jueves, 28 de septiembre de 2017

El gringo maluco

Por Nelson Lombana Silva

Cuento.-La profesora de cuerpo menudito y pómulos salientes, entró al salón con alborozo seguida de Jimmy, un pequeño pibe venido del norte. Su cabellera ensortijada, rubia, piel blanca, alto, ojos zarcos y mirada engreída lo delataban a leguas. Sin levantar su rostro entró a paso lento, mirando hacia el piso como si estuviera allí la última maravilla del mundo.


Los demás niños suspendieron el bullicio y acomodándose en sus pupitres miraron como bicho raro al nuevo compañerito. “¿Qué hace un ario entre indios?”, dijo para sus adentros Oneider, el niño más destacado de la institución por su rendimiento académico.

Moviendo los brazos como dos aspas, la docente se empinó en sus tacones para hacer más énfasis en sus palabras. Dijo que el plantel estaba de pláceme por la presencia de Jimmy, era una personita que le daba brillo y prestigio a toda la región. “Que un gringuito estudie en nuestra institución es motivo de orgullo”, dijo con aspaviento.

Pidió un aplauso de bienvenida y los asistentes aplaudieron con desgano. Los niños presentes se sintieron  inferiores. “Es blanco y extranjero”, dijo alguien impávido por entre sus dientes.

Jimmy no habló. Se acomodó en el puesto estratégico apenas dibujando una risita inventada. Su traje relucía. No hubo quien comentó: “Parece un príncipe”. La profesora se inclinó con zalema para despedirse del pibe y saliendo cerró el salón.

El gringuito disimuló su timidez buscando sus útiles de estudio en su maleta de cuero europeo, después de buscar y buscar sacó un libro de pasta dorada y colocándolo sobre el pupitre fingió leer. No dominaba muy bien el castellano.

Andrea, la más pequeña del salón, acercándosele con su mano estirada lo saludó. Jimmy levantó su mirada medrosa y le correspondió con sequedad, volviendo a lo mismo. Su alrededor le parecía denso. Era su castigo anunciado por su padre. El viento gélido de las nueve de la mañana entraba por las pequeñas ventanas de vidrios rotos. También el profesor de matemáticas le dio la bienvenida con entusiasmo.

Poco a poco Jimmy se fue relacionando con sus nuevos compañeros teniendo que romper numerosos prejuicios, entre ellos, el de superioridad. “Allá, dijo, nos enseñan que este continente es nuestro y que tenemos que aprender a gobernarlo”. Dicha confesión causó hilaridad entre algunos y repulsa entre otros. Al principio lo dijo en serio y después con una leve sonrisa dejando ver su dentadura blanquecida y uniforme.

Poco a poco se fue granjeando amistades y enemistades. Era el centro de atracción de las chicas, todas querían estar con él, departir con él. Muchas soñaban dándole un beso o recibiendo una caricia. Jimmy era frío e indiferente. Trataba a todas por igual. De vez en cuando hablaba de sus admiradoras de su país y comentaba cosas inverosímiles que dejaba a las chicas boquiabiertas. “Debes tener muchas novias”, alguna le dijo y él la miró con asombro desviando la conversación preguntando por la tarea del siguiente día.

Poco a poco asumió cierto liderazgo entre un amplio sector de estudiantes, liderazgo que utilizó para crecer su ego y convertirse rápidamente en el centro de atracción. Todos los grupos lo reclamaban, no porque fuera un estudiante destacado, sino porque era extranjero y sus notas eran las mejores así no tuviera méritos. El rector solía decir: “Colocarle al gringuito una mala nota es como golpear con el pie la lonchera”.

Era vacío de contenido. Taimado. Sin embargo, sabía disimular y ante los docentes y comunidad adulta aparecía como un estudiante ejemplar. Hasta el cura lo colocaba como ejemplo de superación y de nobleza en sus homilías. Fue tanta la admiración que causó el pibe en la región que muchos crédulos afirmaban que era designio de Dios permitir que un extranjero estudiara en la comarca, que la institución educativa estaba predestinada a ser grande entre las grandes. “Ese niño parece un enviado”, solía decir el reciclador de la comarca.

Contaba que en su patria los estudiantes pobres estudian aparte, que había  instituciones que preparan a sus educandos para mandar y otras para obedecer, que los niños de piel oscura también están aparte de los niños de raza aria, lo cual no era un capricho sino un designio de la Divina Providencia. “Los blancos tenemos mejor cerebro para asimilar conocimientos”, solía decir.

