miércoles, 1 de febrero de 2023

La nostalgia del recuerdo (Cuento)


 Por Nelson Lombana Silva

Quien mucho piensa en una acción, termina desnaturalizándola y banalizándola, perdiendo la magia de la experiencia y la aventura. Desde luego, no es actuar para pensar, como suele pensar quien poco piensa.

Así pensaba Astudillo 61 años después, sentado en el borde de la cama, una vez silenció la alarma programada para las cuatro de la mañana. Recordó que tenía una cita con su amada para recorrer el cañón de sus amores. Era alto y acuerpado, de mirada taciturna y movimientos lerdos. Un juego de niños que disfrutaba convencido de que el ser humano perdía su condición humana al abandonar las puerilidades. “Morir con espíritu de niño, no es morir, es trascender coronando la condición humana”, solía decir con alguna frecuencia.

En el segundo cuarto, su hija dormía apaciblemente. Así que no había impedimento para poner en marcha el plan. Pesadamente accionó el interruptor y la piecita cuadrada se iluminó. Miró a su alrededor y dejando escapar algunos ayayaes se incorporó e inclinándose sujetó la bacinilla plástica con los orines, caminó despacio al sanitario, cruzando la sala y la pequeña cocina. Pensaba en el recorrido programado. La lluvia monótona caía sobre los tejados y el frío recalcitrante se metía por las hendiduras con ímpetu descomunal. Después de verter los orines en la taza blancuzca, se acuclilló a hacer lo que tenía que hacer. La lluvia aumentó.

Se incorporó con dificultad suspendido de las paredes y al comprobar que no había agua para descargar el sanitario, fue hasta la alberca con el balde azulado. En el recorrido se interpusieron Jana y Topogigio, las felinas mascotas de la casa, pidiendo comida. “Saluden primero”, les dijo.

Al darle la comida, Astudillo, arrimó el balde para bañarse. Se vistió y preparó tinto cerrero en la pequeña estufa. El ruido estridente del celular lo sacó de sus meditaciones. “Es ella”, pensó. Entró al cuarto y sentándose en el borde de la cama contestó. La débil voz de su amada lo entristeció y agudizando el oído escuchó con dificultad. “Ya estoy listo”, le dijo con aspaviento, tratando de minimizar el presagio. La voz sonora de la cincuentona lo dejó como estaba, sentado. “No puedo ir”, dijo. “Mi hija enfermó de emergencia, el marido tuvo que llevarla a la clínica. No pude conciliar el sueño”, agregó apesadumbrada. Contrariando la frustración, Astudillo, contestó entrecortado: “Primero es lo primero. No hay dudas. Lamento el incidente, me solidarizo con su hija. Otro día será”. Se hizo un silencio largo, interrumpido por la monótona lluvia. “Gracias cariño por ser tan comprensivo”, dijo Ángela de la Esperanza. Astudillo, suspiró al decir: “Descanse. Te quiero amada”.

La comunicación se cortó. Mientras alejaba el celular del oído Astudillo pensó en voz alta: “No me quedaré en casa hoy. Iré a la patria chica”. Sin pensarlo, se puso en pie y tomando los trebejos, abandonó la casona con prisa abordando un taxi, el cual lo llevó a la terminal de transporte. Durante el recorrido dialogó animadamente con el conductor, sobre diversos temas relacionados con la vida de ambos. Era una persona bajita y gruesa, piel canela y ojos castaños. Era un andariego de siete suelas que había recorrido más de medio país conduciendo vehículos de diversas marcas. El ruido monótono de las llantas al cruzar sobre el pavimento húmedo se mantuvo de principio a fin. Las charcas limitaban la movilidad.

La pequeña terminal de un solo piso tenía poca clientela. Algunas taquilleras luchaban contra el sueño. Astudillo con su pequeño bolso cruzó la distancia dando pasos inseguros, mirando a su alrededor. La vendedora de tintos dormía doblada en su asiento, mientras sostenía sus brazos cruzados a la altura de sus piernas. Un par de enamorados comentaban ilusiones en voz baja en los fríos asientos metálicos, mientras el portero anunciaba el arribo del vehículo.

