su casa y un par de militares llegaron hasta ella apuntando y gritando: “¡Salgan todos con las manos en alto!” Nadie estaba en casa, solo el par de caninos, las gallinas, las ovejas y los cerdos. Los demás militares se atrincheraron en posición de combate. Al percatarse que no había gente en la casa, fueron llegando los demás compinches. El último en llegar fue al parecer el comandante, un hombre acuerpado, alto, zarco con facciones blancas. Caminaba despacio mirando a su alrededor. Se parapetó en la parte posterior de la casa, ordenando a sus súbditos actuar: Como perros hambrientos sacaron cuanto de valor hallaron, mataron los perros, se llevaron el mayor número de gallinas, cerdos y ovejas y los trebejos que con tanto sacrificio había adquirido Arcadio y conservado Helena. Cumplido el saqueo procedieron a incendiar la habitación. Regaron gasolina y prendieron fuego utilizando la cerilla de fósforo. La llamarada fue devorando la casita quedando reducida en promontorio de ceniza quemante. Helena no aguantó y sintiendo que el mundo se le venía encima, se desmayó. Cayó pesadamente. “Hay, mi madre”, dijo. Los niños pensaron que se había escondido para no ser descubierta. Se mantuvieron ahí petrificados hasta que Helena fue despertando poco a poco. Abrió los ojos lentamente y mirando a su alrededor, preguntó maquinalmente en dónde estaba. “En el monte”, dijo Peter, el mayorcito.
Una vez tomó conciencia, poco a poco se fue incorporando sosteniéndose de los arbustos, trastrabilló, pero no se dejó caer. Miró a través del ubérrimo ramaje. “No veo”, dijo asustada. “¿Qué no ve, mami?”, preguntó extrañada Angelita, ya bien adentrada en la pubertad. “¡La casa, mija!” “El ramaje nos impide verla”, dijo Peter. “Ya se fueron”, dijo Helena en voz baja. Era una tarde plomiza. Melancólica. Arrastrándose Helena salió al filo y mirando hacia abajo no vio la casa. Creyó que se estaba volviendo loca. “No veo nada”, dijo en voz alta. Los niños salieron. Miraron y tampoco vieron nada. “La casa desapareció”, gritó Angelita como alucinada. Helena se echó a llorar. Era una verdadera Magdalena. Poco a poco fueron llegando. Todo estaba convertido en cenizas, una que otra columna quemaba aún. Los dos perros estaban inmóviles por la parte de abajo en un enorme charco de sangre. “Mi muñeca”, gritó Angelita “Mi pizarra y mi gis”, gritó Peter. Todos se abrazaron y lloraron.
Un estruendo los hizo reaccionar. Gritos y llamados de auxilio se escuchaba en la casa de Idelfonso. “No maten a mi papá, ustedes son la autoridad”, gritaba uno de los niños. “Es mi esposo, un hombre trabajador”, gritaba su esposa. Todo era confusión. La casa comenzó a arder. Una columna de humo espeso se levantó progresivamente. Entre carcajadas y burlas, el piquete continuó su recorrido de terror durante toda la tarde y parte de la noche, mientras varias viviendas eran reducidas a cenizas una vez eran saqueadas. “Esta es la furia conservadora”, escribió el oficial que comandaba el piquete en los postes de la cerca.
Acongojada, con hambre y frío, Helena se encaminó a la troja. Cruzó la distancia a oscuras con sus pequeños aun sollozando. El recorrido fue dispendioso, pero llegaron justo cuando la lluvia comenzaba a caer. Eran pedacitos de hielo. Buscó un pedazo de panela y lo partió para que los niños mitigaran el hambre. Su rostro descompuesto reflejaba el odio y el grado supremo de impotencia. No pudo conciliar el sueño. Permaneció sentada envuelta en el cobertor viendo llover. Era tempestad huracanada. A lo lejos se escuchaba los truenos. Los árboles amenazaban con caer. “Esto parece el diluvio universal”, pensaba para sus adentros. Piero dormía vencido por el cansancio, Angelita se revolcaba como si estuviera soñando y Peter se tiraba uno que otro ventoso.