Era frecuente encontrarlo ensimismado mirando el firmamento y la distancia. Parecía enigmático. En noches estrelladas sacaba su potente telescopio y pasaba horas y horas mirando y tomando nota en su libreta de apuntes. Escribía en inglés. Sus más cercanos amigos que consiguió con suma dificultad por su petulancia, lo solían observar en silencio haciendo apenas comentarios en voz baja. Era un murmullo casi imperceptible. “Ese man es duro”, solía decir Oneider cuando se refería a Jimmy.

La comarca era pequeña, parecía una aldea, rodeada de espesa vegetación, cuyos habitantes taciturnos labraban el surco desde el amanecer hasta el atardecer. Antes que despuntara el día, los hombres salían a sus labores, algunos cantando canciones otoñales que le recordaban cuando eran felices e indocumentados y otros casi en silencio mascullando su destino pobre.

Las pocas calles estaban empedradas, sobre todo el sector residencial de los más pudientes, las casitas ubicadas en las zonas marginales carecían de condición humana, eran chozas estrechas techadas con platanilla que abundaba en la región. El río de aguas diáfanas cruzaba la población en su incesante recorrido sobre el lecho natural de piedras de vistosos colores y tamaños.

La principal tienda era propiedad de Magola, una mujer alta y ancha que había llegado de otra región del país en busca de una segunda oportunidad, oportunidad que había encontrado allí, después de una lucha tesonera. Era morena, pómulo saliente y tetona. Hablaba fuerte. Parecía ser una mujer hosca, pero una vez se trataba de cerca la gente quedaba maravillada. Jimmy, con toda su egolatría, la llegó a considerar su abuela materna que nunca conoció pues murió en un absurdo accidente cruzando la concurría avenida de Filadelfia.

Desde el primer día que la conoció ofreciendo fritanga en su pequeño tenderete recubierto de tafetán, Jimmy consideró que era una mujer buena y servicial. No dudó en ponerla a prueba y Magola le correspondió con ternura filial. Al caer la tarde, una vez hacía sus tareas, Jimmy visitaba este negocio. Pasaba horas y horas, viendo el trajinar de los habitantes mientras hacía crudas conjeturas. Magola lo miraba con ternura y de vez en cuanto le hacía algún comentario de la región o una broma pueril que Jimmy disfrutaba. “Pobrecito el niñito metido en este submundo de mierda. ¿Qué diabluras haría para merecer semejante trato?”, decía para sus adentros.

No pasó mucho tiempo para Magola encontrar respuesta a este y muchos más interrogantes. Muy rápidamente Jimmy, el gringuito mimado y taciturno, comenzaba a sacar las uñas y de qué manera. Cierto día lo vio tirando basura al río aprovechando las primeras sombras de la noche. Dando saltitos de canguro salió por la puerta posterior de su amoblado cuarto llevando consigo una bolsa plástica fuliginosa. Miró a su alrededor y calculando que nadie lo estaba observando tiró la talega a las corrientosas aguas del afluente. Giró sobre sus pasos y regresó a su cuarto limpiándose las manos.

Magola, que pasaba accidentalmente por la estrecha callejuela, detalló la escena con verdadero asombro. No cabía en su roída mente tal comportamiento. Se restregó los ojos como si se estuviera quitando las pitañas, como si estuviera ante alucinación dantesca. Se marchó pensativa por la estrecha callejuela, ensimismada en sus propias reflexiones. Avanzó con prisa, como quien quiere huir de la escena para no ser testigo. “Tan respetuoso que se veía con la naturaleza”, dijo al llegar a su cuchitril. Se inclinó para empujar la vetusta puerta de madera sin pulir, entrando de un solo golpe bastante agitada.

El ruido estridente en su portezuela la despertó con violencia pasada la cinco de la mañana. “¿Quién?”, dijo aún adormilada. Se incorporó cubriendo su obeso cuerpo con la pijama que su nieta había traído de los Ángeles el año pasado como regalo de navidad y se encaminó a la portezuela. Los golpes volvieron con más virulencia. “Espera, este reumatismo no me deja caminar rápido”, dijo malhumorada.

