viernes, 13 de septiembre de 2013

La vida no es sueño


Por Nelson Lombana Silva

Novela

I

Cuando la niña vino a este mundo su padre tenía treinta y ocho años mal vividos en los quehaceres de su casa paterna, cuidando de la agricultura y posteriormente la cultura en su población. Era un híbrido con poca conciencia de vivir. Siempre acosado por las afujías económicas nunca había tenido un momento de sosiego. Centrado en sus meditaciones metafísicas consideraba que una cosa era el conocimiento y otra la realidad concreta, no había una relación y por el contrario, se imponía lo tangible sobre lo intangible. Todo giraba en torno al individuo. “¿Quién hace la historia?”, se preguntaba y él mismo se respondía en la oscuridad del analfabetismo: “El individuo”.



Nació con él la timidez. El miedo a opinar y reconocer sus derechos y deberes, los sintetizó en los deberes, nunca quiso hacer uso de sus derechos, no porque no quisiera, sino porque la timidez, la cual era un fantasma de mil cabezas lo neutralizaba con facilidad. Siempre le daba la razón al otro. Poca fuerza de voluntad lo animaba. Sin embargo, contaba con buena imagen en la comarca y más allá de ella. Soñaba despierto. Admiraba la fluidez de las palabras en los demás. Miraba taciturno a su alrededor con poca imaginación y creatividad. Era respetuoso, amable e incierto. Quizás la única certeza era que la vida no es sueño.




Tuvo el privilegio de ser el primero en tener en sus manos a su hijita sin nariz y cejas, después del médico y la enfermera. Caminó por el estrecho corredor sin rumbo fijo. No tuvo tiempo de emocionarse. Parecía sonámbulo, caminando en distintas direcciones, tratando de entender el momento. Era consciente, sin embargo, que no estaba soñando. Tenía en sus manos la que habría de ser en lo sucesivo su razón de ser, lo más importante de su vida. Pasó el jardín, bajó las gradas y hallando a su hermana transmitió la noticia con aspaviento. La hermana suspendió sus labores para compartir la euforia. “No tiene nariz”, le dijo. Ella sonrió. Se inclinó para verla mejor, respondiendo: “Con movimientos suaves la nariz va apareciendo”.


 Cuando sintió de verdad la felicidad salió disparado del hospital, una vez entregó la personita a su mujer para que la amamantara, caminó por la calle sin transeúntes a grandes zancadas y sin pedir permiso. Se sentía distinto. Inmenso. Universal. Era como si de un momento a otro todo se hubiera puesto a sus pies,  a pedir de boca. La operadora, cansada atendía las últimas llamadas del día con parsimonia e indiferencia. Al verlo entrar, reaccionó. “¿Ya?”, preguntó intrigada. “Sí”, le contestó sin poder ocultar su orgullo y alegría, pasándole en un papelito el número a marcar. Le señaló la cabina uno mientras le marcaba. Fueron segundos de tensión. Neftalí, se inclinó levemente al contestar y una vez estuvo seguro de la singular voz, descargó la noticia como una verdadera bomba: “¡Mamí, al fin soy padre!”


La respuesta lo conmovió aún más. Esperaba mucho, pero no tanto. “Desde que me dijeron que tenía los dolores comencé a rezar para que todo saliera bien y a fe que así sucedió. Gracias a mi Dios”. Aquello era maravilloso. Sin embargo, lo más sublime vendría después de contar que le estaba haciendo un vestido con sus propias manos. Con su melódica voz cansada, dijo sin ambages: “A respetar esa niña y a su hermanita. Nada de privilegios. Los niños son inocentes”. A Neftalí se le nublaron los ojos. Su rostro se contrajo y su voz se partió. No sabía que contestar, era demasiado. “Mami – dijo Neftalí – tu siempre nos enseñaste a amar. Cumpliré mi palabra”. Se hizo un silencio prolongado. Cuando volvió la voz Neftalí miraba a través del vidrio la tarde inexorable. “El que no quiere al perro, tampoco quiere la chanda”. Tres cosas fundamentales destacaba la cansada voz en la pequeña bocina: Amar a la hija, amar a la entenada y amar a la mujer. Tres en uno. Nervioso, repitió la consigna y una vez se despidió y comunicó la noticia a la familia de la mujer, marchó a la finca a ampliar la información.


Caminó en la oscuridad guiado por la mortecina luz de la linterna. Descendió por la pendiente dando tumbos, pero sin perder el equilibrio. La noche fresca contrastaba con su entusiasmo. Mil pensamientos se arremolinaban en su cerebro, todos relacionados con el acontecimiento. “¿Cómo levantar a su primogénita?”, se decía una y otra vez. Tomó el desvío, quería llegar más rápido. Nadie se interpuso en su recorrido. El mensaje claro de su madre, retumbaba en su mente con ímpetu esquizofrénico. Lo repetía una y otra vez. La pequeña entenada le había encargado un bombón, era la condición para no quedarse llorando. Cruzó la cerca con dificultad. El pequeño puente levantado por la mamá de su mujer con el único propósito de que su hija pasara sin inconvenientes, soportaba el peso de Neftalí. Respiró la frescura del cafetal y avanzó con celeridad. Un sudor frío resbalaba por su frente cuadrada.


Pensaba y volvía a pensar. Era consciente. Su hija no llegaba a un mundo bueno. Un mundo con corazón de niño era inexistente, ni siquiera existía en la imaginación. Todo lo contrario. El rostro macabro de la muerte aparecía en todas direcciones todos los días y a cada momento con intensidad inusitada. Recordó la frase profética del viejo Arcadio: “Este es  el sistema de los antivalores”. Su vozarrón metálico era autoridad en la región, todo el mundo lo escuchaba con suma atención. Se caracterizaba por sus frases cortas y contundentes que colocaban a pensar a sus contertulios. Era de los pocos que pensaba para hablar. Tenía autoridad. Liderazgo. “Estoy atado a la humanidad – solía decir con alegría – eso me impone obligaciones y compromiso con todos y todas”. Vivía para vivir. Vivía para compartir. Vivía para los demás congéneres, pero no como una obligación de la naturaleza, sino como una sabia decisión de la evolución. “Soy así por convicción y no por ocasión”, insistía en los diálogos permanentes con su comunidad. Era optimista y consecuente con su clase social. Nunca maldijo. Pero también nunca dio su brazo a torcer. Defendió sus principios con donaire. “El futuro es de todos y todas”, sentenciaba en sus múltiples intervenciones, haciendo caso omiso al régimen que pregonaba el fatalismo, la resignación y el individualismo.


Era alto y obeso. Su rostro circunspecto calcinado por el sol, la lluvia y el viento, inspiraba reciedumbre y autoridad. Enseñaba con el ejemplo. Era un verdadero imán que arrastraba: optimistas y pesimistas, chicos y grandes, hombres y mujeres. Todo el mundo hablaba de él para colocarlo de ejemplo, citar una de sus célebres frases o traer a colación un consejo, un punto de vista o simplemente una crítica. Amaba el amor, las flores y el canto alegre de los riachuelos de aguas cristalinas. Arcadio nunca hablaba en primera persona. “Un revolucionario – solía decir – jamás dice yo, siempre dice nosotros así la actividad la haga una sola persona”. Enfatizaba: “Es un principio inviolable”. 


La casa estaba a corta distancia. El silencio aletargador de la madre naturaleza, solo el bullicio monótono de los grillos y la lechuza de una noche común y corriente para la mayoría de la comarca, que Neftalí vivía con intensidad. En el capitalismo los niños no tienen espacio para ser niños, sus derechos son letra muerta. Los niños ricos son dinero y los pobres basura. La televisión los amaestra, los idiotiza, no los deja ser persona autónoma, libre, soberano y crítico. Junto a la religión imponen la dictadura de la sumisión, del ahistoricismo y del miedo a buscar la felicidad colectiva. Cada quien por su lado. El hombre es lobo del hombre. Es la economía libre y el hombre esclavo. Vale más la mascota que el hombre mismo. Los niños ricos se mueven en carros blindados distantes de la sociedad; los niños pobres se mueven en el submundo de la soledad y la frustración. El niño riquito es amaestrado para el consumo y la fugacidad, es plástico, sin alma. Recordó la afirmación del escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Mientras los niños ricos juegan a la guerra con balas de rayos láser, ya las balas de plomo amenazan a los niños de la calle”. Y a todo eso llama el capitalismo: Civilización. “Maldita civilización”, dijo Neftalí al cruzar la última cerca para llegar a la casa.


Los perros famélicos salieron a su encuentro batiendo la cola y ladrando de alegría. Saltaban describiendo figuras graciosas. Neftalí se abría campo con cierta arrogancia. Saludó en voz alta. Nadie contestó. Atravesó el corredor, dando zancadas. Del cuarto salió el sobrino dibujando una sonrisa leve. Parecía un fantasma. “¿Qué paso, tío?” “Adivine”. Entró al cuarto de la abuela. Estaba sentada al borde de la vetusta cama con ojos tristes bajo los repliegues de las prolongadas arrugas. Sin mirarlo a los ojos al momento de incorporarse a servirle la cena preguntó lo obvio. “¿Qué pasó?”, dijo. Neftalí se sentó en el borde del otro camastro y respirando henchido de felicidad contestó: “Todo salió bien”. Se estremeció. Sintió un vacío en el estómago. Se sintió otro. Dudó para agregar: “Soy papá”. “¿Qué tuvo?”, preguntó. “Adivine”. Sonrió. Sin levantar la mirada del piso la abuela, se estiró y dejando escapar un suspiro lastimero, volvió a preguntar. Era obvia su inquietud. Neftalí se movió, carraspeó y pensando que no podía prolongar más el suspenso, miró a su alrededor y contó todo de un solo golpe, incluyendo la pelea con su mujer previo al nacimiento y la difusión de la noticia. La abuela se detuvo. Repensó la opinión. “Era justo”, dijo.


Atrapado en el cenagoso mundo de la ansiedad que implicaba el suceso, Neftalí difícilmente pudo conciliar el sueño. Fueron horas largas de intensa meditación sobre la responsabilidad que había asumido y que ahora se materializaba en ese pequeño ser que a esa hora succionaba con avidez la leche materna, sin tener conciencia de lo complejo y contradictorio del mundo al cual había llegado de sopetón sin preparación de ninguna naturaleza. Eso lo atormentaba. Se preguntaba una y otra vez: “¿Soy egoísta?” “¿Acaso, preferí mi felicidad y no la de esa criatura inocente?” Tanta conjetura lo desgarraba por dentro. Era un aguijón incisivo. Atolondrado, casi ido de este mundo poco a poco lo venció el sueño. Soñó cruzando un prado verdoso, repleto de fieras salvajes que lo miraban amenazante. Caminó inseguro. Batalló para vencer el miedo. Tomó conciencia. Y avanzó por los intrincados andurriales siempre huyendo hasta cuando se concientizó que era pertinente enfrentar el problema y no salir en estampida. Una llovizna lenta cayó. Los animales se fugaron espavoridos, temerosos del agua. Entonces, Neftalí fue feliz. Soñó que soñaba.


II


La amaba a su manera. Tirada sobre la cama permanecía inmóvil. Quieta. Por supuesto que no era reina de belleza, de esas que inventa la sociedad de consumo para dividir, distraer e ilusionar. Era una mujer normal. La tez canela hacia juego con sus ojos color miel taciturnos de gaviota triste; su rostro pálido, dientona, resaltaba su encanto en sus tupidas cejas arqueadas y finas. La caracterizaba su mirada seductora. La cabellera era una cascada negra, abundante y áspera que caía sobre su espalda y hombros con gracia femenina.  A pocos metros, Neftalí la observaba dándole de un momento a otro un cúmulo de conjeturas difíciles de entender. Era una mujer vacía. Distante de su clase social, la cual odiaba y la negaba todos los días. Sin pudor acudía siempre a la figura desértica de la apariencia. “Nosotros – solía decir – nacimos para aparentar”. Nadie podía sacarla de ese círculo vicioso. Inclinó levemente la cabeza y preguntó: “¿Qué le dijo el horóscopo hoy?”.


Neftalí frunció el ceño. La miró levemente. Sabía que era incorregible. Su cabeza no le daba para más. Contrariando su enfado, contestó por entre los dientes: “Que el mundo son de los que luchan colectivamente”. Rufina dejó escapar un suspiro helado cambiando de posición miró el techo del pequeño cuarto rectangular sin ninguna emoción. “Ja – dijo – el horóscopo me dice que voy a ser millonaria”. “¿De piojos?”, respondió Neftalí irónico. Rufina no contestó. Volvió a colocarse bocabajo abriendo las piernas para más comodidad. Era desafiante.


Neftalí se volvió para mirar las páginas polvorientas del libro de filosofía que reposaba en la pequeña mesa de noche. Se inclinó para mirar con más comodidad el índice, intentando buscar algo que aún no tenía muy claro pero que soñaba encontrar. Leyó y releyó con parsimonia, no tenía prisa. Era un día apacible. Soleado. La radio había dicho con aspaviento que el país estaba saliendo de la crisis económica, que cada vez había menos pobres. Dijo también que la paz no tenía nada que ver con la desigualdad social, era producto de unos desadaptados mentales y caprichosos que se empecinaban en sembrar el terror en toda la nación a cambio de satisfacer sus intereses particulares. Por eso, todo buen ciudadano estaba en la obligación de apoyar el gobierno ciegamente, sin chistar una coma. Rufina repetía ese discurso maquinalmente, sin el más elemental análisis. “Lo que dice la radio es cierto”, solía decir. Ningún título del apolillado libro le llamó la atención en especial, ya lo había leído 20 años atrás y sus principales temas los tenía supremamente claros. Se incorporó, fue a la cocina y sirvió una taza de café sin azúcar y acomodándose en la pequeña salita en un sillón desvencijado tomó sorbo a sorbo la bebida humeante.


Rufina despertó. Miró con abulia a su alrededor. Bostezó y se incorporó dirigiéndose a la letrina. Caminó despacio. Era una mujer ensimismada. Ahistórica. Creía en todo menos en la ciencia. “La ciencia – solía decir – es de frustrados”. Había leído apenas los libros que por obligación tuvo que leerlos cuando hacía el bachillerato. Sin embargo, creía tener la verdad revelada. Para ella, todo era obra de Dios. “Mi Dios le pague”, “Gracias a Dios”, “Es obra de Dios”, eran las frases repetitivas en su vida cotidiana.


Sin embargo, jamás cumplió los diez mandamientos; iba a misa por accidente y nunca se confesaba. Miraba a sus hermanos de clase con asco y no desaprovecha oportunidad para hacerles cualquier desaire. En cambio, a los de la otra clase social los miraba con asombro y admiración; los veía como seres sobrenaturales, impolutos y maravillosos. Los defectos más detestables como la avaricia, el hurto, la gula y la explotación, eran calificados de cualidades inalcanzables y únicas.


