viernes, 23 de julio de 2021

Cuento: Crimen de Estado en la Sultana

 


Por Nelson Lombana Silva

Entre los estruendos de las bombas de aturdimiento, los espesos gases lacrimógenos, los disparos de armas oficiales, el ulular de las sirenas, los gritos combativos de los manifestantes y los llamados urgentes de los defensores de derechos humanos a parar el terrorismo de Estado, el pequeño Ángel, sentado en el sillón, se le ocurrió preguntar a su mamá, por qué le decían a la ciudad la “Sultana”.

Laura, que permanecía a su lado nerviosa, pendiente de las redes sociales que transmitían en vivo y en directo los acontecimientos, la batalla campal entre jóvenes sedientos de justicia y de hallar un espacio para sobrevivir y las hordas desnaturalizadas del Esmad en representación del descompuesto gobierno, no tuvo conciencia del interrogante del pequeño, teniendo que repetirlo por segunda vez. Movió sus dos manitas en el aire caluroso de las once de la noche, mirándola esta vez con cierta ansiedad. Laura no quitaba la mirada del celular. Ángel se estiró para golpearle suavemente la pierna. “Dime mami, ¿Por qué el nombre de Sultana?”

Laura respiró malhumorada fruto de su nerviosismo y quitando la mirada del celular pensó en regañar al niño que la miraba inquieto. Pensó en decirle que no molestara, que eso era una bobada, que su hermano estaba en peligro y era lo más importante. Pero, la mirada angelical del pequeño negrito, la hizo cambiar de opinión y haciendo un esfuerzo controló su estado de ánimo de la mejor manera. “¿Qué preguntas, bebé?”, dijo inventando una risita. El pequeño se incorporó y se sentó en sus piernas, rosando con suavidad el rostro tenso de su madre. El escándalo de la guerra contra el pueblo no paraba en la calle. El niño volvió a formular la pregunta. Laura quiso responder de un solo golpe, pero se contuvo, comenzando a divagar. Pronto se dio cuenta que la pregunta no era tan sencilla, había que tener algún conocimiento histórico de la ciudad que la había visto nacer hacía cuarenta y cuatro años.

Sujetó al niño con sus dos manos y sentándolo en el sillón, se puso en pie. “Espérate, consulto el diccionario”, dijo. Se encaminó a la estantería de la pequeña biblioteca y después de ojear sacó el diccionario. Era un libro grande de pasta gruesa. El niño la siguió con la mirada. “¿No sabe, mami?”, preguntó reacomodándose en el asiento. Laura lo miró con ternura, y dibujando una risita inventada, se acomodó a su lado, buscando nerviosa el significado. Cuando lo encontró, lo leyó mentalmente. Entonces, se volvió, diciendo: “Te voy a leer y te vas a dormir. Es hora”. El niño asintió con la cabeza.

“Sultán es una palabra árabe que viene de “sulta” que significa poder”, leyó con sonoridad, colocándose las antiparras. Hizo una breve pausa como para que el niño asimilara y continuó: “Es un título utilizado en algunos países islámicos equivalente al rey o monarca. Es quien ejerce el poder, el Califa”. Levantó su mirada y observó que el niño la miraba con extrañeza, diríase perplejo. Sonrió levemente rematando la lectura del diccionario. “La palabra también puede significar embarcación principal que usaban los turcos en la guerra. Pero también: Pasta o tortica en cuya composición entra el coco”. El niño bostezó con abulia poniéndose en pie. “No  entendí, ni pío, mami”, dijo cogiéndose la cabeza con las dos manos. “¿Qué relación hay entre una definición y la otra?” “¿Al fin qué es?” Un nuevo estruendo estremeció con fuerza a Laura, quien encaminándose a la ventana, dijo sin mucha convicción: “Hijo, realmente ninguna, pero no sé”. “Es mejor dormir”, dijo el niño alejándose despacio con dirección a su cuarto. Laura corrió un tanto la persiana observando la calle. Su angustia volvió con más intensidad. Nicolás no regresaba. Acomodó nuevamente la persiana y se volvió para el sillón tomando nuevamente el celular. La pantalla se iluminó. “Sigue la pelea”, dijo. Había pasado la medianoche. Los primeros minutos del tres de mayo discurrían con lentitud. Sin dejar de mirar el celular, se incorporó con destino a la cocina, sirviendo un tinto oscuro amargo. Lo hizo en un pocillo esmaltado. Era una noche calurosa.

