martes, 7 de julio de 2015

Mis primeros atisbos literarios

Nelson Lombana Silva .- Foto RVR
 Por Nelson Lombana Silva

 La metamorfosis de mi hermano Gustavo me tenía anonadado. Había sufrido un cambio de 360 grados. El tema religioso había sido reemplazado por la ciencia y la política. De un momento a otro había comenzado a decir que la religión era el opio del pueblo. Metido en la moheda de la finca Buenos Aires pasaba sus vacaciones en medio de libros, la radiola y la compañía de los padres y hermanos. Mandaba la parada. Cada ocho días salía al poblado a mercar o sencillamente alguno de sus hermanos o hermanas le llevaba por encargo los alimentos para la semana. Solo compraba para él.



Mi mamá le preparaba los alimentos. Los platos primero tocaba someterlos a la temperatura de las brasa para matar los microbios invisibles, según decía con mucha insistencia. Muchas veces mi madre quemó sus angelicales manos para cumplir a cabalidad lo que ella llamaba “chocherías”. Sin embargo, lo hacía con estoicismo inmodificable. “Para eso estudió”, solía decir con qué ternura.


Yo cursaba el segundo grado de primaria con el profesor Jesús Antonio Lombana en la escuela urbana de varones que más tarde había de llevar este nombre para honrar la memoria del docente que se destacó en toda la comarca por su consagración y la forma férrea de castigar. Aplicaba con severidad la pedagogía que dice: “La letra con sangre entra”. Era el año 1973.


Todavía la semana santa se celebraba con mucha solemnidad en la comarca. En la finca se trabajaba hasta el miércoles al medio día y se regresaba a las labores el lunes siguiente. Todo era solemnidad, religiosidad. No se podía escupir, ni hablar en voz alta, ni correr. El miércoles santo no se comía carne, ni el viernes, ni el sábado. Era reemplazada por el salado pescado bagre. A eso se le llamaba vigilia o penitencia. Semejante penitencia de los católicos: Dejar de comer carne para comer pescado que como decía con cierta mofa el padre Roberto Londoño Botero era más rico. “Qué sacrificio tan grande de los cristianos”, solía decir con marcada ironía.


Mi hermano Gustavo, que era el que comandaba todos los actos religiosos en casa, comenzando por el rosario y la pasión de Cristo, se había colocado en la orilla contraria y sin medir consecuencias se burlaba de todo y con palabras soeces criticaba los distintos actos religiosos. “¿Qué le pasará al majadero de Gustavo?”, le pregunté un día a mi mamá. Ella me miró con ternura infinita y sin perder la calma, me contestó: “Las malas compañías o mucho estudio”. Suspiró y mientras miraba a través de la pequeña ventana de la cocina al cafetal, agregó sin inmutarse: “Un cría hijos pero no condiciones”.


Esa semana santa llegó con muchos libros, revistas y periódicos como de costumbre. Revistas como Bohemia, Alternativa; periódicos como Voz Proletaria y Granma. “Hay material para que ejercite la lectura”, me dijo. Con mi timidez perenne le respondí por entre los dientes que sí. Entonces colocó entre mis nerviosas manos la revista Bohemia y me aconsejó que leyera la sexta entrega de Relato de un náufrago del escritor Gabriel García Márquez. “De ese señor no leo nada y menos en semana santa”, le dije tímidamente. “¿Por qué?”, me dijo un tanto asombrado. “El profesor Lombana nos dijo en clase que ese escritor era muy grosero, decía groserías como mierda, culo”, le respondí. “¿Verdad eso dijo el señor Lombana?”, me dijo con suma incredulidad. “Es más le dije: Nos dijo que no entendía por qué tanta fama en un escritor vulgar y comunista como García Márquez”. 