Helena se inclinó y buscó la escopeta. La miró alucinada y de un momento a otro le dio por cogerla. Era la primera vez que tenía un arma de estas en sus manos. Las detestaba. Decía que las armas se hicieron para los cobardes e intransigentes que no tenían capacidad de convencer y su única alternativa era el fragor de la fuerza bruta. Esa noche cambió de opinión. “Las armas – pensó – son también para los valientes y luchadores por la paz y la justicia”. La acarició primero con nervios, más tarde se fue familiarizando con ella, hasta considerarla imprescindible. Recordó la frase manía de que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. Si bien no sabía quién era el autor de esta frase, la admiraba y sin entenderla muy bien, la repetía con alguna frecuencia. “¿Qué habrá pasado con don Idelfonso, Adriana y sus polluelos?” Se preguntaba. “¡Que cobarde fui!”, se recriminaba. “Si la hubiera tenido la reacción hubiera sido distinta”, se dijo para sus adentros mirando el arma que descansaba sobre sus piernas. “Creo que es mejor morir peleando que morir arrodillada”, siguió pensando, mientras el gallo anunciaba la aurora de un nuevo día. Tenía la boca amarga. Su cabellera desordenada y su rostro pálido. Eran muchas emociones acumuladas unas tras de otras que había vivido en las últimas 24 horas. Miró a sus crías y se compadeció de ellas. “Quizás los adultos tengamos la culpa – reflexionó – pero estas criaturas, ¿Qué culpa tienen? Cómo me hubiera gustado que Dios fuera una realidad. Existiera y fuera tan bueno como dicen serlo”. Mirando la oscuridad del nuevo amanecer se hizo una última reflexión catastrófica, era una conclusión inexorable, después de recopilar los últimos acontecimientos. “Dios – pensó – no ha creado a nadie. Al contrario. Ese nadie lo ha creado”. Le pareció tétrica la conclusión pero pensó que era cierta y como buena testaruda que era se mantuvo en esa línea hasta su muerte.
Mientras aún dormían los niños, Helena salió al filito llevando consigo la escopeta. Cruzó el lodazal con dificultad. No había rastro de vida humana. Se encogió de hombros y avanzó unos pasos más. La escena era dantesca. Todas las viviendas de Bello Horizonte habían desaparecido, se habían convertido en ceniza, ceniza que había sido arrastrada por el crudo aguacero. Se pasó varias veces la mano por sus ojos. Aquello le parecía increíble. No daba crédito a lo que estaba viendo. Regresó a la troja y tomando de la mano a los niños se disponía a salir, cuando cayó en cuenta que su casa también había sido incinerada. Entonces, regresó y preparó un poco de agua de panela, en un pequeño fogoncito que improvisó rápidamente. Una vez distribuyó el agua de panela con un par de galletitas y ella misma la probó, ordenó que se quedaran ahí esperando su regreso. “Su papá no debe demorar”, dijo para tranquilizarlos. Los niños rieron al ver a su mamá echarse al hombro la escopeta. Helena contestó con una leve sonrisita rebuscada, mientras se alejaba por la pendiente abajo.
Algunos vecinos iban saliendo de la montaña como guatines en busca de alimento. La primera que se le atravesó fue Adriana. A pesar de tener los ojos hundidos y su mirada triste, se mostraba hermosa. Abrazó a Helena y se puso a llorar. Helena la consolaba diciéndole que más se perdió en el diluvio. Adriana la miró sorprendida. “¿No sabe lo que pasó?”, le preguntó un tanto extrañada. “Claro que lo sé, lo estamos viendo”, contestó. “Esos forajidos mataron a mi esposo, a mi amado Idelfonso”. Helena retrocedió asombrada. Sus ojos marchitos amenazaron con salirse de sus cuencas. La miró incrédula. Recordó los alaridos pidiendo auxilio. Volvió a sentir la dantesca escena. Pálida, descompuesta, se agarró del cuello de Adriana y la besó en la mejilla. Volvieron a suspirar y las lágrimas a salir en abundancia. “¿Qué estaremos pagando?”, se preguntó Adriana. “La decisión de ser liberal”, contestó por entre los dientes Helena, ajustando la escopeta contra su espalda. “¿Qué culpa tenemos de haber nacido liberal?”, se preguntó Adriana meditabunda por entre los dientes en medio de los sollozos. Helena no contestó. Miró a su alrededor y preguntó por Idelfonso. “¿Dónde está su cuerpo?” “Abajo”. “¿Los niños?” “Están en casa de doña Eugenia”. “¿A ella no le pasó nada?” “Al parecer nada, era la última y los forajidos estaban cansados. No alcanzaron”. “¡Qué suerte!”, dijo Helena.
Idelfonso estaba tirado en el piso terroso boca abajo. Estaba acuchillado por la espalda y con un tiro de gracia en la parte occipital de la cabeza. Tenía el corte corbata. Helena se inclinó horrorizada y juntando los párpados, pidió espermas prendiendo cuatro. “Helena, por Dios ya no tengo más lágrimas”, dijo atolondrada Adriana mirando la distancia con incertidumbre. “Sin embargo, este dolor no se me quita”, agregó cogiendo las manos yertas de Helena. “Ese dolor hay que transformarlo en indignación y esa indignación en organización y lucha”, dijo Helena, mirando el asomadero viendo a Arcadio correr a toda velocidad. Estaba descompuesto, parecía una fiera herida. Abrazó a las mujeres, estampándole un ósculo a Helena en la boca y a Adriana en la mejilla. Se enteró de lo sucedido y sacando el cacho lo hizo sonar. Mientras los sobrevivientes iban saliendo de sus escondites mojados y lúgubres, Arcadio preguntó por sus retoños y al enterarse que todos estaban bien, sonrió levemente. Organizó un fogón cerca al cadáver de Idelfonso. Doña Eugenia trajo una olla grande y una chocolatera, lo mismo que algunos alimentos. “De lo que se trata es de sobrevivir”, dijo.