Sin dejar de mirar la transmisión regresó a la sala. Laura imaginaba con certeza que su hijo formaba parte de la primera línea y que a esa hora estaba participando de la velatón en el Paso del Comercio. La protesta era atacada por la policía. Así lo mostraba la transmisión de las redes sociales que angustiosa seguía. Desde la noche anterior se había presentado formidable movilización juvenil para rechazar y condenar el asesinato y desaparición de activos participantes del paro. Destacamento militar y policial se presentó amenazante. Más tarde, se retiró para dejar el camino expedido al criminal Esmad. Hubo miedo en los manifestantes, no así en los numerosos niños que veían a estos siniestros personajes como simples robots que poco a poco iban rodeando la protesta mostrando sus garras bien afiladas.

Cumpliendo el libreto provocador, algunos agentes comenzaron a destruir las motos estacionadas en la bomba de gasolina, utilizando mazos y puntapiés. Esta gasolinera estaba ubicada cerca de la protesta. “No es un ataque de locura, es un gesto provocador”, pensó Laura, mordiéndose las uñas. La acción vandálica tuvo reacción. El pueblo no aguantó más y enfrentó con indignación la provocación oficial. En cuestión de segundos la nube de gases lacrimógenos se apoderó del entorno. Todo fue Troya. La multitud buscó desesperadamente protección, un sitio para guarecerse del artero ataque provocado y ejecutado por la represión oficial.

Laura, cabellera pelirroja, ojos color miel y aretes de plata, quedó petrificada al escuchar con nitidez disparos de fusil y ver cómo aumentaba el número de matones del Esmad. Esta realidad era corroborada por sus amigas que a intervalos la llamaban. “Están matando mucha gente”, decían algunas con aspaviento. Laura, esperaba con ansiedad alguna comunicación de Nicolás. Era una promesa. Su hijo se caracterizaba por la seriedad y cumplimiento de lo pactado. Eso le preocupaba. Un raro presagio de madre movió las fibras más sensibles de su corazón. Sin embargo, se dio mensajes de esperanza de que todo saldría bien y su hijo regresaría como siempre: Cansado, sonriente, extendiendo sus brazos desde que abría la puerta para abrazarla y darle un beso en la frente o en la mejilla, después saludar a su esposa con un beso en la boca y abrazar contra su pecho su primogénita.

No esperó más. Trémula de pánico marcó en varias oportunidades, pero siempre la mandó a correo de voz. Entonces, le envió varios washap, en unos recriminándole su incumplimiento a lo pactado y en otros exigiéndole que le contestara en el acto. “Le decía que me hablara”, recuerda.

El país estaba convulsionado. No era solamente la Sultana de la Resistencia. Hechos parecidos se estaban presentando en Popayán y Palmira. Se dispuso a salir. Abrió la puerta, pero súbitamente recordó la recomendación expresa de su hijo: “No salga por nada del mundo, la calle está muy peligrosa”.

Derrotada por el pánico y el desespero cerró con violencia la posada y se regresó a la sala. Un temblor recorría su cuerpo. Sudaba copiosamente. Nicolás era conocido en el barrio con el apellido materno. Avanzaba la tormentosa madrugada y las llamadas reiterativas preguntando que si Nicolás era de apellido García, que si estaba en la casa, que dónde estaba, que con quién, era la constante en esas horas aciagas. Muchos continuaban llamándola a esa hora. “¡Qué raro!”, pensaba Laura nerviosa. El presagio de lo peor le oprimía el corazón. Esa intuición de madre la mortificaba, aunque intentaba neutralizarla pensando que su hijo se había vuelto incumplido. Incluso, pensó que de pronto había entrado y ella no se había dado cuenta. “¿Por qué no he pensado en esta posibilidad?”, se preguntó. Se incorporó y paso entre paso se encaminó a su cuarto. Empujó la puerta y entró. La cama estaba tendida. En el pequeño nochero el libro: Las venas abiertas de américa latina” de Eduardo Galeano y un ejemplar del semanario VOZ La verdad del pueblo. El cuarto era pequeño de forma rectangular. Del pequeño ropero rojizo colgaba una pequeña colección de pantalonetas de diversos colores. Al fondo, contra la pared un afiche de su equipo de fútbol: El Deportivo Cali. Laura, se sentó pesadamente en el borde del camastro metálico y suspirando profundo, paseó su mirada por el pequeño aposento observando con cierta curiosidad objeto por objeto. “Dejó bien organizado el cuarto – dijo – es como si estuviera pensando en un largo viaje”.  Sonrió levemente. “Pero, si mi hijo siempre ha sido ordenado”, se recriminó para sus adentros. Sintió un ruido en la puerta principal y pensó que por fin había llegado. Se incorporó y saliendo de prisa cerró el cuarto. Se encaminó a la entrada principal y espero expectante. Pero, la puerta no se abrió. Las llamadas insistentes volvieron. Preguntaban y preguntaban, pero no precisaban.

