jueves, 16 de noviembre de 2023

El sueño de don Tímbrico - Cuento


 Por: Nelson Lombana Silva

Todos los días, después de las cuatro de la tarde, Tímbrico solía caminar por el verdoso prado sin preocupación, daba vueltas y vueltas, respirando profundo y mirando a su alrededor con ojillos de niño. Era la manera eficaz de luchar contra el estrés. Después, se acomodaba en el asiento y sacando el libro de su bolso oscuro, leía ensimismado durante hora y media, dramatizando la lectura. Por eso, a veces reía, gritaba, gesticulaba, pateaba, lloraba y saltaba. Nadie le interrumpía, disimuladamente los transeúntes dirigían la mirada hacia él y seguían convencidos que estaba loco. Los chiquillos lo miraban con miedo, algunos con fastidio e incluso, con burla. Tímbrico no se incomodaba, en realidad no tenía tiempo, pues siempre estaba concentrado en los actos de los personajes de la obra literaria.

Esa vez, mientras leía, un grupo de chicuelos se acercó y sin mediar palabra arrojó contra la humanidad del lector papel picado, cometido el hecho, se alejó a toda carrera el grupo por la larga planicie, espantando los perros y los mismos adultos que caminaban por el fresco paraje. Era algo inaudito y reprochable. Sin embargo, Tímbrico calificó el incidente de gracioso y dejando escapar severa carcajada, siguió el grupo hasta que éste abandonó el prado en estampida. Entonces, volvió y siguió con los ejercicios intelectuales y las prácticas tradicionales propias de los personajes de la obra de literatura. El viento acariciaba su rostro. Se acomodó mejor la gorra, ojeando ahora con avidez las páginas del periódico. El libro lo había dejado recostado en un extremo del asiento.

Una vez terminó la lectura, satisfecho, se incorporó y caminó despacio hacia su cuarto. Comenzaba a atardecer. Enjambres de pajarillos volaban a sus nidos. “Si ellos vuelan, yo también vuelo”, dijo en voz baja, dejando el frondoso prado para caminar por una estrecha callejuela del suburbio donde vivía con  su madre y el mastín color negro. Se detuvo un instante para mirar a su alrededor como calculando que alguien estaba pendiente de él. Fue una descarga eléctrica que lo estremeció de pies a cabeza. En la otra esquina, el rostro de un niño inquieto y nervioso lo miraba. Su pequeña figura se agitaba. Volvió a mirar a su alrededor. Solo el niño permanecía en el lugar. Intrigado pensó en caminar en dirección de él, pero se contuvo, pensando que podría ser una trampa. “Los niños son niños”, dijo para sus adentros.

Temiendo una encerrona, Tímbrico dio media vuelta, hizo un corto recorrido en sentido contrario y cruzando un solar solitario, entró a su cuarto por la parte posterior. Era medida de precaución que tomaba por simple intuición. Su madre, sentada en la mecedora lo vio entrar y adivinando su situación le dijo: “Los niños querían entomatar, lo estaban esperando. Eres desconfiado, qué bien”. Tímbrico sonrió levemente dirigiéndose a la biblioteca para dejar el libro y la prensa allí. Torcuato – su hermoso perro – apenas batió la cola al verlo pasar. Entre abrió la pequeña ventanita que daba a la calle y en la penumbra del crudo atardecer decenas de cuerpos infantiles se movían por la callejuela como gatos y gatas en busca de la presa para saciar el hambre. “Son muchos”, dijo cerrando la ventanita, acomodándose en el vetusto sillón, con aires de preocupación. “Carambas, pensó, soy el hazmerreír de los chicuelos”. Era robusto, pantalón enterizo y zapatos de cuero café.

Su reflexión la interrumpió los gritos de alguien que llamaba con urgencia a la puerta. Con discreción entreabrió la portezuela. “¿Quién?”, dijo en tono conciliador. “Yo señor Tímbrico. Alguien te llama arriba en la colina, lo hace con urgencia”. Salió despacio mirando en todas direcciones, calculando no caer en  una celada. Su rostro golpeado por los años, lo dirigió al alto que le indicaba con la diestra don Potracio, el jardinero del poblado. El alumbrado público le permitía ver el rostro maduro de la persona de piel oscura que colocaba sus dos manos al lado y lado de la boca para llamar con más fuerza.  Lo miró tratando de identificarlo. Tenía un sombrero rojo alón, arete y unos ojos redondos bien abiertos. “Parece un orangután”, pensó. En su antebrazo la cintilla con los colores vino tinto y oro, lo mismo en el cuello junto al collar. Al parecer estaba asustado, quizás pidiendo auxilio. Tímbrico, nervioso le hizo señas con la mano para que bajara, pero el desconocido tuvo dificultades para entender el mensaje que le estaba enviando. Cuando lo entendió comenzó a caminar con la compañía del canino chocolate. Tenía porte de mujer, envuelta en un traje oscuro azulado, tacones altos y bufanda de variados colores. Conservaba el sombrero. Se deslizaba cauteloso o cautelosa amparado en las paredes de ladrillo cocido de las casitas.