“¿Cómo se enteró de la tragedia?”, preguntó Helena. “La radio informó con gran despliegue, pero al revés de lo que realmente sucedió. Dijo que un piquete militar había cruzado por esta vereda ofreciendo una jornada cívica – militar y que los desagradecidos cachiporros lo habían asaltado. En la reacción se había presentado varios muertos y heridos. Balas perdidas habían matado y herido a varios niños. Que gracias a Dios y a la pericia de los uniformados, que no se dejaron provocar, la desgracia no pasó a mayores”, dijo Arcadio indignado.
“¿Qué mas dijo la radio?”, preguntó Adriana mordiéndose las uñas con nerviosismo. Arcadio la miró seca. “Entrevistaron al alcalde y el muy cínico dijo que la cosa no era tan grave, que todo estaba controlado y que lamentaba los hechos, pero que de todas maneras era un escarnio para los Chusmeros que quieren desestabilizar las instituciones democráticas y la fe en Cristo Rey”. “Así las cosas – agregó – hay júbilo en la ciudad y en las veredas conservadoras. Se habla ya de presionar al gobernador para que conceda la condecoración al mérito al piquete que hizo presencia en la zona”.
Helena y Adriana se miraron apesadumbras y en cierto sentido asombradas. “Con razón dijo alguien que en un conflicto bélico la primera víctima es la verdad y quién tiene la información tiene el poder”, dijo Helena. Los sobrevivientes fueron llegando poco a poco, atemorizados y algunas mujeres aun sollozando. Se inclinaban ante el féretro de Idelfonso y después de santiguarse se dirigían a la viuda y a los pequeños para darles el sentido pésame. Aquimín, el aserrador, un hombre rudo, de pocas palabras, tomó las medidas para hacer el catafalco. Era su aporte. “Lo dejaré bien bonito”, dijo con suavidad mirando a la viuda. Ella lo miró y asintiendo con la cabeza agradeció el gesto.
Arcadio comenzó la conferencia después del mediodía. Intentó convencer a las mujeres y a los niños para que los dejaran solos y así analizar la situación política y de orden público, pero Helena se insubordinó. Haciéndose al lado y sosteniendo la escopeta intervino sin pedir permiso. “En este conflicto también la mujer es víctima, por lo tanto, también debe participar de la discusión y asumir una postura rebelde”, dijo sin titubear. Su rostro se contrajo, lleno de indignación y odio hacia el Partido Conservador. Arcadio era machista. Tenía la concepción de que la mujer era de la cocina y el hombre de la calle. “La biblia – dijo energúmeno – dice que la mujer recibe la información del hombre. Eso implica que no debe participar de la reunión”. Helena lo miró con enfado, con desprecio. “Eso dice la Biblia y yo digo otra cosa distinta”, contestó cortante. A regañadientes Arcadio y los demás hombres tuvieron que aceptar la presencia de las mujeres, el momento no estaba para dividir sino para sumar y así lo entendieron en conclusión.
“El gobierno de Mariano Ospina Pérez persiste en la torva idea de acabar hasta con el último huevo de los liberales – comenzó diciendo Arcadio – es un proyecto fascista y racista de acuerdo al pensamiento de Laureano Gómez. Todo parece indicar que esta política de tierra arrasada la apoya Los Estados Unidos, el país más poderoso del mundo”. Todos escuchaban en silencio. Apenas se percibía en el ambiente la respiración ahogada de Agripina y los estornudos constantes de Atanael, afectado por una gripa llorosa. Helena seguía atenta la disertación y de vez en cuando anotaba algo en su pequeña pizarra. “Hasta ahora la única ocurrencia de los liberales es correr y esconderse hasta debajo de las piedras en busca de una posibilidad de vivir. Eso no es vida. Es mejor morir en el campo de batalla, que permanecer inmóviles como dóciles cerdos, esperando la hora de ir al matadero. La muerte es una consecuencia natural de nacer. No le debemos temer a ella, pero tampoco esperar cobardemente que lleguen estas hordas de pajaramenta y acaben con todo. Es mejor morir peleando”.
