martes, 6 de agosto de 2024

La celada de Charlotte

Por Nelson Lombana Silva

Foto: Wikipedia

(Cuento)

 El viento susurraba en la cordillera verdosa esmeralda. Charlotte sentada en el diván, miraba a través del ventanal mientras daba libertad a la imaginación como lo solía hacer en los días frescos y apacibles. Su marido se había marchado al consultorio más temprano que de costumbre, después de estamparle un ósculo en la frente y decirle que la amaba. Jana, la gata ceniza, cruzó de largo en busca de alimento, era su fiel compañera.

La idea surgió como por encanto, era una manera de fortalecer la relación que por momento consideraba incierta. Creyó que era la mejor manera de salir de la rutina y de paso consolidar la relación que hacía tres años sostenía con el hombre que la desvelaba día y noche. Arthur, alto y fuerte, caminaba despacio, sus ojos aguamarinas, develaba nobleza, sabiduría, espíritu reflexivo y razonable. Había estudiado psicología en la universidad pública de Cambridge, universidad fundada en 1.209, la misma que el rey Enrique III de Inglaterra le otorgó Carta Real en 1.231.

Sin medir consecuencia puso en marcha su descabellado plan. Compró una sincar y desde un número celular distinto al de ella, lo llamó, solicitando asesoría profesional. Controlando la ansiedad, esperó paciente la contestación. Fueron momentos emotivos que Charlotte manejó con admirable serenidad. “Es una forma de fortalecer el amor”, pensó en ese instante. Para ella, no obstante, la espera fue eterna. Jana volvió a aparecer y encaramándose en el asiento la miró inquieta como anunciándole tormenta, cosa que Charlotte no advirtió pues estaba concentrada en su jocosidad pueril.

El tablero del celular se iluminó percatándose que el doctor Arthur escribía. Se acomodó en su asiento y sin quitar la mirada del tablero esperó impaciente.

“¿Con quién tengo el placer de hablar?”, escribió. Charlotte, nerviosa pensó en renunciar a la broma. Insegura miró algunos segundos el texto. Nerviosa manipulaba el celular. Sin embargo, decidió seguir con el juego. Escribió: “Hola, soy paciente suya hace rato. Creo que necesito consulta nuevamente. ¿Es posible?”

La espera fue larga y dramática. “No recuerdo nada de ti, qué pena”, escribió el doctor. ¿Quién eres tú?” Charlotte lo tenía pensado con antelación: “Shirly, escribió. Hace varios años me atendió, no tiene por qué recordar mi nombre”, agregó.

La brisa mañanera entraba con fluidez por el ventanal. La calle estaba solitaria, solamente el habitante de la calle cruzaba la distancia con el costal acuestas reciclando. “¿Cómo podemos ayudarte?”. Charlotte escribió un largo texto en el que le decía que quería resolver inquietudes del alma que la perturba hacía mucho rato. De alguna manera, había tenido una recaída y necesitaba la orientación profesional que en su momento había sido oportuna y acertada.  

La contestación demoró más de lo normal, Charlotte se sintió descubierta. Temblorosa miraba sin parpadear el tablero del pequeño celular. “No cayó en la trampa”, pensó derrotada. Cuando se disponía a colgar, la pantalla nuevamente se iluminó. Impaciente esperó: “Está bien”, escribió “Hablemos. ¿Cuál es tu problema?” Charlotte, dudó algunos instantes, su mente se nubló, no sabía qué contestar. Solo cuando tomó conciencia, anotó: “Soy felizmente casada hace tres años, madre de familia, amo a mi marido, pero, siento que nuestra relación ha caído en la rutina. A veces pienso que ya no me quiere, quizás, nunca me ha querido. No sé si esté equivocada, doctor. ¿Qué podría hacer?”

La pausa fue nuevamente larga. El corazón latía acelerado amenazando con salirse de la caja torácica. Jana se incorporó y bostezando abandonó el asiento, fue al patio en busca de su alimento. Recordó el día que lo vio por primera vez en el colegio. En esa oportunidad le cayó mal, era un chico ensimismado como ido de este mundo. Conversando con sus amigas lo tildó de engreído y dipsómano. Fue una broma fuerte que sus amigas aplaudieron, aunque hubo una que la miró seria al decirle: “No escupa para arriba, la saliva le puede caer en la cara”. Charlotte, no pudo evitar un estremecimiento glacial y suspendiendo su irónica sonrisa, preguntó por entre los dientes: “¿Qué me quiere decir con eso, amiga? Perla, eludió el interrogante de tajo, inventando un recuerdo cuando apenas tenía diez años de edad. Aunque no fue creída la historieta, la conversación continúo desarrollándose hasta bien entrada la tarde. Del chico no se habló más.  