Volvió al camastro y pesadamente se tiró bocarriba colocando las dos manos sobre el occipital haciendo presión. “Venga”, le dijo a Neftalí. Su voz femenina salió melódica. “¿A qué?”,  “¡A gozar!”, dijo volteándose para el rincón en actitud juguetona. A través del pequeño ventanal Neftalí la contempló durante largos segundos. Tenía gracia femenina. Entró y se acomodó a su lado sucediendo lo que tenía que suceder. Todo fue tan improvisado que salió bien. “A nosotros nos tienen envida porque somos felices”, dijo al terminar la faena. “No hay que poner cuidado al qué dirán, hay que mirar creativamente fórmulas para mantener vivo el amor”, respondió Neftalí encaminándose a la regadera. No encontró respuesta. Desnuda pasó también a la regadera y mientras el agua fresca caía sobre su dorso cantó melodías de su generación. Neftalí la escuchó admirado. Era feliz. “Su felicidad es mi felicidad”, dijo para sus adentros, encaminándose a la terraza.


Una vez se vistió subió a la terraza llevando en esta oportunidad una taza de café con leche sin azúcar y una galletica integral. Los dos se acomodaron en el borde de la terraza de cemento, mirando la callejuela solitaria de las cinco de la tarde, después de consumir la bebida hirviente, soplo a soplo. “¿Tú amas a mi hija?”, preguntó de improviso. Neftalí la miró irónico. “Mi madre, decía, contestó: “Quien no quiere el perro no quiere la chanda”. Rufina lo miró perpleja. No entendió la respuesta. Por eso insistió. “¿Tú amas a mi hija?”. Neftalí la apretó contra su pecho y le susurró al oído lo que quería Rufina escuchar. Lo apretó fuerte y dibujando una sonrisa de triunfo, se sintió infinita y realizada. Así permanecieron hasta cuando las sombras de la noche se fueron extendiendo progresivamente y el chillido de la pequeña los sacó de sus reflexiones filiales.


La pequeña atolondrada por el sueño aún caminó en todas direcciones al verse sola y no tuvo otro mecanismo de llamar la atención que llorar. Sus pequeñas lágrimas rodaban abundante por sus pequeñas mejillas. Cruzó el pequeño zaguán sin rumbo fijo. “Aquí estamos”, dijo Rufina con voz filial. La pequeña la miró y sintiendo que su alma le volvía a su pequeño y gracioso cuerpecito dibujó una sonrisa difícil. Se volvió y miró a Neftalí con sus ojos de gaviota como diciéndole por qué te llevaste a mi mamá.


Neftalí se inclinó y jugó con la pequeña. Le cantó canciones para niños y le dramatizó el cuento de “Caperucita Roja” del escritor colombiano Rafael Pombo. “Los niños, dijo mi madre, son chiquitos inocentes, no tienen la culpa de los errores de los mayores”. Rufina calló automáticamente. Se sitió aludida. Un corrientazo recorrió la columna vertebral. Retrocedió, dirigiendo la mirada hacia la pequeña cocina rectangular. “Es hora de la cena”, dijo balbuceando. Neftalí volvió su mirada apenado e incorporándose fue hasta ella y sujetándola por la cintura le besó la boca. “Mi propósito siempre es no incomodar a nadie y menos a mí pedacito de cielo”, dijo. Rufina suspiró y mirándolo un instante fugaz, respondió: “Tú tienes la razón en todo”. Neftalí no entendió, sin embargo, calló y acomodándose en el comedor cenó despacio, compartiendo la vianda con la pequeña y su mujer. “No se trata de competir, de lo que se trata es de compartir”, dijo irónico.


La felicidad en aquel hogar era total. Se metía por todos los rincones, estaba presente en los momentos más complejos, es decir, a todo momento. La imagen de hogar perfecto rodó por toda la comarca. Nadie dudaba de nadie. Nadie recriminaba al otro por sus yerros o equivocaciones. “Eres perfecto”, solía decir Rufina en las noches de máxima inspiración, sobre todo cuando el firmamento estaba despejado de nubes y estrellado. Sin embargo, siempre encontraba la misma respuesta: “No soy perfecto, tengo más errores que cualidades. Soy hombre de carne y hueso”.


“Ayer, los vi pasar el parque y parecían novios”, le dijo el patrón a Neftalí al cancelarle la módica quincena. Neftalí no contestó, inventó una sonrisa pálida. “Se ve a leguas que se aman”, replicó la secretaria del patrón alcanzando la nómina para que Neftalí la firmara.  Una vez firmada recibió el desvalorizado cheque, lo echó al bolsillo de la camisa floreada y se marchó descendiendo por las pequeñas escaleras de cemento. “El amor es producto de”, dijo. El patrón no entendió. Era un viejo ancho y moflete. Para él todo era dinero. “El dinero, solía decir, es el Dios de la tierra”. Su conclusión era inexorable: “Todo se compra y se vende. ¿Y, con qué se compra? Pues con dinero”. Nadie hasta entonces se había atrevido a contradecirlo. Todo lo que dijera el patrón era la verdad revelada. Incluso, el cura no se atrevía a refutarlo por el miedo de perder los diezmos y la ofrenda cada ocho días.


A pesar de su nobleza Neftalí se refería al patrón con indignación, le producía náuseas su forma de pensar y sobre todo de tratar a los trabajadores. Su molestia se transformó en odio cuando tuvo la fortuna de leer el Manifiesto del Partido Comunista. Esta fue una lectura clandestina, apretujado en su pequeño cuarto, sobre la pequeña mesa sin pulir, después que todos se quedaron dormidos y las sombras de la noche asechaban por doquier.


Leía y volvía a leer renglón por renglón, párrafo por párrafo y capítulo por capítulo. No le era fácil asimilar el contenido en su totalidad y la razón era elemental: Toda la vida recibiendo el mensaje de la resignación, la sumisión y la diáfana letanía que era natural todo: La pobreza, la existencia de ricos y pobres, la violencia y sobre todo, la explotación del hombre por el hombre. “Dios – decía el malandrín – creó al hombre así como es: unos para mandar y otros para obedecer”. Quien se atrevía a llevar la contraria era golpeado por la fuerza pública, catalogado despectivamente de “comunista” y condenado al fuego eterno del infierno. Así, ¿Quién se atrevía a llevar la contraria?


Aquel folleto roído por la polilla encontrado accidentalmente en el mercado de las pulgas, transformó su vida, encontrándole ahora más sentido, más dinámica y más deseos de vivir. Se percató que el destino de la humanidad es la felicidad, la felicidad no es un don de Dios, es una virtud mancillada por las leyes del mercado neoliberal. “Tonto – dijo – yo haciéndole reclamos a Dios cuando tengo que hacérselo es al patrón”.  Al cerrar el folleto tuvo la certeza que su desgracia no estaba en la suerte, sino en las leyes del mercado. “No hay que mirar a Dios con mirada de ternero degollado, hay que mirar al Patrón con altivez y actitud desafiante”, pensó mientras hacía pequeñas anotaciones en su cuaderno rayado.


El descubrimiento lo compartió al otro día con su amada. Al oírlo hablar, Rufina se quedó boquiabierta como si estuviera ante el espanto más inaudito del planeta. Su mirada ida y su respiración agitada, sentía por momentos que flotaba y restregándose los ojos, una y otra vez, pedía despertar de la terrible pesadilla. “Lo que decía mi madre – murmuró por entre los dientes – hay libros malos y remalos y ese que has leído es uno de esos”.


Se incorporó y recorrió la casa maldiciendo, lanzando improperios y afirmando que el demontre había tomado posesión de la casa. Sudaba. Pálida. Descompuesta gemía, mirando sin ver en todas direcciones. Neftalí la miraba de arriba abajo y de abajo arriba, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin pronunciar palabra. Retrocedió unos pasos y se sentó en el desvencijado sillón. No esperaba tan violenta reacción. La niña estalló en llanto, mirando asustadiza el comportamiento de su madre y buscó protección en los brazos de su padre. “No es nada”, le decía a la pequeña una y otra vez con la mayor ternura del mundo, pero la pequeña hacía caso omiso.


Dos golpes sonaron en el portón metálico. Neftalí se incorporó y avanzó, preguntando: “¿Quién?” “¿Pasó algo grave?”, dijo la voz metálica. Neftalí frunció el ceño y retornando a la salita, contestó: “Nada”. Cabizbaja Rufina se acomodó a su lado, mirándolo melancólica. “Amor, dijo, se acabó la dicha”.


Neftalí respiró mirándola sereno como dándole toda la razón. Le rozó levemente el rostro macilento y atrayéndola contra su pecho, le dijo con toda la ternura del mundo: “Mami: hay que saber escuchar”. “¿Escuché mal?” “Sí”. “¿Todo es un disparate?” “No, una terrible realidad, que por supuesto no se asimila de la noche a la mañana”. “Tú decías que la historia la hacía el patrón, ahora dices lo contrario. ¿En qué estamos? ¿Es negro o es blanco? Dime”, dijo Rufina limpiándose las lágrimas con la pequeña toalla blanca que reposaba sobre la pequeña mesa de centro. Neftalí se incorporó y mirando a través del pequeño ventanal a la vecina vendiendo albóndigas de carne bajo el toldillo desleído de tafetán, repensó la respuesta. “Nada está quieto, todo está en movimiento. Dime ¿Tu naciste grandota? “No entiendo ni pío”, respondió Rufina sirviendo una infusión de yerbabuena. “Nada está dado de una vez y para siempre, todo se está haciendo permanentemente. ¿Entiendes capullito lindo?” “No mucho”, dijo Rufina encogida. Lo miró y temblándole la voz, ratificó su compromiso de amor eterno. “Eres mi guía, mi razón de ser. Vaya donde vaya estaré contigo”. Neftalí sonrió. La miró con ternura y también le ratificó su compromiso de amor eterno. “Tú eres sin igual y siempre igual. Eres mi inspiración”. Se fundieron en prolongado abrazo. La pequeña interrumpió, al pedir el tetero.


Rufina era inmodificable. Cerrada y trancada por dentro y las llaves arrojadas al mar. Largas jornadas de estudio consagró Neftalí intentando cambiar su forma de pensar, siendo el esfuerzo infructuoso, rayaba en la esterilidad. Su lema era el mismo: “Soy así y así moriré”. Su mundo era la apariencia. No había otro para aquella mujer espigada, que todos los días iba a los supermercados de cadena exclusivamente a “vitriniar”, para contar al otro día a sus amigotas con aspaviento que había estado de compras y así alimentar su ego. En medio de sus limitaciones económicas era feliz. Una felicidad histriónica. La dictadura fatal de la resignación y de su poca fuerza de voluntad la convertían en maniquí que cualquiera podía manejar a su interés y santa voluntad. Se comía el hilo y la carreta sin hacer el menor gesto de resistencia o de análisis crítico. Soñaba despierta y distante de la realidad. Afirmaba sin ambages, ni siquiera sonrojarse: “Quiero tenerlo todo sin esfuerzo alguno”.


Denigraba de quien la invitaba a pensar, de quien la convocaba a asumir posición coherente y de quien expresaba con naturalidad la naturaleza humana. Su fuerte era las puerilidades de quien compartía con ella el horóscopo, la revista vanidades y las intimidades de los demás. En ese campo era “experta”, quizás la más aventajada en toda la zona. Un chisme por frugal que fuera la trasnochaba, le producía estrés e intolerancia. Hasta que no se enteraba del más remoto detalle no descansaba. Era mitómana. Por supuesto que no pensaba para hablar, hablaba para pensar; por eso, se veía casi a diario envuelta en los conflictos más absurdos e intrascendentes. Sin embargo, tenía la habilidad para salir a flote y libre de toda responsabilidad.


Su pasatiempo favorito era la danza. Se derretía por estar en el bar o la discoteca todos los días. “Que no haya comida no es problema, problema que no haya parrando”, solía decir. Era común encontrarla cantando en cualquier rincón de la casa y a cualquier hora. Repetía las canciones de moda con ímpetu frenético. Jamás dejaba pasar un parrando en el barrio. Neftalí era lo contrario, pero le llevaba la corriente. Era respetuoso de la diversidad y pluralidad, de las distintas formas de pensar el ser humano, aunque a veces pensaba desconcertado de que su mujer no era ser humano.


Los recuerdos de su ex marido la mortifican, lo mismo la distancia de la ciudad bulliciosa. Estar en aquella población caracterizada por la violencia de Estado la disminuida, y a pesar que hacía esfuerzos por acoplarse a su nueva realidad no encontraba sosiego, maldecía en silencio y responsabilizaba a todos menos al sistema socio económico, a su postura intransigente y a su crónico analfabetismo político. “Yo soy de ciudad no sé qué hago por acá”, solía decir. El crudo invierno de la melancolía y de la nostalgia de la metrópoli arreciaba cada vez con más virulencia. A medida que pasaba el tiempo era más evidente su desgano en el rostro pálido de Rufina. Ya no cantaba como antes, ni brincaba escuchando los sones vallenatos. Por el contrario, era común encontrarla meditabunda estirada en el camastro o recostada en el ventanal. Su comportamiento extrovertida era cosa del pasado. Ya no permanecía aseada y las cosas de la casa en su sitio. Greñuda, despabilada, sonsa y taciturna pasaba horas durmiendo o mirando el techo de la salita, perdida en el aletargado mundo de la frustración.


Tan pronto Neftalí tuvo conciencia del comportamiento de su mujer, prendió las alarmas;  durante la noche dedicaba gran espacio a preguntarle una y otra cosa con la esperanza de encontrar la causa. Sacaba a relucir el problema económico, la distancia de la ciudad y la cercanía de su familia. Divagaba. Se contradecía. Sus opiniones eran una sarta de posibilidades difusas. A veces se alteraba y volteada para el rincón la sorprendía el dios Morfeo, rompiendo abruptamente el diálogo.


Cuando esto sucedía, Neftalí se incorporaba, caminaba por el pequeño cuarto, pasaba a la salita y daba rienda suelta a su imaginación. Pensaba y volvía a pensar hasta cuando el sueño lo vencía, entonces volvía al camastro y se acomodaba sin hacer ruido. Cada vez la relación era más yerta. Cadavérica. Sin embargo, la amaba a su modo. Muchas veces permaneció momentos eternos contemplándola semi desnuda, durmiendo sin remordimiento. Era para Neftalí una diosa derrotada con toda su belleza marchitada.


Esa noche de la idea, fue hasta la terraza y permaneció ensimismado mirando el firmamento estrellado. Contó una a una hasta cuando se cansó. Se imaginó la distancia. Las paredes del infinito. Insistió en su tesis científica de que el universo es producto de la evolución. ¿Desde cuándo? ¿Cómo? ¿Hasta cuándo? “Cierto lo que dijo el filósofo – pensó – yo solo sé que nada sé”. “De ese pequeño resquicio – siguió meditando – se pegan los idealistas para intentar sustentar su absurda e ilógica tesis”.


