lunes, 13 de enero de 2020

Diálogo De Encontrados (Cuento)

Por Nelson Lombana Silva

Al abrir la pequeña ventana de madera carcomida por el comején, el sol matinal entró como una ráfaga iluminando el rostro taciturno de Rosendo De La Buena Esperanza.


Era un día espléndido con la bóveda celeste cerúlea; este color alegre hacía contraste con la solitaria callejuela que daba acceso a la rústica habitación de dos pisos. El cuarto desvencijado era rectangular de madera sin pulir. Un cuchitril del suburbio perdido en el cenagoso mundo de la indiferencia oficial. Había libros en desorden tirados en el piso recubiertos de polvo cenizo, contrariando la teoría de Louis Kossuth Dewey. El pequeño escritorio color caoba era una mesa de cuatro patas y el asiento un taburete recubierto de cuero lampiño. El pequeño camastro también de madera, estaba ubicado a corta distancia del escritorio. Debajo de éste, en cajas de cartón, Rosendo guardaba con sigilo su raída indumentaria. El bombillo de luz amarillenta, estaba suspendido en el techo. A pesar de lo débil del fluido eléctrico, Rosendo devoraba libros hasta bien entrada la madrugada. En ese mismo escritorio tomaba los alimentos, deseaba las albóndigas que preparaba la vecina, redactaba las cartas de amor y esbozaba con lucidez los documentos de literatura, filosofía, historia y política. Además, divagaba sobre el mundo fantástico de los poderes sobrenaturales que con tanto ímpetu maquinal enseñaba su progenitora en tiempos aciagos sacudidos por el látigo y el dogma hermético.

Siempre despertaba lúcido, con deseos infinitos de vivir, sentir el pálpito inmaculado de los intrincados retos y el placer de hallarles su razón de ser. El mundo mágico de los libros lo había convertido en genio con prolija retórica para argumentar. “Si el hombre tuviera capacidad de argumentar, jamás acudiría a la violencia, pues ésta, es ausencia de argumentos”, solía decir.  Era admirado por los vecinos de la comarca, sobre todo, por aquellos que pasaban años y años, sin leer un párrafo, caminando en penumbra y dando palos de ciego. Manejaba los más complejos problemas con sutileza y originalidad. Era considerado todo un genio en la vasta región. Personas sin oficio tenían como pasatiempo favorito buscar en libros y enciclopedias preguntas rebuscadas para colocar a prueba  su inteligencia. Ante cualquier interrogante, Rosendo de la Buena Esperanza, daba la respuesta acertada y oportuna, la que iba hilvanando con parsimonia y seguridad. No dejaba ir al cliente insatisfecho. Su respuesta era clara, precisa y concreta. Siempre acudía a la ciencia. Era un hombre solitario e introvertido. La soledad sonora lo seguía a todas partes, era como un fantasma que no le perdía rastro, ni siquiera en los días calurosos de diciembre. Amigo de todos y de ninguno fue el parecer que heredó de su padre, quien solía decir que el hombre actúa exclusivamente en función del interés particular. “Al hombre lo mueve el interés personal”, decía. 

La comarca en la cumbre de la empinada cordillera, se movía al compás de las múltiples creencias sobrenaturales. Era bañada por ríos, riachuelos y quebradas, que bajaban cantoras por la empinada pendiente con fuerza infinita. El frío mágico  deambulaba libremente metiéndose en todas partes con la misma intensidad, estremeciendo a los habitantes que acudían con frecuencia a la ruana y al abrigo. Metidos en estos trajes oscuros, caminaban por las calles húmedas y las veredas ubérrimas resistiendo con estoicismo la lluvia ensopada.   

Rosendo consideraba que sus únicos amigos fieles y leales, eran los libros. Los amaba con pasión desenfrenada. Creía ciegamente en ellos. “Leer no es más que dialogar con personas eruditas sobre diversos temas científicos”, solía decir. Era un hombre feliz. Decía que cada día era el primero y el último que había que disfrutar con energía y sin remordimiento. “Solo sé que hoy existo”, decía y agregaba: “Mañana no sé si existiré y pasado mañana, definitivamente sé que no existiré”.

Salió temprano del cuarto cerciorándose de la seguridad del apolillado aposento, como era su costumbre consuetudinaria. Su hermana ya había salido a laborar y su sobrina al colegio. Cruzó el estrecho corredor de madera arcaica con aire absorto, por entre cuerdas de alambre dulce, en las que su hermana suspendía las prendas de vestir para que se orearan. Descendió por las gradas de madera en precarias condiciones, una vez tomó la primera comida del día. Lo hizo despacio, calculando cada movimiento con el único propósito de prever algún accidente.

