domingo, 18 de junio de 2023

Anzoátegui, Tolima, y la escuela urbana de varones

 

Anzoátegui, Tolima, Foto: Nelosi

Por Nelson Lombana Silva

Con la niebla densa de los recuerdos nostálgicos, la escuela urbana de varones viene a mi memoria con singular gratitud, por cuanto allí aprendí a leer y a escribir y, sobre todo, a vivir en comunidad. Para entonces, estaba conducida por un director joven y entusiasta: Alfonso Urrea García. Sus energías, propias de la juventud y del compromiso, fluían por sus poros con encanto infinito.



A su lado, un grupo brillante de docentes lo acompañaba. Mi frágil memoria solo me permite recordar algunos con especial afecto, admiración y vivo reconocimiento: Belisario Aguirre, Jesús Antonio Lombana, Silvia Lucía Jaramillo Correa, Yesid Salguero Torres, Carlos José Lombana, Fanny Muñoz de Vallejo, Leticia Díaz Saldarriaga, una profesora llamada Florinda, un profesor llamado Ricardo, que le solía dar ataques epilépticos.

La escuela era una casona de madera techada con zinc ocre, un zaguán y dos corredores con columnas elevadas. Al fondo los servicios sanitarios y un patio donde formábamos y jugábamos durante el recreo. Había un cuadro grande del sagrado corazón de Jesús, donde todos los días pronunciábamos una oración, encomendando la jornada al “creador”.

Entrando por el pequeño y angosto zaguán, a la izquierda había un salón. Al terminar el zaguán y subir una escalinata, había tres. Entrando a la derecha había tres también y en el otro costado dos, uno era salón de clase y el otro era para las clases de televisión y a su vez, funcionaba como la sala de profesores y del director. El patio era terroso y los baños en precarias condiciones, algunos de hoyo, recubiertos de cemento.

“Dejar de ser animalitos”

Yo hice dos intentos por estudiar en esta institución. El primero fue en 1972, estuve creo un mes larguito. Ese primer día fue traumático para mí. Me acompañó mamá. Iba a recomendarme con el director. Tan pronto crucé el zaguán comencé a llorar, sujetándome a una columna. Me impresionaba “ese río de niños” que iban llegando alegres, conversando y jugando. Yo no tenía amiguitos, me consideraba un “bicho raro”, invadido hasta los tuétanos por la timidez.

Mi madre me daba ánimos con qué ternura, yo no paraba de llorar. Un niño pasó cerca de mi diciendo en voz alta: “Tan grande y tan chillón”. El director se acercó y colocándome su mano en la cabeza, me preguntó que por qué lloraba. “No quiero estudiar “, dije. “El aprendizaje es una diversión”, me dijo con entusiasmo. Mi mamá le comentó que no quería estudiar porque mantenía pendiente de una burrita que por esos días había comprado mi papá. “No hay problema – me dijo el director sonriente – puede traerla y la amarramos en frente de la escuela y cuando salga se va montado en ella”. “Me preocupa – le dije – quién le saca pasto”. “No te preocupes, todo estará bien”.

Mi mamá se marchó y yo quedé suspirando, temeroso viendo llegar más y más niños. La campana era un lingote metálico. El director cogió la varilla y la golpeó varias veces. Era la señal para formar. Nos dio una bienvenida especial, recomendando algunas normas de comportamiento: “Bañar el cabello, lustras los zapatos y tener siempre la ropa aseada”, dijo. Agregó: “Venir siempre en disposición de aprender”.

Me tocó con la profesora Florinda, era una mujer joven y elegante. Vestía muy bien. Yo la miraba con horror. Nos recibió con esta frase: “Niños, vienen ustedes a la escuela a dejar de ser animalitos”. Esa frase me impresionó y la vine a entender mucho tiempo después, cuando adelantaba los estudios universitarios.

Ese febrero era veranoso. Ha mediados de este mes, me enteré que nos iban a llevar al hospital San Juan de Dios a vacunarnos. Eso prendió en mí las alarmas. Aterrado, se me ocurrió en envolverme en cobijas calurosas, para que me diera fiebre y no pudiera ir a la escuela. A escondidas de mis padres, lo hice hasta enfermar y fallar varios días a clase, tomando la decisión mis padres de no enviarme más a clase ese año, decisión que recibí con júbilo.  

