viernes, 19 de noviembre de 2021

El Ocaso de los Dioses. Novela. Autor Nelson Lombana Silva. (Tercer y último capítulo)


Era natural del ayuntamiento de Arechavaleta, provincia de Guipúzcoa, cuya capital era San Sebastián. Hijo de Andrés López de Galarza y Juana López Barrosa, había nacido en 1522. Contaba con una excelente formación académica en el terreno de la contaduría y de la hacienda pública, humanidades que era obligatorio en su época. Pertenecía a una familia de alta alcurnia. No era militar, era ambicioso. El título de capitán le fue concedido de improviso por su hermano, exclusivamente para que avasallara la nación Pijao y fundara allí una ciudad española que le sirviera de paso al sur del país y del continente. Fabio Lozano y Lozano, destacado historiador, señala enfáticamente: “López de Galarza no era capitán, ni siquiera profesional”.


Así, pues, el invasor llegó al continente americano no por méritos propios, lo hizo por la mediación del doctor Beltrán de Galarza, familiar y en su momento consejero en el Real de Castilla y, además, consejero de la Suprema y Real Inquisición. En acto deshonesto dicho funcionario intervino para que su sobrino llegara al Nuevo Mundo a plagarlo de dolor, saqueo, muerte y desolación.

Su hermano, Juan López de Galarza, que ya estaba en el Nuevo Mundo haciendo y deshaciendo, lo designó primer oidor de la Real Audiencia de Santafé. Arriba a este continente, entonces, como Contador de la Real Hacienda en 1548. El 7 de noviembre de este año, el tesorero de la Caja Real de Santafé, Pedro Briceño, le envía carta al Rey Carlos V, en la que cuenta sobre su nombramiento como Contador de la Real Hacienda en Santafé, en reemplazo de Bernardino de Mercado, quien murió antes de llegar a su destino. Se hace a la mar en los meses de marzo o de abril de dicho año, partiendo del puerto de San Lúcar de Barrameda arribando al puerto de Cartagena de Indias.

Se protocoliza el establecimiento de la Real Audiencia el 7 de abril de 1550, dando legitimidad el invasor al descomunal saqueo de los pueblos aborígenes mal llamados indios. Usando la espada y el crucifijo derriban sin piedad alguna las tradiciones de los nativos y se apoderan de sus pertenencias de una manera burda y descarada. Tuvieron que pasar muchas décadas para que el Papa reconociera que el aborigen también tenía alma y merecía una oportunidad de vivir en el suplicio de la cruel explotación. La campaña evangelizadora consistió en imponer el dios europeo y erradicar de plano las bellas tradiciones ancestrales de los pueblos. Todo fue considerado idolatría, mientras las prácticas violentas del invasor fueron catalogadas de “Civilización Cristiana”.

Mediante la sentencia proferida por Montaño, el 27 de noviembre de 1554 en la población de Cartago, ordenaba devolver en seis días, la suma de 7.631 pesos oro, pero como los aborígenes no tenían esa suma en efectivo, sus bienes fueron rematados. En esa misma dirección actuó el licenciado Briceño, el 15 de enero del siguiente año. La carga alcabalera contra el nativo era cada vez más violenta e insoportable. La mentalidad invasora se caracterizaba por la ansiedad de la basta riqueza del aborigen. Se adquiría usando los métodos más ruines y miserables, desconociendo de cabo a rabo la dignidad humana del nacido en esta parte del mundo.

Enfermos por aumentar su radio de acción en el continente, a petición de los procuradores y vecinos poderosos de Santafé y de Tocaima, por orden de los oidores, que la presidían, ordenan “pacificar” el Valle de las Lanzas, anexar otras provincias y que los españoles la poblaran. Invadir para expoliar y someter a la familia Pijao a sus demenciales leyes e intereses económicos fue la orden impartida, el 2 de junio de 1550, según Fray Pedro Simón.

Andrés López de Galarza no era ninguna persona decente y humana como tratan los historiadores del establecimiento hacerlo aparecer. En realidad, era un avaro incorregible que, deslumbrado por tanta riqueza, había perdido los estribos en grado sumo. Por eso fue sometido a juicio de residencia por las muertes y maltratos de centenares y centenares de aborígenes, durante la desalmada conquista de las provincias del Valle de las Lanzas, según declaración juramentada de Diego Coello, uno de los fundadores de Ibagué. El invasor mueve sus influencias y sale libre de todo pecado y señalamiento.

