viernes, 4 de marzo de 2016

¡Hablando consigo mismo!

Juan de Dios Rojas G. en la lucha con dignidad revolucionaria. Foto archivo Nelosi
Por Nelson Lombana Silva

La tarde moría en el ocaso. Las sombras de la noche disimuladamente se iban apoderando de la ciudad Andina de los Derechos Humanos. El bazar estaba solo. Parecía un fantasma, parecía quizás “El bazar de los idiotas”. Las aguas turbias del río Combeima contrastaban con el bullicio de los vehículos que se desplazaban en todas direcciones sin rumbo fijo. Sentía que levitaba. La soledad como su mejor amiga irrumpía sin pedir permiso alegrando el corazón.



El café cerrero lo acompañaba como siempre. El aroma se esparcía por el entorno dejando impregnado el desértico escenario, donde un par de jóvenes miraban la distancia a través del amplio ventanal con sus ojos tristes doblegados por el cansancio. Se acomodó pesadamente sobre el taburete de madera pulida recubierta de piel lampiña, estirando los pies para buscar mejor comodidad habló consigo mismo de lo divino y de lo humano.


“¿Ciudad Andina de la de los Derechos Humanos?”, se preguntó obteniendo como respuesta: “Es la ciudad con más suicidios, todos los día asesinan a una persona, tres niños han muerto de inanición, es decir, de hambre durante el presente año. Centenares de niños no han podido ir a la escuela o al colegio. Los estudiantes, padres de familia, docentes y personal administrativo, de la universidad del Tolima, libran una desigual batalla contra la política privatizadora del presidente de la “paz”, Juan Manuel Santos Calderón. Todos los días se va el agua. El palacio municipal es una perrera. La policía persigue a los vendedores ambulantes como ratas. La movilidad es un caos y la solidaridad es un fantasma que asusta por su ausencia. A eso se le llama pomposamente: La ciudad Andina de los derechos Humanos. Qué ironía”.


Su mirada recorre la acrobacia de la dama parada en el semáforo en demanda de una moneda para saciar el hambre de ella, de sus padres y de sus hijos. La gente la mira con desprecio, con asco o cuando más con indiferencia. Uno que otro le tira una moneda con absoluta indiferencia, quizás con un comentario cáustico: “Esa muchacha en un prostíbulo haría más dinero”.  Aquello lo registra el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), como empleo. La policía la fustiga y tiene que salir del lugar en estampida. Qué importa si, según el DANE, ya es una empleada más en la ciudad de tres salidas.


Suspira. Hace una mueca de enfado y piensa en la otra ironía: Se le llama también la “Ciudad Musical de Colombia”. “¿Ciudad musical de Colombia?”, se pregunta deteniendo la mirada en el frondoso ramaje del Almendro. “¿Qué saben los niños de los aires autóctonos de la comarca? Ayer hablé con un grupo de pibes y me chiflaron. Me dijo: “Cucho modernícese, ahora lo que pega son los aires extranjeros y no se los nombro porque quedaría con la boca abierta”. El vientecillo suave acaricia su enjuto rostro. “¿Alguien sabrá por qué esta denominación?”. Suelta una carcajada absurda y estúpida: “Qué tontadas”, dice mirando el discurrir de la masa anónima. “¿Qué ganaría el populacho con saber quién fue el que le colocó el nombre de ciudad musical de Colombia?”, se dice apurando un sorbo del caliente café cerrero. “Nada, a excepción de cultura general. Ayudaría más a enriquecer el ego que a fortalecer la unidad de la masa”.


La soledad es evidente. Sin embargo, allá en la calle la gente fluye y fluye incesantemente. Es una masa amorfa que se mueve maquinalmente. Ensimismada en su rol de pueblo y en las cadenas de la opresión. Que nadie del populacho piense, que piense solamente el jefe de la perrera.


Lo recuerda con mucha nitidez. Conversaban de todo y de nada, convencidos que estaban matando tiempo, cuando en realidad era al contrario: El tiempo los estaba aniquilando sin piedad alguna. Se iban deshaciendo en la contradicción de un pueblo que vive esclavo y teme a la libertad. La puerilidad los ocupó un buen rato, hasta cuando tomaron conciencia de que era menester ser juicioso con el tiempo. Sin embargo, para entonces fue demasiado tarde, como dijera el emperador romano Julio Cesar: “La suerte está echada”. Intentó dejar de hablar consigo mismo, pero tampoco fue posible. La costumbre una vez más se impuso. “Si es así – dijo - ¿Por qué no continuar este diálogo consigo mismo? Intentó hacerlo pero también fue demasiado tarde. Conclusión: “La vida es solo una oportunidad, una sola”. Asombrado volvió la mirada para contra preguntar, pero fue demasiado tarde.



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