Abrió. Frente a ella, dos uniformados y el corregidor la miraban amenazantes. Los ojos del corregidor lanzaban luces de bengala, un viejo rechoncho malhumorado que sabía escasamente garabatear su nombre, pero en cambio sí tenía sobrado respaldo político. Mientras caminaba su mirada por el entorno con desprecio, hurgaba entre su maletín oscuro de hule, sacando la libreta de apuntes. 

“¿Qué es esto?”, dijo Magola estupefacta, “¿Qué pasó o pasa, señores de la ley?”, volvió a decir la vieja sin salir de su asombro.  “No se haga la inocente”, dijo con ironía el funcionario. Los polizontes permanecían en silencio contemplando la escena, listos a entrar en acción si era necesario. 

“¿Por qué arrojó esa bolsa al río?”, preguntó anotando la pregunta en su libreta de apuntes. La miró sin remordimiento un instante, porque después estuvo pendiente del papel en blanco para escribir su respuesta.

La anciana se estremeció de pies a cabeza. Titubeó para contestar por entre los dientes: “No sé de qué me está hablando señor corregidor. ¿Acaso, estoy dormida todavía?”, indicó apoyándose en el oxidado picaporte de la desvencijada puerta. Temblaba. “Esa no es forma de atender a la autoridad”, dijo el corregidor con acento lacerante. “La gente decente atiende sus autoridades con tinto caliente”, agregó con sorna. 

Guardó el papel en blanco y sacó un código fingiendo leerlo, lo movió de atrás para adelante y de adelante para atrás con cierta parsimonia que da la experiencia. Al fin detuvo su mirada de águila y después de fingir leer en voz baja, levantó su mirada con dureza. “Está detenida por sospecha”, dijo.

Magola fue conducía a la oficina del corregidor y sometida a un intenso interrogatorio. Temerosa se mantuvo en la versión inicial. No se atrevió a denunciar a Jimmy por temor a las represalias que tomaría el funcionario. “Seguramente dirá que estoy levantando falsos testimonios contra el jovenzuelo”, se dijo para sus adentros mientras miraba la secretaria que escribía en la vieja máquina Remington con solo dos dedos. El traqueteo del aparato la angustiaba. Cada palabra le parecía una acusación.

Además, admiraba el polluelo porque consideraba que era inocente de lo que sus gobernantes solían hacer a diario con la humanidad. Se amparaba en el dicho muy común que dice que todos los dedos de la mano no son iguales. Sin embargo sabía a ciencia cierta del atentado ambiental que había hecho el menor oculto en las sombras de la noche y que solo ella, accidentalmente, lo había descubierto.

Dos horas después, bajo un clima lluvioso, el corregidor cerró el caso y llamó a nuevas personas de la comarca para seguir con su investigación. “Espero disculpe usted a la autoridad”, le dijo maquinalmente. Magola no contestó. Libre, salió presurosa arrastrando la infernal artritis. Cruzó el parque viendo al gringuito aporreando el naranjo para apoderarse de las mejores naranjas. “¿Qué es eso?”, dijo con su voz chillona. El muchacho volvió su mirada y tomando dos, se alejó presuroso sin contestar. “Carajo, que chico tan hiperactivo”, dijo regresando a su modesto negocio.

No pasó mucho tiempo para comenzar los rumores en la comarca. Eran comentarios contradictorios, pero se fueron haciendo más frecuentes en distintos sitios. El hurto, la mentira, la intriga, el deterioro de los monumentos públicos, fueron el pan nuestro de cada día. Nadie sabía quién o quiénes eran los responsables. Las paredes eran embadurnas de pintura y materias fecales.

Solo Magola sabía con certeza quién era el autor intelectual y quizás material de estos hechos vandálicos, por eso un día decidió tomar el toro por los cachos. Esa mañana era gris. Jimmy llegó de costumbre a comprar las golosinas, especialmente los chicles con sabor a menta. Venía en traje deportivo. Magola lo cruzó con su mirada chispeante. Fue directa. “¿Por qué hace lo que está haciendo?”, le dijo mientras buscaba las golosinas más costosas. 

El joven la miró extrañado y abriendo las cuencas de sus ojos zarcos exigió una aclaración afirmando que seguramente lo estaba confundiendo. Con su mal hablado español, afirmó sin remordimiento que no entendía tal reclamo. “Confunda pero no ofenda”,  le dijo inseguro.

