miércoles, 25 de diciembre de 2019

¡Dónde está mi pernil! (A manera de crónica)

Por Nelson Lombana Silva

Todavía se le hace un nudo en la garganta a Luz Mery Nieto Ruiz al recordar el incidente en ese restaurante de la ciudad musical de Colombia, Ibagué. Sus palabras se ahogan en su débil garganta y siente que todo gira a su alrededor al referir la historia. El cuadro dantesco permanece inmodificable en su memoria. Lamenta no tener registro fotográfico del incidente que le permitió comprender que en Colombia hay una profunda división de clases, donde una tiene todo y de sobra a su alcance, mientras que la otra todo le hace falta, hasta las cosas más elementales como la comida, el techo, la educación, el empleo, la recreación y su condición humana.


Ese día, soleado y caluroso, estaba que no se cambiaba por nadie, su hijo había retornado al país después de las doce de la noche procedente de Estados Unidos. Había estado con su hija Angie Katerín en el aeropuerto internacional El Dorado, esperando expectante su feliz retorno. Hacía casi dos años no lo veía personalmente. Así que la alegría de madre era desbordante. Desde que Daniel Felipe, médico veterinario zootecnista, había cruzado el hangar para encontrarse cara a cara con su núcleo familiar, Luz Mery no había parado de conversar sobre los más diversos temas. Conversaba y conversaba y le parecía que no conversaba.

Al otro día, después de las diez de la mañana, el grupo integrado también por una amiga opita de Angie Katerín, abandonaba la gélida capital de la República con destino a la capital tolimense. El viaje fue placentero, sin ningún inconveniente. La distancia la devoró el vehículo particular con ímpetu descomunal. El calor soporífero del mediodía no fue impedimento para Luz Mery continuar platicando con su hijo. Lo miraba y le parecía que todo era un sueño fantástico. Al frente del volante el joven no paraba de hablar, era una verdadera cascada infinita de palabras, que suavizaba con una broma o una frase filial. “Nadie hay en casa, vamos directamente al restaurante a almorzar”, dijo sin emocionarse.

En realidad la propuesta no cayó por sorpresa, pues este núcleo familiar caracterizado por la unidad, suele salir con cierta frecuencia a compartir un almuerzo, un helado o una amarguita. “Por lo general – dice Luz Mery – cada quince días, cuando viene mi hija procedente de Neiva (Huila), donde labora”.

Sin embargo, en esta oportunidad el motivo era poderoso. El hijo pródigo había retornado sano y salvo de las entrañas del monstruo, como diría en su momento el héroe cubano José Martí al referirse a Estados Unidos. No se había dejado arrollar de la ideología de la primera potencia capitalista e imperialista. No había perdido su condición humana y eso lo destacaba la progenitora y su hermana. Era agosto 3 de 2019. 

Después de las dos de la calurosa y soleada tarde, el grupo se sentó a la mesa de aquel establecimiento. Era un restaurante grande, espacioso. El mesón era de madera, recubierto por mantel de vistosos colores que caía cubriendo los soportes.

Luz Mery vestía blujeans, botas, saco y un bolso grande. Contrastaba el traje con el clima que se presentaba, pero era que arribaba de la considerada “nevera de Colombia” y aún no había llegado a casa. La temperatura se hacía insoportable. Sin embargo, todo lo suavizaba la presencia de Daniel Felipe. La veterana mujer con su piel plegada soportaba el clima con donaire, sin parar de conversar y conversar. Era feliz. Su rostro la delataba, lo mismo sus gestos y movimientos.

No tuvo necesidad de ojear la carta. Desde que se sentó tenía claro lo que quería consumir: Pernil de pollo a la broster. Fue una decisión inmodificable. Mientras el mesero traía el pedido, Luz Mery continuaba conversando. Era una conversación amena, interrumpida por un chiste o la intervención breve de Angie Katerín o la huilense.

Realmente el pedido no demoró. El plato estaba exquisito y provocativo. El apetitoso pernil estaba acompañado de una porción de arroz, cereal que no puede fallar en la comida de Mery, patacones de plátano verde, ensalada y salsa. “El plato estaba exquisito, pero yo seguía más pendiente de mi hijo que de la bandeja”, señala.