Mi hermano con toda su terquedad literalmente me obligó a leer esa sexta entrega, con el cuento de que allí no había esas supuestas palabrotas. “La semana santa es para rezar”, le dije. Sin embargo, insistió. Quedé maravillado. Comencé a imaginarme el mar de acuerdo a lo narrado por Gabo. “Imagínese usted – me dije – que todo lo que alcanza a ver con su mirada es agua y más agua”. Entonces comencé a imaginar a Luis Alejandro Velasco metido en la balsa, seguido por los tiburones de la cinco de la tarde y visitado por las gaviotas que curiosas e inocentes picoteaban su lacerada piel. Por supuesto, no entendí el mensaje político, la denuncia sobre la realidad  que dio origen al naufragio, incluso, ni después que tuve la fortuna de leer la obra completa la cual me fue donada por el compañero de estudio Víctor García cuando cursaba creo que séptimo grado en el colegio Carlos Blanco Nassar de esta municipalidad. Después de la tercera o cuarta lectura pude entender su fondo y contenido político. El barco pertenecía a la armada nacional y venía siendo utilizado en transportar contrabando. Su exagerado peso dio origen al accidente. Sin embargo, se dijo que había sido fruto de una tempestad de padre y señor mío saliendo del golfo de Méjico. La mentira oficial siempre por delante.


Aquella obra despertó en mí la pasión por la lectura sobre todo por sus diversas obras del hijo de Aracataca o sencillamente por el creador de Macondo. Miraba su creación con deleite y admiración, sobre todo por la capacidad de narrar con qué sencillez, pero con qué precisión y sutileza. Entonces entendí las palabrotas de las cuales hacía referencia el profesor Jesús Antonio Lombana. Lo que hacía el autor era plasmar las historias del pueblo con sus mismas palabras, dejando a un lado el lenguaje refinado y rebuscado. Entonces entendí el contenido político de frases que se leen en su obra: El Otoño del Patriarca: “El día que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo”. Esta frase la publiqué tiempo después en la revista bimestral “Anzoátegui Hoy”, revista que un puñado de soñadores estudiantes del colegio fundamos. Un campesino decente y culto de la vereda Santa Rita, tímidamente nos hizo el reclamo. “Don Nelson – me dijo – esa frase es muy grosera, espero no se ofusque”. Lo miré con efusividad e invitándolo a sentarse en las instalaciones de la biblioteca municipal “Alfonso Urrea García”, de la cual era su director, le dije con cierta ironía: “¿Cuál sería la forma correcta de escribir esta frase?” Titubeando un poco me contestó: “El día que las heces tengan algún valor, lo pobres nacerán sin ano”. He de confesar que me dejó perplejo su respuesta. Me pareció muy inteligente. No tuve más remedio que explicarle que aquella frase no era mía, sino de Gabriel García Márquez y que para cambiarla había que hablar directamente con él que era el autor de dicha frase. “Por eso – le dije – es que la frase va entre comillas y al final aparece el nombre de este escritor. El campesino se encogió de hombros, miró a su alrededor y dibujando un sonrisa inventada se marchó con varios ejemplares bajo el sobaco derecho de su humanidad.


Creo que cursaba el quinto de primaria en 1976, cuando cayó en mis manos la obra Crimen y Castigo del ruso Fedor Dostoievski. Es una obra de carácter psicológica. Me metí tanto en el personaje central Raskolnicok (no estoy seguro si se escribe así) que no avancé más de 20 o 30 páginas y me tocó suspender su lectura, porque evidentemente estaba traumatizado tal como el personaje central. Dejé pasar algunos años y entonces sí la leí con sumo deleite. La obra que sí leí de una vez en este año fue “Masacre de las bananeras” de Jorge Eliécer Gaitán. Claro, la asimilaba como una obra de literatura. Mucho tiempo después vine a darme cuenta que era una especie de síntesis de debates adelantados en el parlamento por el fogoso dirigente liberal asesinado el 9 de abril de 1948 en el centro de Bogotá, Colombia, a manos de los Estados Unidos y la oligarquía liberal – conservadora.


La noche que terminé su lectura, curiosamente me tocó quedarme solo en la casona porque mi hermana estaba viajando creo que por la finca Buenos Aires. Casi me muero de susto esa noche. Sudaba copiosamente producto de los nervios. Cerraba los ojos y veía miles de obreros bananeros esperando impasibles que el gobierno les solucionara sus justas reclamaciones, sin saber que la respuesta había sido lluvia de plomo ventiado y después bayoneta calada rematando a los sobrevivientes. Los gatos corrían por los techos, maullaban con estridentes alaridos y eso aumentaba mi pánico. La misma respiración fatigosa me asustaba. Fue una noche de perros, como se suele decir en Anzoátegui, Tolima.

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