La tarde aciaga anunciaba lluvia. El frío glaciar se expandía y las velas se apagaban con frecuencia. Peter, Angelita y Piero, se turnaban para encenderlas de nuevo. Se iban rotando la caja de fósforos “El Diablo”. La intervención fue larga y farragosa. Al terminar, Arcadio apuró un sorbo de agua de panela y después de mirar de reojo a su mujer se sentó en el butaco redondo de madera sin pulir. Cruzó las piernas nervioso. Atanael, a pesar del duro refriado, se puso en pie y solicitando el uso de la palabra intervino con parsimonia. Se sujetó con más fuerza la bufanda roja y una vez estornudó un par de veces consecutivas, hizo un cálido llamado a la paz. Por primera vez se habló en la zona de solución política. “Violencia engendra violencia. A la violencia hay que colocarle su contrario y ese contrario es la paz. Ese es el pulso. El Partido Liberal es el Partido de la esperanza, ahora tiene que ser el Partido de la paz”.
Realmente no pudo terminar la idea. Esta quedó a medias. La algarabía no se hizo esperar, primero el murmullo y después la rechifla generalizada contra Atanael. La rechifla la lideró las mujeres. “No queremos parir más hijos para que esos godos desvergonzados acaben con ellos y nosotros en son de paz nos dejemos masacrar como dóciles corderos”, gritaron. Helena fue mucho más allá. En pie, sosteniendo la escopeta de fisto en lo alto, miró a los presentes con rabia y decisión. “Como dijo Gaitán: ¡A la carga! No más contemplaciones. “Matar o morir, no tenemos una tercera opción”, señaló. “Solicito entrenamiento militar, quiero aprender a manejar esta arma”. Las mujeres se solidarizaron con Helena a través de una sonora ovación. “Eso es, eso es, eso es”, corearon hasta el cansancio.
Los hombres se miraron entre sí. Incrédulos no atinaban a decir nada. Permanecieron ensimismados hasta que Arcadio se incorporó y dándole un ósculo en la mejilla de su amada, destacó el carácter manifiesto de las mujeres liberales. La situación era dramática, pues la violencia se había disparado ante lo cual no quedaba otra alternativa que la resistencia y ésta era posible si había unidad y compromiso de todos y todas. “Emociona oír hablar a la mujer liberal así”, dijo alborozado. “La semana entrante – dijo – vendrá de la capital dos delegados del directorio liberal con el propósito de hacernos un fuerte entrenamiento militar, la idea es fundar el movimiento Chusmero para acabar con los malditos Pájaros. Diente por diente y ojo por ojo será la consigna a partir de hoy”, subrayó. “¿Vendrá el doctor Alberto Lleras Camargo?”, preguntó Adriana. Arcadio se volvió y mirándola contestó sin inmutarse: “Los jefes no vienen a la trinchera de combate, pero trazan todo desde sus mágicos y suntuosos escritorios. Ellos son, mejor dicho, los ideólogos, ellos dicen y nosotros hacemos, ¿Me comprendes?”. “Por supuesto”, contestó Adriana mirando de reojo el cuerpo de su esposo en medio de los cuatro cirios. “¿A qué hora será el sepelio del copartidario Idelfonso?”, preguntó Agripina con su poca voz que aún le quedaba, mirando con sus ojitos tristes, rodeados de arrugas, el semblante magro de Adriana. “Dentro de una hora”, contestó por entre los dientes.
El estruendo de la violencia subía de temperatura. La radio nacional anunciaba todos los días de masacres en distintos lugares de la patria. Una veces a mano de los conservadores y en otras a manos de los liberales. Los muertos eran trasladados a lomo de mula, atravesados, recorrían largas distancias por caminos difíciles de transitar. Iban derechito al necrópolis por cuanto el anfiteatro no era suficiente para albergar a tantos cadáveres, unos de filiación liberal y otros de filiación conservadora. Lo común era que tanto un bando como el otro, pertenecía a la misma clase social. Era pueblo enfrentado por los colores azul y rojo, odio que alimentaba hábilmente la clase dominante para tenerlo dividido y con poca posibilidades de ser poder. En esa tarea divisionista y de adormecimiento jugaba papel fundamental la religión Católica. Lo que no hacían los partidos tradicionales, lo hacía la iglesia. Ésta hablaba abiertamente de sumisión, resignación, de dejar todo en manos de Dios. Para ella la pobreza era un castigo o cuando más una prueba por el pecado. La violencia era consecuencia del pecado, del maligno y del comunismo. Así lo predicaban los curas en los púlpitos en sus largas y monótonas homilías.