Por el contrario. La Real Audiencia le confirma el nuevo nombramiento como gobernador y Justicia Mayor de la Provincia de Santa Marta. Pero, este no fue el único lío en que estuvo metido este invasor. También enfrentó el denominado: “Juicio Seglar” a pedido del fraile dominico Jerónimo de Santander y Lizcano, obligándolo mediante la firma de una escritura a pagar trescientos pesos oro, para la reconstrucción de un hospital, compromiso que cambió a última hora y registró en su testamento, ordenando entregar ese mismo valor en camisetas de jerga (tela de lana o estambre gruesa), es decir, mantas de algodón para resarcir en parte ínfima a los familiares de los aborígenes muertos en la infame invasión. Al parecer el encargo lo cumplió su mujer, Marina Herrezuelo Carvajal.

Para la invasión de este Valle de las Lanzas, selecciona los mejores jefes y caudillos militares del Nuevo Reino de Granada, como también los mejores soldados, las mejores armas, la mejor caballería y los perros asesinos. Una verdadera banda criminal se funda para dicho cometido. Parte a cumplir la misión la tercera semana de junio de 1550, investido de poderes especiales con el rango de capitán y Justicia Mayor, concedido por la Real Audiencia, donde su hermano era determinante.

Sale de Santafé con setenta y cinco españoles, según confirman los oidores Góngora y Galarza, en misiva enviada al Rey. La mayoría era joven. A manera de ejemplo: Francisco Trejo, alcalde ordinario de la ciudad, tenía 27 años; Miguel de Oviedo, 17; Gonzalo Ortega y Pedro Gallego, 27años; el capellán sacerdote, Francisco Antonio González Candis, se aproximaba a los 30. Del grueso de la tropa, cuarenta iba a caballo. El gasto fue tazado en seis mil pesos oro. Estos recursos al parecer no salieron de las arcas del rey, fueron recursos propios. Solo gastó 180 pesos para la compra de un crucifijo con el fin de atemorizar y embrutecer a los Pijaos, el cual utilizó sin remordimiento el capellán González Candis, teniendo que su hermano reintegrar esta suma al erario público.

El grupo invasor era violento, criminal. Sin embargo, se destacaban algunos caudillos más que otros. Tal el caso del aguacil Mayor de la Real Audiencia Juan de Mendoza y Arteaga, Juan Bretón vecino de Timaná, Domingo Coello, Gaspar de Tavera, Bartolomé Talaverano, entre otros.

La expedición invasora se encaminó hacia occidente, descendiendo penosamente por las impresionantes laderas de la cordillera Central, arribando a la pequeña población San Dionisio de los Caballeros de Tocaima, a dieciocho leguas de la sede principal de la Audiencia, ciudad frontera de vital importancia. Allí, reorganizó sus escuadrones de la muerte y ultimó detalles antes de cruzar el río patrio, llamado por los Caribes Karakalí o Karihuaña, que significaba para ellos: “Gran río de los caimanes”; en el alto Magdalena se denominaba en lengua quechua Guaca – Hayo, que significaba para ellos, “Río de las Tumbas”; para los Muiscas, era Yuma, que quería decir: “Río del país amigo”. El invasor impuso el nombre de la Magdalena con criterio eminentemente religioso. Reclutó allí, más gente para la infame aventura. Algunos vecinos fundadores de Tocaima, muchos de ellos habían hecho parte de las tropas invasoras del capitán Hernán Vanegas Carrillo, como Pedro Gallego, Cristóbal Gómez Nieto, López de Salcedo, Francisco de Trejo, Miguel de Oviedo, Francisco Iñiguez, López de Velasco y Francisco Figueredo, entre otros. También se sumaron aborígenes traidores asumiendo el papel de auxiliares o guías y un grupo de rodeleros, ballesteros y arcabuceros. Uno de los perros asesinos era propiedad del desalmado, Andrés López de Galarza.

Toman la ardiente llanura encaminándose al paraje llamado: La Canoa de Montero, paso obligado al cruzar el caudaloso río en Guataquí. El cura Aguado, relata: “Un día después de San Juan de junio (25 de junio), el sacerdote González Candis, ofreció una misa en ese lugar, partiendo luego de manera concertada hacia el Valle de las Lanzas”.[1] Comenzaba así la invasión al territorio Pijao, usando para ello una vez más, la espada y el crucifijo. Este imponente territorio al parecer era parte del feudo del cacique Ibagué.