El drama que vivía Laura también lo estaba viviendo su hermano. Le conmovía la situación de la ciudad y conocía de la convicción de su sobrino. Es decir, había suficientes razones para estar intrigado y preocupado. La madrugada tormentosa avanzaba. Preocupado y apesadumbrado marcó el auricular de Nicolás. Espero nervioso. El timbre del celular era agudo. Timbró tres veces y alguien contestó: “¿Quién?”, dijo la voz con cierta gravedad. “Soy familiar de Nicolás. ¿Qué pasó?” Como si su tío lo supiera todo, el paramédico contestó: “¡Vamos camino al hospital!”, dijo y colgó.

Al recibir la noticia, Laura salió disparada. Se le olvidó que la calle era peligrosa y que el terrorismo de estado hacía y deshacía en toda la ciudad con alevosía. Solo atinó a coger entre sus temblorosas manos la pequeña escarcela verdosa y echarle una bendición al niño que dormía plácidamente. En el taxi en marcha, cayó en cuenta que no lo había encomendado ni a Dios, ni a la virgen, que su bendición había sido seca y silenciosa. “¿Tendrá algún valor?”, pensó por un instante, mientras el taxista hacía esfuerzos por cortar la distancia. Era un hombre cincuentón, moreno y de modales cultos. No se salvó de un solo semáforo. “¿Qué drama estará viviendo esta pobre mujer?”, pensaba mientras conducía por las retorcidas calles y avenidas. Laura, permanecía estática, inmóvil mirando la distancia. Sus ojos rojizos por el llanto y el trasnocho los ocultaba con sus gafas oscuras de montura gruesa cafecita.

Al llegar al centro asistencial la cruda verdad salió a borbotones bañándola de pies a cabeza. Y aunque las versiones eran confusas e incluso, encontradas, la realidad era única e inexorable: Nicolás había sido asesinado. “Señora – dijo el paramédico que atendió el caso – el joven sufrió tres paros cardiorrespiratorios, uno de ellos en la ambulancia. El último lo tuvo acá y no lo pudo superar. Lo siento mucho”. Estiró su mano derecha y golpeó suavemente el hombro de Laura. “Me voy, muchos heridos me esperan”, agregó alejándose por el pasillo envuelto en su bata blanca de médico. Laura se recostó contra la pared, brotando el llanto a borbotones. Era un manantial que se desbordaba sin control alguno. Los familiares y allegados de otros heridos y contusos, la miraban sin verla sumergidos en su propio drama. Solo una viejita, se acercó con agua en un pequeño vaso y tomándola suavemente de la mano, la llevó al pequeño escaño de madera pulida color caoba. “Siéntate”, le dijo con ternura. Laura se dejó llevar maquinalmente, sin dejar de lagrimear. “Señora – dijo con voz entrecortada – el gobierno mató a mi hijo, mató mi vida, mi corazón”. La ancianita suspiró y con los ojos nublados, contestó por entre los dientes: “Mi único hijo, hace muchos años, corrió la misma suerte”, dijo.

Nicolás tenía 26 años.  Era un artista destacado en la ciudad. Recursivo y alegre, ante la falta de oportunidades en la región junto a su joven esposa y su hijita de ocho años, había viajado durante algún tiempo a España, probando suerte en este país europeo. Regresó con la esperanza de volver y continuar luchando allí para mantener su núcleo familiar. Se movía en la más cruda miseria producto de un estado indolente e infame que poco y nada hace por el pueblo, pues todo el presupuesto de la nación está al alcance de una clase reducida y privilegiada. Con extrema crudeza su madre lo manifestaba al decir: “Nicolás estaba rodeado de muchas injusticias, mis familiares debieron salir del país buscando oportunidades, eso hacía que él quisiera vivir en otro país para tenerlas en otro lugar”.