“No estoy ofendiendo y menos calumniando”, dijo Magola sosteniendo la voz confidencial. “Yo lo vi arrojando la basura al río, después golpeando el naranjo del parque para apoderarse de las naranjas. ¿No es cierto?” Jimmy no pudo contestar. Tiró las monedas sobre el mostrador y se marchó a paso largo cabizbajo. “Pueda que esto le sirva de lección”, dijo Magola compenetrándose en sus labores cotidianas.

Al otro día, el rector recibió la noticia de que la mayoría de libros habían desaparecidos como por encanto de la pequeña biblioteca escolar. De la noche a la mañana la institución había quedado sin bibliografía de consulta. El rector convocó a los docentes, después a los estudiantes y después a los padres de familia. El caso fue ventilado con aspaviento. Hasta la policía se hizo presente. Pero, nadie supo nada. Solo comentarios y cuchicheos en voz baja.

Jimmy se divertía haciendo pilatunas de este tenor con la firme convicción que aquellos negreros no merecían una segunda oportunidad sobre la tierra. Además, estaba seguro que nadie sospecharía de él. 

Todos los días había en la comarca una noticia diferente, un hecho desconcertante que generaba comentarios y especulaciones en cafetines y plaza pública. El corregidor anunció la traída de detectives porque consideraba que esos escándalos era vergüenza ante el ilustre estudiante. “¿Qué imagen de la comarca se puede hacer el joven Jimmy?”, escribió en la argumentación.

Jimmy no paraba de hacer travesuras. Fue el primero en consumir alucinógeno en este pequeño y olvidado poblado. Lo hizo por vez primera una mañana lluviosa en el establecimiento educativo a la hora de descanso. Caminó con su pequeño y selecto grupo por el prado mirando disimuladamente en todas direcciones. “¿Quieren volar?”, les dijo con parsimonia. Ninguno entendió. Oneider, se le acercó diciéndole al oído: “¿Cómo se puede volar sin alas?”. Jimmy se detuvo un instante y mirándolo burlón le contestó con desparpajo: “Te falta mucho pelo pa moña”.

Se acomodó en el pequeño asiento de guadua, bajo el pequeño Arrayán y mirando nuevamente a su alrededor sacó de su chaqueta azul marina una pequeña papeleta y la mostró sin sonrojarse. Sus pocos condiscípulos que lo seguían se quedaron boquiabiertos mirando lo que hacía con qué naturalidad. Sacó un cigarro y vaciándolo con sumo cuidado sacó la sustancia de la papeleta y la depositó allí. Apretujó la sustancia y sellándola sacó del bolsillo de su camisa una cerilla. “Van a ver lo delicioso que es vivir en las nubes”, dijo dibujando una risita ansiosa.

Era una mañana triste. Había dejado de llover y el sol tenue intentaba filtrarse por entre la nube densa y grisácea. El viento corría despacio. El grupo se arremolinó estupefacto. Nadie chistaba nada. A lo lejos se escuchaba la algarabía de los demás estudiantes disfrutando el descanso de la mañana. Jimmy se llevó el cigarro a la boca, prendiéndolo con la cerilla. Aspiró la primera bocanada de humo espeso llevándolo hasta sus pulmones, lo tuvo allí algunos instantes y luego lo fue botando poco a poco por la boca y la nariz. Lo hizo en tres oportunidades. Un ataque de tos lo sorprendió. Se cubrió la boca con las dos manos para que no saliera el ruido estridente de ésta.

Sus ojos brillantes  giraban con más rapidez. El músculo dilatador del iris aumentó de tamaño, la midriasis lo delataba, cosa que no le importaba, pues había entrado en estado de relajación, especie de somnolencia que combinó con carcajadas ruidosas. El nervio óptico, segundo de los doce pares craneales, conjunto de fibras que transmiten los impulsos lumínicos  de la retina al quiasma óptico cerebral, también se encontraba traumatizado. El cristalino, la “lente”,  que se encuentra ubicado detrás del iris y su función es permitir el enfoque visual, también se encontraba alterado. Sus manos comenzaron a temblar y  en su semblante había una rara ansiedad que no podía ocultar. La risa idiota salía a borbotones. Reía por todo.

Oneider miró con aspaviento la córnea rojiza de los ojos de Jimmy y dando un paso atrás condenó el hecho. “Tan civilizado ¿Envenenándose?”. Jimmy levantó su rostro ansioso y sin dejar de reír  estúpidamente dejó escapar una retahíla florida y confusa. Mientras Oneider lo mirada atribulado no dando crédito a lo que estaba viendo, los demás condiscípulos presenciaban la escena con sorpresa. No podían dar crédito, para algunos era una alucinación.