Como era de esperarse, Arcadio fue nombrado comandante supremo de la Chusma, Daniel, subcomandante y Helena ocuparía el tercer lugar en mando. El entrenamiento físico era intenso. Jornadas completas caminando, haciendo genuflexiones y abdominales; saltando obstáculos y caminando de noche, disparos al blanco, precisión en la puntería. Era lo elemental, consideraba el grupo que le decía adiós a las labores del agro para dedicarse a los duros avatares de la violencia de pueblo contra pueblo. “La venganza enceguece”, solía decir Matilde, una campesina alta, delgada, piel oscura y nariz aguileña, que había llegado huyéndole al imperio represivo de los Pájaros, que también había recibido apoyo económico, logístico y militar del directorio conservador. Su marido fue hecho picadillo y su hijo de doce años ejecutado con un tiro de gracia, en presencia de ella. No valió las súplicas de madre. Se había salvado por un error de cálculo de los sicarios, quienes se vieron precisados a salir en estampida por cuanto una comisión de Chusma rondaba por estos andurriales, según información de la red de informantes, cuando en realidad era una comisión militar que venía a reforzar la labor de los Pájaros. “Al ver venir ese grupo de hombres armados me eché a correr sin rumbo por los cafetales. Crucé la quebrada dando saltos y tomando el pequeño camino que da al poblado, caminé dura dos horas, aproximadamente, di con una pequeña posada, una ancianita se condolió me mandó a seguir y me regaló un vaso con agua. Al tomar el primer sorbo me torcí, perdí el conocimiento y cuando desperté estaba en un pequeño camastro maloliente, pero rodeada de una fraternidad indescriptible. Tenía la cabeza amarrada y unos emplastos en la frente. La anciana me miraba con pesar. Intenté hablar pero me dijo que callara, mientras me recuperaba completamente. La recuperación fue lenta pero progresiva, al cabo de dos horas pude sentarme en el borde del camastro. Miré a mí alrededor. Estaba aturdida. Era una casita de bahareque, angosta donde vivía aquella anciana con su hija y su yerno. Ellos estaban en el poblado. “¿Qué pasó?”, pregunté. “Usted llegó corriendo como loca diciendo que la iban a matar. Venía sedienta. Le ofrecí un vaso con agua y al tomar el primer sorbo se torció y cayó con un pollito, menos mal cayó sobre los costales, amortiguando el golpe. Coincidencialmente el vecino cruzaba y me ayudó a subirle a la cama, le froté alcohol y le coloqué esos emplastos. Lo demás fue esperar, me comentó”.
Una vez le contó la trágica historia, la anciana le recomendó que fuera al pueblo a colocar el denuncio. “La autoridad tiene que hacerse presente y brillar con luz propia en estos casos”, dijo santiguándose y dándole el sentido pésame. Matilde recibió aquella solidaridad como un bálsamo y reanudando la marcha avanzó por caminos desérticos y entrecruzados llegando a la vereda Bello Horizonte. Una comisión la retuvo y después de investigarla la acomodó en un cuarto para que pasara el resto de noche. Era un cuarto pequeño de bahareque de forma rectangular maloliente. El camastro tenía costales ralos y por encima una colcha de mil retazos. Además, un cobertor grueso de variados colores. Meditabunda se desplomó y a pesar del dolor por el vil asesinato de su esposo e hijo, el sueño la venció. Soñó que soñaba. Era una pesadilla en la que veía demonios por todos lados, hombres sin ojos y mujeres sin cabeza. Una voz gruesa entre las nubes que decía: “La violencia es obra de Dios”. Los primeros rayitos de sol que se lograban filtrar por el alar la despertaron. Soñolienta miró a su alrededor sin tomar conciencia en dónde estaba. Se incorporó y sentándose en el borde la cama se limpió los ojos y se acomodó como pudo la cabellera azabache.
Un hombre alto, mirada penetrante y movimientos rudos empujó la puerta y entró llevando un pocillo con café caliente. La miró algunos segundos en silencio antes de entregarle el pocillo. Ella lo miró. “¿Dónde estoy?” preguntó. El adusto hombre vestido de campesino, sonrió dejando ver su encía pues no tenía sino un par de colmillos. “No se preocupe, ya el comandante le dirá. Por el momento tome tinto y si quiere asearse al fondo hay una ducha y el inodoro. Por favor no pregunte más”, dijo mientras sostenía en sus manos encalladas una escopeta de fisto y en la cintura un amolado machete. Giró y salió. Matilde lo siguió con la mirada. Dando vueltas para intentar ubicarse fue hasta el inodoro y después de hacer lo que tenía que hacer fue a la ducha. Poco a poco se desvistió atormentada por los recuerdos. Suspiró al meterse bajo la ducha de agua que parecía hielo desbordante. Regresó al cuarto y esperó pacientemente. A las siete de la mañana entró otro hombre delgado, mirada irónica y movimientos rápidos. Llevaba una rústica bandeja con el desayuno. La dejó en la pequeña mesita y sin saludar se regresó, solo dejando en el ambiente una risita graciosa. Matilde desayunó despacio, masticando los recuerdos amargos. La escena vivía se le repetía una y otra vez sucesivamente. Abrió la pequeña ventanita y miró a través de ella el inmenso paisaje bucólico. La montaña verdosa esmeralda, el viento suave y el sol tenue entre las nubes. Una mano suave se le posó en el hombre izquierdo, ella volteó y el hombre le dijo: “Sígame”. Matilde se acomodó sus chiros y lo siguió. Cruzaron el largo corredor por la parte posterior, cruzaron el pequeño potrero, la pequeña quebradita y entraron a la montaña espesa. Caminaron por un estrecho