El viento fresco de las once acariciaba su macilento cuerpo. El silencio era más fuerte. Las calles solitarias. Solo un famélico perro pintado buscaba migajas para saciar el hambre. Bostezó. Miró a su alrededor y colocando sus dos manos sobre el borde del muro de cemento se dispuso a regresar a su dormitorio donde Rufina dormía apaciblemente. La idea llegó de un solo golpe. No la pudo ni eludir ni digerir, tampoco si llegaba de oriente, occidente, norte o sur. Lo cierto fue que llegó y se quedó. Respiró con dificultad. Caminó de un extremo al otro sobre el pavimento sin pulir. Trató de analizar la tesis, condensarla, sintetizarla y estudiar el desarrollo y los efectos. No tuvo suerte para calcular. El cimiente que tuvo  como marco referencial no tenía fundamento. Tenía claro que no había sido el primer hombre de Rufina, creía que tenía madurez y experiencia para asumir los retos del siglo que agonizaba y creía ciegamente en la liberación femenina. Con poco análisis, se dijo para sus adentros: “A santa rosa o al charco”. Intentando controlar la ansiedad, volvió al cuarto y después de mirar largamente a su mujer semi desnuda, se acomodó a su lado y difícilmente concilió el sueño. Tuvo pesadillas horribles que al otro día no pudo explicar porque no recordaba nada a ciencia cierta.


Rufina se levantó a las seis de la mañana y preparó el tinto como de costumbre. Sirvió la cafeína en dos pocillos y sentándose en el borde de la cama suavemente despertó a Neftalí: “Tome tinto”, dijo. Neftalí se incorporó pesadamente restregándose los ojos, la miró más con angustia que con amor. “Eres la mujer más lindo del mundo”, le dijo. Rufina no contestó. Sonrió levemente. Las niñas, como dos angelitos, dormían apaciblemente. Sin pensarlo soltó la pregunta a quemarropa: “¿Qué tiene, cariño? Dime la verdad”, dijo Neftalí mirándola intensamente en un instante de inspiración. Rufina bajó la mirada triste y poniéndose en pie se alejó con dirección a la cocina. “Nada”, dijo. “Nada”, repitió Neftalí incorporándose. La siguió con la mirada tratando de sacarle el secreto tan bien guardado.


Desayunaron en silencio como dos desconocidos. Al terminar, Neftalí levantó levemente la voz para preguntar sin convicción: “Rufina, amor mío: ¿Aún me amas?” Rufina lo miró un instante. Dos lágrimas quisieron salir, pero las contuvo. Bajó la mirada y por entre los dientes, contestó: “Sí”. Neftalí iba a preguntar de nuevo, pero Rufina se incorporó bruscamente, recogió la loza y se metió a la cocina. Así, se incorporó fue al lavamanos se limpió los dientes blanquecinos, le estampó un beso en la mejilla de las dos niñas y uno en la boca de Rufina y se marchó. Todos los días hacía lo mismo.


Era un día soleado, sin nubes en el firmamento. Caminó a grandes zancadas, no porque fuera retrasado, sino por el nudo que lo apretaba cada vez con más fuerza su garganta y amenazaba con asfixiarlo. No saludó al vendedor ambulante. Lívido subió las gradas buscando con desespero la oficina. “Alguien lo espera”, dijo la cantinera. “No estoy para nadie”, respondió sin dar explicación. La cantinera, la proxeneta del pueblo, lo miró extrañada. No era el mismo. Distaba mucho de esa persona amable, atenta y cordial que saludaba de abrazo y beso en la mejilla. “¿Qué le pasará?” pensó. Una lluvia de conjeturas surgió en su cabeza en cuestión de segundos. “No hay otra – dijo – malo, malo la pilló mal parqueada”. Aquella conjetura la hizo realidad y así la regó en cuestión de minutos por toda la comarca. “Me consta”, decía para dar más credibilidad a sus palabras. El cura se santiguó, la rezandera empuñó la camándula y el periodista corrió tras la información. La temperatura subió tomando matices dramático. El cataclismo sacudió la comarca.


Neftalí, metido en sus meditaciones metafísicas, inocente del escándalo, cruzó el umbral de su pequeña oficina cabizbajo. Ajustó la puerta con seguro y se desplomó sobre el sillón sin fuerzas. Todo daba vuelta a su alrededor. Su confusión era terrible. Desconcertante. Sentía que lo primero se juntaba con lo último, lo de arriba con lo de abajo, la derecha con la izquierda. Trató de ordenar las ideas. Se incorporó después de unos minutos y recorrió el reducido espacio varias veces. Parecía fiera recién atrapada. Abrió la pequeña ventanita que daba al parque para respirar, sentía que se ahogaba. Un golpe suave en la puerta lo hizo reaccionar. “¿Quién?” “Yo”, dijo la voz femenina que Neftalí identificó. “¿Puedo entrar?” “Siga”, liberando la cerradura del seguro. Era la secretaria. Su rostro aguileño de bellas facciones resaltaba a leguas. Movía todo su cuerpo al caminar con fina armonía. Era de ciudad. Parecía un imán. Atraía a jóvenes y adinerados por igual. Al cruzar todos quedaban boquiabiertos, mirándola de arriba abajo y de abajo arriba. La presión de las lascivas miradas las devolvía con una sonrisa afable exenta de toda hipocresía. El don juan apostaba sumas exageradas. Algunos acudían a los adivinos y compraban cuanta superchería anunciaba la radio con el único propósito de conquistar el amor de la singular mujer de ojos café miel, piel morena y cuerpo escultural.


“¿Qué te pasa? Preguntó con timidez. Neftalí levantó la mirada cansada y dijo por entre los dientes: “Nada”. Se acercó lo que más pudo. Neftalí sintió la respiración muy cerca de su cara desértica, una parte de la cabellera híspida cayó sobre sus hombros. La vio tan cerca que se asustó. “Qué tal que mi mujer llegara en este preciso momento”, pensó. Aura lo entendió así y se retiró a su pequeño escritorio, se sentó y acomodándose con gracia su bella cabellera azabache, volvió a preguntar lo mismo. Neftalí se incorporó y caminó nuevamente por la pequeña oficina con la mirada fija en el piso. “Deja brotar las lágrimas, dijo Aura, los hombres también lloran porque son humanos”.


“El pueblo está loco”, dijo Aura “¿De qué?” “¿No lo sabes?” “No”, contestó Neftalí sentándose en su escritorio, tomando la carpeta de los documentos generales. “Eres el personaje del día”, dijo refiriendo detalladamente los comentarios que pudo recoger a vuelo durante el recorrido de su casa a la oficina. No exageró. Por el contrario. Comprimió la información para darle más fluidez. Neftalí sintió que flotaba, mientras escuchaba la vocinglería de la bella Aura. Sonrió levemente al decir sin ninguna convicción: “Soy humano, demasiado humano como dijera Federico Nietzsche”. Aura no hizo comentarios, se mantuvo intrigada y no renunció. Insistió. “Confío en ti”, dijo. Miró a través de la pequeña ventana una parejita de gamines que alegres compartían las sobras del restaurante contiguo a la oficina. Suspiró. Estiró el cuello para decir: “Aura, mira el amor de verdad”. Aura apenas tuvo tiempo para mirar un instante. Volvió la mirada y se sentó de nuevo. Todo le quedó claro, tan nítido como el sol del mediodía. “Siempre lo he dicho – dijo perpleja – el amor es locura, es dolor y llama ardiente”. Neftalí se volvió para mirarla y repetir lo dicho: “Aura, ese es el amor perfecto, real”. Aura no contestó. Simuló ojear la correspondencia del día. “Todo o nada”, dijo con sequedad comenzando sus actividades normales del día. “¿Cómo? Preguntó Aura sin entender lo que quería decir. “Lo que oíste”, volvió a decir con fuerza, de tal manera que la secretaria no tuvo espacio para volver a preguntar. 


III


La siesta para Rufina era sagrada. Todo podía faltar menos el descanso después del almuerzo. Según contaba era costumbre heredada de generación en generación. Las pequeñas niñas las acostaba en su pequeña cama y ella se tiraba en la suya a las anchas sin remordimiento. Esa tarde se quedó dormida más rápido que de costumbre. Inmóvil. Su rostro cadavérico. La contempló en silencio recostado a su lado. La miró centímetro a centímetro sin hacer pausa. Solo conversando con el calor soporífero de la una de la tarde. No tenía la menor duda. Cada vez sus lánguidas dudas se iban desvaneciendo quedando solo la cruda realidad. Era como quitar la piel de un solo golpe quedando la carne viva a la intemperie.


Pensó en la definición de amor de Aura. La repitió por entre los dientes a manera de tortura. La rata ceniza pasó rauda. Miró el recorrido. Hizo caso omiso. “Todos tienen derecho a vivir”, pensó. “¿Qué culpa tiene que la naturaleza la haya hecho tan fea?”, siguió pensando mientras la observaba como la última maravilla del mundo a su mujer que continuaba durmiendo apaciblemente. Cruzó sus brazos y recostado entre cerró los ojos cafés abotagados de sueño. Fue corta su pisquita. Bostezó perdido en el cenagoso mundo de la incertidumbre y como pudo se incorporó y dirigiéndose al pequeño ventanal, mirando la calle solitaria, apenas iluminada por el sol metálico de las cuatro de la tarde.


El viejo Celiano, cruzó la callejuela empuñando su vieja guitarra. Vestía de blanco de pies  a cabeza. Era un color impecable como de primera postura. Lo miró con cierta curiosidad y al cruzar en frente de él, le dijo con sorna: “Eres el espíritu santo ya no convertido en paloma sino en ser humano”. Celiano paró en seco su recorrido. Sonrió. Moviendo su instrumento musical, contestó: “Sé cuál es tu canción favorita de Zarabanda: “Volveré por mis pasos”. Un día de estos te la toco”. “¿Los espíritus cantan?”, volvió a decir con sorna Neftalí. “Y vivimos entre los Comunistas, los Comunistas ante todo son energías positivas”. “¿Cuándo vas a mi casa? Vivo a la vuelta de la próxima cuadra”. “En cualquier momento”, contestó Neftalí, apoyando las dos manos en la pequeña baranda del balcón. Celiano se alejó presuroso. Era el boticario del pueblo, de gran prestigio y reconocimiento. “Lo que no cura Celiano no lo cura nadie”, solía decir el pueblo que no tenía para pagar la consulta médica, y acudía a calmar sus quebrantos de salud a punta de menjurjes que con convicción preparada con base en los secretos de las yerbas medicinales que hábilmente cultivaba en su huerto.


Cuando volvió al cuarto ya Rufina había despertado. Entre bostezo y bostezo se estiraba con abulia. “Dormiste más de la cuenta”, dijo Neftalí acomodándose a su lado. Rufina no contestó. Se entretuvo mirando el techo. Era una mirada ensimismada, triste, perdida en la distancia y en el pasado.


Como por sortilegio Neftalí sintió una descarga infinita de energía. Fue un momento tan especial que todavía hoy no se puede explicar. “Si no hubiera superado el estadium del idealismo, con toda seguridad anduviera diciendo que era un milagro del espíritu santo, que había obrado en mí con todos sus infinitos poderes sobrenaturales”, solía decir a menudo al comentar la experiencia.


Tuvo deslumbrante valor para hablar de lo humano y lo divino con su mujer. Giró y mirándola con ternura la sujetó levemente por la espalda para acercarla más, repitiéndole que la amaba con todas las fuerzas de su corazón. Rufina atolondrada no sabía qué contestar. Era demasiado. Dibujó una débil risita e intentó ponerse en pie para huir hacia la cocina como lo solía hacer. Esta vez no pudo. “Espera”, dijo Neftalí. “¿Para qué?”, dijo Rufina nerviosa. “Es solo un momento”, insistió Neftalí volviéndose para mirarla más de cerca. Sin más ambages soltó la nota: “El amor es histórico”, dijo. Rufina no entendió pero intuyó algo grave y embarazoso. “No juguemos con candela, nos podemos quemar”, respondió Rufina sin tener conciencia de lo que había dicho, sin embargo, lo dijo con tanta certidumbre que ella misma se admiró.


El calor era insoportable. Era un bochorno lacerante. Neftalí, volvió a la carga: “Como el amor llega se va si no hay fuerzas que lo detengan”. Rufina frunció el ceño con enfado. Sintió que Neftalí se le metía hasta en lo más intrincado de su alma. Se sintió descubierta y no tuvo otra alternativa que proteger su rostro con la almohada atigrada. “Sé lo que me quieres decir”, dijo balbuceando. “Así es mejor”, contestó Neftalí sintiendo que su corazón se iba a salir de su cavidad. Sin embargo, no hizo pausa, se mantuvo a la ofensiva. “De eso soy consciente, agregó con firmeza, ¿Quién como yo para enfrentar la realidad?”. Rufina levantó la cabeza y mirándolo de frente, escapó la lagrimera frase: “Por nada del mundo me quiero separar de ti, eres el hombre más maravilloso del mundo”. “No se le puede imponer eso al corazón. El amor nace de la convicción y de la libertad”. Rufina lo miró y no se atrevió a contra preguntar. No pudo evitarlo: dos lágrimas  gordas rodaron por sus mejillas. Neftalí respiró profundo y atrayéndola contra su pecho le pidió que calmara sus emociones y mirara el momento con la mayor naturalidad del mundo. “Nadie puede obligar a nadie a amar, dijo Neftalí, de ser así el amor sería esclavitud y resulta que el amor es libertad”. “¿Qué propones?”, dijo secamente Rufina, mirando la barbilla de su contertulio. “Un pacto”, dijo con fuerza y sin vacilar Neftalí. “¿Un pacto?”, exclamó Rufina abriendo los ojos más de lo normal. “Un pacto de amor”, respondió Neftalí, dejando escapar un cierto aire de triunfo. “No entiendo ni mú”, dijo Rufina mirando boquiabierta a su marido. “Dime con franqueza: ¿Estás dispuesta a decir la verdad y nada más que la verdad?”. Lívida, gotas gordas de sudor resbalaban por el rostro de Rufina, mientras su pulso alterado temblaba como un condenado al patíbulo. Lo volvió a mirar extrañada, escurridiza y ladina. Pensó para sus adentros: “Me está tendiendo una celada, ¿Qué hago?” Durante largos segundos permaneció silenciosa sin saber qué contestar. Solo cuando Neftalí volvió a preguntar con toda la honradez del mundo, Rufina dejó escuchar su voz con profunda resignación, como quien dice: “A Santa Rosa o al charco”. “Sí – dijo – que brille la verdad y nada más que la verdad”.