“El hombre es bagazo que no tiene dimensión ni de tiempo, ni de espacio”, comenzó diciendo. “Es bueno, malo, alto, bajo, gordo, flaco, blanco, negro…solo puede liberarse de su carroñero cuerpo cuando rompe con la rutina y vuela como estoy volando ahora. Voy por las órbitas de los planetas a velocidades superiores a la de la luz en el vacío, veo un mundo fantástico, imposible de percibir sin consumir el “porro de la felicidad”. Torpes, estúpidos todos y todas, cobardes, ineptos e intrascendentes,  están condenados a ser masa, no profetas, ni anunciadores de la liberación y la igualdad. Qué bien se merecen las cadenas de la dependencia y de la represión. Vasallos. Impíos. Necios y malhablados”.

Jimmy no paraba de hablar sandeces ni de reír. Parecía un arlequín de pueblo. Movía sus blancas y delicadas manos con nerviosismo a pesar de su aparente tranquilidad inicialmente expresada. La mañana mustia se hacía eterna. El amago de lluvia volvía en toda la comarca. Al otro lado de la pared de tierra pisada, gallinazos se daban  festín con el despojo del perro de Magola. 

Oneider, venciendo el pánico, preguntó por entre los dientes: “¿Por qué fuma eso?” Jimmy levantó momentáneamente su rostro para mirarlo. “Esto – dijo – es el elixir de la vida” y sin dejar de reír, se incorporó moviéndose por el estrecho espacio terroso, metiendo sus dos manos en los bolsillos del abrigo. Sus ojos seguían brillosos.

“Pero, todo es efímero, ¿No le parece?”, agregó con curiosidad. “La felicidad es efímera, por eso hay que saberla disfrutar al máximo”, contestó efusivo. “¿En su país se fuma?” Jimmy que estaba de espalda e inclinado observando un pequeño bicho carmelito que se movía rápidamente, se volvió mirando con ironía a Oneider. “Claro, algo más del 40 por ciento, entre chicos y grandes”. Agregó con toda la naturalidad del mundo: “Se negocia libremente. Mi país es civilizado”. Oneider frunció el entrecejo y sin poder detener dentro lo que sentía, lo exteriorizó sin rodeos: “¿Eso es civilización?” “Claro, eso es. Así lo concibe Estados Unidos”. Se formó un murmullo. “Si eso es civilización prefiero seguir en la incivilización”, interrumpió Oneider en voz alta para que todos escucharan. Unos estuvieron de acuerdo, otros no y otros dudaron para dar su opinión. “No resulta fácil romper las cadenas del subdesarrollo, el esclavo ama sus cadenas y se niega al cambio”, contestó Jimmy bostezando. 

La campana anunciando que había terminado el recreo puso en alerta al grupo. Jimmy sacó un pequeño frasco oscuro del bolsillo de su chaqueta y destapándolo vertió un poco de su contenido en sus vistas en forma de gotitas. “¿Qué es eso?”, preguntó Oneider. “Colirio”, dijo Jimmy. “¿Para qué?”  “Para reducir la rojodez ocular”, contestó. “Aquí, dijo el gringuito, no ha pasado nada. ¿De acuerdo?”. El grupo asintió con la cabeza maquinalmente. La lluvia monótona volvió a caer sobre los tejados de la comarca. Era una lluvia menuda.

La única vez que sufrió el gringuito fue cuando el profesor lo obligó a investigar. Era indagar sobre la antigua civilización griega. Al docente señalar los criterios de la indagación, la forma de su presentación y el premio, Jimmy golpeó con fuerza la frente. “Carajo, dijo para sus adentros, he sido víctima de mi propio invento”. Comprendió a regañadientes que se había equivocado de cabo a rabo. Nunca lo expresó públicamente, mantuvo el secreto a través de sus largos años de existencia. “Me auto robé”, dijo mirando a través del pequeño ventanal de la institución educativa el platanal. “Si tuviera los libros, ganaría el concurso”, agregó dejando escapar un suspiro. “La suerte está echada”, pensó mientras regresaba a casa. Y a pesar que su vida fue larga y opulenta, no tuvo tiempo para abjurarse, murió creyendo que su país era portador de la verdad revelada.

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