“Quiero decirte que son situaciones normales en una relación de pareja”, comenzó a decir el doctor Arthur. “El comportamiento humano tampoco es lineal, tiene sus subidas y sus bajadas”. Los ojos de Charlotte brillaban con intensidad, no los quitaba del celular. Cambió de posición sin dejar de mirar el aparatico. Jana volvió al taburete y después de mirarla se enrolló. “¿Quiere decir que es normal lo que estoy sintiendo y viviendo, doctor?” Escribió con prisa.  “Creo que sí”, contestó el especialista. “¿Hay hijos?” “Por supuesto”, respondió expectante.

“Lamento cortar la conversación señora Shirly, tengo más citas pendientes”. “¿Te podría llamar mañana?” “Claro, con gusto”. Ensimismada Charlotte dejó el celular en la pequeña mesita. “Dicen que no es bueno jugar con candela, creo que eso no es cierto”, dijo al incorporarse a preparar la vianda del mediodía.

Cuando el marido llegó salió a su encuentro como de costumbre, lo cortejó y lo acompañó hasta la recámara, le quitó el traje y le pasó la pantaloneta roja. “Eres mi razón de ser”, dijo al estamparle un beso en la boca con intensidad. Arthur le correspondió, afirmando que era la diva que lo inspiraba y le hacía sentir feliz en cada paso que daba. Los niños aún no llegaban del colegio. Compartieron el alimento, bocado iba y bocado venía. Para el mundo, era la pareja más feliz del mundo, nadie lo ponía en duda, matrimonios a punta de separarse acudían a esta pareja en busca de una pista, un consejo, un detalle para salir adelante.

Después del almuerzo fueron al cuarto a hacer la siesta. En esta oportunidad no durmieron ni tuvieron sexo, conversaron animadamente sobre diversos temas. Recordaron los momentos más sublimes del noviazgo, sobre todo el día que ella bajaba por la estrecha calle Rosada, entretenida mirando el libro que había terminado de comprar en la librería ubicada en el marco de la plaza principal, llevaba un vestido Rotondo, lleno de flores amarillas. Él bajaba a paso largo llevando en sus manos el portafolio repleto de documentos. La mirada fortuita resultó inevitable, él cruzó muy cerca de ella, respiró su perfume exótico y ella la fragancia de él. Si bien no se dijeron nada, porque ambos quedaron mudos, la imagen los flechó. Ni más ni menos: Amor a primera vista. Ella, nerviosa e insegura, aceleró el paso; él, por el contrario, lo disminuyó y sin poder controlarse, volvió su mirada. El caminar contorsionado lo entretuvo hasta cuando desapareció en la distancia. Volviendo su mirada, respiró profundo, continuando su marcha. “¡Qué mujer más hermosa!”, dijo.

El domingo la volvió a encontrar justo en el atrio parroquial. Iba con su madre a la misa de siete de la mañana. Pudo observarla con más detenimiento. Tenía cinturita de avispa, sus grandes ojos negros azabache y su cabellera exuberante. Al percatarse la joven de la intensa mirada, volvió su mirada y se encontraron de frente algunos segundos, los que fueron suficientes para decirse que había amor desbordado a primera vista.  

El instinto maternal hizo reaccionar a su madre, una mujer alta y obesa de mirada triste que conversaba desganada con su vecina sobre los diversos acontecimientos de la semana. Volvió su mirada y sujetándola suavemente la condujo al interior del vetusto templo. “Gavilanes hay por todas partes”, dijo en voz baja a manera de monólogo.

La joven Charlotte escuchó la homilía en pie, repitiendo en su mente la imagen de Arthur. Arthur, que nuca iba al templo, entró como el más férvido creyente acomodándose cerca de ella. No le quitaba la mirada libidosa de encima, mientras el curita desgañitaba su garganta hablando del plan salvífico.  

Se volvieron a encontrar tiempo después en el verdoso prado municipal, durante la celebración de la virgen del perpetuo socorro, durante los juegos pirotécnicos en honor de la patrona, se encontraron a boca de jarro entre la multitud apretujada. Cruzaron muy cerca uno del otro, se miraron y Arthur alcanzó a decirle que le gustaba. Ella no contestó. Sonrió sonrojándose; casi su madre la descubre.