El día agonizaba. Sin embargo, el ambiente denso se tornaba dramático. La radio había dicho ese día que en la capital de la república una joven bachiller se había suicidado por amor. La sensacionalista noticia no era tanto por el hecho en sí, por cuanto eso sucede con frecuencia en el capitalismo, sino en que la adolescente era hija de la burguesía. Al parecer su padre no le compró el coche de moda, ni le permitió salir con su novio a fumar perica y como protesta decidió tomar una dosis de cianuro. Los medios atosigaron al país nacional con esa noticia, el gobierno nacional decretó día de duelo, el obispo dirigió oraciones a diestra y siniestra y todos por solidaridad debían dejar escapar como mínimo un par de lágrimas.


Según los medios de incomunicación, era la niña más inteligente de la nación, la más hermosa, la más pilosa, las más sana, la más virtuosa, la adorada por todos y todas. Los profesores fueron obligados a dar falsos testimonios, cambiar a última hora las notas, colocar en todas las materias la máxima sin apelación alguna. Conducta: Excelente. Su imagen aparecería en llaveros, en placas, en camisetas que eran donadas por doquier con la única contraprestación de ser usadas en eventos masivos. Muchos la proclamaron santa y digna de canonización. Las comunidades se daban entre sí el sentido pésame como si fueran familiares en primero o segundo grado de consanguinidad.


“La verdad nos hace libre”, dijo Neftalí inclinando su cuerpo para estar más cerca de su amada. “Tú no has podido olvidar a tu ex marido, ¿Verdad?”. Rufina sintió una puñalada certera en el corazón. Petrificada, lo miró lela. Era una mirada vidriosa y perdida. Sus labios carnosos temblaban. Sintió el fin del mundo. La estantería se venía al piso. La vida llegaba a su fin. Su rostro se contrajo, hizo una mueca dramática, que impresionó a Neftalí, lo trastornó. “No te sientas culpable, el amor es contradicción”, dijo acariciando su cabellera híspida con la yema de sus manos. “Aún lo amas, ¿Verdad?”, insistió. “No sé, pero tal vez sí”, contestó en voz baja como para que no la escuchara. “Ahora, lo sabes todo. ¿Me dejarás? Claro, me dejarás”, dijo resignada como diciendo: La suerte está echada. “Imposible, te amo con locura”, contestó con fuerza Neftalí apoyando sus manos sobre la humanidad de la mujer que se debatía con horror extremo.


Al escuchar aquella respuesta, Rufina no salía de su asombro. En cuestión de segundos recordó las palizas que recibía de su ex marido acusándola de tener amante. La celaba hasta con su propia sombra. No la dejaba salir a la calle sola, ni saludar a sus compañeros de estudio. Todo hombre que la saludaba era amante, la cantaleta fija y la paliza. Después, el rosario de disculpas y las mismas anotaciones: “Me dejé llevar por los celos”. Dos lágrimas ubérrimas aparecieron en sus ojos. Suspiró y abrazando a Neftalí susurró al oído: “Perdóname, no te lo mereces”. Neftalí sonrió en medio de su amargura. “El ser humano no gobierna al corazón, el corazón gobierna al ser humano”, contestó. “Ni tú ni yo tenemos la culpa”, agregó colocándose bocarriba.


Descubierta, acorralada y sin puerta de escape, Rufina parecía una fiera atrapada. No sabía qué contestar, ni qué decir. Solo se lamentaba y hacía promesas inverosímiles, como que esa misma noche lo iba a mandar para la mierda. “Mañana – dijo – será mi corazón solo de ti y para siempre”. Neftalí la miró de reojo y con frialdad, le contestó: “No haga promesas imposibles. ¿No has oído decir que lo prohibido es lo más excitante y delicioso?”. Rufina no contestó, no tenía qué contestar. Derrotada se dejó llevar como frágil hoja de papel del ventarrón. En el fondo intranquilo de su corazón sabía que no tenía derecho de contradecir absolutamente nada. “Estoy en tus manos, tú decides”, dijo suspirando. “Si así fuera, serías mía, solamente mía. Pero no es cierto, no estás en mis manos. Piénsalo bien”.


Sollozando, atolondrada sin saber en qué terminaría la terrible confesión, interrogó afligida e incierta: “¿En qué consiste el pacto de amor?” Neftalí se encogió y habló como una exhalación prodigiosa sin omitir nada. “Vete a la ciudad, busca a tu hombre y definas si lo amas. Cuenta con mi aprobación”. “¿Me entregas en brazos de ese desgraciado?”, dijo Rufina sin ocultar su desconcierto. “No te meteré en el baúl y te echaré llave, los sentimientos no se  atrapan así”,  contestó Neftalí con voz entrecortada. Se incorporó para ir al sanitario a orinar. Desde el marco de la pequeña puerta de madera, le dijo: “Tú decides”.


Rufina permaneció tirada bocabajo largo rato sin pronunciar palabra. Miles de pensamientos rondaron su cabeza, sin poder atrapar uno y darle forma y contenido. Todo era tan rápido y fantástico que bien podía ser una mala pasada del sistema nervioso. Era una alucinación que no atinaba a salir de ella. Por el contrario, quería permanecer inmersa en ella por los siglos de los siglos. Cerró los ojos. Apretó los puños de sus manos pequeñas y miró la película de su vida como si estuviera frente a un espejo. Tuvo dos caminos y tomó el retorcido, el que implicaba responsabilizar al otro y sacarse ella en limpio. El facilismo. Al fin y al cabo era hija del capitalismo y sus nefastas características. ¿Qué otra cosa se le podía pedir? El ser humano es producto de su medio. Era víctima de la ideología dominante.


Las conclusiones dispersas vinieron una tras otra como una cascada. “No me quiere”, “Se cansó de mí”, “Busca una disculpa para dejarme”, “Quizá entendí mal”, “Tiene amante”, etc. Cuando la cinta del pensamiento se lo mostró sintió un cosquilleo, se puso nerviosa y ansiosa. Entonces tuvo valor para decirse así misma: “Lo amo”. Era imposible engañarse ella misma. Ya lo había hecho en una oportunidad. ¿Qué importaba una segunda? “La locura es locura”, pensó levantando la mirada al ver que Neftalí regresaba incólume. “¿Me podrías repetir el pacto de amor?”, preguntó más sosegada. “Lo dicho, dicho está”, respondió Neftalí acomodándose a su lado.


Se acercó lo que más pudo. Su fresca respiración acariciaba el rostro de su amado. “Hablemos en serio”, dijo. Sonrió. Miró a su alrededor como cerciorándose que nadie más la estaba escuchando. “¿Un pacto de amor?”, preguntó ensimismada, casi turulata. “Te amo de verdad – dijo Neftalí – y cuando se ama se quiere la felicidad de esa persona”. Rufina no valoró ni la sinceridad ni el sacrificio de él. Solo pensó en ella. “Vale”, dijo. “Solo te pido seriedad y responsabilidad”, agregó Neftalí, sintiendo un corrientazo frío recorrer su espinazo. “¿Cuándo comienza el pacto?” “Ya”, respondió Neftalí atolondrado. Rufina lo volvió a mirar y le confesó todas sus dudas de un solo golpe, a lo cual Neftalí contestó sin rodeos: “Soy de palabra”.


Neftalí se incorporó y marchó a la pequeña sala. Quería tomar oxígeno, sentía que se ahogaba. “¿Cuándo comienza el pacto de amor?”, volvió a preguntar, obteniendo la misma respuesta: “Ya”. Se volvió y le señaló el teléfono. “Llámalo y ponle una cita. Yo cuidaré de las niñas”. Su instinto de proxeneta salió a flote de un solo golpe. Se inclinó y marcó. Neftalí, solo escuchó cuando ella le dijo: “Soy yo”. El mundo giró a su alrededor. Vio oscuridad a su alrededor. Cuando despertó estaba en su cama sin pijama. Ella a su lado, volteada para el rincón. “Soy de palabra”, volvió a decir y continuó durmiendo.


IV


Las niñas fueron creciendo como dos pétalos de rosa que se van abriendo sin pedir permiso, en un mundo cargado de vicisitudes por la presión nefasta del sistema en su agonía inexorable. Iban de un lado para otro con toda la inocencia del mundo irrumpiendo en un escenario pegajoso y apocalíptico. Había un solo reglamento, una sola norma, sin privilegios de ninguna naturaleza. El mensaje impoluto de la progenitora de Neftalí irrumpía por toda la casa con la misma intensidad. No se trataba de competir, de lo que se trataba era de compartir. Mirar de igual a igual. Un mundo de paz y sosiego para todos y todas.


La mayorcita, flaquita, ágil y extrovertida se ganaba el amor de todos por su comportamiento y originalidad. Se paraba en el marco de la pieza de Neftalí a mirar los libros regados en el piso sin atreverse a tocarlos. Su padre vivía en la ciudad. Un hombre de baja estatura y mirada juvenil, que se avergonzaba de su clase social y levantaba castillos de naipe en la clase de la cual no era socio.


Solía ocultar la verdad con truculenta sarta de mentiras, las cuales hilvanaba durante la noche para aparentar durante el día. Se movía en el mundo de la apariencia con soltura y sagacidad. Lo que menos le importaba era dejar de ser para asumir la imagen de otro de la pequeña burguesía ramplona. Hacía hasta lo imposible por ocultar su propia identidad, su propia realidad.


Claro, que aquel comportamiento no era originario de él, era producto de la escuela pegajosa de su progenitora. “Es una desgracia decir que se es pobre”, solía decir. También solía decir: “El solo hecho de decir que se es rico, genera suerte y la suerte da dinero y el dinero poder y el poder la gloria y la gloria la felicidad. ¿Por qué malograr esa oportunidad?”


El día que fue a la finca del abuelo, se enamoró perdidamente de un patito amarillento. Sin pensarlo dos veces comenzó la cantaleta. Insistió tanto que la abuela le dijo que escogiera entre la numerosa manada y escogió el más pequeñito y enclenque. “Este”, dijo. La abuela la miró extrañada como queriéndole decir qué mal gusto tiene, pero la pequeña adivinando su pensamiento le contestó: “Este necesita cuidado especial, los demás están aliviados”. “¿Ya hablaste con Neftalí?”, preguntó Rufina. La pequeña giró y preguntó si podía adoptar el animalito. Neftalí, la miró y le dijo: “Solo con una condición” “¿Cuál?”, dijo la pequeña sonriente. “Que tú solita le limpies los excrementos”. “Sí”, dijo saltando de alegría.


Al segundo día, ya le estaba diciendo a Neftalí que por amor devolviera el patito a la manada. “No me deja descansar durante todo el día”, decía. Era gracioso. El patito adelante y ella detrás con la escoba limpiando. No daba abasto. “Si no hubiera sido así, dijo a Rufina, estaría feliz con su ave y tu limpie que limpie. El plan dio los resultados esperados”. Era una forma de demostrar el poder mágico de la práctica. “Esta – solía decir Neftalí – hace milagros”. Ante de nacer la segunda de Neftalí concebida en un amanecer excitante, la flaquita era la reina inmaculada de la casa. Siempre solía esperar a Neftalí y saltaba de la alegría cuando sentía que al otro lado introducía la llave en la cerradura. “Llegó, llegó, llegó”, decía saltando o escondiéndose para que Neftalí la buscara. De vez en cuando le llevaba una chocolatina o un bombón con chicle por dentro. Cuando no era posible le decía la causa y ella aceptaba de buen gusto, al extremo que antes de salir preguntaba: “¿Tiene dinero para los dulces?” Un hijo es una maravilla de la naturaleza que le da continuidad a la vida. Un niño es un sueño, una realidad, una esperanza. Una contradicción dialéctica. Neftalí se entretenía jugando con la pequeña, al extremo que Rufina se indignaba por momentos “Pareces un guámbito”, afirmaba energúmena. “Los niños son el bálsamo de la vida”, respondía Neftalí sin complicarse. “Dichoso ser eternamente niño”, agregaba. 


La flaquita miraba en todas direcciones con facilidad asombrosa. Cuando lloraba lo hacía por necesidad extrema. Sus lágrimas caían gruesas por sus mejillas. Neftalí se divertía, mientras para Rufina era una tragedia que conjuraba con amenazas de castigar. “Los niños no lloran porque sí, reaccionan ante un hecho tangible que muchas veces a primera vista no se detecta”, solía decir Neftalí en sus cortas discusiones con Rufina.


Al regresar a casa, después de una ardua labor por sobrevivir, Neftalí la encontró llorando en un extremo de la sala. Sus ojitos abotagados de dolor los restregaba con sus pequeñas y delicadas manitas. “¿Qué te paso?” “Mi mamá me pegó”, contestó sollozando. “¿Por qué le pego tu mamá?” frunció los hombres al contestar: “No sé. Yo estaba sentada acá y vino y me pegó”. Neftalí sonrió para sus adentros. “¿Cómo así?” “Sí”, respondió dejando de llorar. “Vamos a hacerle el reclamo a tu mamá. Me parece injusto que te haya pegado estando quieta sentada en ese sillón”. “Hola, mija: ¿Por qué castigó a la flaquita sin estar haciendo nada?” Rufina refunfuñó desde la cocina. “Dile a tu flaquita que diga la verdad”. La flaquita que tenía la oreja parada soltó a reír. Así, todos rieron.


Ya crecidita, su madre la enviaba a hacer mandados a la tienda con miles de recomendaciones que la niña asimilaba con asombrosa facilidad. Esa mañana la mandó a comprar varios huevos, dos pastillas de chocolate, una bolsa de pan, un litro de leche y cuatro arepas. Salió feliz a cumplir la tarea, porque se sentía útil en el círculo familiar. Regresó feliz y al abandonar la última grada de la escalera de cemento, perdió el equilibrio, quedó bocabajo y los productos regados por todas partes. Rufina saltó de la ira. Se encaminó a coger el látigo, pero Neftalí sutilmente se interpuso. “Un momento – dijo – la flaquita no lo hizo agrede, tuvo un accidente, como lo puedes tener tú, yo o cualquiera. Hay es que prestarle solidaridad, ayuda”. “No es tu hija”, respondió Rufina aún alterada. “Los hijos no son propiedad de nadie, son seres humanos”. “Si el accidente lo hubiera protagonizado un adulto, con toda seguridad estaría muerta de risa”. Rufina lo miró y volviéndose dejó el látigo en su sitio. “¿Qué vamos a desayunar ahora?” “Qué cristiana tan incrédula. Luego, ¿No dice la biblia que no solamente de pan vive el hombre?” “Eso dice, pero la realidad es distinta”, señaló al volver a la tienda y sacar a crédito los huevos. Neftalí se inclinó prestándole solidaridad a la niña que sollozando se incorporó limpiándose y recogiendo los productos, unos para el cesto de la basura y los otros para consumir. “Sé que te golpeaste duro pero sé también que eres guapa”, dijo Neftalí llevándola en sus brazos hasta el sillón de la sala. “No tuve la culpa”, dijo. “Por supuesto, un accidente cualquiera lo tiene en la vida”.