camino. El ruido de los pájaros multicolores, los chillidos de la manada de churucos y otros animales, colmaron de ansiedad a Matilde que seguía al hombre que a grandes zancadas se movía con agilidad felina. El camino era pendiente. Matilde hacía esfuerzos por no quedarse. El hombre la miraba de reojo y calculando que estaba cansada hacía un pare por algunos minutos y seguía. No cruzaba palabra. Matilde llegó a la conclusión que era mudo. En una pequeña explanada le hizo señas que se detuviera y esperara ahí. El misterioso hombre se adelantó, se perdió rápidamente en la espesa manigua y a la hora regresó sonriente. Le habló pausadamente. “Bienvenida”, dijo. Ambos avanzaron cien metros. Ahí estaba Arcadio cruzado de brazos. Tenía prendas militares, un revólver colgado al cinto al lado de un afilado machete. Matilde abrió los ojos desmesuradamente y abalanzándose sobre él, lo abrazó y lo besó en la mejilla: “Compadre, ¿Qué hace usted por acá?”. Arcadio correspondió a los halagos, la estrechó contra su pecho y se solidarizó con ella. “Lo sé todo, comadre. Sé lo que le pasó a mi compadre y a mi ahijado”. Matilde volvió a llorar. Arcadio dio un paso atrás e invitándola a sentarse sobre un tronco, le dijo que se calmara, que ya había botado muchas lágrimas. “No es hora de llorar – dijo – es hora de la venganza, de aplicar la ley de ojo por ojo y diente por diente”. La mirada se transformó, su rostro se contrajo en una mueca. El brillo de sus ojos destilaba odio visceral. Matilde se estremeció. Sintió pánico. Tímidamente, le dijo por entre los dientes: “Compadre, violencia engendra violencia. ¿No le parece?”. Arcadio la miró con ira. “Yo nací bueno, pero estos godos malparidos me dañaron el corazón. Hoy solo pienso en la venganza, ésta es dulce como la miel”, frotándose la manos. “Hoy mismo iremos a esa vereda a barrer hasta con el nido de la perra. No quedará sobreviviente, todos morirán y sus casas serán quemadas. Venganza es venganza”. Su rostro pálido se estiró. Matilde guardó silencio y recordando sus trágicas escenas se contuvo, respirando profundo, quitándose el frío sudor de su frente. “Que sea lo que Dios quiera”, dijo para sus adentros.
10
La noche comenzaba a caer. Era silenciosa, triste y melancólica. El piquete de Chusma había llegado en pequeños grupos por la parte norte, subiendo por la vera del río de aguas turbias y escandalosas que inexorable bajaba por el lecho pedregoso. Los pájaros multicolores con sus cantos se replegaban en busca de protección, la vaca bramaba y el caballo relinchaba. Martha los vio pasar. Impávido el piquete marchó en busca de las casuchas levantadas en su mayoría en tierra pisada y techada con caña brava y murrapo. Era una mujer bajita, gordita y dicharachera que alquilaba sus energías por la comida o una simple moneda. Era voluntariosa y de vida alegre. No se acomplejaba por nada. Sin embargo, al ver a aquellos hombres desfilar sintió una corazonada y sin saber por qué comenzó a temblar. Cruzó el camino y llegando presurosa a la casa del presidente de la junta de acción comunal comunicó lo que había visto. El presidente, metido en su ropa de trabajo, sonrió. “No se asuste debe ser gente del gobierno que viene a prestarnos seguridad”, dijo. Martha frunció el ceño. “No creo que sea gente buena”, dijo. Se marchó con dirección a la casa de la sobrina. Entró por la parte posterior, encontrándola amamantando a su pequeño de tres meses de nacido. Una vez le comentó, la sobrina le contestó: “Por acá no entran esos malditos cachiporros”. “Nadie me cree”, dijo Martha marchándose a su casa.
No había cruzado el río cuando un estruendo la dejó súbita. Era una explosión que estremeció el entorno. Seguidamente se escuchó la balacera y la gritería más espantosa. Gritos y lamentaciones a su alrededor quebrantaron el silencio de la noche. Martha corrió al filo más alto y ocultándose en el espeso matorral contempló extasiada el espectáculo grotesco que de un momento a otro comenzó en toda la vereda dominada por los Pájaros. Parecía la hora llegada. “Viva el Partido Liberal, viva el Partido Liberal”, escuchaba Martha con nitidez. “Se metió la chusma”, dijo por entre los dientes, paralizada por el pánico. Temblaba de pies a cabeza. No tuvo alientos para correr. Permaneció petrificada mirando la dantesca escena. Las ranchas eran quemadas, las personas asesinadas con el corte franela, las que intentaban huir eran alcanzadas con un balazo. Rápidamente la vereda se convirtió en una gigantesca hoguera. El humo se levantaba en gruesas columnas perdiéndose en la distancia. Después de dos horas todo volvió a la calma. Apenas los ranchos humeantes y el lúgubre quejido de los heridos pidiendo auxilio, llamando al familiar o al vecino. Martha se deslizó silenciosa por el rastrojo. Vio el piquete que avanzaba festejando la victoria, algunos llevando cabezas de las personas sostenidas por los cabellos. Martha se metió en lo más profundo del matorral y conteniendo la respiración esperó que los forajidos se marcharan. Fueron segundos eternos, dramáticos. Cuando estuvo segura que todos habían evacuado, salió y caminó el sendero. La luna había aparecido espléndida. Fue a la casa del presidente. Estaba incinerada y él se encontraba tirado en el patio sin cabeza en medio de un impresionante charco de sangre. Corrió donde la sobrina. También la casa había sido incinerada. Ella estaba tirada bocarriba en el patio. Le habían abierto el estómago, sacado los intestinos e introducido el niño si cabecita.
