jueves, 28 de octubre de 2021

Sofía en la biblioteca: Cuento


 Por Nelson Lombana Silva

Cuando le pregunto la edad para registrarla en la planilla de asistencia, la pequeña Sofía levanta su manito derecha e indica que tiene cuatro. Lo dice con seguridad y claridad meridiana. Es fantástica su facilidad de expresión y la forma organizada como se desplaza por la biblioteca. Sabe tomar las medidas de bioseguridad. No entra a la biblioteca apresurada. Se para en la puerta y saluda: “Señor buenos días”, dice. Allí permanece hasta recibir el alcohol en sus manos y en la planta de sus zapaticos. Entonces ingresa solicitando que le lea un cuento. Espera sosegada el texto y una vez lo recibe, casi siempre se sienta en las pequeñas gradas y disfruta de la lectura. Como todo niño o niña, es franca. “Ese libro me gustó o ese libro no me gustó cambiémoslo”.


Ayer estuvo toda la tarde. El día plomizo no fue impedimento para llegar. “¿Por qué no había venido? Le pregunté. No dudó en contestarme: “Estaba en Bogotá con mi mamá”. “¿En dónde están los dulces?”, la interrogué, destacando su presencia en la biblioteca. “No te traje porque tú no me llamaste”. Me dejó sin palabras. Al cierre de la biblioteca se enojó porque la cerraba y sin despedirse marchó a toda carrera. No era la primera vez que asumía tal postura. En varias oportunidades ha hecho la misma pataleta. A Sofía no le gusta que la biblioteca se cierre.


Hoy llegó en horas de la mañana. Tenía un traje azul a dos piezas. Como siempre observó las medidas de bioseguridad. “Quiero leer un cuento”, me dijo como siempre. Coloqué a su alcance tres opciones: Laura y la tripita de mamá de Liesbet Slegers; ¡Qué mal huele! De José Campanari y Simona Mulazzani y, Colores de Henré Tullet. Los cogió en sus manitas gorditas y después de observarlos se inclinó por el tercero. Con qué certeza identificó los colores. Entra de sorpresa su mamá. Sofía levanta su mirada intuitiva preguntando: “¿Qué vienes a hacer?” La mamá, una mujer joven, sonríe al contestar: “Venimos a saber dónde estaba, mucho juicio”, dice y se marcha. Cruza la calle y se pierde en la esquina. El sol brilla majestuoso.

Una vez termino de leerle dicho texto, se inclina atrapa los dos y en tono suplicante pide que le lea los dos restantes. Su argumento demoledor, por cierto, es que quiere saber el contenido de éstos. “Con gusto – le contesto – pero si pone atención”. Me mira y sonríe. La lectura es amena. Sofía colabora e incluso, decide cambiar algunos contenidos. Al terminar habla como una adulta: “Muchas gracias, señor”. Le digo que no me diga Señor, sino bibliotecario. Me mira con cierto asombro y vuelve a reír.


Da una vuelta rápida por el salón infantil e ingresando a la sala principal, levanta su mirada y se fija en los dos tableros de ajedrez que reposan en una estantería gris de cinco entrepaños. El sol es intenso. “Quiero jugar eso”, me dice señalándolos. “¿Cómo se llama eso?”, pregunto. “Ajedrez”. Es la primera sesión con Sofía. Dejo que palpe las fichas, las compare y las ubique a un lado del tablero. Le explico el nombre de cada ficha y su particular movimiento. La evalúo dándome cuenta que ha asimilado los nombres de las fichas. “¿Usted me va a evaluar?”, le pregunto. No duda en preguntar: “Señale la torre, el caballo, el alfil, el rey, la dama, los peones”, me dice  con qué frescura. Por supuesto, la partida es accidentada. No hay coherencia, pero Sofía conoce las fichas y toma conciencia que éstas tienen movimientos muy diferentes.

Después, se dedica a pintar. Quiere sorprender a su mamá con un buen dibujo. Al terminarlo, me pide que le tome una foto. Se toma la cabeza con las dos manitas y dice: “Voy a tomar agua, tengo mucha sed, ya vengo”. “¿Me va a regalar el dibujo o se lo va a llevar?” No duda en contestar. “Me lo llevo para que mamá sepa que en la biblioteca se aprende mucho”. Esta vez, no se va brava como el día anterior. La cruzo la calle y se marcha agitando el dibujo como su más preciado galardón.
Fin

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