El primer piso era terroso. A su izquierda el estanque y el inodoro. Lo estremeció el hedor de la letrina. Miró a su alrededor y avanzó. Una vez alcanzó la callejuela sin pavimentar, cerró la portezuela a su espalda y echando una mirada taciturna caminó con parsimonia. Entre pasos subió la pendiente para alcanzar la calle principal. Al frente la pared del hospital que bien parecía una alfombra verdosa deteriorada. Era musgo parasitario e insípido.   Caminaba despacio, sin sobresaltos. Su rostro mestizo e incólume era acariciado por los rayos del sol mañanero. La gallera estaba cerrada. Sin embargo, el canto agudo de los gallos de pelea retumbaba en toda la cuadra con ímpetu infernal, seguramente demandando el alimento diario. Al otro lado del vetusto muro, el propietario rezongaba con los nobles brutos. Una discusión estéril y desconcertante. Era un hombre calvo, baja estatura, manos pequeñas y brazos recubiertos de espesa vellosidad; frondosa barba canela y canosa, giboso, de pocas palabras, solía conversar temas baladíes con los transeúntes cuando amanecía de buen humor. Era dicharachero y a veces locuaz. Al decir de la comarca, hablaba para pensar, porque generalmente nunca pensaba para hablar. Los temas favoritos eran los gallos de pelea y el juego del turmequé. Se consideraba en toda la comarca docto en la materia. Nadie podía llevarle la contraria. No admitía la opinión del otro.

Contó en cierta oportunidad, mientras llovía, que había tenido un sueño nítido, en el cual los gallos se habían organizado y tomado la decisión de no volverse a agredir mutuamente, solo para satisfacer el interés malvado de sus propietarios. Esa decisión partía el espinazo de su magra economía. Y mientras los apostadores hacían sus apuestas con aire festivo, los animales cantaban y caminaban por el redondel moviendo sus alas con cierta parsimonia y fina ironía. El cataclismo fue total. Los apostadores se miraban entre sí con estupefacción e indignación. Golpeaban el piso con sus pies y maldecían a los gallos que seguían caminando despacio por el redondel. El más afiebrado de todos los presentes arrojó al piso el manojo de billetes y restregándolo contra el piso, una vez apuró una copa rebosante de licor, dijo: “No volveré a esto. Me dedicaré a la “política”. Eso también da plata”. La pesadilla la interrumpió su mujer al removerlo bruscamente para que despertara a comenzar la jornada diaria. Abrió los ojos y sentándose en el borde de la cama contó a su mujer el sueño. Miró a través de la pequeña ventana el galpón y volviendo su mirada adormilada  insistió en la nitidez del sueño. “Los animales enseñando la paz y la convivencia”, dijo la rolliza mujer al voltearse pesadamente para el rincón.

Rosendo se detuvo a observar la escuela. La ojeó con nostalgia. Allí, había estudiado su primaria con buenas notas. Era consciente que en  el aula el niño dejaba de ser animalito, pues comenzaba a utilizar la razón, el raciocinio y la inteligencia. Se sentó en el piso terroso del pequeño parque del Sagrado Corazón de Jesús concentrando su mirada en la institución, quedando  a su espalda el hospital. Permaneció meditabundo a pesar del corrillo que rápidamente le hicieron los niños, quienes primero lo miraron con asombro y respeto, haciendo comentarios en voz baja; más tarde, lanzaron gritos estridentes y gestos burlescos. Alguien en medio de la algarabía gritó con fuerza: “Rosendo de la Buena Esperanza enloqueció”. El bullicio era total. Todos aplaudieron la afirmación. El director pasó de largo sin percatarse del hecho, haciendo sonar la campana. Todo estaba listo para la oración matinal y la izada del pabellón nacional. Ningún estudiante acató el ruido de la campanilla, teniendo el docente que insistir, esta vez con más beligerancia, pero tampoco fue acogido el llamado. Un pibe flaquito, sin dientes y desnutrido, entró a toda velocidad, cruzando el patio rectangular, se encaminó en estampida a la dirección y con la respiración y las palabras entrecortadas le comentó al director lo que afuera estaba sucediendo. El director no entendió, montó en cólera y empuñando la regla de madera se dispuso a salir. Caminó dando grandes zancadas blandiéndola como una espada desenvainada. Sin embargo, al cruzar el zaguán se detuvo bruscamente ordenando el mensaje del niño que lo seguía atemorizado.