“¿Quién inventaría esta maldita violencia?”, se preguntó recorriendo los vecindarios mirando el mismo espectáculo. Cogió el brioso caballo de Ismael y colocándole una ruana montó con dirección al pueblo. Fue a todo galope. El viento silbaba en sus oídos. El pueblo estaba solitario. Uno que otro borrachito. El galope abierto y estridente de los cascos del caballo bayo contra el empedrado despertó a mucha gente, quienes se incorporaban miraban por las hendiduras, hacían comentarios y seguían durmiendo. Fue directa al puesto de policía. El guardia que hacía esfuerzos por no quedarse dormido, titubeante se puso en pie para preguntar qué estaba pasando. Martha saltó del caballo y cogiéndolo de cabestro se acercó al comando. “La chusma acabó con los habitantes de La Floresta”, dijo. El guardia, aún turulato volvió a preguntar que qué estaba pasando. Martha insistió con vehemencia. Entonces el guardia tomó conciencia de la gravedad y dio la señal de alarma. Embadurnados de sueño poco a poco fueron saliendo los policías. El último en llegar fue el comandante. Un hombre obeso, inculto de bozo metálico. “¿Qué putas está pasando?”, Preguntó quitándose las lagañas con cierta parsimonia. Una vez escuchó el reporte, despachó a Martha con la promesa que salían para allá, pero una vez se alejó montada de nuevo en el caballo bayo, le dijo a sus hombres sin emocionarse: “Mañana iremos a recoger muertos. Por dormidos y maricas se dejaron matar”, dijo suspirando.
Arcadio avanzaba sudoroso por la pendiente llevando consigo los pertrechos de guerra, seguido por sus hombres. Matilde se rascaba la cabeza mirando a su alrededor evitando caer en alguna emboscada. En el cruce de caminos, Arcadio detuvo la marcha para ordenar dejar las cabezas en sitios estratégicos. La macabra labor se realizó en cuestión de minutos. Entonces, ordenó continuar la marcha aprovechando la oscuridad. El viento huracanado anunciaba lluvia. La luna se había marchado. Uno que otro relámpago y trueno se escuchaba en toda la región. “Siempre que hay fiesta hay lluvia”, dijo Matilde. “¿Coronó?”, le preguntó irónico Arcadio. Matilde lo miró aprovechando el relámpago. Sonrió. “Claro. El mismito que mató a mi esposo y a mi hijo, lo cogí de frente con la ayuda de Arquímedes. Arquímedes le iba a enterrar la daga pero yo le dije que no que me diera ese placer. Ese perro me miraba con ojos llorosos, pedía clemencia, suplicaba, que lo perdonara, eso despertaba en mí más odio, más sed de venganza. Le fui penetrando la daga a la altura de la tetilla izquierda lentamente, despacio, qué delicia, se la metí hasta la mitad. Después le saqué los dos ojos, le quité la piel de los pies y le dije que si se quería ir que se fuera. Intentó caminar unos pasos por el arenal. Se fue de cabeza y lo recibí con la daga, le entró toda, hasta la cacha; gritó como un becerro y cayó, entonces le di varios golpes con la cacha del revólver y con los pies. Cuando daba los últimos suspiros lo decapité con el machete. Entonces sentí un descanso, comprendí que la venganza es dulce”.
Helena sonrió. “Eso se lo merecía ese godo hijo de mala madre”, dijo apurando una dulce guayaba. El amanecer era inminente. El canto de los gallos animaba el frío amanecer. La pandilla de facinerosos cruzó la distancia y antes de que amaneciera regresó al campamento. “Habrá descanso hoy”, dijo el comandante.