La gordita era otra forma de actuar, pero igualmente maravillosa su existencia. Neftalí no cansaba de decir que era lo más hermoso que le había pasado en la vida. “Un hijo es la razón más elevada de la vida humana”, solía decir aún en las precarias situaciones económicas y sus múltiples desafíos que el siglo mostraba en el sistema de los antivalores. “Es el jardín, el aroma, las flores, la vida en pinta”, agregaba sin ahorrar adjetivos.


Criticaba la estructura del sistema capitalista, sobre todo su anti humanismo, por cuanto no le permitía responder medianamente a ese gran desafío que significa ser papá. “Para todo se prepara uno en la vida menos para ser papá”, insistía en sus eternas discusiones con Rufina sobre cómo levantar esas criaturas que se iban desarrollando vertiginosamente. Era consciente que el papá está solo contra el mundo, es un pequeño David enfrentado al gran Goliat del régimen capitalista con todos sus tentáculos aberrantes para impedir la libertad del pueblo y por el contrario, tenerlo sometido a la burda explotación del hombre por el hombre. Es un ciclón, un descomunal remolino absorbente difícil de salir de él.


Su poder descansa en la monstruosidad del poder alienante de los medios masivos de comunicación, que bien llama Eduardo Galeano: Medios de incomunicación. La sociedad de consumo idiotiza, asesina y convierte al ser humano en ser cosificado, en robot enajenado totalmente, distante de la realidad y la facultad humana de razonar, pensar y actuar libremente, es decir, con autonomía y conciencia social y de clase. El pobre defiende a capa y espada a su verdugo, los ricos. Ama sus cadenas. Le rinde culto al dinero. Le hace la venia al oligarca y se siente feliz defendiendo su ideología. Incluso, justifica la pobreza y la criminal decisión que toma el burgués contra el pueblo.


Es vox populi: La religión ha dejado de ser el opio del pueblo. Ahora el Valium son los medios de incomunicación. Todo lo receta, todo lo dictamina a través de la publicidad y la consabida sociedad de consumo. Lo que no figure en los medios no existe. El pueblo desconoce la descarga ideológica que hay en cada información que transmite esos malditos medios de incomunicación.


Las religiones siguen cumpliendo su mortal función: Alimentar la sumisión, la resignación y la falsa ilusión de otro mundo. El pueblo no sabe que la religión es producto del desconocimiento, del analfabetismo y del oportunismo del burgués. La religión (cualquiera que sea) es una herramienta mortífera que usa la burguesía para idiotizar y apartar a la humanidad de su realidad antropológica. La santa inquisición llevó a la hoguera a los principales hombres de ciencia, destruyó bibliotecas enteras y se impuso a través de crudas guerras que horrorizan a todo aquel que se atreve a quitarse el velo y mirar la dinámica de la vida desde la alteridad científica. Las religiones limitan, banalizan la vida y desdibujan una verdadera justicia social. Las religiones obnubilan, empequeñecen y limitan la vida con el tonto cuento del pecado. ¿Qué es el pecado? Una categoría estúpida que se inventan las religiones para dominar, mandar y sobre todo, explotar. Las religiones existirán mientras sean un negocio ante todo político y económico. No se puede ser partidario de la ciencia y de las creencias religiosas. Se contraponen. Claro, que surgen como en todo los conciliadores, los que creen que se puede mezclar o combinar el agua con el aceite. No hay cosa más ilógica que un marxista religioso. La religiosidad es sinónimo de debilidad ideológica.


El terrorismo de Estado, ¡Qué horror! Asesina, miente, engaña, prostituye, manipula, coopta, desaparece, tortura, descuartiza, agrede, invisibiliza, atemoriza y degrada la condición humana de los pueblos. El pan nuestro todos los días son la violencia, la explotación, el robo, el atraco, el desempleo, la pobreza, la lucha por sobrevivir y conseguir un mendrugo de pan. Todo lo presenta el Estado como algo natural, inevitable y producto de la suerte. “Tuviste la oportunidad de ser millonario, tuviste la oportunidad de tener poder, etc, pero no aprovechaste, de malas”, es el creo que el Estado nos repite las 24 horas del día. El terrorismo de Estado es para que el pueblo no exija sus derechos, no se organice, ni luche. Ame sus cadenas. No piense. Rechace la libertad y solo se limite a repetir la ideología de los ricos y los poderosos.


El pensum académico no es para liberar, es para amaestrar energía humana para hacer crecer el gran capital. Prepara para manejar el celular y no para aprender a hacerlo. Educa para la sumisión, la resignación y la calma parecida a la idiotez. Es para apartar al pueblo de su realidad y colocarlo en el callejón de la infamia. La letanía se hace repetitiva: No piense, yo pienso por usted; no haga, yo hago por usted; no critique, yo critico por usted; no diga, yo digo por usted. Eso es lo que enseña al pie de la letra el pensum académico. Enseña también a reconocer las clases sociales como algo normal y sobre todo natural. El cuentico es el mismo: “Tiene que haber ricos y pobres”, suelen enseñar, porque sería ilógico todos ricos o todos pobres. Por supuesto, esa pedagogía del oprimido como dijera Paulo Freire, jamás enseña que el capital es una actividad social, que nadie se hace rico honradamente y que la finalidad del ser humano es la felicidad de todos y todas, sin privilegios de ninguna naturaleza. Todos tenemos los mismos deberes y los mismos derechos, todos sin excepción. Pero, el pensum académico nos enseña a odiarnos, envidiarnos y dividirnos. Así que la filosofía neoliberal es: “Compito, luego existo”.


En ese mundo turbulento, se desarrolla la especie humana, y entre ella, las niñas de Neftalí y Rufina. Es la cruda realidad, poco entendida por Rufina, que descarga toda su frustración sobre los hombros de su esposo. “Eres un incapaz, un inepto e inútil”, siempre le suele decir cuando Neftalí no puede satisfacer sus caprichos vanos, los cuales tienen relación con la descomunal y sugestiva sociedad de consumo. La cantaleta la soporta con estoicismo Neftalí pensando que en cualquier momento Rufina encuentra la verdad y asume una conducta distinta. Sin embargo, no es una lucha fácil, porque Rufina sostiene que así nació y así morirá. Detesta la política. Dice ingenuamente: “No vivo de ella”. “Para mí – dice – la política a metros”. No sabe que la pobreza es producto de una decisión política. Desconoce que la violencia es el resultado de una decisión política. No sabe que la política es el nervio, o mejor, la vértebra de la sociedad. Tiene relación con todo.


Las ocurrencias de la gordita no tenían límites. Son recuerdos imborrables que Neftalí memoriza a todo momento, especialmente en sus largas noches de insomnio. Pasan y pasan las múltiples escenas con la máxima nitidez generando nostalgia y suspiros profundos que se pierden en el dolor de padre al sentir su incapacidad para responder a tan enorme reto. Siente que vive la peor pesadilla de toda su vida. Su rostro cetrino se contrae una y otra vez al traer a su memoria los recuerdos, cuando no sabía dónde guardar tanta dicha, tanta felicidad al lado de aquel trío maravilloso de hermosas mujeres, ahora estar en el desierto de la tragedia que significa el desamor. Es como si una tempestad huracanada de un momento a otro se hubiera llevado todo sin remordimiento y para siempre. Hubiera arrancado de raíz el oasis de la felicidad, transformando el lugar en un sitio fétido, doloroso y vacío. “La vida es un momento”, solía decir.


El primer día de clase fue algo inolvidable. Se levantó temprano y rápidamente estuvo lista con sus útiles de estudio: El uniforme, el bolso, el cuaderno y el lápiz. Caminó por la calle orgullosa mirando las otras niñas. Era un día espléndido. Antes de llegar a la escuela, ubicada allá arriba del modesto barrio, miró a papá y mamá, con ojos de angelita y dijo: “No vayan a llorar cuando me dejen en la escuela”. Neftalí y Rufina se miraron: Los ojos de Neftalí se nublaron y apretó los dientes para controlar la emoción, no encontraba palabras adecuadas para responder, era demasiado. Rufina, era más dura y ruda de corazón. Sonrió. Apuró el paso y dijo: “Papito y yo no vamos a llorar, tú tampoco”. Ella asentó con la cabeza.


La profesora era una mujer alta, parsimoniosa y taciturna. Sin embargo, hacía el esfuerzo de parecer simpática. “Bienvenida”, le dijo depositándole un beso en la mejilla, nos miró y maquinalmente nos dijo: “No se preocupen, la niña estará bien aquí”. Desandamos lo andado. Rufina indiferente, Neftalí triste. Era la primera vez que la gordita se separaba de la tutela directa de aquella pareja.


A la semana siguiente llegó con el aspaviento que tenía que hacer una cartelera sobre valores con la asesoría de sus padres. “Ayúdele”, dijo Rufina al tirarse a la cama para ver televisión. La gordita reaccionó con viveza: “La profesora dijo que ambos y con mucho amor”. Era una decisión inexorable. Neftalí y Rufina se unieron para cumplir con esa tarea. Comenzaron con un beso en la boca. Mientras Rufina preparaba la cartulina, Neftalí preparaba el texto, el cual debía estar acompañado de fotos recortes de prensa. La frase que más impactó a la pequeña, la cual habría de recordar varias veces siendo estudiante de bachillerato, la repetía con frecuencia: “No se trata de competir, de lo que se trata es de compartir”. Era una frase humana demasiado humana que lo dijera en su momento Federico Nietzsche.


Esa vez Neftalí maldijo una y otra vez la criminalidad del régimen capitalista. Juró luchar toda su vida por su destrucción y la construcción del socialismo. El ruido estridente de los helicópteros de guerra sobrevolando los techos de las casas de la pequeña población, con ímpetu amenazante y terrorífico hizo reaccionar a chicos y grandes. Bajando las gradas apresurada, dijo para que todo el mundo en el barrio escuchara: “Vienen a matarnos”. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Neftalí. Era insólito. Una niña comenzando a vivir y ya hablando de muerte. Ya pensando en la tragedia de un pueblo anónimo que no ha roto las cadenas de la opresión y represión sistematizada. Carraspeó y mirándola, la abrazó contra su pecho. Allí, la pequeña se sintió segura. Su corazoncito latía acelerado. Tenía miedo. “Nada pasará”, le dijo. La niña no contestó. Permaneció junto a su padre un buen rato. No quería separarse. Neftalí le ofreció una galletica de chocolate. Sentados en el sillón permanecieron hasta cuando la pequeña olvidó el susto y se echó a correr por la casona de dos pisos, ubicada en el centro del poblado.


Esa vez llegó ebrio. Turulato iba de un lado para otro. Como pudo abrió y subió las gradas lentamente. Intentaba guardar equilibrio pero no podía. Al verlo, Rufina comenzó la cantaleta. Neftalí no respondía, trataba de traer paz con chistes flojos y evasivos. Se acomodó en las gradas de cemento y permaneció allí hasta cuando terminó el sermón. La gordita pasaba cerca, le dirigía una mirada picarona y seguía. En realidad no sabía a quién darle la razón. Neftalí no la presionaba en cambio Rufina sí.


Una vez bajó la tempestad borrascosa se encaminó a la cama. La pequeña entró en descuido de su mamá y preguntó: “¿Qué le pasó papi?” “Me tomé una gaseosa y me cayó mal”, contestó Neftalí dejándose caer pesadamente sobre el camastro. La niña salió disparada para la cocina gritando: “Mami, mami: mi papi no está bolacho, se tomó una gaseosa y le hizo daño”. Aún en aquel estado de beodez Neftalí sintió vergüenza, se apretujó y durmió toda la noche sin remordimiento.


En un aparatoso accidente acaecido en el colegio cursando el pre kínder, recibió una herida de consideración en una de sus extremidades inferiores. Los docentes no supieron dar una explicación convincente. Al saber la pequeña del dolor de su padre por hecho y de su profunda indignación, intercedió con grandeza. Dijo un par de cosas que aún resuenan en la memoria de Neftalí: “Nadie tiene la culpa”, dijo y “Un accidente cualquiera lo tiene en la vida”. ¿Qué podía decir Neftalí ante ello? Nada. Agachar la cabeza y aprender de los niños.


La mamá por todo la regañaba. “Tiene que aprender a decir poquito”, le dijo malhumorada cierto día. La pequeña la miró. Sonrió y contestó: “Mi papá le gusta que diga potico”. Su mirada tierna de niña inocente llamaba la atención entre los que tenía la oportunidad de dialogar. No era repelente. Por el contrario, callada, tímida, taciturna. Era tolerante. Siempre le daba la razón al otro.


Jamás existirán palabras exactas para describir el dolor. Siempre serán aproximaciones. El día que Neftalí decidió separarse de Rufina, sintió que el mundo se venía encima, sobre todo cuando cogió a la pequeña en sus brazos para decirle adiós. Fue un dolor muy duro en medio del pecho, era como un desgarramiento del alma. “¿Me traerás un dulce, papito?” Neftalí no pudo contener las lágrimas. Sus palabras se ahogaron. “¿Por qué lloras?” Preguntó la bebé con toda la inocencia del mundo. “No sé por qué”, contestó Neftalí balbuceando. La dejó sentada en el sillón y salió dando pasos inseguros. Se sentía el hombre más desgraciado del mundo. Cerró la casa, cruzó la calle, se alejó caminando hasta que abordó el carro que habría de trasladarlo al otro extremo del departamento.


Alejado de su pequeña, mejor de su corazón, Neftalí perdió la brújula de la vida. Nada le importaba. La vida no tenía sentido. Golpes tras de golpes habría de padecer, casi uno tras de otro. Su hermano, un solterón amargado, lo recibió alborozado. Su afirmación desconsiderada le partió aún más el corazón: “Olvídese para siempre de esa china, viva tu vida”. Sobreponiéndose al demoledor golpe, Neftalí lo miró con mirada vidriosa y dando un paso atrás, respondió: “Mamá tuvo 18 hijos y a nadie abandonó”. El hermano lo miró apenado y le abrió la puerta para que entrara. No habló más del tema.


La noche previa al reencuentro Neftalí no pudo conciliar el sueño. Dibujaba en su memoria una y otra vez ese instante maravilloso; se lo imaginaba de una y otra manera. El largo y tortuoso recorrido en el colectivo lo hizo con estoicismo mirando la geografía quemada por las altas temperaturas. Cada instante miraba el reloj y calculaba el tiempo. A pesar que era una eternidad se fue acortando. Cuando estuvo frente a la puerta de la habitación se detuvo algunos segundos, miró a su alrededor y sintió deseos de llorar, incluso, de salir corriendo y regresar al infierno. Levantó la mano derecha y golpeó suavemente como para que nadie escuchara. Un gritó se escuchó al otro lado. Era la flaquita: “Llegó, llegó, llegó”. Bajó rauda las gradas y abrió. Sin venganza, porque ésta no existe en los niños, se le abalanzó al cuello, se revolcaba y gritaba con qué alegría. Subieron las gradas lentamente. La gordita ensimismada miraba y miraba. “Hija mía”, dijo Neftalí tomándola entre sus brazos. La pequeña no reaccionaba, solo lo miraba. “¿No te volverás a ir?” Preguntó sin emoción. “Por supuesto que no”, respondió Neftalí saludando con un beso en la boca a Rufina. “Ha vuelto la alegría al hogar”, dijo Rufina exultante.