___  ¿Qué dijo?

___ ¡Que don Rosendo se volvió loco!

Un corrientazo circuló por la columna vertebral. Dio varios pasos atrás, quedando cerca del asta de la bandera nacional lista a ser izada. Aturdido fue asimilando la noticia poco a poco, permaneciendo largos segundos sin saber qué hacer. Maquinalmente repitió varias veces la afirmación del niño que lo miraba atónito. Calculando cada movimiento, como si caminara sobre cubetas de huevos, salió a enfrentar la realidad. Contempló en silencio la escena. Los estudiantes gritaban a su alrededor, los más osados le lanzaban bolitas de papel. El sol iluminaba inclemente. Contrariando el nerviosismo el director ordenó a los alumnos ingresar a la institución; su voz partía por la emoción se escuchó como un trueno por todo el parquecito. Cuchicheando, en pequeños grupos, los niños ingresaron a regañadientes, quedando la mayor parte en el zaguán pendientes del desenlace del suceso. Algunos osados salían hasta la esquina, regresando con los últimos acontecimientos. Los únicos que no pudieron salir fueron los más pequeños. El director se detuvo a un metro de Rosendo, sin poder ocultar su nerviosismo; su rostro desencajado sudaba copiosamente. La primera conclusión que sacó fue que Rosendo no estaba demente y la segunda, que estaba adelantando una protesta, pero, ¿Contra qué? No podía entender. Quitándose el sudor con la mano derecha, se inclinó reverente y por entre los dientes, preguntó: “¿Qué pasa, don Rosendo?” La respuesta fue el silencio. Rosendo permaneció inmóvil, petrificado, mirando fijamente el zócalo de la escuela. Sus manos huesudas permanecieron quietas a la altura del mentón. Ni un solo de sus músculos se contrajo. El director insistió lanzándole varios interrogantes, unos tras de otros, como ráfaga de ametralladora. Sin embargo, Rosendo se mantuvo inmodificable, petrificado como si nada sucediera a su alrededor. Era un trance mágico tan usado por los monjes del Tíbet. El docente miró con angustia el entorno percatándose que los habitantes de la comarca encaramada en la cresta de la imponente cordillera verdosa, llegaban rápidamente por los cuatro costados con el fin de confirmar la noticia de que Rosendo de la Buena Esperanza había enloquecido. El bullicio crecía como espuma. El ambiente caluroso se hacía más intenso. El firmamento cerúleo refulgía con esplendor y nitidez.

Derrotado el profesor caminó por entre el gentío con dirección a su oficina. Caminó paso entre paso meditabundo, llevando consigo la regla. Su escritorio era pequeño de madera sin pulir. El asiento un pequeño taburete. Se acomodó y cogiendo maquinalmente una hoja de papel en blanco y un lápiz dibujó  jeroglíficos. Doce hojas por ambos lados las completó en pocos minutos. Así encontraba su forma de escapar a la incertidumbre que le generaba la protesta de Rosendo.

El tumulto creció como pompa de jabón. La noticia se regó como pólvora. La comunidad quería comprobar la versión. Esta iba de boca en boca, cada vez aumentada con nuevos detalles, muchos de ellos inverosímiles. El hombre de las melcochas, el coco y el maní, aprovechó para hacer la venta del siglo. Su pequeño carruaje portátil quedó vacío en pocas horas. El calor metálico de las once de la mañana originó varios desmayos. Rosendo seguía inmóvil como indiferente a la vocinglería ubérrima de los asistentes que con sus conjeturas hacían más dramática la situación del parque y de la comarca en general. “Campo – dijo el gallero – que llegó la rezandera del pueblo”. Parado en la punta de sus pies gritó con fuerza e ironía. Su voz lodosa se explayó con fuerza.

La rezandera era una mujer otoñal, regordeta, de baja estatura; caminaba despacio con rostro ruboroso. Jubilada por la vida mundana había buscado refugio en lo que más había detestado en su mocedad: La religiosidad. Entonces pensaba que la vida era para disfrutar de lecho en lecho, de fandango en fandango, de trasnocho en trasnocho. Ahora, acosada por la senectud, pensaba que el camino era Jesús. Acogía la tesis de que el que peca y reza empata. Por eso mantenía de casa en casa con la camándula y el devocionario afirmando sin fundamento que el reino no es de este mundo, sino del otro, lleno de amor y misericordia. Se abrió espacio y tirándose de rodillas oró. Viejas oraciones pasadas de moda, las presentó como la novedad del momento. La muchedumbre, apretujada, contestaba la retahíla con aire ceremonioso. Rosendo, sin embargo, permanecía petrificado. Una vez terminó su misión cristiana, se incorporó limpiándose las rodillas, dejando escapar ayayaes, maldiciendo la vejez. Miró asombrada nuevamente a Rosendo y se marchó.

El firmamento azulado resplandecía majestuoso. El calor metálico era insoportable. No obstante, la gente seguía llegando. Hasta el boticario que era ateo, había hecho presencia con su buen humor afirmando que Rosendo estaba protestando.     Una anciana diminuta de descendencia árabe, cabellera blanca como la nieve, piel arrugada y mirada vidriosa, usando zapatos de tacón alto cruzó el parque bajo su sombrilla color negra. Al ver la romería se abrió campo y llegando a Rosendo, lo miró algunos segundos. Vociferando retomó su camino, la calle polvorienta sin empedrar con destino a su morada. Sus comentarios suigéneris, hechos en voz alta, se perdían en la algarabía bulliciosa. La nonagenaria caminaba erguida. Toda la comarca la admiraba por su estado de salud y su entusiasmo para decir y hacer. Huyéndole al fascismo alemán había llegado su progenitor a esta región. Para entonces, ella era apenas una niña de escasos meses de nacida.