Así lo indica el cronista Lucas Fernández de Piedrahita. Dice que su territorio estaba bañado por los ríos Combayma y el denominado San Juan que bajaban separados del páramo de Dulima hasta la planicie donde se unían, para correr con el nombre del capitán Coello, uniéndose al río Yuma. El invasor llamó esta región Valle de las Lanzas, porque el aborigen defendía su territorio con esta arma.

El invasor camina por estos andurriales sin contratiempo alguno durante los primeros días del mes de julio de 1550. Los aborígenes no consideraban una invasión, sino la visita de personas extrañas. Por eso, prodigaron al ibérico de todas las atenciones. El mismo cura Aguado, señala: “Les salieron todos de paz e hicieronse amigos de los españoles y proveyeronles de comida”.[2]  También el aborigen destacó guías e intérpretes para acompañarlos en el recorrido hacia el pueblo de Metaima, lugar cercano a Ibagué. Allí, fueron recibidos con alborozo por los caciques Ilobone y Otaque, que juntos a sus esposas o compañeras e hijos, les brindaron hospitalidad sin ningún tipo de limitaciones. Permanecieron tres días, al cabo de los cuales continuaron la siniestra excursión. Cruzaron el río Combeima, comenzando a ascender por las estribaciones de la gran cordillera, hasta llegar a la junta de los ríos Anaima y Matagaima (Bermellon), en donde había una hermosa meseta llana.

Entre los cronistas no hay consenso en cuanto al nombre del lugar. Lo cierto es que, a estas alturas, los aborígenes aún no se dan cuenta de las reales intenciones de los invasores, asumiendo una postura solidaria y pacífica. Desconocen que el invasor es como un huracán temeroso que todo va destruyendo a su paso, sembrando el caos y la incertidumbre. Así, pues, el cacique La Embiteme o Mambite, los hostiga con dos mil guerreros. Se presagiaba sangrienta batalla. Pero, realmente no fue así, porque la generosidad e incluso, ingenuidad de los aborígenes, los llevó a acomodarlos en sus bohíos, en un acto de extrema generosidad y solidaridad. Al siguiente día, los aborígenes regresan pacíficamente, llevándoles comida y algunas chágualas de oro.

El invasor Andrés López de Galarza, atendido y admirado por los aborígenes, realmente durante el largo recorrido no tuvo la necesidad de desenfundar su espada asesina. La mantuvo encubiertada hasta el 14 de octubre de 1550, cuando la mostró agresiva, en lo alto de su mano, expresando sus reales intenciones criminales y expoliadoras: “Tomo posesión de estas tierras a nombre de su Majestad, el Rey de España”. Mostró el cobre y de qué manera. La paz se esfumó por sortilegio. La mano tendida por el aborigen quedó en el aire, porque el invasor comenzó a mostrar sus reales intenciones desde ese momento. Los soldados se explayaron como ratas hambrientas a ranchear, es decir, a saquear las chozas sin piedad alguna. Pusieron en armas a más de cuatro mil aborígenes de las tribus vecinas. El cataclismo de la violencia y el despojo se disparó dramáticamente.

La postura imperialista del invasor, fue considerada por el aborigen como un simple error. Por eso, insistió en el discurso de la paz. Esto lo aprovechó el invasor y durante veinte días exploró el entorno, regresando por esa misma vía a Ibagué, sano y salvo, sin recibir ningún daño. Si se presentaron algunas escaramuzas fueron esporádicas e intrascendentes.

En la ubérrima mesa conformada por el curso de los ríos Anaime y Bermellón, lugar habitado principalmente por la tribu del cacique La Embiteme, el 14 de octubre de 1550, López de Galarza izó la bandera de Castilla, tomando abusivamente posesión del territorio, dando cumplimiento a la provisión que mandaba a fundar un pueblo de españoles en esta provincia. Se cumplieron a cabalidad los rituales de los invasores: Se puso rollo en la plaza y tomó posesión del lugar en nombre de su Majestad Carlos V, con el nombre de Ibagué, nombre de cacique, según lo confirman Fray Pedro Aguado y el historiador Eduardo Torres. Era un artilugio del invasor para tratar de minimizar el robo que se acababa de protocolizar.