Hacía murales. Sin embargo, en el país ibérico sobrevivió en obra blanca. Era felicitado, pero mal remunerado simplemente por ser extranjero. “Pero, de nada a algo, prefiero algo”, solía decir. En julio regresaría por eso no hacía parte de la primera línea. “Eso no me impide ayudar en lo que sea”, decía. El horror de las desapariciones envolvía la ciudad, era un manto oscuro de miedo e incertidumbre, que Nicolás derrotaba con tenacidad y fiel apego a su parche. Además, consideraba que había que hacerlo, exigir los derechos y una oportunidad clara para la juventud. La denominada por el presidente de la república “gente de bien”, comenzaba a actuar libremente e incluso, con el aval de la fuerza pública. El país conocía de vídeos en los que la fuerza  pública escoltaba a esta “gente de bien”, revólver en mano disparando a diestra y siniestra. La fuerza del terrorismo era tan evidente que los jóvenes heridos evitaban ir a los centros hospitalarios porque corría la versión de que allí eran detenidos por los sabuesos del estado y desaparecidos. “No era una sospecha, era una realidad”, decía.

El disparo proveniente de la fuerza pública impactó en su cabeza. Nicolás cayó como un fardo. Sus compañeros intentaron auxiliarlo, pero la policía lo impidió. Disparó con más sevicia la nube de gases lacrimógenos. Durante la velatón Nicolás había comentado con sus más allegados el afecto a su madre. Al parecer habría dicho: “Me voy para la casa. Uno se va, la mamá le echa la bendición y luego es ella la que está sufriendo”. La decisión estaba tomada. Al parecer alcanzó a dar algunos pasos en esa dirección, pero la agresión virulenta de la policía Esmad aumentó en grado sumo y el joven artista consideró que era cobardía marcharse dejando a su suerte a sus panas. Con decisión e indignación enfrentó las hordas militares, paramilitares y policiales que como hienas arremetían contra la muchachada sin piedad alguna.

Con el atroz terrorismo de estado, el títere presidente de la república pensaba que su muerte sería escarnio público y la protesta cesaría. No fue así. Ochenta y cuatro jóvenes más ofrendaron su vida y decenas de desaparecidos y heridos se presentaron en toda la nación. Era el sacrificio que hacía la juventud en su lucha por una sola oportunidad de vivir y convivir dignamente en la república.

Laura, su madre, acompañó el catafalco hasta su última morada. Lo hizo con dignidad y amor impoluto. Tuvo valor para recordar sus filiares palabras que Nicolás le solía decir: “Mamá: Vos, sos mis ojos, me estás avisando si pasa algo, si te das cuenta de algo”. Su voz partida por el dolor, se escuchó regia, mientras el cuerpo del joven descendía a lo más profundo de la fosa: “Quizás, hijo yo tenga la culpa, porque te enseñé a ser libre, a luchar por sus sueños, a condenar la injusticia y a buscar una oportunidad de vivir y convivir dignamente. Por eso, te pido perdón. En este país le está prohibido al pueblo pensar y reclamar sus derechos. Duérmete en paz, alguien vivirá para hacer realidad tus sueños”.

Laura no se ha quedado quieta. Clama justicia. Se compenetró más con la lucha, no con espíritu vengativo, sino revolucionario. Es enfática al decir: “Yo no entré a esto porque mataron a mi hijo, porque recogí su bandera, yo ya le ayudaba en todo el tema cultural que él emprendiera. Él marchaba por su lado y yo por el mío”. El abogado Elmer, señala: “Lo que sí está acreditado a través de vídeos y otras pruebas, es que la Policía llegaba a sacar a los manifestantes  de los sitios de bloqueo con armas de fuego, algunas de largo alcance como fusiles”. Sin embargo, en los grandes medios de comunicación, persiste la versión de que fue el accionar de los vándalos que quieren enlodar la imagen de la patriótica fuerzas militares y policiales. FIN.

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