___ Bobos – dijo – don Rosendo está protestando por la suciedad del zócalo de la institución educativa. Hay excrementos por todas partes.

La afirmación generó un verdadero cataclismo. Se multiplicó en pocos minutos por todo el parque. La gente se miraba entre sí atónita y desconcertada. Pocos admitían, sin embargo, la sapiencia de la anciana que se alejaba sin importar los comentarios.

Entonces, Rosendo de la Buena Esperanza, se incorporó y limpiándose sus posaderas, dibujó una risita de triunfo, y saludando a algunos de los presentes se abrió camino para seguir hacia el centro del poblado. Como si nada ocurriera avanzó, ajeno a los comentarios, unos a favor y otros en contra. En el pequeño mirador del hospital, se detuvo para mirar la cresta imponente de la cordillera, sacudir el pantalón y quitarse el sudor que rodaba por sus mejillas. Una bandada de gallinazos surcó el espacio, buscando la orilla del río abajo que bajaba sonoro por entre las piedras pulidas. Sofocado miró la multitud que se desparpajaba por los cuatro costados del parque.

Un joven flaco, adusto, alto, de mirada taciturna, trepó ágilmente a la plataforma del monumento y moviendo sus brazos huesudos pidió ser escuchado. “Este hombre es un genio, un filántropo, un dotado”, dijo. Agregó: “Con tanta sapiencia y sigilo, ha hecho la protesta más grande y ruidosa de los últimos cien años. Ha denunciado, ha puesto en entredicho la política gubernamental”. Habló del ambiente, de la estética y de la indiferencia del estado para apersonarse de la institución educativa. “La suciedad la carcome y nadie había dicho nada”, subrayó. “Esta protesta nos convoca a cerrar filas de unidad alrededor de la institución educativa, alrededor del progreso y del cambio”.

Las palabras conmovieron a los presentes. La muchedumbre se mantuvo a la expectativa escuchando la intervención del joven anónimo, caracterizada por una verborrea ágil y  elocuente. En cada frase buscaba el énfasis para llamar la atención. Era de piel oscura, movía sus brazos como dos aspas. Su rostro expresivo bañado en sudor lo contraía con fuerza descomunal, mientras paseaba su mirada electrizante por el auditorio. Su voz metálica salía de su garganta como la lava volcánica. Rosendo avanzó por la calle, presionado por los transeúntes que lo miraban asombrados e incrédulos. El alcalde lo tildó de agitador comunista, el cura párroco de revoltoso y el juez promiscuo municipal de incendiario y trasgresor de la ley.

El siguiente parque, ubicado frente al templo parroquial, estaba casi solitario. El sol de las dos de la tarde caía con virulencia, era como alfileres que se clavaban en la piel de las pocas personas, que caminaban como autónomas dejando escapar suspiros de somnolencia. El templo parecía un ogro agazapado en el filo de la cordillera, indiferente al paso inexorable del tiempo. Allí, entraba la feligresía de rodillas, dándose golpes de pecho, añorando el mundo sobrenatural y alabando el Dios que nunca había visto, pero que imaginaba existía mediante la fe. Además, imaginaba que era bueno, justo y condescendiente con todos y todas. Sin embargo, de regreso al atrio, esa misma muchedumbre despotricaba de todo el mundo sin consideración alguna. Difamaba de todos y todas. Algunos codiciaban la mujer del prójimo, juraban en vano, hurtaban los bienes del vecino y hacían comentarios desobligantes, como que zutana trajo el mismo vestido, que perenceja trajo distinto marido, que merenceja es muy ordinaria al caminar, que zutaneja se acuesta cada noche con hombre diferente, que las relaciones íntimas de esa pareja son así y asá y, así sucesivamente…

Rosendo miró la gigantesca mole recién refacturada. Imaginó el poblado pintado del mismo color bañado con lluvia de estrellas siderales.   Impresionado y solícito pronunció la frase que habría de condenarlo al suplicio eterno. Lo hizo mientras miraba las pronunciadas torres: “Dios no me ha creado, yo lo he creado a mi imagen y semejanza”. Y a pesar que le llovieron truenos, relámpagos y centellas desde que publicó su pensamiento irreverente, se mantuvo en esa opinión por los siglos de los siglos. “¿Quién le dijo semejante embuste?”, le preguntó colérico el curita de la comarca. Rosendo contestó sin ambages y sin perder la calma: “La Ciencia, padre”.