Arthur le hizo llegar la carta de amor con el reciclador en una tarde oscura y lluviosa, adentrado en años llegó puntual al sitio donde la familia depositaba la basura y al devolverle el recipiente le entregó el papelito metido en una bolsita plástica. Inicialmente Charlotte pensó que era basura que quedaba y le hizo la observación, él la miró con disimulo contestándole con voz susurrante: “No es basura”.

El recorrido histórico por el pasado lo interrumpió Arthur poniéndose en pie, mientras se acomodaba la cabellera. “El deber me espera”, dijo. Le besó la frente y se marchó con parsimonia, cruzando el zaguán y el pequeño jardín. La calle abúlica a esa hora estaba solitaria.

Charlotte permaneció tirada bocarriba algunos minutos meditando. No se concentraba en un solo tema, divagaba. Los interrogantes salían a torrentes sin poderles hallar respuesta coherente, se quedaban a medias. Se incorporó con abulia, fue a la cocina preparó un tinto oscuro cerrero y se acomodó en el saloncito a saborearlo, mirando en la distancia las torcazas que volaban sobre la espesa vegetación, lejos del poblado.

Al terminar la amarga bebida cogió el celular y se comunicó con su amado por wasap, conversaron sobre diversos temas relacionados con las enfermedades espirituales que padecía. Le dijo que lo amaba e incluso, le preguntó irónica que si tenía gallinazas cerca de él. El médico dejó escapar una risotada congraciándose con ella. “Sólo tengo ojos para ti”, le dijo bajando el tono de su voz. “¿Qué quiere de comida?”, insistió. “Tú sabes que me gusta los espaguetis y las albóndigas de carne fresca”. “Sus deseos son órdenes para mí”, dijo y colgó.  Permaneció algunos segundos mirando el celular con incertidumbre, era un raro presagio que la mortificaba.

Al otro día, casi a la misma hora, Shirly se comunicó con Arthur, reanudando la espinosa conversación. Con más confianza dialogaron. Ella le dijo que su marido no le hacía el amor con la misma intensidad de antes, se había convertido la relación en una rutina que poco disfrutaba. El médico le dijo que aquello también era normal y que había muchos factores determinantes. ¿Te casaste enamorada?, preguntó Arthur. “Por supuesto. Lo amaba, lo amo y seguramente lo amaré por siempre”. Arthur colocó una carita sonriente. “¿Tú también te casaste enamorado?”, preguntó Shirly. La respuesta duró. Charlotte se mordía los labios ansiosa, mirando el tablerito permaneció sin respiración. Así que cuando Arthur comenzó a escribir, ella cambió de posición. “Tenemos confianza Shirly, hemos conversado demasiado, ¿Te puedo contar la verdad?”.

La primera reacción de Charlotte fue decir que no le contara la verdad, la premonición la hizo estremecer de pies a cabeza y por un momento sintió que todo daba vueltas a su alrededor. No obstante, la curiosidad era mayor. “¿Me garantizas que guardarás este secreto hasta la tumba y más allá?” Shirly tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para decir que sí. El celular comenzó a temblar en sus manos sudorosas, la tempestad no anunciada se mostraba en todo su esplendor. El vacío en el estómago paralizó las tripas. “Vea, usted, comenzó diciendo, yo me casé sin amar a la mujer. Lo hice por congraciarme con su familia, diría por gratitud”.

Las lágrimas brotaron rodando por sus mejillas. El horizonte se oscureció y sintió que todo daba vueltas a su alrededor, el cielo se unía con la tierra y la respiración huracanada ahogaba sus pulmones. No tuvo valor para contra preguntar. “Espero me cumpla su palabra, mi mujer no puede saber una sola palabra, señora Shirly, sería dinamitar la relación, la que sostengo por conveniencia, no por amor”. “Soy de palabra”, escribió Shirly. “Mañana podemos seguir conversando si tú quieres”, escribió Arthur.

Descompuesta, Charlotte dejó caer el celular sobre la mesita color caoba y refregándose el mustio rostro miró a través del ventanal un punto no determinado, permaneciendo inmóvil, como ida de este mundo. Las lágrimas continuaban saliendo a borbotones. Sus crudas premoniciones se confirmaban y de qué manera. Se incorporó y entrando al baño se enfrentó al espejo. Este se nubló. Sin embargo, no quitó su mirada. Entre la densa niebla estaba el rostro destrozado, lívido. Sintió que había envejecido de la noche a la mañana. Bostezó y la imagen del espejo también bostezó. Suspiró y la imagen también suspiró. Le hizo muecas a la imagen y salió. Cruzó la sala saliendo a la calle, la que estaba solitaria y silenciosa. Miró sin ver para arriba y para abajo. No había una sola novedad. Cerró con llave y caminando despacio con destino al parque que estaba a tres cuadras. Unos cuantos niños jugaban microfútbol con balón desinflado. El puesto de policía en un extremo de la plaza estaba custodiado por dos policías adormilados con sus rifles colgados del hombro derecho.  Se acomodó en el escaño de madera, entrelazando sus manos. Había dejado de llorar, no obstante, el rostro permanecía descompuesto con los párpados hinchados. Una manada de perros hambrientos seguía a una perra en celo. El animal acezante cruzó muy cerca de ella. La algarabía del grupo interrumpía el silencio del atardecer taciturno.