El alcalde acompañado de la policía y de un grupo selecto de Pájaros, marchó a La Floresta a primera hora. Era un día triste, desértico y nublado. Cruzó la distancia en silencio. No correspondía a los chistes de baja calidad del inspector de policía. Iba indignado. La caravana fue lenta, temía una emboscada. Los gallinazos volaban a baja altura. Cruzó potreros, cafetales y plataneras. Al asomar al filo, se detuvo. La dantesca escena aparecía ante sus ojos siniestros. “Este es el rostro de la violencia maldita”, dijo Casimiro que se había salvado esa noche porque se había quedado en el pueblo libando. Nadie de la caravana contestó. Solo el alcalde lo miró con odio. “Es la violencia de los malditos liberales”, dijo por fin con enfado, apeándose y caminando sostenido en un guayacán y teniendo en el hombro derecho un poncho de rayas azules y fondo blanco.
El saldo era macabro: Veinticinco campesinos adultos asesinados, diez niños, cuatro lisiados y treinta cinco casas incineradas. Estaba izada la bandera liberal y panfletos que anunciaban nuevas incursiones en otras veredas conservadoras. Los cuerpos fueron transportados al pueblo para recibir cristiana sepultura. Fueron llevados en mulas, atravesados, perfectamente liados como cualquier carga. En costales iban las cabezas sin saber con exactitud a qué cuerpo le correspondía. Los cuerpos de los niños, algunos calcinados, en cajones. El cortejo fúnebre entró al pueblo al caer la tarde. El recibimiento fue conmovedor. Las campanas no cesaban de tañer. El miedo se metía en todos los rincones de la comarca. Los animaba los encendidos discursos de Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez, anunciando que la única salida era conservatizando al país, destruyendo al pueblo liberal y colocando como única religión el Catolicismo. “Qué falta le hace al país la raza aria”, decía Laureano Gómez, palabras que no entendía el populacho pero las aplaudía hasta rabiar.
Al otro día fue el funeral colectivo. Fue solemne, majestuoso y conmovedor. Poco a poco los féretros ingresaron a la necrópolis. El cura no daba abasto impartiendo bendiciones. El alcalde juró que aquella masacre no quedaría impune y que los responsables recibirían todo el peso de la ley del talión. El telegrama enviado por la casa conservadora decía: “Compungidos deploramos brutal asesinato inocentes conservadores, el cielo clama justicia. Siempre estaremos al lado del pueblo”: Directorio Conservador.
Dicho y hecho. A la semana siguiente comenzó la racha de muertes de liberales, comenzando por aquellos que jamás se habían metido en estos vericuetos de la violencia. Su única política era el trabajo y abogar por una paz justa, estable y duradera. Eran cogidos como mansos corderos y aniquilados como cucarachas. Casi todos los días llegaban a la población cuatro y cinco cadáveres. Nadie decía nada. El miedo los inmovilizaba. Cada que el alcalde se topaba con el Turco le decía con fría ironía: “¿Cuántos serán esta semana?”, el Turco lo miraba con una risita pálida y le contestaba con una evasiva. “Todas las veces no caza el tigre”.
Mientras el pueblo liberal se mataba con el pueblo conservador, los jefes de bando y bando departían en Europa y Méjico. Allí, celebraban con frecuencia descomunales bacanales, al calor de los cuales analizaban la situación de país sobre todo, la necesidad de profundizar la polarización política por cuanto eso equivaldría a arrasar con el pensamiento gaitanista que había encarnado en la conciencia del pueblo liberal y conservador. Concluyeron que era necesario armar a los bandos en discordia para que la violencia fuera más tensa y mortal. Pero como los campesinos no tenían conocimiento en el manejo de armas, pues ellos solo sabían manejar el azadón, la pica y la pala para labrar la tierra y hacerla producir, no tuvieron inconvenientes en dictar seminarios y entrenamiento de guerra. Enseñaron a matar, a hacer emboscadas, apoderarse de los recursos del otro, amenazar, desplazar y extorsionar, etc. Y, mantuvieron ese apoyo hasta cuando los campesinos fueron despertando de ese letargo infame y se dieron cuenta que eran simples marionetas de los dueños del poder económico, político y social de la república. Al caer en cuenta el pueblo, poco a poco fueron girando las armas contra los militares que son los que están adiestrados para defender la clase oligárquica. Al darse cuenta esta clase, regresó al país e implementó sin descaro el Frente Nacional. Condenó el asesinato, el pillaje, la extorsión y el secuestro. Después que forjó y formó en el laboratorio de la infamia a estas criaturas, de bando y bando, desató contra ellas una verdadera carnicería humana. Es decir, la supuesta pacificación fue una verdadera masacre que bien lo podría decir José Joaquín Matallana si tuviera espíritu autocrítico, pero en realidad, esta criatura fue un verdadero carnicero que arrasó con generaciones completas a nombre de las instituciones y la supuesta democracia en La Palma y en muchas regiones del país. La violencia continuó por otros caminos, pues las causas se sostenían intactas, entre ellas, la desigualdad social, la corrupción en las alturas y la brutal explotación del hombre por el hombre. Es decir, la violencia está latente y existirá mientras exista el capitalismo.
Fin
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