Los curiosos lo miraban con respeto y admiración. Rosendo contestaba cada saludo con zalema, sin perder su condición humana. Se solía autodefinir como humano demasiado humano, trayendo a colación el pensamiento del filósofo Federico Nietzsche. Un anciano decrépito y asmático se detuvo cerca de él a conjurar el ataque de expectoración. Con sus ojillos, hundidos en las cuencas huesudas, lo miró con admiración. La mirada de ultratumba estremeció a Rosendo, quien apartándose fue a la cafetería y compró una infusión de yerbabuena, colocándola a su alcance. El rostro del anciano se contrajo en una mueca dramática, y mientras se acomodaba en el escaño para saborear la infusión, le preguntó con aspaviento si era sobrenatural. “¿Eres tú de carne y hueso?”, preguntó. Rosendo sonrió al colocarle sus manos sobre los hombros del anciano. Sentía que levitaba mirando el longevo abandonado por la clase dominante, alejado de la ciencia y sumergido en el cenagoso submundo de la superstición. “Soy de carne y hueso, humano, humano”, contestó Rosendo dejando escapar una risita corta.

___ Señor, ¿Eres un enviado de Dios?, Dijo el anciano acariciando su enjuto rostro una vez terminó la bebida.

___ Buen hombre, el enviado eres tú, contestó Rosendo al apretar contra su pecho al anciano sudoroso y maloliente.

Las miradas caminaron lentas hasta encontrarse. Experiencia y espontaneidad en un mismo escenario. Ley de contrarios en la práctica. Diálogo de encontrados, principio fundamental de la civilización. El astro rey vigilaba implacable en la altura de la bóveda celeste. El aire inmóvil, petrificado. La plática, sin embargo, no duró mucho.

___ ¿Qué propones tú para cambiar el mundo?, preguntó el longevo frunciendo el ceño.

___ La ciencia, contestó Rosendo con absoluta certeza.

___ Me perdonas – dijo el anciano – pero estás equivocado. El camino es Dios.

___ Dios es creación humana. Es invento del hombre utilizando el cerebro y explotando su rica imaginación. Sin embargo, ese no es el centro del problema. Si tú quieres creer, crea. Si no quieres creer, no crea. No se trata de interpretar únicamente el mundo, se trata de transformarlo, dijo citando la tesis de Carlos Marx sobre Feuerbach

___ La gente entre más estudia es más bruta, dijo ofuscado el anciano mirando a Rosendo de pies a cabeza. ¿Cómo se te ocurre decir semejante majadería? ¿Cómo que yo he creado a Dios? ¿Quién podría creer semejante embuste?

___ Si estamos de acuerdo que el hombre pertenece al reino animal – respondió Rosendo de la Buena Esperanza – note que el único animal que habló de dioses y ahora de Dios es el hombre. Ni el perro, ni el gato, ni el pez, ni el elefante, ni el búfalo, ni la nutria, hablan de un ser superior.

___ ¿Quién diablos eres tú? Insistió el anciano rascándose la cabellera desordenada. ¿Cómo puedes poner en duda la existencia del Creador? Dios ha existido eternamente. Incrédulo. El enfado y la estupefacción se leían claramente en el rostro cuarteado del anciano.

___ Jamás tendré valor para mentir – respondió Rosendo – acariciándose la barbilla. Menos para engañar. Cuando el hombre no podía dar respuesta científica, se inventaba respuesta idealista. Así fue que se inventó lo sobrenatural y todo lo que tú sabes, buen hombre. Pero, insisto: Ese no es el problema.

___ Si no es este el problema fundamental, entonces ¿Cuál es? Interrogó energúmeno el anciano poniéndose en pie. Creo que no hay cosa más fundamental que este problema.

___  Lo fundamental es la unidad. La unidad de creyentes y no creyentes para transformar la realidad y construir un mundo humano al alcance de todos y todas. Este postulado está por encima de cualquier otro postulado.

El anciano no soportó más la discusión. Se alejó cojeando por la calle a la intemperie vociferando en voz alta y santiguándose de vez en cuando. Rosendo lo siguió con su mirada hasta cuando desapareció en la distancia.

___ ¡Qué duro es el cambio!, dijo Rosendo para sus adentros, mirando la distancia por encima de los caballetes de las casas que rodeaban el parque. “Tanta mentira no se elimina de la noche a la mañana”, observó al continuar su marcha, en sentido contrario al anciano.

La avenida era larga, angosta, solitaria y calurosa. Los tenderos adormilados ofrecían sus cachivaches con soñolencia al lado y lado de la vía. Rosendo se desplazaba saludando a intervalos a uno que otro que contestaba maquinalmente levantando el índice de la mano derecha. El calor soporífero inundaba el ambiente cordillerano con increíble y desbordado ímpetu. “Nunca había visto un día tan soleado y caluroso en la comarca”, comentaba el veterano carcelero desprevenidamente a doña Hortensia, la mujer que mejor preparaba las albóndigas en la comarca, mientras degustaba el café con leche y la tostada integral. “Es obra de Dios Todopoderoso que a diario nos manda señales de vida y esperanza”, respondía mientras ojeaba la pequeña revista que su hija había traído de la ciudad. La plaza más grande de la comarca estaba, prácticamente, solitaria a esa hora. El calor flotaba inexorable. Los contados parroquianos, se desplazaban sin rumbo fijo, adormilados, sin tener conciencia ni de dónde venían, ni para dónde iban.  El lotero interrumpía el silencio con sus gritos chillones anunciando los números del premio mayor. Dos niños jugaban en el polideportivo con un balón de trapo, mientras la tropilla de perros cruzaba el escenario deportivo siguiendo la perra colorada.