Allí, permaneció ensimismada hasta después de las cinco de la tarde cuando el bullicio de los pajaritos multicolores se acercaba en manada a sus nidos a pasar la noche. Solo entonces tomó conciencia de que estaba por fuera de la casa incumpliendo sus funciones de ama de casa y de esposa.

Retornó despacio, paso entre paso. Con melancolía introdujo la llave de acero y abriendo entró ensimismada. Cruzó el salón, encaminándose a la pequeña cocina. Los niños revoleteaban como diablillos afirmando que ya habían hecho la tarea. La pequeña era el fiel retrato de ella, mientras el niño del papá. “Mami, la veo triste”, dijo el niño parado en el marco de la cocina. La mamá inventó una risa cuasi perfecta. “Imaginación suya”, contestó.

El papá estaba por llegar. Era el que imponía orden con su rara autoridad, al decir de los vecinos. “Ese señor nunca se ve bravo o regañando los niños, siempre conversa con ellos en las peores circunstancias”, afirmaba la vecina, una mujer cuarentona y separada con una hermosa niña.

Una cuadra antes de llegar, Arthur se encontró con Perla, iba con short, una pequeña blusa ombliguera y chanclas plásticas. La saludó con especial efusividad. “Mi mujer habla de ti”, le dijo. “Fuimos compañeras en el colegio”, contestó disculpándose por lo mal vestida. “No te preocupes, mujeres como tú no necesitan vestirse bien, no hay necesidad”. Perla sonrió coloreándose la piel de su rostro. “Me la saluda”, dijo. “¿Cuándo piensas visitarnos?, le agradaría mucho a mi mujer” “Un día de estos”, contestó y se marchó de prisa. Hacía ocho días había retornado al pueblo en plan de vacaciones.

Entró a la casa con el alboroto que se había encontrado con Perla y que un día vendría a visitarlos. Charlotte festejó la noticia, saliendo de prisa a la calle, pero ya la mujer no estaba. “Es mi mejor amiga”, dijo en voz alta, regresando al cuarto de su marido. Arthur la miró con ternura y sujetándola por la cintura la besó con suavidad. “Eso siempre me has dicho”, dijo en voz baja. “Es hermosa”, dijo mientras se quitaba el traje. Charlotte, lo miró con enfado, afirmando malgeniada: “No es raro en ti, eres coqueto consumado”.

La miró burlón. “Tu cantaleta no tiene fin”. “Hasta la muerte”, dijo regresando a la cocina a ultimar los detalles de la cena.

La cena fue servida a la misma hora. Comieron despacio. Mirando su plato, sin levantar la mirada angelical, la pequeña preguntó: Papi, ¿Tú amas a mi mamá? Fue un interrogante directo y contundente, una cuchillada trapera. El interrogante quemaba. Tenía que mentir. “Desde que la conocí la amo”, dijo sin mucha convicción. Charlotte lo miró de reojo con enfado, pero no dijo nada. Quiso confrontarlo, decirle mentiroso. No es cierto que me amas, eres un embustero. Prefirió callar y esperar el momento oportuno.

El momento llegó y más rápido de lo que imaginaba. Esa misma noche, después de las abluciones, Arthur caminó por el cuarto y dirigiéndose al ventanal que daba al jardín, abrió la ventana contemplando el florido huerto. Los faroles ubicados estratégicamente permitían recrear la mirada. Un raro presagio lo mortificaba desde el primer momento que había atendido a Shirly. No era posible que no recordara la consulta anterior, máxime si tenía fama de tener una mente lúcida con una memoria prodigiosa. “El doctor Arthur no necesita escribir una sola letra, es una completa grabadora”, solían decir. De eso era consciente. Le mortificaba no acordarse de la paciente Shirly. Nervioso fumo despacio el cigarro, contemplando las plantas bellamente floreadas. Las mariposas grises revoleteaban alrededor de las bombillas, produciendo ruido monótono, lúgubre.  