¿A qué horas sale el vehículo para La Palma?, preguntó arrimándose a la ventanilla, donde una mujer regordeta atendía abúlica. A las seis, contestó. “Aspiraba abordar el de las 5:20”, dijo Astudillo un tanto desanimado. La mujer sonrió. “Pudo haber llamado para que lo esperara”, dijo irónica. Por primera vez, Astudillo no reaccionó con agresividad, se mantuvo sereno. “Me faltó inteligencia”, dijo. ¿A qué horas sale el próximo?, preguntó mirándola con ironía. “A las 7:20”, respondió.  

Astudillo frunció el ceño. Esperar hasta las 7:20 era mucho. Se alejó despacio por el largo pasillo sin rumbo fijo. Fue al otro extremo y se devolvió despacio. Durante el corto recorrido se le ocurrió una idea descabellada. Regresó a la taquilla y preguntó a qué horas salía el próximo vehículo para esos lares. La mujer, también sin perder la calma, le contestó que a las seis. “Véndame un tiquete hasta el cruce”, dijo.

Era un bus largo y destartalado. Lo abordó de prisa. Un pasajero permanecía ensimismado con los ojos entrecerrados. No profanó su descansó. Cruzó despacio y sin hacer ruido se acomodó dos puestos atrás. El frío entraba orondo por las ventanillas, mientras la lluvia insistente mojaba el amplio parqueadero.

El conductor fue puntual. A las seis en punto lo puso en movimiento, las latas chirriaron y el motor rugió rodando despacio. Fue entonces cuando Astudillo, rompió bruscamente el ensimismamiento, despertando sobresaltado preguntándose qué estaba haciendo. Se quitó la cachucha con brusquedad rascándose la cabeza canosa. La violencia entre liberales pobres contra conservadores pobres, lo había desplazado en 1.950, no había vuelto. Incluso, había jurado que nunca volvería ni a recoger los pasos.

Los recuerdos del desplazamiento cruzaron por su mente a borbotones. Salió por Montegrande, cruzando el río La China montado en brioso corcel negro con la frente blanca en forma de estrella. Fue un descenso vertiginoso, en la oscuridad de una noche sin estrellas, ni luna. La sentencia de don Laureano Gómez de conservatizar La Palma, se había hecho realidad. Él era el último liberal de la pequeña comarca montada en la escabrosa cordillera de los Andes. El caballo resoplaba, sacando chispas con sus herraduras en el camino rocoso, estrecho y retorcido. Como buen jinete se mantuvo enhiesto, sosteniendo las riendas con la mano izquierda y con la derecha acariciando la cacha del revólver, listo a reaccionar ante cualquier contingencia.

En un recodo del camino se detuvo para observar en la distancia arder los ranchos de los liberales, lenguas de fuego se levantaban interrumpiendo la oscuridad de la noche, mientras ráfagas de tiros aturdían el ambiente nocturno. Sintió rabia, frustración e impotencia. Pensó en regresarse, pero el deseo de vivir fue más fuerte, impulsándolo a seguir la forzada marcha.

Al llegar al puente, el caballo se detuvo de insofacto y parándose en las patas traseras se negó a avanzar. Astudillo estuvo a punto de caer, pero su pericia lo salvó. Calmó al noble animal, sudoroso y agitado y desenfundando el arma observó en la oscuridad. Su cabellera se erizó recordando las historietas de su padre, sobre espantos. Era la primera vez que sentía miedo, la confusión del momento que había originado su huía lo tenía confundido, al borde del desespero. Trémulo le insistió al animal, pero este se negó y amenazó con devolverse. Sacó de la alforja una botella de aguardiente y destapándola con brusquedad, bebió un trago grande, hizo una pausa y se tomó el otro y el otro. No le parecía agua ardiente. Respiró profundo y apeándose, dejando los zamarros en el apero, empuñó el arma y avanzó despacio, llevando el caballo de cabestro. El silencio de la zona montañosa era total, solo el ruido perene del río bajando sobre las piernas de variados colores y tamaños. Era un ruido lúgubre. Avanzó veinte pasos, el caballo se resistió, estornudó parándose de nuevo en las patas traseras. Astudillo volvió a beber y amarrándolo de un guayabo, avanzó nervioso. “A santa rosa o al charco”, dijo entonado. Al cruzar un árbol capotudo, un chorro de agua, le mojó la cachucha y los hombros. Se detuvo y usando la linterna, se miró los hombros. No era agua, era sangre. Saltó atrás cayendo de bruces en un recodo del camino. Estupefacto se mantuvo petrificado sin saber qué hacer. Solo al tomar conciencia se incorporó como pudo, buscó el arma y tomando la linterna avanzó paso entre paso. De uno de los gajos colgaba un cuerpo de un campesino. Contrariando el miedo, lo observó. Tenía alpargatas, delantal y una mulera puesta, bigote canoso, la lengua la tenía de corbata y los ojos brotados.  Un pequeño letrero en el bolsillo de la camisa que decía: “Por cachiporro h.p.”.  