Rosendo, metido en sus meditaciones, avanzaba con dirección al palacio municipal. Pensaba en la brevedad de la vida, la contradicción entre el ser y el no ser, entre el pobre y el rico, entre el hombre y la mujer, entre la vida y la muerte. “Una se relaciona con la otra. No se puede desligar”, pensó, mirando los niños sudorosos jugar. “Es la unidad de contrarios”, concluyó.

Una voz juvenil lo sacó de sus meditaciones. Era el propietario de la pequeña fuente de soda. De vez en cuando solía sentarse allí a escuchar música colombiana, debatir sobre la dinámica del municipio y proyectar sueños y utopías. El propietario era concejal de la comarca. “Ven a tomarte un tinto”, gritó parado en el marco del negocio.

Rosendo se detuvo y después de mirar el palacio municipal, la efigie del general con su espada desenvainada mirando hacia el sur para decir que el sur existe y el firmamento libre de toda nube, volvió su mirada. Vio a su amigo parado en su negocio. “Voy”, dijo con su mano derecha.

Damián, era joven, cabellera ondulada color castaño. Su semblante fláccido, nariz aguileña, piel cadavérica. Bigote metálico y abundante color canela, lanzaba destellos, sobre todo cuando hablaba de sus planes y proyectos.   Era líder férvido, pocas palabras, franco y a veces complicado hasta con él mismo. Original, decía lo que pensaba sin ambages. Delgado, cojeaba al caminar debido al defecto físico de su pierna derecha. Reía de un solo golpe y movía sus brazos cada que hablaba, abriendo las manos y uniendo los brazos con el antebrazo. Sus ojos color miel despedían brillo rarísimo, era un deseo intenso de vivir y convivir en su pueblo natal. Al entrar, Rosendo, observó la cartelera repleta de jeroglíficos y mensajes cortos relacionados con las actividades propias del concejo municipal. Saludó, sentándose en la pequeña silla redonda metálica de una de las mesitas esféricas color blanco. Al decir de la gente, Damián era esnob. Sin embargo, era el primero en rechazar tal afirmación. “Detesto el protagonismo”, solía decir.

___ Estoy preocupado, dijo, mientras preparaba el tinto.

___ ¿Qué pasó?, preguntó Rosendo mirándolo con sorna. 

___ La fe se está perdiendo en el pueblo. El curita es chiflado. A veces asume posturas de payaso.

Rosendo dejó escapar una carcajada sarcástica. Admiraba la originalidad de Damián al plantear sus inquietudes. Las verdades las decía invocando el buen humor.

___ Qué bueno, ¿No le parece? La comarca no tiene teatro, ni humoristas.

Damián frunció el ceño al colocar el tinto sobre la mesita. Seguramente no esperaba esa respuesta.

___ Lo peor es que se está perdiendo la fe. ¿No le parece grave?, lo dijo mientras se acomodaba en la silla contigua y saboreaba el pocillo floreado que contenía infusión de yerbabuena.

Rosendo, volvió a reír. Era consciente que Damián lo tomaba del pelo. Sin embargo, sabía que su interlocutor era crédulo, todavía pensaba que el mundo y cuando existe, visible e invisible, era fruto de la creación. No obstante, creyó oportuno comenzar a destruir esa concepción idealista fundamentada en la metafísica, usando para ello el sistema mayéutico.

___ Es lo mejor que le pueda pasar a la humanidad. Ese espacio lo debe ocupar la ciencia, dijo Rosendo sin perder la calma.

Damián golpeó la mesa. Era su costumbre. Miró a Rosendo con asombro.

___ ¿Qué sería el pueblo sin fe?

___ Libre, respondió Rosendo mirando la revista. Lo dijo sin prisa, modulando su voz grave.

El día comenzaba a morir. El sol se iba ocultando tras la empinada cordillera. Sin embargo, la temperatura elevada no cedía. Rosendo volvió a saborear el tinto. Damián prefirió cambiar de tema. Consideró que no estaba preparado para dar el debate.

___ La comarca está mal. La crisis aumenta y el alcalde no responde. ¿Qué estará pasando?, preguntó por entre los dientes, mirando el rostro de Rosendo.

___ En la comarca como en Macondo nunca pasada nada, contestó Rosendo en voz baja, mirando el polideportivo solitario.

___ Seriedad, por favor...

___ La crisis seguirá profundizándose, es una condición inexorable del modelo y del sistema económico.  No hay causa sin efecto, ni efecto sin causa. Todo es fruto de la contradicción permanente, propia del sistema que nos gobierna. ¿No le parece?