Ensimismado permaneció largos minutos contemplando el huerto, mientras la mujer se estiraba cuan larga era en el camastro musitando viejas oraciones inculcadas de generación en generación en el gran imperio teológico. Mientras repetía maquinalmente aquellas oraciones, miraba de reojo a su marido con ira contenida. Era una rabia que se iba incubando progresivamente. Dejó caer el devocionario sobre la pequeña mesita y santiguándose, lo llamó por el nombre. “El doctor Arthur, ¿Querrá dormir?” Lo hizo con ironía.

Arthur reaccionó brusco, era la primera vez que su mujer se dirigía a él con esos términos. Golpeó el borde del ventanal enfadado. Cerró la ventana y corriendo la cortina amarillenta fue al cuarto de los niños cerciorándose que dormían apaciblemente. Arropó la niña y volviendo a su cuarto se despojó del traje acomodándose la pijama azulada. Vociferaba en voz baja. Peleaba con el presagio que lo atormentaba. No dejaba de pensar en Shirly, se le había convertido en una obsesión. Pensando que Perla podría ser el puente para distinguirla, se volvió para rozar la piel suave de su mujer. Charlotte reaccionó con brusquedad cubriéndose el cuerpo de pies a cabeza con la sábana, volteándose para el rincón. “¿Qué pasa?”, dijo hosco. La mujer no contestó, fingió dormir.

Arthur, pensando mil cosas, insistió, cambiando el tono de su voz, susurrante demandó una respuesta al comportamiento. “Hay que hablar”, dijo varias veces. Charlotte, se descubrió el rostro y volviéndose lo miró despectivamente. Era una mirada furiosa. Afuera, el viento huracanado anunciaba lluvia, tormenta. “No tengo nada que decir, dijo Charlotte por entre los dientes, quizás usted sí tenga mucho que decir, lo escucho”. Arthur se estremeció de pies a cabeza, se vio ante el juez acusador. La miró sorprendido. “No tengo nada que decir”, dijo sin mucha convicción. Respiraba con dificultad, un sudor frío comenzó a rodar por sus mejillas. “No sea cínico”, dijo Charlotte poniéndose en pie, caminando por el pequeño aposento. Movía sus manos con nerviosismo. Con dificultad Arthur también se incorporó y se encaminó al pequeño ventanal. Charlotte se interpuso. “No la abra, la noche está húmeda”, dijo en voz baja controlando los nervios. Se sentó en el pequeño asiento y cruzándose de brazos, volvió a preguntar: “¿Qué tiene que decirme?” Arthur, dio varias vueltas cortas y acomodándose en el otro asiento, le contestó en voz baja, tratando de bajarle intensidad a la conversación. “No tengo nada nuevo para decirte, solo metido en el consultorio trabajando, amor mío”. “¡Cínico!”, le gritó señalándolo con el índice. “No he hecho más que trabajar”, insistió Arthur colocando sus dos manos abiertas contra su pecho, amenazando sus ojos con salirse de las cuencas.

Comenzó a llover. Primero una lluvia menuda, después torrencial. Los relámpagos iluminaban a intervalos el cuarto, los truenos estremecían el techo. Charlotte, comenzó a sollozar, se cogió el rostro con dos manos, permaneciendo largos segundos en esa posición. Nervioso Arthur, se acercó colocándole las manos en los hombros. “No sé que está pasando aquí, no entiendo su comportamiento. Calmada puede hablar mejor”, dijo Arthur inseguro. En un momento de inspiración casi sobrenatural, Charlotte, se puso en pie, lo miró con ira contenida. “Mira, imbécil, yo soy Shirly”. “¿Cómo?” “Como lo oye, soy Shirly”. Descompuesto se dejó caer con brusquedad en el lecho, sus ojos se nublaron y su voz se negaba a salir de su garganta. La miró angustiado. “No puede ser”, dijo despacio con dificultad. “Sí puede ser”, respondió Charlotte, cayó fácilmente en la trampa que le tendí”. Se vistió rápidamente, sin decir palabra. Caminó por el cuarto, sin quitar la mirada del piso. “¿Hay algo por hacer?”, preguntó. La respuesta la había preparado con mucho juicio Charlotte desde que descubrió la realidad, la había analizado por todas sus caras y aristas, de tal manera que la decisión era inexorable. Le colocó las dos manos en los hombros y mirándolo a los ojos, respondió el interrogante sin titubear: “¡Nada!”.

Fin

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