Astudillo, se santiguó con indignación. ¿Qué hace Dios que permite todo esto?, se dijo para sus adentros y llevando de cabestro el jamelgo por el desecho cruzó el largo puente y después de limpiarse la sangre del desconocido, volvió a montar y comenzó su ascenso por la empinada cuesta. Montegrande era un caballete inmenso. Lo cruzó raudo, cabalgando por la cresta de éste, para luego descender. Suspiró profundo. Aquel era territorio liberal.

El encuentro con su núcleo familiar fue en la capital, en un ambiente agridulce, en una verdadera montaña de cemento y asfalto, una ciudad impersonal donde cada quien vive su propio drama, repleta de méndigos, prostitutas y ladronzuelos. Un espacio se pelea allí, cuerpo a cuerpo, no se puede compartir, hay que competir.

Se retorció en el asiento mientras el vehículo se deslizaba con cierta parsimonia. Quiso bajarse, regresar a casa y comentarle la experiencia a su hija que a esa hora dormía apaciblemente. La llovizna lo detuvo. El vehículo rodó por las callejuelas solitarias, llegando finalmente a la variante, enrumbándose hacia el Cruce. “No es fácil volver al pasado”, pensó, tratando de dominar su ansiedad que lo atormentaba.  

A Ángela de la Esperanza, la había conocido en una tarde de octubre, cuando su sobrino llegó alborozado con ella a la finca paterna diciendo que era su novia. Era tímida. Tenía una mirada de gaviota. Su rostro cadavérico de facciones estéticas, con una cabellera que caía más debajo de los hombros. La conversación en esa oportunidad fue frugal, escasamente la presentación y la bienvenida. Ambos eran tímidos.

Astudillo no dijo nada, a pesar de que un frío glacial le corrió el cuerpo y el rostro de la joven se le grabó. De nariz pequeña y boca reducía, refulgía la blancura de su dentadura uniforme. Con nadie comentó el flechazo. Cuando su sobrino le preguntó su opinión sobre su novia, de una forma lacónica contestó que muy bonita. No hizo más comentarios. Durante un buen tiempo sus noches se hacían eternas pensando en ella, era una llama que lo quemaba. Ella tenía 16 años y él 26. La distancia era enorme imposible de acortar.

Cuatro años, tres meses y dos días después, se encontraron de sopetón en una calle de La Palma. Ella tomó la iniciativa y con efusividad lo saludó. Astudillo, apenas tuvo tiempo de contestar el saludo maquinalmente. Sintió que levitaba. Era una mañana soleada, día de mercado. Las pocas calles empedradas estaban atiborradas de campesinos, campesinas y comerciantes. Cerca del templo, en un extremo de la plaza de mercado. “¿Qué ha sido de su vida?”, le preguntó estrechando su mano. Astudillo sonrió y superando su turbación, contestó por entre los dientes: “Mirando pasar el tiempo”. Ambos sonrieron. “¿Qué hace?”, insistió. “Trabajo con la alcaldía” “¡Qué bien!”, dijo dando un paso atrás. Lo sintió distante. Astudillo, volvió a sentir lo que había sentido la primera vez. Le preguntó por el sobrino. Ángela sonrió. “La relación con él fue efímera”, dijo. “¿Y quién es el afortunado ahora?, preguntó expectante. Ángela sonrió nuevamente. “Libre como el viento”, dijo.