___ Poco y nada entiendo. ¿Podría ser más explícito? 

___ ¿Cómo no vas a entender si tú eres político?    Eso quedaría para nosotros que no somos políticos. Aunque en realidad somos políticos de una u otra manera.

___ ¿Se toma otro tinto?, dijo Damián poniéndose en pie para vender algunas golosinas a la joven estudiante. ¿Yo político? No. Solamente soy un vendedor de bebidas pichas para sobrevivir. ¿No te das cuenta?

___ Todo problema dado en un momento determinado se convierte en político. Hablaríamos en este caso de política económica. El arte de sobrevivir, en un estado tan desigual. Además, tú eres concejal, político.

___ ¿Por el simple hecho de ser concejal soy político? No soy político, soy mandadero de los que realmente hacen la política. Es más: Soy un simple mandadero de la comunidad. ¿Qué entiendes tú por política?, dijo Damián refunfuñando, moviendo los brazos como dos aspas.

___ La política ante todo es poder. Es decir, fuerza. Realmente el apoliticismo no existe sino en la imaginación. Ningún ser humano puede declararse apolítico. ¿Por qué? Porque el ser humano existe solo en función social. Y esa condición se establece mediante relaciones y esas relaciones son de diversas índoles, especialmente políticas. Claro, hay relaciones sociales, económicas, culturales, ambientales, amorosas, etc…Las relaciones políticas regulan de alguna manera esas relaciones.

___ ¿Eso qué tiene que ver con mi condición de concejal?, preguntó Damián acomodándose mejor en el asiento metálico.

___ La política se encarga de la cosa pública. En otras palabras, del Estado. Acaso, ¿El municipio no es Estado? ¿Quién hace las leyes en la comarca? El concejo. Mediante los Acuerdos ustedes definen la política del municipio. El rumbo, ¿O no? Eso es político. La política es arte y ciencia. Política es el arte de servir.

___ La verdad no la tenía clara. Creo que nadie la tiene clara en el recinto municipal, en realidad repetimos maquinalmente lo que el jefe ordena. Soy honesto al decirlo: Somos burros….

___ Burros políticos que deciden por todos. Por eso, estamos como estamos. Embarrados y el agua lejos. Pulula el analfabetismo político, el sectarismo y el dominio absoluto de la clase dominante.  El Estado es un monstruo devorador de pueblo, una máquina al servicio de la clase dominante.

___ Yo tengo una concepción distinta del Estado, dijo Damián incorporándose a vender una gaseosa. Rosendo lo miró irónico.

___ El Estado tiene por misión regular el comportamiento de todos sus integrantes para que vivan y convivan pacíficamente… ¿De acuerdo?

___ Si eso fuera cierto no habría violencia en la comarca. En realidad, el Estado es una máquina puesta al servicio de la clase dominante. Mires tú, cómo los aparatos ideológicos y represivos que regulan el Estado están con la finalidad exclusiva de proteger los intereses de la clase dominante.

___ Aparatos, ¿Qué? Tú sales siempre con cosas raras…

___ La clase gobernante se sostiene en estos aparatos que son de dos clases: Ideológicos y Represivos. Aparatos ideológicos son aquellos que tienen como finalidad alienar. Es decir, separar la comunidad de su propia realidad, de su condición social. Son entre otros: Las religiones, el pensum académico, los medios masivos de comunicación. Si en el siglo pasado la religión era el opio del pueblo, en el siglo XXI son los medios masivos de comunicación. Los aparatos represivos, son aquellos que ejercen represión, castigo, terror. Son entre otros: Las cárceles, las leyes, el militarismo, el paramilitarismo, etc. ¿Entiendes?

Damián, se sintió prisionero en el laberinto sin general. Era poco y mucho lo que estaba escuchando. Un torbellino de conjeturas rodaron por su cerebro. Acariciándose la cabellera miró a su amigo con admiración y desgano, a su vez. Una mezcla rara de pensamientos encontrados, que mucho tiempo después habría de reconocerlo mientras  revisaba textos  confirmando la veracidad de estas opiniones. Tirado sobre la sábana blanca, en estado inconsciente vino a su memoria las palabras de Rosendo: “La Democracia no existe, el Estado es terrorista”. Varios impactos de bala había recibido en su humanidad mientras transitaba por la calle que daba acceso al hospital local. Un desconocido se interpuso en el recorrido y sin decir palabra alguna disparó el arma homicida en seis oportunidades. Fue auxiliado, llevado al hospital y remitido a la capital de departamento, salvando su vida milagrosamente, gracias a la acción profesional del cirujano de turno.

___ ¿Es normal el momento que estamos viviendo? ¿Un momento de lucha, incertidumbre, tormenta, cataclismo y esperanza? Preguntó Damián resguardándose en el espaldar de la silla. Sus ojos brillaron y su rostro se iluminó, al considerar que había sido claro, preciso y conciso.