Parado en el marco de la puerta, Tímbrico esperó al desconocido, lo vio aparecer en la curva de la callejuela, caminaba con dificultad a pesar del interés de hacerlo rápido. “Es una mujer”, dijo. El enigmático personaje llegó sudoroso y nervioso, mirando a su alrededor. El perro jadeante la seguía muy de cerca, indiferente a la preocupación de su ama o amo.

Se detuvo con brusquedad. “Buenas noches”, dijo. “Buenas noches”, contestó Tímbrico inseguro. “¿Podríamos hablar en confidencialidad?”, dijo nerviosa o nervioso. Tímbrico lo miró o la miró de pies a cabeza, invitándolo o invitándola a seguir. Le parecía un ser misterioso, rostro animalesco. Cruzaron el corto pasillo, entrando a la pequeña salita. La invitó o lo invitó a sentarse en el sillón rojizo.

Después de un corto silencio, Tímbrico, preguntó en voz baja: “¿Es usted masculino o femenino?” Su interlocutor sonrió. “¿Eso te parece importante?” Tímbrico frunció el ceño, totalmente desconcertado miró el techo y después de encogerse de hombros, contra preguntó: “¿No crees esencial?” Sonrió levemente: “La verdad no”, contestó. “¿Cómo quieres que te diga?” “Como tú más te complazca”. Tímbrico trastornado no sabía qué contestar. Todo era tan extraño en este personaje que se lamentó haber permitido su ingreso. Llevaba en sus mofletudas manos una cadenita de oro que al decir del personaje, la había encontrado en la ribera del río Cutucumay, en el verano de agosto del año anterior, mientras se refrescaba con su manada. La encontró en un pequeño cofrecito prensado entre dos piedras afiladas. Al principio le restó importancia, considerando que era un objeto de poco valor. Su madre que chapuceaba en un extremo del charco lo animó a examinar el objeto: “Puede ser una fortuna”, dijo irónica. El hombre o la mujer, se inclinó y haciendo presión extrajo el cofrecillo, lo observó a la luz del sol brillante afirmando con regocijo que era un objeto fino. “Es oro”, dijo alborozado.

Contrariando su enfado, Tímbrico escuchó el relato farragoso de su inoportuno e incómodo visitante; lo hizo en silencio, apretujado en su asiento. Una vez terminó la perorata, se incorporó para caminar despacio por la salita de madera, tratando de matar así su enfado. Era consciente que estaba ante un personaje extraño que le interesaba poco ser caracterizado como hombre o mujer, le daba lo mismo.

“¿Todo lo ha dicho?”, preguntó sin verlo. “Creo que sí don Tímbrico”, contestó el extraño personaje. “Nada cuanto dice puedo complacerte, lo lamento mucho”, respondió Tímbrico, mirándolo de reojo. “Era previsible – respondió sin inmutarse el siniestro personaje – nada se puede obligar contra su voluntad”. Se incorporó y despidiéndose se marchó. Lo hizo despacio, como en cámara lenta. Tímbrico lo vio alejarse por la larga callejuela alumbrada débilmente por el alumbrado público.

Cerró la puerta despacio. Las bisagras mohosas chirriaron. Su madre, apretujada en su asiento, lo miraba interrogante. “¿Quién es ese fulano?”, preguntó ansiosa. “Ni idea mamá”, respondió en voz baja. La veterana mujer sonrió nerviosa. “Su presencia me generó miedo”, dijo frotándose sus huesudas manos. Tímbrico la miró con cierto enfado. “Yo también estaba nervioso, no sabía si hablaba con un hombre o una mujer”, contestó. La noche oscura se extendía por toda la región, era un manto negruzco e incierto.

La mujer se incorporó con dificultad, dejando escapar los ayayaes de la vejez y arrastrando sus pies se encaminó a la pequeña cocina. Tenía un traje oscuro y una cabellera desordenada blancuzca. “Vamos a cenar”, dijo. El viento mustio se arrastraba por la callejuela, metiéndose por las hendiduras. Un trueno alarmó a la venerable anciana. “Lloverá torrencialmente esta noche”, dijo pensativa, mientras servía con abulia la cena. Tímbrico no dijo nada, se mantuvo ensimismado mirando el techo del pequeño aposento, sin dejar de pensar en la visita. La imagen gelatinosa y enigmática del advenedizo personaje le daba vueltas en su cabeza.  Comieron despacio, cada uno por su lado, predominando el silencio. Volvieron los truenos y los relámpagos con más virulencia. “Habrá tempestad”, dijo la progenitora con aire absorto. Tímbrico rió despacio e incorporándose fue al inodoro. Luego, se trasladó al otro extremo de la casucha para cerciorarse de que la cama de Torcuato no se estuviera mojando. El perro batiendo la cola con agrado lo siguió, acomodándose después de dar varias vueltas en el pequeño camastro de esterilla en el fondo del cajón. Tímbrico permaneció algunos segundos observándolo y acariciando su cabeza, se marchó a su cuarto. La imagen de la visita lo mortificaba. Doña Sofía, su madre, ya estaba en su cuarto, entregada a la oración y la meditación. “La oración es un vicio”, pensó Tímbrico al entrar a su cuarto y tirarse sobre la cama con ropa y todo.