Muchas ocurrencias pueriles iluminaban de improviso el rostro de la gordita. Un buen día se le ocurrió decir que su papá se había ido porque la mamá no le hacia el amor, que cuando estuviera grande le iba a comprar un pantalón y que su comida favorita era la bandeja paisa. Cada gesto u ocurrencia era elixir de vida para Neftalí. Una razón de vivir. Una amanecer fulgurante. Energía para vivir y sobrevivir la crisis estructural del capitalismo con todas sus características. “¿Dónde almacenaré tanta alegría y orgullo de ser el progenitor de la gordita?”, pensaba en sus largas meditaciones.


V


La metamorfosis de Arcadio generó alegría en unos y rabia en otros. Cada quien desde su perspectiva lanzaba sus diatribas con ínfulas intentando ser la mejor elaborada. Esa mañana se levantó temprano y preparó con detenimiento su discurso. Era la primera vez que hablaría en público. Sin embargo, aquello no era lo que más le preocupaba, le preocupaba lo que iba a decir en un escenario adverso.


Una vez estuvo listo marchó al poblado. Vestía una camisa roja de licra y un blujean negro, al igual que sus botines. Sorteó el lodazal del camino con astucia siguiendo con sigilo el vestigio dejado por los transeúntes. Mientras caminaba recordaba su discurso y a medida que iba llegando al pueblo su nerviosismo aumentaba. Recorrió las estrechas calles empedradas agolpada de mulas y campesinos que iban de un lado para otro, unos comprando los alimentos para la semana y los otros ofreciendo sus productos. El bullicio lo embriagó. Era día de mercado.


Cuando escuchó el perifoneo anunciando la llegada del jefe liberal, Arcadio palideció. Se puso lívido. Sus manos temblaban como un condenado. Poco a poco llegó al directorio y con desgano entró. “¿Listo?”, dijo el dirigente de la comarca. “¡Listo!”, contestó por entre los dientes. Era una mañana soleada. El jefe liberal llegó en un jeep rojo con vivos blancos y cruzando la plaza terrosa se encaminó a la tribuna. Miró a Arcadio de reojo, dirigiéndole una leve sonrisa. La gente se arremolinó y empezó a lanzar vivas al Partido Liberal y al jefe que con altivez levantaba sus manos para saludar y agradecer la bienvenida. “Métase un aguardiente grande”, le dijo el dirigente de la comarca a Arcadio. Arcadio lo miró y moviendo la cabeza dijo que no.


Cuando el improvisado presentador lo presentó Arcadio habría de reconocer después que había perdido el sentido. Su mente se puso en blanco. El discurso que tanto había memorizado se le borraba como por sortilegio. No sabía por dónde empezar, por dónde seguir y mucho menos por dónde terminar. Tampoco se quedó callado. Habló. Los primeros aplausos lo hicieron reaccionar y tomar conciencia, entonces trajo a colación las célebres frases del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán Ayala, presentadas desde luego, en desorden y en montonera que no permitía distinguir fácilmente una frase de la otra. La gente quizá por solidaridad no cesaba de aplaudir y esto lo animaba por cuanto había escuchado que los aplausos son el alma del artista y Arcadio se consideraba artista en esos momentos.


Habló de socialismo. Se refirió a la heroica Cuba con el comandante Fidel Castro a la cabeza. “El país será un conjunto de Sierras Maestras”, sostuvo. Durante 15 minutos arengó a sus coterráneos y sobre todo a sus copartidarios, expresando ideas aparatosas y desordenadas con frenesí. El jefe liberal dijo a la recua de áulicos que atentos lo rodeaban: “Este discurso no es liberal, es comunistoide”.


El discurso liberal expresado por Arcadio cayó sobre aquella población con indignación. “Es un volteado”, dijo el tendero. “Es un traidor a la causa conservadora”, decían los habitantes en pequeños corrillos al calor del licor. La noticia corrió como pólvora por la región. Era inevitable. Arcadio era hijo de un obrero conservador, lo cual resultaba imperdonable. “Tanto que luchó el taita para educarlo y hacerlo persona de bien”, refunfuñó el presidente de la junta de acción comunal, mirando sobre las cabezas del gentío la figura escuálida del joven Arcadio, que embelesado escuchaba la disertación del jefe liberal, sosteniendo muy cerca su pequeña grabadora.


El jefe habló tanto que no dijo nada. Era una retahíla poética sin contenido que deleitaba a los presentes sumergidos en el cenagoso mundo del licor. Lanzaban vivas y gritos al partido sin tener conciencia de lo que decía el jefe, ni de lo que hacían ellos en medio de la beodez. Era una masa amorfa e ignorante que muy bien aprovechaba el habilidoso jefe liberal. “Siento que no he hecho nada por la educación de la comarca”, dijo. Arcadio se puso en guardia y pensó en una cerrada rechifla. Tanto tiempo en el senado de la república con su apoyo y su acto de confesión era ese. Se equivocó. El gentío, respondió: “¡Viva el Partido Liberal! ¡Viva el fefe” y un atronador aplauso se escuchó en la inmensa plaza.


Su liderazgo liberal, que Arcadio concebía como acto supremo de rebeldía, porque aún consideraba ciegamente que liberal y conservador era distinto, lo llevó al concejo municipal en alianza con la Unión Patriótica, UP, gracias al liderazgo del camarada Alcides. En medio de su ignorancia política, dedicó sus energías a servir cristianamente, no cohonestando con las triquiñuelas de sus avezados colegas, pero tampoco asumir una verdadera política de oposición argumentada. “¿Por qué eres liberal?”, preguntó la docente de la más distante vereda. “Porque sí”, fue la respuesta que tuvo Arcadio para decir a tan embarazoso interrogante.


La convención liberal de la región fue anunciada por distintos medios de comunicación con aspaviento. Arcadio fue delegado a ella y muy tieso y muy majo partió al máximo evento departamental en la capital de éste. Su camisa roja de licra y su pantalón negro con zapatos del mismo color, se constituida en su uniforme que llevaba siempre a toda reunión política. Al regreso, el profesor Hurtado, liberal de raca mandaca, lo abordó para saber el desarrollo del máximo evento de su partido. “¿Cómo te fue?”, Preguntó. “¡Bien!” “¿Le pusiste cuidado al discurso del jefe?” “Obvio”, fue un verdadero poema. El profesor Hurtado preguntó lo mismo en tres veces, obteniendo la misma respuesta. Cuando estuvo seguro de lo dicho por Arcadio, dijo irónico: “¿Se fija que todo lo que habla el jefe es pura mierda?”. Arcadio no contestó. Sorprendido lo miró. Sintió que el profesor Hurtado estaba traicionando la causa e irrespetando al jefe de jefes. Quiso decirle muchas cosas pero se abstuvo, la timidez era más fuerte o quizás la razón del profe. Sonrió levemente y apurando el tinto cerrero aprovechó la primera oportunidad para marcharse. Pasó la estrecha callejuela solitaria. Dobló la esquina y avanzó hasta su modesto cuchitril.


La afirmación del profesor Hurtado lo tenía incómodo. Sin embargo, hizo el milagro de sembrar la duda y la duda es el inicio de la verdad. Desde entonces, más que dedicarse a lanzar vivas, llenar de elogios falsos al jefe y observar detenidamente el movimiento de los brazos, se dedicó a analizar el contenido de sus arengas públicas pronunciadas con tanta vehemencia y estilo estético. Arcadio era un campesino inteligente. Pronto se dio cuenta de la afirmación que el profe Hurtado había dicho con suma naturalidad y que tanta desazón le había generado en su momento. “Tiene razón – dijo – el jefe no habla más que mierda”. Creyó incluso, el cuento que iba de boca en boca en la capital de departamento. A la pregunta de una transeúnte qué hacía para conservar el jardín tan verdoso, la mamá del jefe liberal habría contestado sin ningún empacho: “Con la mierda que habla mi hijo”.


Desanimado al descubrir que el agua moja, Arcadio fue tomando distancia del jefe liberal, sobre todo cuando necesitó de él para un trabajo; después de días y horas eternas esperando, la respuesta fue urticante: “No consigo  trabajo yo, mucho menos para los demás”. Lo dijo sin emoción enclaustrado en su directorio ojeando unos documentos del Congreso de la República. Arcadio se incorporó y se marchó cabizbajo. “No te preocupes, dijo una voz anónima, a todos el jefe les dice lo mismo”. Arcadio se volvió levemente intentando hallar el interlocutor. La pausa fue breve, abandonando el directorio de una vez y para siempre, sin poder determinar quién había dicho esta afirmación.


Caminó sin rumbo fijo. Cruzó el edificio de la gobernación construida durante la cruda dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, buscando la carrera segunda ingresó a la primera cafetería que encontró abierta pidiendo un tinto cerrero. Una ira interior lo sacudida de pies a cabeza. Abrió el viejo portafolio sacó la libreta de apuntes y tomando el esfero escribió sus errores infantiles que había cometido durante más de 20 años, es decir, lo mejor de su juventud: 1. Creer que era diferente ser liberal y conservador; 2. Creer que otro puede resolver lo que uno tiene que resolver; 3. Desconocer las clases sociales y sobre todo la lucha de clases; 4. Creer en la neutralidad; 5. No reconocer que a diario somos víctimas del aparato ideológico de la burguesía.


Todo para Arcadio era complejidad e incertidumbre. Consideraba que la única salida era creer en un ser que nunca había visto pero que durante más de 20 siglos se había impuesto su creencia a sangre y fuego, sobre montañas de crímenes horripilantes. Su único argumento de existir era la fe y la fe, dijo el escritor mejicano Rius, “es la negación a todo razonamiento científico”. “Del ahogado el sombrero”, se dijo para sus adentros. Se incorporó, pagó el tinto y se marchó. Regresó a su pueblo conservador con las manos vacías y el corazón destrozado.


Eran días previos a semana santa. La feligresía preparaba todo para descansar esa semana, dedicarla solamente a la oración y a la penitencia, como si todos los días no hiciera penitencia con la carestía, la violencia, el desempleo, el abandono oficial y la explotación del hombre por el hombre en todas sus formas y manifestaciones. Ni el miércoles, ni el viernes, ni el sábado se podía comer carne de res. El viernes algunos salían descalzos a la procesión del viacrucis. Sin embargo, millones de compatriotas no comían carne los siete días de la semana y los 365, 25 días del año. Es decir, su penitencia era perenne.


El hermano de Arcadio llegó transformado, totalmente diferente. Antes era un religioso a ultranza, solía decir que era más pecado dejar de ir a misa los domingos y fiestas de guarda que matar a un semejante. Ahora, opinaba lo contrario: “La religión es el opio del pueblo”. Nadie había escuchado esa frase en la región. Su madre solo tuvo aliento de decir con toda la ternura del mundo: “Uno cría hijos pero no condiciones”.


También llamó poderosamente la atención la forma violenta como desde esa semana santa comenzó a arremeter contra el establo y las vacas sagradas del Estado, sus principales medios de comunicación y la negación férrea de la existencia de Dios. Casi se desmaya el vecino cuando le oyó decir en tono alto y desafiante: “No es Dios el que me ha creado, soy yo el que lo he creado”.


A su vez, comenzó a reivindicar personajes que ni idea se tenía en el poblado. Nombres raros y distantes. Entre otros: Carlos Marx, Vladimirovich Ilich Lenin, Alejandro Fidel Castro Ruz, Ernesto Che Guevara, Camilo Torres Restrepo, Manuel Marulanda Vélez, etc. Arcadio miraba cambiado a su hermano de profesión docente. Alguna metamorfosis aceleraba su nueva personalidad. La única explicación que tuvo su madre fue el rechazo que había sufrido del cura de la comarca, cuando lo llevó a su presencia con el cuento que quería ser cura y el cura le respondió tajantemente: “Esta carrera es solo para personas adineradas”.


“¿Frustración?” “¿Reacción al rechazo?” Eran interrogantes que mortifican a Arcadio en sus ratos de cruda reflexión. Sus conocimientos de bachiller no le eran suficientes para discernir con claridad el comportamiento de su hermano. A veces pensaba que había sido poseído por el demonio, siguiendo la creencia impuesta sobre montañas de mentiras e infamias.


Venciendo el miedo le lanzó la pregunta una tarde soleada, mientras compartía una partida de ajedrez en la casa paterna. Fue una pregunta directa y sin ambages, para una respuesta que treinta años después aún no concluye, porque a través de los hechos y acontecimientos se viene complementando. “Antes – dijo – se trataba de creer, ahora se trata de demostrar”. “¿Cómo?” “Antes el fundamento era la fe, ahora es la ciencia”, agregó sereno.


Arcadio frunció las cejas al escuchar aquello y al decir jaque mate, volvió a preguntar con más puntualidad: “¿Sabes lo que dices?” “Solo sé que nada sé”, contestó. “¿Quién dijo eso?” “El filósofo”. “¿Quién es un filósofo?” “El que piensa”. “¿Yo podría ser filósofo?”. Dudó para contestar: “Claro”.  No se habló más del tema. Se siguió con la siguiente partida del juego ciencia.


Si bien es cierto no se habló más del tema esa tarde de ajedrez en la finca “Buenos Aires”, el cúmulo de preguntas y respuestas quedaron mortificando el cerebelo de Arcadio. Largas horas le robó a la noche meditando en su cuarto detalle por detalle. Su hermano era diferente. Las normas de urbanidad del celebérrimo Carreño las había roto de la noche a la mañana sin que nadie se diera cuenta en la comarca. Dejó de ir a misa. Cambió su discurso sobre los curas. Antes eran arcángeles del Señor, ahora eran bestias de Satanás. Antes era cuerpos celestiales, ahora eran terrenales hambrientos y explotadores.


Dejó a un lado la lectura de El Tiempo y pasó al semanario VOZ La verdad del  pueblo; al cesto de la basura mandó el The Times de New York y colocó en primera plana el Granma de la república socialista de Cuba. Comenzó a llamar esta isla del caribe “Isla de la libertad” y a los Estados Unidos cuna del imperialismo. Dejó de mirar hacia el norte con esperanza, ahora lo hacía hacia el sur. Como diría su adorable madre: “Cambió de la noche a la mañana totalmente”.


Toda esta bestial metamorfosis no le era indiferente a Arcadio. Su hermano ejercía bastante influencia en él y en toda la familia. Era el único que había tenido el privilegio de estudiar. Su padre, hombre alto de ojos zarcos y vozarrón diáfano solía decir con orgullo que él sabía el destino de su hijo porque un adivino había aparecido en el poblado con un lorito, él había pagado un centavo y el lorito le había sacado la carta astral, la cual decía que un hijo suyo iba a ser bastante estudiado. “Yo lo supe desde ese día”, solía decir con aspaviento.