___ No me asombra el momento histórico que vive la nación. Los fenómenos se tienen que suceder llueva o relampaguee. Más bien me preocupa que se tengan que dar así. Mientras unos lloran, otros ríen; mientras unos comen de gula, otros aguantan hambre; mientras unos mueren, otros nacen; mientras unos suben, otros bajan; mientras unos objetos son blancos, otros son negros. ¿No es así? Esa es la dinámica. El signo de la contradicción se impone inexorable. ¿Qué es lo contrario de frío? Calor; ¿Qué es lo contrario de agua? Fuego….

Un enjambre de pajaritos multicolores cruzó de largo con su bullicio melódico. Van a sus nidos a descansar, recargar energías para seguir viviendo. La gente comienza a deambular. La noche es inminente. El manto oscuro se va arrastrando sobre los techos, cubriendo la pequeña comarca.  Rosendo se puso en pie, estirando su mano para despedirse de su contertulio.

___ Yo también soy animal. Es hora de buscar el cuchitril, dijo agradeciendo su deferencia. Su rostro árido reflejaba cansancio. Había sido una jornada intensa, dramática y productiva. Su proyecto de crear conciencia lo animaba.

La despedida fue frugal y fraternal. Rosendo de la Buena Esperanza, henchido de esperanza como su apellido,  desandando lo andado, entró a la casona rendido por el cansancio. Cruzó el primer piso terroso y después de entrar al retrete a desaguar subió las gradas de madera con parsimonia. Las tripas silbaban.

___ ¿Cómo le fue?, dijo su hermana pendiente de la cena.

___ Bien, contestó encaminándose a su cuarto. Cruzó el vetusto corredor paso a paso, echando una mirada furtiva al poblado que había encendido el fluido eléctrico. Su cansancio no le impidió admirar la distancia iluminada en una noche oscura, sin estrellas.  Permaneció ensimismado mirando el titilar de las luces, hasta cuando su hermana lo llamó a cenar.

___ ¿Dónde está la niña?, preguntó al sentarse a la mesa. Su hermana lo miró despreocupada. Era de baja estatura y acuerpada. Sus ojitos color miel metidos en los repliegues de la piel, estaban impregnados de puro amor filial.

___ Haciendo tareas, contestó, marchándose por el corredor con destino a la cocina. Era ágil para caminar a pesar de su edad. Rosendo la vio alejarse. Al desaparecer de su mirada, devoró el alimento. Tenía apetito.

Revisó los documentos de rutina, sobre todo el libro que leía con entusiasmo: Por Quién Doblan las Campanas, de Ernest Hemingway. La cruel guerra civil española descrita sin anestesia lo conmovía. La guerra por el poder lo aturdía cada vez más. Imaginaba los plantíos sacudidos por las bombas, los campesinos huyendo y la mirada triste de la madre registrando la muerte de su hijo. Era una guerra impuesta por la clase dirigente que el pueblo padecía resignado. Entonces, recordó la sentencia apocalíptica de Carlos Marx: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases”.

Apretó los labios haciendo una mueca soez. Fue al lavamanos y una vez aseó la dentadura, se tiró pesadamente sobre el camastro. Metido bajo las cobijas sintetizó la jornada con una frase corta y concisa: “Servir para el cambio: Tarea de todo ser humano”. Morfeo llegó de improviso. Soñó con el mar embravecido, atravesándolo en medio de la infernal tormenta. Los barcos sucumbían y los relámpagos iluminaban las olas encrespadas. Sobre ellas cabalgó hasta cuando el reloj lo despertó sobre saltado. Nervioso se incorporó y sentado en el borde del camastro, evocó a su poeta favorito: Neftalí Reyes Basoalto, conocido universalmente como Pablo Neruda: “Confieso que he vivido “, dijo.

Fin

El autor y su obra: Nelson Lombana Silva, nació el 12 de julio de 1961, en el municipio de Anzoátegui (Tolima); hijo de Joaquín Lombana Méndez y Blanca Lilia Silva, tiene una hija: Sandra Liliana; hermanos y hermanas: Mariela, Mélida, Gladys, Argelis, Abel, Gustavo, Cristóbal, Rodrigo y Libardo, los dos últimos ya fallecidos. Sus estudios primarios los adelantó en la escuela Jesús Antonio Lombana, los secundarios en el colegio comercial, Carlos Blanco Nassar de este municipio y los universitarios en la universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad), obteniendo el título de Comunicador Social con énfasis en comunicación comunitaria. Ex concejal de su municipio y ex candidato a la asamblea del Tolima en varias oportunidades, lo mismo que candidato a la Cámara de Representantes. Ha escrito varios libros y folletos, como: Historia del Capitalismo, la Otra versión acerca de las FARC – EP y Anzoátegui al filo de la esperanza. Escribe permanentemente en medios de comunicación como la página web: www.pacocol.org.

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