El golpe violento del trueno alteró el fluido eléctrico, quedando la población en tinieblas. Tímbrico buscó las cobijas en la oscuridad cubriéndose de pies a cabeza. El rostro del visitante se hizo más evidente, más nítido y elocuente. Volviéndose para el rincón cerró los ojos fingiendo dormir. Permaneció estático. No le fue fácil conciliar el sueño. El ruido monótono de la lluvia huracana sobre el tejado, no le permitía conciliar el sueño, tampoco la grotesca imagen del inoportuno visitante. Hacia la medianoche los perros del vecindario aullaban. Había dejado de llover y la noche se hacía más oscura. Tímbrico se incorporó sentándose en el borde del camastro. Escuchó con nitidez el chasquido que produce al caminar sobre el terreno húmedo con charcos en abundancia. Eran pasos apresurados e inseguros. “¿Quién podría ser?”

Pudo conciliar el sueño hacia la madrugada, el aullido lastimero de los caninos, lo había tenido en vilo. No había parado de pensar en el personaje hombre-mujer, que lo había visitado. “Es un hermafrodita”, pensó cansado de tanto pensar al volverse nuevamente para el rincón envuelto en las cobijas de pies a cabeza.

Despertó al amanecer exaltado, la boca amarga y nervioso. Permaneció estático, como ido de este mundo, recordando la pesadilla. La lluvia monótona se escuchaba en el tejado, el canto del gallo floreado anunciaba el nuevo día y Doña Sofía hacía sonar los trastos en la cocina. Se incorporó con lentitud y abriendo la pequeña ventanita miró la callejuela solitaria ensopada de lluvia. “El tinto”, gritó Doña Sofía acomodada en el pequeño comedor de madera sin pulir.

Tímbrico se incorporó con parsimonia y acomodándose los pantalones se encaminó a la cocina. Sus pantuflas oscuras y deterioradas por el uso, las deslizó por el corto pasillo sin hacer ruido. “Pareces un gato”, dijo su madre mirándolo con ironía. Bostezando y quitándose las pitañas, Tímbrico saludó acomodándose en el pequeño asiento de madera sin pulir.

-         ¿Qué tal noche?, preguntó Doña Sofía, mirándolo de pies a cabeza.

-         Noche de perros pulguientos, contestó con abulia.  

-         ¿Qué te impidió dormir?

-         Primero la imagen del hermafrodita y segundo la pesadilla. Fue horrible.

-         ¿Cuál fue la pesadilla?

-         El hermafrodita había regresado sin ojos, sin brazos y creo que sin cabeza. Tenía el cuerpo cubierto de vellosidades y un lúgubre ronquido. Intenté huir pero no pude, intenté gritar pero no pude. Me mantuve petrificado sin saber qué hacer.

-         Eso le pasa por no orar, dijo su madre, mirándolo con resignación.

-         Me habló con lenguaje confuso, muy poco entendí lo que decía. Lo único que entendí fue que el fin del mundo estaba cerca, que la tierra estaba a punto de convertirse en desierto y que la humanidad iría muriendo una a una de física hambre.  Torcuato se convertiría en camello y aguantaría la sequía un siglo.

-         Son las profecías, dijo Doña Sofía estupefacta, mirándolo fijamente, mientras se santiguaba con horror.

-         Es una pesadilla simplemente, mamá. El mundo sigue su curso, no se detiene. Lo mío es solo una pesadilla y nada más.

-         Tonto, hijo: Es un augurio, una advertencia. Hay que buscar el hermafrodita, él podría darnos mejores luces.

-         “Los sueños, sueños son”, dijo el escritor Pedro Calderón de la Barca, al dejar escapar una risita pálida y saborear la taza de humeante café.

-         Todo está muy claro, repuso la anciana pasando sus cansadas manos por su rostro arrugado. ¿Qué más recuerdas? Interrogó.

-         Muy poco. El hermafrodita comenzó a flotar, comenzando a tomar altura se fue alejando. Yo reaccioné y como pude lo seguí. Yo también flotaba. Cruzó la callejuela húmeda, el parque principal, la arboleda, el peñasco. A lo lejos, el mar infinito azulado, era un mar embravecido y turbulento donde las olas se estrellaban contra la costa rocosa. Intenté detenerlo, pero no sé para qué. Él volvió el tronco, no tenía más, diciéndome con voz lastimera: “Regresa, yo me voy”. El mar se lo tragó. Horrorizado quise regresar, pero no pude, me perdí en el infinito.

-         Todo eso tiene explicación, hijo. Es una horrible premonición inevitable. Sucederá tarde o temprano. Busca al hermafrodita antes que sea demasiado tarde, dijo Doña Sofía, santiguándose nuevamente.

-         No tengo valor, contestó Tímbrico cabizbajo. No somos predestinados, pero sí sucederán los hechos. La vida es así. Alguien dijo con sorna que uno viene a este mundo con los polvos contados, ni uno más ni uno menos. Se incorporó y se trasladó a la regadera consciente que todo había sido un sueño.  

FIN

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