El diálogo continuó, haciéndose frecuente los encuentros hasta que floreció la plántula del amor, pero también en una relación pasajera. Se la llevó el chofer del camión, un hombre joven, bajito y barrigón, un domingo por la mañana. Se fue convencida que había tomado el cielo por asalto. Todo contacto se perdió. A lo hecho pecho. “Lo que el viento se llevó”, dijo Astudillo, alejándose por la estrecha callejuela, mientras el camión se alejaba y se perdía en la distancia.

Treinta años después, mientras laboraba en la capital, el timbre del celular lo sacó de la modorra que lo dominaba después de las dos de la tarde. Con abulia contestó. “¿Quién?”, dijo. La llamada entró nítida. “¿Hablo con Astudillo?” “Sí, con él”. Conoció la voz. Sin embargo, fingió no conocerla. El impacto fue fuerte.  “¿Yo con quién hablo?”, dijo extrañado. “Con Ángela de la Esperanza, ¿Te acuerdas de mí?” “¡Cómo olvidarte!”, dijo Astudillo.

Conversaron animadamente. La cascada de preguntas y respuestas, alargaron la llamada. Ella estaba en la capital y pactaron una cita esa misma tarde. Fue un encuentro emotivo, donde compartieron parte de lo ocurrido durante treinta años de separación. La verdad, se habían separado, pero no olvidado, el amor seguía intacto.    

El carro cruzó por el centro del pequeño poblado dejando algunos pasajeros y recibiendo otros. Astudillo había intentado dormir, pero la nostalgia de volver a su terruño lo mortificaba. Los recuerdos fluían por sortilegio. Era una mañana húmeda. El llano silencioso despertaba lentamente. “¿Quién se queda aquí?”, dijo el ayudante. Astudillo se dispuso a descender, se acomodó la chaqueta y colgando el poncho de la nuca, bajó sosteniendo el bolso de cuero lampiño en el hombro derecho. Un señor adentrado en años se le adelantó. Era de regular estatura, canoso y ojos zarcos. Dio unos pasos adelante volviendo la mirada para ver quién descendía.

El cruce era un paradero corto y angosto con varias casuchas a lado y lado de la vía, una pequeña tienda con asientos rústicos. Astudillo sumergido en sus crudas cavilaciones bajó despacio y dando pasos se encaminó a la tenducha en busca de tinto. Alguien lo llamó por su nombre, volviendo la mirada para ver mejor, era el longevo que había bajado de primero. Lo miró de pies a cabeza en la aurora del amanecer. Era su único amigo conservador de juventud. Abrió los ojos para verlo mejor. “Lucas, mi hermano”, dijo Astudillo estrechando el abrazo con alborozo infinito. Dos lágrimas rodaron por la mejilla cansada testimoniando el insólito y sorpresivo encuentro. “La última noticia que tuve de ti era que había muerto de tifus”, dijo acomodándose en el asiento, mientras el tendero, un hombre flaco y desgarbado, preparaba el tinto.  

Lucas era dicharachero. Había asimilado la violencia bipartidista como una tragedia repudiable inventada por los caudillos de las dos corrientes políticas que se habían impuesto a sangre y fuego en toda la república. No era un apasionado partidista. Se jactaba de haber tenido un padre ejemplar, de mucho poder económico, distante de las refriegas politiqueras y trabajador empedernido. Fue el encargado de plantar cultivos de cebada y trigo en la zona paramuna, con maquinaria traía de Ecuador pagando de contado. Lideró la construcción de un pequeño caserío en esta zona, de gran comercio e integración, pero que feneció con la violencia bipartidista. Una violencia orquestada desde la metrópoli por orden del monstruo y del muelón, que se juntaron para borrar el mensaje del caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán, asesinado por la CIA, el 9 de abril de 1.948 en Bogotá.   

“Dichoso mis ojos que te ven”, dijo Lucas acomodándose en la pequeña mesita. “¿Cuántos años han pasado?, preguntó asombrado Astudillo. “Por lo menos cuarenta años”, contestó Lucas. “Creo que más”, repuso Astudillo al saborear el tinto. El conductor del vetusto carruaje que habría de transportarlos a La Palma, se acercó llevando en sus manos un manojo de llaves y una generosa sonrisa. Era amigo de Lucas. Astudillo lo invitó a tomar algo y pidió tinto.