Las discusiones y largas peroratas ya no eran entorno a Dios y su literatura inventada con tanta precisión y romanticismo impuesta durante más de XXI siglos, la asistencia a misa cada ocho días o el rosario todas las noches. Ahora, toda era ciencia. Argumentación y lucha de clases.


Por supuesto que no fue fácil para Arcadio acoplarse a esta nueva realidad. Todo era tan diferente. No se podía improvisar, ni mentir. Todo, absolutamente, todo era menester demostrar a través del argumento científico. Desde entonces irrumpió un método cuasi perfecto: El marxismo – leninismo. Marxismo de Carlos Marx y el leninismo de Vladimirovich Ilich Lenin. Método científico, por cuanto expresa teoría y praxis en unidad dialéctica. Quizás, un ejemplo nos ilustre mejor: En el catolicismo se teoriza sobre la honradez, pero no se practica; en cambio, en el marxismo – leninismo, se teoriza y se practica. De lo contrario, no se es comunista. Claro, en la izquierda hay oportunismo, fieras disfrazadas de corderos. Son hipócritas, criaturas del mal que solo piensan en ellos individualmente. Pululan muchos por ahí.


Las cartas del hermano a Arcadio eran verdaderos documentos políticos que Arcadio leía con parsimonia y a veces con enfado. No entendía, pero intentaba asimilar. Le impresionó muchísimo el principio enunciado por el científico Lavoisier sobre la ley de la conservación de la energía, que dice que no se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Pensó y repensó la teoría que terminó alejando de su mente la fraseología religiosa, permitiendo el florecimiento de los principios científicos en las distintas áreas del conocimiento. Como dice la ciencia, todo es fruto del proceso. Era otra verdad que salí a flote: Las cosas no se dan de una vez y para siempre. Todo fluye. A veces de lo simple a lo complejo,  de lo inferior a lo superior, etc. Analizó detenidamente la frase del filósofo que dijo que uno no se baña dos veces en el mismo río. Sin embargo, lo que más le impresionó fue la frase que dice: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”. “¿Qué era el comunismo?”, se preguntaba con todo el cúmulo de prejuicios, durante sus largas faenas a la intemperie en campo abierto.


Ese interrogante lo quemaba. Lo movía de un sitio para otro con ímpetu. Su hermano hablaba de muchas cosas y terminaba generalmente diciendo: “Eso es el comunismo”. Pero, todos hablaban pestilencias del Comunismo en la comarca: El cura, el comandante de policía, el alcalde, los concejales, las “vacas sagradas de la comarca”, el lechero, el lotero, el lustrabotas, el campesino, la dama de casa, el estudiante, el docente, todos y todas. No entendía cómo su hermano, prácticamente de la noche a la mañana, aparecía por estos andurriales hablando maravillas del comunismo.


Aquella duda se convirtió en motorcito, en dinamo que lo impulsó a rozar los campos maravillosos de la investigación. Se propuso buscar la verdad. Es decir, pensar por sí mismo. Elaboró un plan sencillo, pero no fácil de desarrollar, el cual constaba de cuatro puntos o fases: La primera era recoger sistematizadamente la versión de la autoridad de la comarca; la segunda, la versión detallada de su hermano; la tercera, la versión de los libros y la cuarta, un análisis detallado de estas fases para elaborar finalmente una síntesis.


Arcadio reconoce que primero fue anticomunista visceral. Fruto de su analfabetismo cerril y alienación extrema durante más de 20 años repitió maquinalmente la ideología de la burguesía, defendió sus puntos de vista y admiró las cadenas de la opresión con la resignación que asimilaba de la religión. Era pertinente sufrir en este mundo para gozar en el otro. La teología era la “ciencia” imperante en toda la comarca que había que repetir al pie de la letra sin omitir una sola frase o párrafo por estúpido e ilógico que fuera.


Largas horas pasaba meditando sobre el destino desgraciado de los adinerados. Su condena al fuego eterno era inminente y la misma biblia lo decía expresamente en uno de sus versículos: “Es más fácil que pase el camello por el ojo de una aguja que un rico salvarse”. A su modo de interpretar dicho versículo Arcadio concebía que era imposible, por cuanto sería imposible un camello con toda su joroba pasar por el diminuto ojo de una aguja. Más tarde, interpretó el relato de otra manera: Sería muy remota la salvación, muy difícil, pero no imposible. Así las cosas, consideraba una injusticia porque el individuo gozaba en este mundo y en el otro, mientras que los pobres solo estaban predestinados a gozar en el otro mundo, mundo del cual nadie ha traído una sola prueba real de su existencia, la única es la fe y como ya se dijo, la fe es la negación a todo razonamiento científico.


El desarrollo del proyecto no fue fácil, tuvo inmensidad de vicisitudes que con paciencia, decisión y coraje fue cristalizando. Muchas horas de estudio, lecturas farragosas, vocabulario técnico, conceptos complejos e interrogantes no fáciles de resolver caracterizaron la empresa que se había impuesto. Su pequeño cuarto rectangular los llenó de libros en cajas de cartón, apuntes en libretas desleídas, a veces incomprensibles en el momento de corregir e innumerables entrevistas de personajes sinuosos de la comarca.


Muchas horas nocturnas utilizó para ir armando su propio discurso. Pensar por sí mismo, imponía argumentación y ésta no estaba a la vuelta de la esquina. En varias oportunidades pasaba la noche en blanco, sobre todo cuando abordaba los temas filosóficos y económicos. Resolver el problema fundamental de la filosofía planteada por V. Afanasiev no fue nada fácil. Por el contrario, fue un hueso duro de roer. Se trataba de dejar a un lado la metafísica y asumir la dialéctica como método científico de estudio para comprender el universo en su totalidad, la complejidad de su dinámica y su proceso evolutivo. Dejar a un lado a San Agustín y abordar con espíritu crítico la tesis de Charles Darwin – por ejemplo – sobre el origen de las especies no era tarea fácil. Sacar una mentira impuesta durante millones de años a sangre y fuego, para ubicar en su puesto la verdad diáfana sin mácula no era cuestión de momentos lisonjeros.


Con avances y retrocesos, Arcadio fue forjando paulatinamente una concepción científica de su entorno. Un nuevo léxico fue surgiendo en sus intervenciones públicas y nuevos planteamientos iluminaron el horizonte de su comarca para desgracia de los poderosos y esperanza de los humildes. “El reino es de este mundo”, solía decir. Los que antes lo elogiaban, ahora lo odiaban, lo ignoraban y lo despreciaban. “Lástima”, decía  el adinerado de la comarca.


La vida cenagosa y lenta discurría en la comarca. Se veía pasar el tiempo inexorable. Cada quien en su actividad, sobre todo, en la lucha por sobrevivir. Arcadio poco a poco se fue alejando de los oficios religiosos. Poco le ayudaba ahora al cura cada ocho días en su homilía de las siete de la mañana. El manto oscuro del analfabetismo iba cediendo, no de un solo golpe, pero sí con avances y retrocesos. Cada vez que no entendía un tema de carácter filosófico, histórico, social o político, acudía al templo en busca de una respuesta, la cual no encontraba por cuanto el cura era la antítesis del conocimiento científico. Entonces acudía a la vetusta biblioteca municipal y apartando las telarañas y el polvo cenizo ojeaba libros y libros hasta encontrar la verdad que buscaba. “El templo es oscuridad y la biblioteca luz”, dijo al dictar una charla sobre la importancia de la lectura a un grupo de campesinos de la distante  vereda que visitaba con frecuencia a lomo de mula surcando caminos tortuosos y pendientes.


Esa mañana lluviosa Arcadio cruzó el prado con dificultad para asistir a la casa de don Ceferino y brindar su solidaridad por cuanto la cocina se le había venido al piso producto de la tempestad huracanada presentada el día inmediatamente anterior. Llevaba sobre sus espaldas algunos alimentos, plásticos y ropa para él, su mujer y sus dos pequeñas niñas de mirada triste.


Una vez conoció la noticia recorrió el barrio demandando la solidaridad, con el mismo argumento: “Hoy por mí, mañana por ti”. Los más pobres dieron lo mejor de sí, en cambio, los más adinerados aportaron las sobras y a regañadientes. “¿Quién lo manda a ser pobre?”, le dijo el tendero mayorista de la comarca con mirada encendida y pómulos sonrojados al entregar una pequeña porción de papa carcomida por los gusanos. “Algo servirá”, dijo circunspecto.


Los ojos de Ceferino se le nublaron al verlo llegar cargado y como pudo se apresuró a librarlo de enorme peso. Era un hombre pequeño, piel oscura y ojos abotagados. Su mujer era regordeta, de movimientos lerdos y mirada taciturna. Poco hablaba. Sin embargo, su cortesía abundaba. Las niñas dormían apaciblemente en su rústico camastro sin ninguna preocupación. Era un hogar humilde, pero humano demasiado humano.


“Dentre pa entro”, dijo Ceferino. “Sería imposible entrar para afuera”, contestó Arcadio descargando su carga sobre el largo comedor de madera sin pulir. Ceferino no entendió la broma. Se apresuró a colocar a su alcance un taburete de cuero lampiño. “Asientese”, dijo dejando escapar una sarta de agradecimientos.


Su esposa se apresuró a ofrecer tinto cerrero. Arcadio lo bebió despacio, estaba humeante. Cruzó la pequeña cocina y mirando a través de la claraboya divisó a lo lejos los destrozos del vendaval. “La naturaleza siempre se ensaña contra los pobres”, dijo Ceferino desde su pequeña banqueta ubicada en el pequeño zaguán. “La naturaleza es sabia”, contestó por entre los dientes Arcadio, mirando el espeso y fresco lodazal. “La naturaleza no tiene la culpa, ella es una víctima más del sistema”, agregó Arcadio apurando un sorbo de café.


Era una mañana gris. Lluviosa. Los nubarrones oscuros anunciaban más tormenta. Por eso Arcadio se apresuró a improvisar el techo con plástico negro. Se movió ágil. No ahorró energías ni sacrificios. Cortó unas estacas para suspender el plástico y con la ayuda de un barretón clavó dichas estacas una a una a toda prisa. Fue una jornada intensa. Poco tiempo utilizó en la degustación de los alimentos. “Vine a trabajar no a comer”, le contestó a Ceferino cuando éste lo invitó a descansar y hacer la siesta después del almuerzo.


La obra estuvo concluida después de las cinco de la tarde. No había llovía pero la amenaza era inminente. Sin embargo, se sentó en el taburete lampiño a mirar su obra maestra. “¿Puedo hacerte algunas preguntas?”, dijo Ceferino con timidez. Arcadio giró y lo miró sereno. “Pregunta lo que quiera”, dijo.


“El patrón me dice que el comunismo es malo; que los comunistas matan y comen del muerto. Tú eres comunista, no eres un demonio, ere un ángel. ¿Me podrías explicar todo este tejemaneje de contradicciones?”


Arcadio suspiró. Lo miró de reojo como calculando la respuesta. Era una sarta de preguntas una tras de otra que ciertamente no era fácil de contestar. Ceferino no era un intelectual para entender fácil y Arcadio no era un erudito en la materia. Era más comunista de emoción que de razón. “Les provoca un tinto”, interrumpió la señora de Ceferino. Arcadio que nunca perdía su buen humor, replicó: “Se había demorado en decir compañera”.


Después de meditar algunos minutos con detenimiento, comenzó diciendo: “Todo está en movimiento. Nada está quieto”. Ceferino que era una persona que jamás tragaba entero, interrumpió para decir: “Eso sí es mentira. Esa piedra que tenemos al frente no se mueve, ni esa mesa, ni ese árbol, ni un cadáver”. “Digamos solamente la verdad”, agregó sin incomodarse pero con mucha firmeza.


Arcadio no se incomodó. Dibujó una sonrisa. Se incorporó y caminó por el pequeño zaguán. “La mentira es el arma del cobarde, dijo, y tú sabes que yo no soy cobarde”. Ceferino reaccionó y se apresuró a pedir disculpas. “La idea no era ofenderte”, dijo. “No hay tal, compañero”, respondió Arcadio cogiendo entre sus manos regias una piedra pequeña que estaba en el patio rectangular. “Debo confesar – dijo – que no es fácil demostrarte ahora esta tesis, falta los aparatos ideales para hacerlo, por ejemplo un potente microscopio”. “¿Qué es un microbio?”, interrogó. “Microbio no, microscopio”. “Es un aparato que nos permite ver lo que no podemos ver a simple vista”.


La señora interrumpió la plática para colocar al alcance de los contertulios sendas tazas de café cerrero. “Ustedes me sabrán disculpar la imprudencia”, dijo sonrosada al colocar las tazas humeantes sobre la pequeña mesa y alejarse para la improvisada cocina. “Si tuviéramos ese aparato te darías cuenta que este pedazo de piedra está formado por partecitas imposibles de ver a simple vista, llamadas átomos. Cada átomo tiene varias partes, empezando por un núcleo y unas órbitas. En las órbitas se mueve carga negativa y en el núcleo carga positiva. Es energía en permanente movimiento. Eso sería un movimiento químico. Pero esta piedra también tiene un movimiento mecánico. Mira cómo la puedo trasladar de un sitio a otro. Es más: la tierra se mueve alrededor del sol y alrededor de sí misma permanentemente. El primer movimiento se llama movimiento de traslación y el segundo de rotación. El primero genera el año y el segundo el día y la noche”.


Ceferino lo miraba boquiabierto. Todo le parecía asombroso. Imposible de creer a primera mano. Sin embargo, la convicción y seguridad con que hablaba Arcadio no quedaba resquicio para la duda o la incertidumbre. “¿Qué pasa con los seres vivos?” Preguntó Ceferino. “Lo mismo”, contestó Arcadio arqueando las cejas. “Lo que sucede es que esas partecitas diminutas ya no se llama átomos, sino células”.


En pocos minutos le explicó detalladamente la dinámica de la célula y la unidad con otras para formar tejidos, los tejidos aparatos y los aparatos órganos, los cuales unidos daban origen al ser humano en su totalidad. Puso todo su talento pedagógico para hacerse entender. El frío de la noche lluviosa no le importaba a Arcadio, era feliz explicando conocimientos científicos. “Disculpe, dijo Ceferino refunfuñando, y en todo esto, ¿Qué papel ocupa Dios?” “El papel más estúpido”, dijo Arcadio. Ceferino reaccionó bruscamente y poniéndose en pie abrió sus brazos para hacer más énfasis en lo que iba a decir: “Amigo, con Dios sí no se meta”. “Mi propósito no es convencerte, es decirte la verdad. Creer o no creer es una decisión personal. Si tú crees, pues crea; si no quieres creer pues no crea. Lo importante es unirnos creyentes y no creyentes para transformar esta sociedad injusta y construir una humana”, respondió Arcadio recolectando sus cosas para marcharse.