Al volver la mirada a la bandeja para dar buena cuenta de ella, el pernil no estaba, había desaparecido como por encanto. Mery pasó su mano por el rostro maquinalmente y sin tener conciencia de lo que estaba pasando, no quiso escandalizar al grupo que devoraba con apetito glotón el pedido. Al salir del asombro miró los demás platos. Incluso, los mesones vecinos, donde los comensales departían plácidamente.

“Cuando volví la mirada para degustar el pernil, éste no estaba, había desaparecido como por arte de magia”, dice y agrega: “Yo miraba a todo el mundo sin dar crédito de lo que me estaba sucediendo. No decía nada. Me decía para mí misma: Yo lo vi en el plato. Era carnoso y gigante. ¡Qué se me hizo el pernil!”, decía mentalmente para no incomodar a sus hijos y la compañía de la joven huilense. Luz Mery miraba en todas direcciones disimulada, tratando de bajarle tonalidad al incidente. Permaneció en ese estado de zozobra algunos minutos. No quería decir nada para no incomodar.

La única novedad que Mery advertía en este minuto de perplejidad era que un señor de la mesa contigua la miraba y se reía, hacía gestos, que Mery no atinaba a interpretar. Pensó que a lo mejor no era con ella. El plato estaba en medio de los cuatro y cada uno estaba en su oficio. Un mundo de dudas la envolvía. Sin embargo, estaba segura haber visto el pernil. ¿Qué había pasado? No había una explicación lógica a la vista.

El poder intuitivo femenino no tiene límites. Angie Katerín se percató de la preocupación de su madre y temiendo lo peor preguntó la razón. “Mi presa desapareció”, dijo sin dejar de mirar con perplejidad el entorno. “¿La presa?”, contestó Angie Katerín dejando escapar una risita burlona. El grupo explotó en una carcajada estruendosa. “Solo le pasa a mi mamá”, dijo Daniel Felipe sin dejar de reír.

Desconcertada, Luz Mery creyó escuchar un ruido debajo de la mesa. Era un ruido leve y efímero. Se inclinó y poco a poco levantó el mantel. ¡Oh, qué sorpresa! Había un niño comiéndose su pernil. Al verla quedó paralizado por el pánico de sentirse descubierto, sosteniendo con sus dos manitas la presa en la boca. Mantuvo sus ojos abiertos y angustiados, sin saber qué decir. Solo dejó escapar un trivial ruido gutural. “Quizá, me quería decir que tenía mucha hambre y por eso había tomado esa audaz decisión de robarme la presa. Pero, ¿A qué horas?”, se pregunta todavía Luz Mery al recordar el simpático y conmovedor suceso. Era una mirada de terror, pero a su vez, retadora, como queriendo decir: “Ya me estoy comiendo el pernil, no hay nada qué hacer”.

“Su pánico me enterneció. Inmóvil, petrificado con el pernil en la boca el niño me miraba ensimismado, sin atinar a decir palabra alguna. Mi reacción fue calmarlo. No ha pasado nada, tranquilo”, le dije. No tenía nueve años de edad. Era un niño harapiento, sucio y descalzo. Tenía puesta una pantaloneta color naranja y una gorrita roja, parecía al chavo del 8.

Luz Mery suspiró al recordar el incidente tiempo después: “Este cuadro patético nunca se me olvidará. Me enterneció mucho, sobre todo cuando lo sorprendí debajo de la mesa devorando la presa. Nosotros no dijimos nada, temiendo la reacción violenta del administrador del restaurante contra el niño. Por el contrario. Conmovido también mi hijo pidió un almuerzo completo y en caja de papel lo puso a su alcance. Exultante, el pequeño salió y recibiendo la comida se abrió a correr. No estaba solo. Varios pequeños de su edad se unieron alborozados. Uno de ellos gritó: “Hay que dejarle la parte a mi mamá”.