Era un día sereno. Veinte minutos después comenzaron el recorrido escabroso con el fin de remontar la cordillera. Lucas no paraba de hablar, recordaba la gesta de su padre, mientras Astudillo trataba de recordar el recorrido del viejo camino por donde caminó siendo arriero tantas veces. La carretera tortuosa y retorcida estaba en precarias condiciones, sin ningún tipo de mantenimiento. En algunos pasos, el pavimento había desaparecido y protuberantes huecos tenía que eludir el vehículo con dificultad. En otras partes la banca se había ido y los carros tenían que pasar con suma dificultad. Había que reconocer la pericia del veterano conductor de mirada apacible.

La temperatura fue cambiando en la medida en que el carruaje iba ascendiendo. El frío propio de la cordillera, acompañado de la lluvia monótona, aumentaba en Astudillo la melancolía propia de la nostalgia. Miraba a través de la ventanilla el campo ensopado de lluvia y bajo ella el movimiento de los campesinos y campesinas.

El poblado que había surgido de la entraña de la tienda que el arriero había levantado en la explanada bajo una frondosa palma, para mitigar el cansancio de él y de la recua de mulas, para luego continuar el recorrido y cruzar los alrededores del imponente nevado, estaba asentado sobre una estribación de la cordillera central.

La casa albergue se fue transformando en una serie de casuchas, algunas techadas con hojas de platanillo y madera sin pulir. La calle principal era un camino largo fangoso en invierno y polvoriento en verano. Recuas de mulas impedían el paso de una orilla a la otra, el cagajón en cantidades también dificultaban el caminar por esta “calle”.

La explanada tenía varios montículos. En uno de ellos, funcionó el cepo. José Hipacio, viejito de mirada triste, siempre llevaba un sombrero redondo blanco y el bastón de apoyo, residenciado en la Quiebra, comentaba que fue víctima del cepo. Atrapado de pies y manos, lo acosó el deseo de orinar y al cruzar una samaritana joven, le comentó con todo respeto el problema, a lo que joven le contestó qué debía hacer. Él le comentó y la joven apenada le hizo el favor. “Señorita, por favor, al terminar lo tengo acostumbrado a tres golpecitos”. La joven sonrojada cumplió el acto de caridad y se marchó.  

El templo era una casona ubicada en el centro sobre una gigantesca roca. Fue levantado con el esfuerzo de la comunidad. Crédulos y no crédulos, contribuyeron a la construcción del templete en mingas permanentes los domingos y días festivos. No podía fallar el espacio de amaestramiento de la clase dominante que ya se sentía claramente en la región. Los propietarios de las recuas de mulas y los pequeños comerciantes, eran la clase dominante, mientras el campesino, el sin tierra, era la clase dominada. Para sortear las contradicciones “la clase dominante” tenía sus autoridades, en este caso, el alcalde, el cura, el juez y la policía. Así, pues, las decisiones y fallos, siempre estaban a favor de esa “clase dominante”.

Cuando Astudillo llegó por estos lares, ya la Palma era un poblado en desarrollo, se había derribado montaña y fundadas pequeñas y grandes chacras, éstas últimas especialmente en la zona paramuna, donde el progenitor de Lucas, había sido abnegado labriego en esta singular cruzada de colonización. Fue arriero y eterno campesino labrando de sol a sol tierras ajenas, porque nunca tuvo la posibilidad de tener tierra propia. Lo intentó, pero la adversidad económica lo derrotó. Su única riqueza que mantuvo transparente hasta su muerte fue la honradez y el respeto de los bienes ajenos. Muchos se enriquecieron durante el período azaroso de la violencia bipartidista, atemorizando a sus adversarios políticos y despojándolos de sus bienes, pero Astudillo ni se metió a un bando de bandoleros, ni le quitó a nadie un centímetro de tierra o una gallina para saciar el hambre él y su núcleo familiar. Sin pensarlo repetía la cita bíblica: “Dios proveerá”.

Se formó arriero durante largos años, desmontando la empinada cordillera con recua de mulas, transportando café, productos alimenticios propios de la región y de vuelta los alimentos, cachivaches y herramienta para derribar montañas. La prensa llegaba con ocho días de retraso, revuelta con estos productos, debajo de las posaderas de los arrieros. El entretenimiento fundamental era el trabajo, derribando montaña y plantando cafetales, plataneras, yucales y arracachales. Los campesinos salían los sábados a comprar el mercado en la plaza pública y después en las cantinas y bares consumían bebidas alcohólicas.