Según el padre Simón, las primeras autoridades fueron: alcalde: Capitán Juan Bretón y Francisco de Trexo; Alguacil Mayor: Pedro Gallegos; Regidores: Juan Mendoza de Arteaga, Pedro de Salcedo, Diego López, Domingo Cuello, el capitán Gaspar Tabersa, Miguel de Oviedo, Alfonso Campo Martínez. El botín fue entregado a estos invasores de la peor calaña, pero que la historiografía oficial no ha dudado en calificarlos de hombres y prohombres encargados de explayar por estas tierras la gran “civilización” de la muerte, el odio y el despojo del pueblo aborigen, mal llamado: indio.

La agresión del invasor fue total. Durante cuarenta años de lucha y resistencia, se calcula que cuarenta mil aborígenes perdieron sus vidas. Fueron sometidos a las peores torturas, al saqueo y al exterminio. No hubo piedad alguna. Sobre sus cadáveres montaron montañas de mentiras para intentar justificar el etnocidio. Dijeron que los indios no tenían alma, eran violentos y caníbales. Esa mentira histórica sigue en los textos oficiales, intentando ocultar la verdadera historia, que, contra viento y marea, se abre paso poco a poco en una generación comprometida con la segunda y definitiva independencia.

Cumplida su sangrienta misión y sin ningún tipo de remordimiento, el cruel invasor, Andrés López de Galarza, regresa a Santafé de Bogotá, siendo elogiado y admirado por las huestes invasoras. En junio de 1551, se prepara a toda marcha para tomar posesión como gobernador y justicia mayor de Santa Marta. De nuevo su hermano mueve los hilos del poder para empujar a su hermano a disfrutar las mieses mal habidas del dominio imperial ibérico.

Fue sometido a juicio de residencia por la masacre y maltratos de los aborígenes durante la escabrosa conquista de la provincia del Valle de las Lanzas, según declara, Domingo Coello, uno de los directos fundadores de Ibagué. El poder invisible de su hermano una vez más lo pone a salvo. La Real Audiencia le confirma el nuevo nombramiento como gobernador y justicia mayor de la provincia de Santa Marta.

No era para menos. De diez mil aborígenes que había en esta provincia, el desalmado terror invasor lo redujo a tres mil en solo nueve años. La población decreció en un 70 por ciento, siendo la principal causa la arremetida violenta del avaro invasor que, obnubilado por la ambición al oro, una vez más perdió los estribos cometiendo toda clase de infamias contra la familia aborigen nativa de la región. Además, la tétrica expedición llevó consigo mortales epidemias como el Sarampión, la Viruela y, desde luego, la crudeza como fueron sometidos a trabajos infrahumanos en las minas.

Andrés López de Galarza, manchado de sangre aborigen hasta los tuétanos, se consideraba el amo y señor de la inmensa región. En Tocaima estuvo metido en un conflicto al adjudicar a vecinos de su agrado, una serie de encomiendas ubicadas en límites con Choa, Alvarado y Vanguaima, que el fundador de Tocaima había entregado hacía siete años. El escándalo ameritaba una sanción ejemplar, pero quien habría de dirimir el conflicto era su hermano Juan en su condición de Oidor, quien ni corto ni perezoso, lo exoneró de toda responsabilidad, notificando la legalidad de los repartimientos hechos por su hermano. Eso fue el 26 de mayo de 1551.

Andrés se movió con entera libertad, cometiendo desafueros contando siempre con el respaldo de la familia que estaba empoderada en la altura del poder invasor. Informó al rey que había gastado seis mil pesos de su pecunio en la tenebrosa invasión al valle de las Lanzas y el monarca lo recompensó con burocracia: Oficial de la Hacienda Real, funcionario administrador de justicia, titulador de encomiendas, Contador de la Hacienda Real de Santafé 1548-1550; gobernador y justicia mayor de la provincia de Santa Marta, 1551-1552; tesorero de la Caja Real de Santafé 1553-1557; alcalde ordinario de Santafé 1555; alcalde ordinario de Tunja 1569.

Fue tan enfermo a la burocracia que, en 1555, se desempeñó simultáneamente como Tesorero de la Caja Real de Santafé y alcalde Ordinario de Santafé, lo que era prohibido pero su hermano todo le toleraba y permitía sin ningún inconveniente. El nombramiento estuvo avalado por el gobernador Miguel Díaz de Almendariz, amigo personal de su hermano. Da cuenta de su nombramiento al Consejo de Indias, el 8 de noviembre de 1549. Pero, ¿Cuáles eran los méritos del gran burócrata? En realidad, no tenía méritos para merecer este nombramiento por partida doble. Se impuso la influencia de sus familiares.