Luz Mery adora los niños. Son para ella lo más sagrado y digno de admirar. La escena fue suficiente para saciar el hambre y el deseo de comer pollo a la broster. “Ellos lo necesitarán más que yo”, pensó mirando con cómo allá afuera los niños devoraban el almuerzo y apartaban su parte para la mamá. El cuadro era conmovedor. “En realidad no era uno solo, eran varios. Gritando como si hubieran descubierto la octava maravilla, se alejaron a saciar el hambre. Claro, fui damnificada. No me compraron otro pernil, porque realmente no lo quise, me llené viendo este cuadro escalofriante y dramático tan común en el país del sagrado corazón de jesús. Era emocionante palpar la felicidad de los pequeños; en realidad era una cuadrilla de chiquitines, al parecer hermanitos, regada en las calles sin amor, sin esperanza y sin una oportunidad sobre la tierra dominada por una clase opulenta, egoísta e inhumana”, memoriza y reflexiona.

Todo el drama conmovió a este núcleo familiar. Sin embargo, Luz Mery, señala con la voz cortada por la emoción: “Me conmovió más la escena cuando escuché decir a uno de ellos: Hay que dejarle la parte a mamá. Eso me conmovió. Efectivamente, le apartaron una parte que incluía la presa y los demás alimentos”.

El grupo neutralizó toda violencia contra este grupo de chiquillos de la otra sociedad colombiana, que presionados por el hambre protagonizó singular acción que todavía se sigue preguntando Luz Mery, ¿Cómo lo hicieron? ¿A qué hora el pequeño sacó el pernil del plato estando en medio de los cuatro?

Al parecer un mesero se dio cuenta del incidente y quiso actuar. El grupo lo neutralizó afirmando que nada había pasado. Todo volvió a la normalidad. Luz Mery, recuerda: “Duramos un buen rato allí conversando. Mis hijos y la amiga, se tomaron una cerveza. Después marchamos a casa con el incidente a cuestas. No me lamento del incidente. Por el contrario. Me siento afortunada de haber ayudado a saciar el hambre de esas criaturas inocentes, aunque fuera por un ratico. Lo que tiene que hacer el gobierno, lo hicimos nosotros en una forma accidental y anecdótica”.

Tiempo después Luz Mery volvió al mismo restaurante, encontrándose nuevamente con el niño, quien al verla y reconocerla, se abrió a correr. ¿Apenado? ¿Temeroso? Realmente no se sabe. Lo único cierto es que este incidente fugaz del niño escapando precipitadamente, le permitió a Luz Mery recordar una vez más el incidente.  Además, reflexionar sobre la tragedia cotidiana de los niños en el capitalismo. Esa cruda realidad que relata y explica Carlos Marx y que todavía no asimila todo el pueblo colombiano, porque sigue pensando que la pobreza es cuestión de suerte o de negligencia del pueblo. “El pueblo está jodido por pendejo y por flojo”, se suele decir. Es la única respuesta a flor de piel que ofrece el establecimiento.

Sin embargo, dicha respuesta no es original del pueblo común y corriente como Luz Mery, usted o yo suponemos, porque en realidad lo que hacemos es repetir maquinalmente la explicación que nos coloca el modelo neoliberal. Repetimos como loros lo que la clase dominante quiere que repitamos. En ese contexto, el drama del niño, no lo miramos con indignación o como resultado de una decisión política de la clase dominante, sino con pesar. Entonces salen a flote expresiones como: “¡Bendito sea Dios!” o “¡Pobrecito!”. Generalmente, de ahí no pasamos.

De esta manera, se admite expresa o tácitamente que la pobreza tiene su origen en la suerte y se acuña el dicho que dice que unos nacen con su estrella y los demás estrellados. Muy pocos todavía saben que es el discurso de la clase dominante para ella exonerarse de toda responsabilidad y el mundo continuar inmodificable con la cruda realidad de existir en el capitalismo poderosos muy poderosos y menesterosos muy menesterosos como un designio sobrenatural o casual. 

Luz Mery sabe que la dramática situación de estos niños que le hurtaron el pernil no es una historia única y suigeneris. Por el contrario. Es una constante en el capitalismo. Lo que no tiene muy claro son las causas y menos las formas de superar de fondo sucesos de esta envergadura. Seguramente su humanismo, su amor impoluto a los niños, su rebeldía a flor de piel, le llevarán a comprender que para erradicar estos cuadros dolorosos hay que erradicar el sistema económico y éste no lo erradica esa clase dominante, sino la clase dominada debidamente organizada, unida y en acción. El dicho es claro: “¡El Pueblo Unido, Jamás será vencido!”.

Fin

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