El carro continuaba su ascenso por la escabrosa carretera. Los recuerdos acechaban con virulencia. En una curva se detuvo y un nuevo pasajero lo abordó. Era un campesino panelero. El saludo fue corto. Se acomodó. La lluvia persistente se estrellaba en el vidrio de la ventanilla. Lucas, no paraba de hablar, dijo que tuvo un familiar compositor y revoltoso, radicado en la hermana república bolivariana de Venezuela: Rafael Godoy. “Era comunista”, le dijo Astudillo dibujando una leve sonrisa. Lucas, insistió: “Era revoltoso”.

La densa neblina húmeda envolvía la cordillera. El carro se desplazaba con dificultad por una carretera resbalosa, sin mantenimiento. Los pasajeros miraban la lluviosa mañana ensimismados, mientras Lucas hablaba y hablaba. Habla más que un perdido cuando aparece. Astudillo estaba más pendiente del entorno. Si bien la niebla le impedía mirar distante, podía ver a su lado la metamorfosis. La Palma era una realidad distinta. Lo primero que advirtió fue el cambio de lugar del necrópolis. También era nueva la pequeña plaza de toros, la edificación del colegio. Suspiró melancólico y reacomodándose en el vetusto asiento bostezó.

El auto se detuvo a un lado del palacio municipal, un edificio de tres pisos. Arreció la lluvia. Entró a la cafetería y pidió un tinto cerrero. La primera impresión que tuvo es que el poblado había cambiado de cabo a rabo. Se sintió extraño, extranjero. “Lo que el viento se llevó”, dijo para sus adentros, al saborear tinto amargo que una jovencita agraciada le acercó. Permaneció inmóvil viendo llover. La obra de Fernando Soto Aparicio, “Mientras llueve”, vino a su memoria. La había leído en el colegio y había obtenido una excelente nota. Incluso, felicitaciones del docente de literatura, un docente menudito de gafas foto grey y de caminar rápido.

Bajo la gélida lluvia menuda, recorrió el centro del poblado. Las calles pavimentadas y húmedas estaban atiborradas de motos de distintos cilindrajes. Pasar al otro lado era una odisea, por lo que decidió caminar por el andén tratando de protegerse de la llovizna. Impresionado miraba la acrobacia de los conductores de los aparatos de dos llantas, para abrirse paso en ese enjambre de motos, unas para arriba y otras para abajo. Se dirigió a la plaza de mercado y se encontró con un parquecito con una mula en el centro. Se detuvo para mirar el entorno. “Antes  - pensó – cruzar la calle era una odisea, las muladas lo impedía, hoy son las motos. ¡Qué horror!”.

La plaza de mercado no estaba. Era amplia y rectangular con la efigie del Libertador en el centro, terrosa, repleta de toldillos de tafetán el sábado, día de mercado. El pueblo se congregaba allí, unos a vender y otros a comprar. Recordó que su padre lo llevaba a cuidar del mercado que iba comprando con sus escasos recursos económicos. Lo estimulaba con un mojicón grande y una gaseosa, casi siempre colombiana. “Era un manjar”, dijo para sí en voz baja, por entre los dientes. Don Belisario venido del llano, era propietario del toldillo, era gordo y charlatán.

Astudillo, se mantuvo parado en esa esquina dando libertad a los recuerdos y se mantuvo hasta cuando dejó de llover, entonces sin pensarlo fue a la agencia y compró el tiquete para regresar. Aturdido por la nostalgia, sin encontrar un solo conocido, melancólico abordó el bus. La tormenta de la nostalgia le había ganado el pulso. Lucas, no estaba, se había marchado. Por primera vez, se sintió completamente solo y extranjero en su propio pueblo.

Fin

1 comentario:

  1. Muy interesante relato, me hizo despertar el mismo sentimiento cuando treinta años después volví a Puerto Boyacá, donde llegué siendo un infante de 5 añitos, veníamos de un pueblo de Antioquía.
    Igual sentimiento de nostalgia, al final me sentí solo.

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