Su administración deja más oscuridades que luces, más incertidumbres que certezas, más deshonestidad que honestidad. Llevaba los registros contables sin ninguna rigurosidad, “bien parecía libretas de apuntes en donde nunca fue necesario hacer un balance”, afirmaba el profesor Hermes Tovar Pinzón, quien se dedicó a estudiar la historia de las Cajas Reales en el Nuevo Reino durante el siglo XVI.[i]

Sin embargo, creó a su alrededor una aureola de excelente administrador y eficiente servidor de la corona con amplio y fluido reconocimiento. El oidor Beltrán de Góngora, señala: “A servicio a vuestra majestad en el oficio de contador de este reino muchos días, donde no hizo poco servicio por el buen recaudo por orden que en este oficio y en los demás tocantes a la Hacienda Real pudo”.[ii] Trabajó dos años hasta finales del mes de marzo de 1550, momento en que arribó a Santafé, Cristóbal de San Miguel, persona encargada de reemplazarlo.

Su influencia familiar y las buenas recomendaciones, le permitieron ser tesorero, el cargo más importante que existía en las Indias durante el siglo XVI. Andrés López de Galarza se movía como pez en el agua en la alta burocracia. Era habilidoso, marrullero y oportunista.

La gobernación de Santa Marta, atacada por los corsarios franceses, como lo refiere Juan Flórez de Ocariz, se le fue encomendada a este habilidoso burócrata. El documento reza: “Andrés López de Galarza, año 1551, con nombramiento de la Real Cancillería de Santafé por Justicia Mayor de Santa Marta”.[iii] Fue el noveno gobernador que tuvo la provincia. Su hermano, el Oidor, le confiere la potestad militar, sin ser militar, lo judicial sin ser abogado y lo administrativo de tan vasto territorio, sin ser administrador. Fue investido con el título de: “Justicia Mayor”, siendo su actividad allí, breve.

Pasó a ser tesorero del Nuevo Reino y de la Caja Real de Santafé, en el período 1553-1557. Comenzó ganando 300.000 maravedíes, pero muy pronto pidió aumento de 100.000. Aprovechando el poder de su hermano le fue aprobado ilegalmente dicho aumento siendo acusado de prevaricato, sin consecuencias mayores porque la sombra tutelar de su hermano y la avezada habilidad una vez más le permitió salir victorioso. Pasó a la historia como el quinto funcionario en ocupar este cargo exclusivo. Ya lo habían desempeñado: Antonio Lebrija, Hernando Vanegas Carrillo, Hernán Suárez de Villalobos y Pedro Briceño.

Durante su estadía en Cartagena de Indias, el avaro invasor aprovechó para enviar a España copia de la probanza sobre la fundación de Ibagué, documento original que reposa en el archivo general de esta ciudad.

El 2 de diciembre de 1556, el rey autorizó al Oidor Alonso de Grajeda para tomar residencia a Montaño y demás relatores acusados de desfalco del erario por la suma de 15.000 pesos. Ofuscado, Andrés coloca demanda pública contra el Oidor Montaño, el 18 de enero de 1558, por la muerte de su hermano Oidor. Ambos resultan presos en la misma cárcel, según acta del 12 de agosto de 1558. Montaño, finalmente fue ajusticiado en España el 28 de julio de 1561, acusado por rebelión y los doscientos cargos en su contra.

Los ambiciosos terminan matándose entre sí. El burócrata Andrés López de Galarza, fue encarcelado por el Oidor Grajeda, con el único propósito que hiciera dejación de la rica encomienda del Cocuy, que meses antes había comprado a Pedro de Colmenares, según testimonio del otro criminal que recorría la región sembrando la muerte, la explotación y la maldad en todas sus formas y manifestaciones: Gonzalo Jiménez de Quesada.

En fin, queda para la verdadera historia la vida turbulenta de un invasor astuto, sagaz y sin alma que aprovechó las mieses del poder de su hermano para ocupar los puestos más importantes de la alta burocracia de la época y de paso asesinar a miles y miles de aborígenes en diversas regiones del país, especialmente durante la mal llamada fundación de Ibagué. Allí se presentó un verdadero etnocidio, etnocidio que reposa en los brazos huesudos de la impunidad, por cuanto la clase dominante de esa época es la misma que hoy gobierna todavía con todo el despropósito que le es inherente.