1973, la proeza del profesor Aguirre

Volvía a la escuela un poco más tranquilo. Ya no hubo lágrimas, pero sí mucha timidez. Cuando el director anunció que primero estaría a cargo del profesor Belisario Aguirre, un repitente, gritó con histeria: “Nos tocó con “vara larga”. “¿Quién es?”, pregunté tímidamente. “Ese”, dijo señalándolo con el índice derecho. Era alto, serio, dientes de oro. Caminaba despacio. Había en su mirada mucha ironía. Sin embargo, la risa era corta, diría, seca. Estaba vestido de paño color negro. Una serenidad impresionante. La regla la llamaba: “Chocolatina”.

Entrando a la derecha nos tocó el último salón, el cual estaba separado por una pared movediza. Era un salón amplio con pupitres de madera. Entablé amistad con Luis Alfonso Londoño, primero porque más o menos teníamos la misma edad y segundo porque ambos éramos campesinos, él vivía en la finca El Socorro, cruzando el río Fierro y yo en la finca Buenos Aires, a quince minutos del perímetro urbano, vereda Pueblo Nuevo Riofrío.

Me parecía imposible aprender a leer y a escribir. Pasaba ratos mirando letreros en revistas y en avisos y me decía: “Si algún día aprendo no pararé de leer, debe ser maravilloso descifrar esos garabatos”. Ese milagro lo logró el maestro Belisario Aguirre, de una manera tan pedagógica que realmente no me di cuenta en qué momento comencé a descifrar esos garabatos llamados: Abecedario.

No fue un aprendizaje dramático, lleno de castigos, gritos y regaños. Fue un proceso divertido. Recuerdo con nitidez cuando nos enseñó la S. “Un señor subió a una colina – comenzó diciendo a manera de cuento – llevaba una chaqueta y hacía mucho viento. El viento dejaba escapar un ruido que decía SSSSSSS. Ese era el movimiento del ruido. Así, pues, este ruido con la A, sería SA, con la E, SE, con la I, SI, con la O, SO y con la U, SU”. Luego, hicimos de tarea una plana, donde destacábamos con lápiz rojo, la nueva letra aprendida. Tenía unas láminas de cartulina donde estaba cada letra. Qué sorpresa cuando al terminar el año y pasar los exámenes con la presencia de las autoridades municipales y el director, durante la clausura me distinguió con un hermoso regalo: Un diccionario pequeño que tenía en la carátula el monte Everest, una caja de colores y una regla transparente, todo envuelto en papel regalo. Pensé para mis adentros: “Yo era el que debía darle un regalo al profesor Aguirre. El mundo al revés”.

En esa misma escuela, descubrí mi vocación por el periodismo y la literatura, gracias al profesor Carlos José Lombana. Un día nos dejó de tarea buscar el significado de cinco palabras. Se me ocurrió hacer una corta redacción utilizando estas palabras. Miedoso que me regañara por el atrevimiento esperé impaciente su revisión. Al coger el cuaderno me adelanté y le comenté lo que había hecho. Lo leyó y poniéndose en pie ordenó que todos nos sentáramos en sus puestos e hiciéramos silencio. Me llenó de elogios, leyó el texto y me puso de ejemplo de querer llegar muy lejos. “Seguramente estamos ante un periodista o un escritor”, dijo alborozado. Eso me marcó. Me mostró un camino, un derrotero. Cursaba tercer grado.

Una escuela de gratos recuerdos

La escuela urbana de varones, que después de la muerte del profesor Jesús Antonio Lombana, comenzó a llevar este merecido nombre, representa para mí, gratos recuerdos, momentos estelares de mi anónima existencia. Allí, pude desarrollar virtudes como la gratitud, el reconocimiento a la labor tesonera de los docentes, a pensar por sí mismo y a soñar en un mundo mágico al alcance de todos y todas.

Adquirí el fundamento para interpretar la sociedad, vivir en ella, y luchar por su transformación. La escuela fue para mí, un laboratorio de aprendizaje con unos docentes abnegados y generosos que dieron todo, por una sociedad fundamentada en la paz y en la justicia social. Cómo añoro a esta escuela que me enseñó el humanismo, la sensibilidad y la tolerancia para aceptarnos en la diversidad y en la pluralidad. Una escuela que me enseñó el amor, el sacrificio y la fuerza de voluntad para vivir en comunidad y salir adelante en comunión. Cuarenta y seis años después de haber salido de esta institución educativa, regresó a este lugar con la firme convicción científica de que “nada se crea, nada se acaba, todo se transforma”, según Lavoisier.

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