Ceferino lo miró intrigado. Sintió un vacío en la barriga. No atinaba a dar una respuesta acertada. Arcadio notó su angustia. Lo golpeó en el hombro al decirle: “Tranquilo, viejo: Todo es un proceso. Además, la duda es el inicio a la verdad. Adelante”. “Quería hacerte una última pregunta, ¿Se puede?” “Por supuesto”. “¿Qué es el Comunismo?” “El Comunismo es eso y mucho más. Es la construcción de un sistema social sin clases sociales. Es un sistema donde desaparece la explotación del hombre por el hombre, las injusticias sociales de las grandes contradicciones de ricos muy ricos y pobres muy pobres. Es un sistema donde la ciencia está al servicio de todos y todas sin privilegios de ninguna naturaleza. El trabajo allí forma, educa, entretiene porque el individuo hace lo que le gusta y no lo que le toque hacer para sobrevivir como sucede en el capitalismo. No hay allí la sociedad de consumo, tampoco la mentira, la corrupción y el engaño”. “¿Es el cielo propiamente dicho? Interrumpió. “Sí, pero un cielo acá en la tierra, real y objetivo y no idealista”.


Arcadio se despidió de mano uno a uno, dejando un mensaje de paz y de lucha. Sacó sus últimos céntimos para dejarlos en manos de Ceferino. “Esto – dijo – para el desayuno mañana de la cristiandad”. Se alejó por el prado pisando el lodazal con decisión. Lo vieron doblar en la distancia la esquina, perdiéndose en la oscuridad de la noche, Ceferino se dispuso a descansar. Había sido un día duro, de muchas emociones fuertes. “¿En dónde estará la verdad?”, se dijo para sus adentros. Su regordeta esposa de ojos tristes lo miró dibujando una leve sonrisa: “Creo que en todas partes, pero la ceguera no nos deja verla”. “¿Será?”, contestó encaminándose al destartalado camastro.


VI


La separación llegó de golpe y sin mayores explicaciones. Eso cayó como un baldado de agua fría sobre la humanidad de la gordita. No entendió los errores de los mayores y buscó por todos los medios desahogar su frustración. La decisión tomada casi como un dogma era llevar la contraria. Su rabia represada durante sus primeros trece años de vida la quería expresar al precio que fuera necesario. “Si me causaron dolor, yo debo causar dolor”, pensaba.


No fue fácil asimilar su nuevo hogar. Hacer el papel de entenada de una mujer adusta, arrugada, cuyo único atractivo físico era su cuerpo esbelto de joven; la postura cotidiana la mareaba con fuerza, reprimiendo todas esas sensaciones encontradas por evitar discusiones estériles que debilitaran la felicidad de su padre. Era una niña noble, cariñosa y comprensiva. Se estiró hasta donde más pudo. Sabía que su padre la prefería a ella por encima de todo y contra viento y marea. Por eso cuidaba de comunicarle los desaires que a diario la matrona le trasmitía con ímpetu y disimulo, sobre todo cuando no estaban los tres reunidos.


Fue tanta la presión que cierto día por entre los dientes y al oído le comunicó la gordita algo a su papá con duda: “¿Por qué me dirá tanto que me vaya con mi mamá?” Neftalí sintió un corrientazo. La primera reacción fue bajarle importancia a la pregunta. Sin embargo, no pudo ocultar su enfado. La pequeña así lo percibió y apenada contribuyó a bajarle dramatismo a la confesión: “No te preocupes, papi”. Neftalí la apretó contra su pecho con todo el amor filial que un padre puede sentir hacia su única hija. “No dudo, hija – le dijo – primero eres tú”.


La niña corrió a ver televisión. Preocupada, pero a su vez, satisfecha porque se había logrado librar de un fardo bastante pesado. Pasó la corta distancia con rapidez y se acomodó en el desvencijado sillón. Neftalí la miró apesadumbrado. Sabía que era responsable. Su espíritu autocrítico y revolucionario en modo alguno le permitía engañarse.


Esa noche tocó el tema. Lo hizo con pasmosa serenidad pero firme convicción. La mujer lo escuchó turbada y como era costumbre, negó todo. No ahorró elogios hacia la pequeña. Dijo que la amaba más que a sus propias hijas porque tenía un comportamiento maravilloso. “Todo el día la pasamos hablando y jugando”, dijo. Neftalí la miró  a los ojos, que son las ventanas del alma, para tratar de escudriñar la sinceridad de sus palabras. Y aunque no pudo confirmar nada, tampoco halló premoniciones catastróficas. Solamente repitió su sentencia: “Tú sabes que primero es mi hija”. Ella volteándose para el rincón, contestó: “Lo sé”.


Esa mañana taciturna sin sol pero también sin nubes, Neftalí se encaminó al establecimiento educativo para cerciorarse del rendimiento académico de su hija. Sospechaba que su rendimiento no era el ideal. Nunca la veía estudiando. Rara vez haciendo tareas y poco análisis crítico. Cruzó el portón, avanzó por el patio y subió por la rampla de cemento, divisando a lo lejos la directora, una monjita diminuta y anciana con mucho calor humano.


Caminó presuroso. “Hermana: Buenos días”, dijo Neftalí un tanto fatigado. “Buenos días”, contestó abriendo sus ojos pequeños a través del grueso cristal de los anteojos. “Caminemos por allí”, dijo señalándole el polideportivo. “Vino una señora de ciertas características y dijo que su hija era sucia, desordenada y que mantenía sentada en sus piernas. Eso es peligroso, puede dar cárcel”, dijo sin aspaviento.


Neftalí creyó quedarse sin resuello. Sintió que flotaba y el mundo se le venía encima. “No entiendo, hermana”, se limitó a responder con su voz desarticulada y sus manos temblorosas. Fue tanta la angustia que la directora se compadeció llamándolo a la tranquilidad. “No te preocupes, el que nada debe nada teme y tú no debes nada”. Sus ojos color miel se le nublaron. Sacando fuerzas planteó la necesidad del testimonio de esa señora para que se ratificara o se rectificara, posición que asumió con agrado la religiosa. “¿Cuándo?”, dijo. “Ahora mismo”. “Dejemos para mañana a las ocho de la mañana”, “De acuerdo”. Estrechando las suaves manos de la directora del establecimiento educativo, Neftalí se marchó por el mismo sitio que había llegado.


Fue directo a la casa. Entró y sin saludar se sentó en el taburete metálico del pequeño comedor. Sin mirarla siquiera le dirigió la palabra entrecortada por la emoción. “Mi último favor es que vaya al colegio y ratifique o rectifique lo que dijiste. Lo haga con sinceridad y con la capacidad de una persona medianamente cuerda”. Suspiró y golpeando la mesa se incorporó avanzando hacia el escusado. “No sé de qué me habla”, contestó. “No se haga la loca”. “Espero desocupe ya este rancho, hasta nunca”, agregó Neftalí abandonando de nuevo la residencia. “Todo perdono menos que se meta con mi hija”, agregó al subirse al taxi negro polarizado.


Aquella arpía otoñal se alejó sin renunciar a hacer la vida imposible. Su perversidad rayana salió a flote desde entonces y con qué tenacidad. No tuvo valor para rectificar su conducta. Prefirió cambiar de estrategia y ganarse la amistad de la gordita. Sabía que era el talón de Aquiles y por ahí podía volverse imprescindible. No ahorró energías, ni lengua viperina para hacerle creer a la pequeña que el motivo del rompimiento no era ella, sino la vida turbulenta y desordenada con más amantes de Neftalí. Tal como lo dijera el pensador fascista de que una mentira repetida muchas veces termina siendo verdad, pues la gordita terminó creyendo que era cierto y que su padre era un  desgraciado y vulgar prostituto que con cuanta mujer se atravesaba se acostaba.


De la noche a la mañana se fue encubando un odio visceral contra su progenitor a partir de la desilusión por cuanto como niña consideraba a su padre perfecto, sin errores y pletórico de virtudes. Lo tenía en un pedestal inalcanzable, muy alto y distante de cualquier vicio vergonzante. Todo aquel maravilloso castillo se venía al piso con extrema virulencia por obra y gracia de la desalmada mujer inescrupulosa. “Es mi venganza”, solía decir con aspaviento.


Las relaciones entre padre e hija se deterioraron. Presa del desconcierto Neftalí se volvió irascible, agresivo e intolerante. Poco le importaba la vida. Sin embargo, buscaba en medio de la tormenta una salida. Era su única hija. Tenía claro que el destino de todo ser humano es la felicidad y a ese ritmo su hija no sería feliz, sería una desgraciada más de los millones de seres humanos que hay bajo la dictadura inhuma del capitalismo.


Era una pelea desigual. Le correspondía luchar a Neftalí contra todos los efectos de un sistema económico en su ocaso, todavía con mucha capacidad para maniobrar en contra de los intereses del pueblo. Solito tenía que combatir contra la prostitución infantil, la drogadicción, el alcoholismo, la incomunicación, la alienación y enajenación. Y como si esto fuera poco contra el malvado pensum académico, la corrupción y la mentira.


Acosado por la incertidumbre Neftalí acudió a Rufina. Era consciente que ella tenía papel protagónico en el proceso. Ya para entonces Rufina estaba en brazos de otro y era madre de un pequeño catire. Ajena a la realidad, solo vivía el momento. Decía pero no hacía. Poco respeto tenía por la palabra empeñada. Era de apariencia. Sin embargo, era la madre de la gordita y tenía parte y arte en el problema y en la posible solución.


Acosado por la complejidad Neftalí devoró libros sobre el tema de la adolescencia. Todos contradictorios. Siempre dándole la razón a la joven y acusando a los padres de anacrónicos. Sin embargo, descubrió esa etapa de incertidumbre en la cual la personita está buscando su propia identidad. Conclusión: El comportamiento de la gordita era normal.


Abandonó la mejor institución educativa, perdió el año lectivo. Se fue para otra institución, de allí fue prácticamente retirada porque había desaprobado todas las materias. Se escapó de la casa en tres oportunidades. Ofrecía su cuerpo por el chat. Desconocía la autoridad de sus progenitores y como era obvio responsabilizaba a todos, la única excepción era ella. Su abuela materna hacia esfuerzos por direccionarla, pero todos los esfuerzos resultaban inútiles.


Rufina poco aportaba. Solo se lamentaba no solo de la desgracia de su hija, sino de su propia desgracia, porque al decir, nuevamente se había equivocado. “Mientras no pienses ni seas crítica y analítica, toda su vida vivirá equivocada”, le dijo con cierta crudeza Neftalí durante una larga discusión.


Al siguiente año se habló de una oportunidad para rectificar y la pequeña fue matriculada en otro establecimiento educativo. Todas las erogaciones corrieron como siempre a cargo de Neftalí, Rufina aportó su cháchara de siempre: “No soy la mejor, pero tampoco la peor madre del mundo”.


Comenzó bien. Alegre. Con entusiasmo. Neftalí se frotaba sus manos. Seguramente había pasado esa etapa de “incertidumbre” y la gordita había encontrado los principales rasgos de su personalidad. Había descubierto la importancia de la instrucción y la formación de su personalidad. Se leyó durante el primer trimestre un libro voluminoso, superaba las 800 páginas. Neftalí no se cambiaba por nadie. Repetía para sus adentros con donaire: “Todo es un proceso”. Su única y adorada hija no era la excepción.


Pero, nuevamente arreció el maldito mal humor de la arpía decrépita. Volvió a rondar como ave de mal agüero y saliendo de ultratumba volvió a la carga. Nuevamente dejó caer el veneno del odio y la venganza, ensañándose contra la pequeña de mirada triste. Volvió a decir cosas inanes que crearon en el consciente y subconsciente de la bebé daños catastróficos. Volvió a caer. El maldito embrujo y las promesas vacías predominaron.


Empezó de nuevo a incumplir con sus tareas, a mentir y sentir desprecio por la vida y su familia. Todo el esfuerzo de Neftalí que ella misma había valorado con lágrimas, se esfumaba. Las malas compañías, el facilismo y la vulgaridad la inundaron. Cazó peleas con compañeras a través del Facebook. Se alejó del mundo mágico del menor en crecimiento y se sintió mujer hecha y derecha. Volvió la tragedia, la amargura para Neftalí.


Todo fue tan corto y tan efímero que en medio de la tormenta recordó el formidable verso del poeta chileno Pablo Neruda: “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Nuevamente la angustia, la desazón, la búsqueda del error y el compromiso de rectificar. Era un mar hirsuto. Cada vez se miraba al espejo Neftalí con la estúpida ilusión de encontrar el meollo del problema. Sabía que la salida era el diálogo, pero la gordita era hermética, metida en sí misma. Insondable. Sufría en silencio.


Un buen día recibió la llamada de una funcionaria joven, mientras entrevistaba a uno de los poetas de la ciudad. “¿Eres el señor Neftalí?”, dijo la voz sonora. “Sí, a la orden”, contestó. “¿Eres el papá de la gordita?” Neftalí palideció. Balbuceando contra preguntó esperando lo peor: “¿Qué le pasó a mi hija?” “Ella, llegó a noche al instituto colombiano de bienestar familiar y pide protección y hogar sustituto. No quiere vivir ni con la mamá, ni con el papá, ni con la familia de ninguno de los dos. Necesitamos los documentos de identidad”.


Los ojos de Neftalí se nublaron. No podía salir de su asombro. Titubeó para contestar: “Voy para allá, no entiendo nada”. Colgó. Miró a su alrededor. Se golpeó la frente. Aquello era una pesadilla. Quería despertar. Pero la realidad era inexorable. La realidad era realidad. Abordó el primer taxi que se atravesó y llegó para darse cuenta de la cruda realidad. Avisó a Rufina.


Una vez más sentía cómo se desgarraba su alma sin anestesia. Nuevamente estaba metido en el remolino de la tragedia. Otra vez el firmamento era gris. “Otra vez mi hija necesita de mí”, pensó apesadumbrado. Divagó por las calles y las avenidas de la comarca sin rumbo fijo. Sentía que miles de ojos lo miraban acusadores. Era una afrenta ver pasar a los padres con sus hijos jugando. “¿Por qué mi desgracia?”, pensaba sin encontrar respuesta.


Sigue buscando esa respuesta por el cenagoso mundo de la injusticia y la criminalidad del régimen con la esperanza de hallarla. Con todo, sabe que la gordita es la hija más linda del mundo y que un día superará esas vicisitudes y será feliz. Quizás para entonces ya Neftalí no existirá físicamente, pero qué importa si cada persona es un mundo predestinado a ser feliz. No dudará al cerrar la última página de su taciturna existencia para decir con voz de padre: “Siempre la respaldaré en sus decisiones, porque creo en su capacidad para definir y discernir entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo humano y lo inhumano”.



FIN



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