miércoles, 17 de noviembre de 2021

El ocaso de los dioses Novela Autor Nelson Lombana Silva (Primer Capítulo)

 


El ocaso de los dioses

Novela1

La ciudad musical despertó aturdida por los acontecimientos ocurridos la noche anterior. Los medios de comunicación daban a conocer con aspaviento y sensacionalismo la noticia, fijando la ideología del sistema y los propietarios de ellos. Era una mañana lúgubre, las calles estaban húmedas. Los obreros y empleados transitaban envueltos en plásticos, lo hacían en silencio, esquivando los charcos de las calles devastadas por el abandono oficial.

Laura, vendedora de tintos en la doce con tercera, metida en el pequeño toldillo de tafetán, contemplaba nerviosa la soledad de la calle emblemática. Era corpulenta, negruzca, de mirada taciturna y modales limitados. Desplazada por la violencia de estado, que el gobierno negaba a través de sus medios de comunicación, había conseguido el permiso para laborar allí, a cambio de garantizarle al político de turno los votos de toda su familia y amigos más allegados en las venideras elecciones.

La noticia de que un grupo de vándalos había derribado la estatua del fundador de la ciudad, Andrés López de Galarza, arrastrada hasta el campus universitario y sometida a un juicio popular por el genocidio que lideró contra la comunidad aborigen, mal llamados indios, entre ellos, el cruel asesinato de la cacique Dulima, médica ancestral, defensora de la cultura y de sus hermanos de clase, incinerada viva ante los ojos del cura y de todo el mundo para escarmiento público, tenía en ascuas a los habitantes que iban despertando poco a poco. Era una tormenta descomunal e hipócrita de los que siempre han tenido el poder de la ciudad en sus manos para usufructo de su reducida clase social. Quien se enteraba del suceso, lo replicaba a diez y más personas, generalmente agregándole ingredientes nuevos de su propia autoría. Fue un estallido, un verdadero polvorín a pesar de la baja temperatura de la ciudad a esa hora.

En su pequeño receptor ubicado al lado del termo, Laura escuchaba nerviosa la extraordinaria noticia. Prácticamente, había suspendido la venta del tinto, el jugo de naranja y los jugos afrodisiacos, que solía sacar todos los días después de las cuatro de la mañana. Los obreros y empleados pasaban de largo cuchicheando en voz baja, mientras que los pocos transeúntes desprevenidos, algunos ensopados de lluvia matinal, se arremolinaban alrededor del negocio para escuchar y comentar con espanto el suceso. “Es un insulto a los dioses que nos han gobernado hasta ahora”, dijo el lustrabotas con su cajita bajo el brazo. “Se están cumpliendo las profecías de San Malaquías”, sostenía la veterana mujer que suele ubicarse allí con cinco niños indígenas a implorar una moneda por amor de Dios. La monjita se detuvo y escuchando la bullaranga, sentenció la verdad revelada: “Eso pasa porque se alejan del Señor”. El gerente del banco, un rechoncho mal encarado, al descender del lujoso vehículo entre varios escoltas dijo sin remordimiento: “Esos vándalos no tienen perdón de Dios”.

Laura aturdida, se le ocurrió comprar el periódico. “¿Qué dirá?”, pensó para sus adentros. Buscó en su desleído morral algunas monedas y dejando al cuidado el negocio de su vecina, se alejó con dirección a las casetas de la plazoleta Darío Echandía. Caminaba con prisa moviendo su mofletudo glúteo desordenadamente. Sofocada llegó a la primera caseta. “Buenos días”, dijo el veterano vendedor de baja estatura, obeso y charlatán. “¿Cómo decir buenos días?”, contestó Laura molesta. “Es un decir”, respondió el vendedor entregando el ejemplar y sus vueltos.  En sus manos temblorosas, ojeó rápidamente el principal titular a cuatro columnas, lo dobló, recogió el excedente regresando dando grandes zancadas. Tenía la convicción que había conseguido la verdad absoluta de los hechos. Se irguió ante el grupo arremolinado que conversaba temeroso en un desorden de padre y señor mío. Se encaramó en el andén para ser visible a todos y todas y gritando pidió silencio y atención. El periódico temblaba en sus mofletudas manos. No leía muy bien, pero se le entendía perfectamente. Lo extendió ante su mirada, protegiéndolo de la humedad que se respiraba. “Oigan bien”, dijo. “Vándalos destruyen estatua del fundador de la ciudad”. Era el titular y el subtítulo anotaba: “La gente de bien deplora el sacrilegio y clama justicia”.