Murió en Tunja (Boyacá), el 10 de noviembre de 1573, siendo sepultado al día siguiente en la iglesia mayor de esta población como era su voluntad. Él mismo lo dijo balbuceante: “En la sepultura que allí tenemos doña Marina Herrezuelo, mi legítima mujer e yo”. Sus contaminantes cenizos reposan actualmente en la basílica metropolitana, en el suelo de la zona del presbiterio, lugar que en el siglo XVI y XVII correspondió a la parte posterior de la primera edificación y que, al acometerse las sucesivas obras de ampliación, fue absorbido por la entonces iglesia parroquial.

Redacta su testamento en los aposentos de la encomienda El Cocuy, en los primeros días de septiembre de 1573. Incluso, algunos hablan de dos testamentos. Lo entrega el 20 de septiembre de 1573, el cual está plasmado en seis páginas y lo conforman 36 cláusulas, en su mayoría destinadas a dar cumplimiento a legados, deudas, restituciones, sacrificios y mandas.

Dos tipos de preocupaciones dominan el testamento: La salvación de su alma, para lo que ordena celebrar 289 misas, las cuales debían ser cantadas con diácono y subdiácono. También las del novenario y honras de cabo de año dentro de cincuenta días las misas de San Amador y del Destrero de Nuestra Señora, así como las nueve misas de la gloriosa Virgen María, su patrona y las que fueran oficiadas en Villa Brágima, doscientas en total, también por el alma de sus padres y hermano.

La segunda preocupación, tuvo que ver con sus bienes mal habidos en su inmensa mayoría. Como heredera universal designó a su mujer Marina Herrezuelo, afirmando lacónicamente: “La confianza que tengo de su cristiandad y amor y bien querer que me ha tenido”. Igual, ordena entregar 250 ducados a favor de cada una de sus hermanas legítimas, Juana y Catalina, y cien más a favor de Antonia, su hermana bastarda, siempre y cuando ésta última mandara oficiar perpetuamente más misas cantadas, cada año en la iglesia de Santa María en Villa Brágima por el descanso de su alma.

Andrés López de Galarza, dice ser católico y romano. Señala la muerte como algo “cierto y natural”. Señala ser miembro de la cofradía del Santísimo Sacramento, y de las de Veracruz de Nuestra Señora del Rosario. También señala en su testamento indemnizar con 300 pesos oro a los familiares de los indios muertos durante la brutal conquista y posterior fundación de Ibagué, cumplimiento en especie a través de mantas de algodón y camisetas de jerga en la presencia de la justicia de Ibagué.

Paradójicamente, su hija natural Catalina, no heredó ningún bien al momento de otorgar el testamento. Le acompañaron en el repartimiento de El Cocuy, el capitán Diego Jaramillo de Adrada, Diego Ramos, el maestro de hacer paños, Bartolomé Sánchez, Sebastián Ramírez, Cristóbal Martín, Juan Pérez, Platero y Lázaro Fernández. Después de esto lo entregó al notario Gómez del Castillo, la escritura, que dijo contener su testamento y postrimera voluntad.

Fueron los últimos hechos de un avezado y desalmado invasor que llegó a este continente con el único propósito de llenar sus alforjas de oro, aprovechando el poder descomunal de su hermano y su ambición desmedida, llevando a cabo su cometido sobre montañas de crímenes, intrigas y desfalcos monumentales. Endiosado por su clase dominante ordenó levantar monumentos y falsas prédicas de que fue un súper dotado que trajo la civilización y la humanización a esta parte del planeta. Durante más de 500 años el pueblo creyó de buena fe esa versión, la defendió y la protegió hasta con su propia vida. Levantó monumentos y nombró parques y edificios con ese nombre. Al darse cuenta que todo era una mentira y que el invasor no era un dios sino un diablo enceguecido por la avaricia, tomó la decisión de hacer justicia, dejando de adular al criminal para pasar a adular al aborigen que heroicamente luchó en las condiciones más adversas, por sus hermanos, sus creencias, su cultura y su cosmología. Comprendió y de qué manera de que la historia está contada al revés y se hace necesario contarla al derecho. Eso hizo al derribar la efigie de este invasor, ahora está en mora de subir allí, la descollante figura de la heroína Dulima. “Eso llegará”, dice Anacleto sin perder la calma.



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