El artículo era extenso y farragoso, entre otras razones, porque Laura no respetaba los signos de puntuación, a veces pronunciaba palabras a medias, tampoco hacía distinción entre un párrafo y el siguiente e incluso, por pronunciar una palabra decía otra. De todas maneras, lo leyó hasta el final. El grupo escuchaba tenso. Al terminar se atrevió a leer el titular de una noticia presentada en letras pequeñas y que decía: “Inundaciones por torrencial aguacero dejan más de cien damnificados en los barrios subnormales”.  “Eso no es importante”, dijo uno de los presentes. “¿Hay algo más sobre la noticia del día?”, interrogó la anciana de cabellos largos encanecidos y mirada perdida, cubierto su rostro por numerosas arrugas y respiración asmática. “Eso es todo”, dijo Laura doblando el pasquín y tirándolo sobre la mesita, reanudando su actividad meditabunda. “Pensé que iba a suspender la venta”, dijo Bertulfo, el sastre. Laura levantó su mirada chispeante. “El que no trabaja no come”, contestó en voz alta. “En este país no es así, come el que no trabaja. ¿Qué hace la autoridad?”, dijo Anacleto, el vendedor ambulante, frotándose las manos. El grupo rió sin saber el sentido de la afirmación.

Había dejado de lloviznar y una resolana tenue se filtraba por entre las grisáceas nubes. La ciudad iba despertando. El comercio poco a poco abría sus puertas con temor y los comentarios sobre la odisea de la noche aumentaba en los cafetines, en las esquinas, en los bares, en los pasillos de alcaldía, en la sacristía, en todas partes. La primera medida del alcalde fue la militarización de la ciudad y ordenar a la policía esmad preparar todo su arsenal para enfrentar con eficacia a los vándalos. “La autoridad debe prevalecer”, sentenció.

Pero, no todos los ciudadanos condenaban el sacrilegio de los vándalos. En voz baja, una franja amarilla, como diría William Ospina, apoyaba la audacia temeraria. Si bien no tenía claro por qué, se apoyaba en la audacia de los autores del suceso. “Creo – pensó Anacleto – que ha comenzado una nueva era en el país. Se ordena la historia y brilla la justicia”. Sin embargo, la mayoría no paraba de lamentarse y señalar el hecho como un grave atentado a la democracia y a las buenas costumbres de la ciudad musical. La academia de historia fue reunida de emergencia para estudiar el caso y emitir un pronunciamiento oficial. Durante toda la mañana deliberó a puerta cerrada. Hacia el mediodía, levantó la sesión con un escueto pronunciamiento de tres párrafos. En uno deploraba el incidente, en el otro proponía un desagravio por lo alto y en el tercero, le pedía al gobierno municipal mano dura para que la fechoría no quedara en la impunidad.

Como era de esperarse, los noticieros presentaron la declaración de la academia con espectacularidad. La repitieron tantas veces que la misma Laura se la aprendió de memoria y la recitaba a todo cliente que llegaba a hacerle el gasto. La noticia de los cien damnificados por acción de la borrasca, ocupó un lugar discreto, casi inadvertido. Al decir de los directores de estos noticieros, no era la noticia gancho, era algo tan frecuente cada que llovía con fuerza que realmente ya no era noticia. La noticia era la destrucción de la estatua, la ignominia de arrastrarla por las calles como un vulgar trofeo y someterla a un juicio popular y político.

A pesar de la débil resolana, el viento fresco de lluvia recorría la ciudad de un extremo al otro. Deambulaba taciturno metiéndose por todas partes con intensidad. Al caer la tarde, las calles se llenaban de milicos y antimotines, arrogantes y sonámbulos, mostraban con agresividad sus armas de destrucción masiva. El gobierno local estaba seguro que con tal medida aplacaría la protesta que completaba varios días en toda la nación. La gente de “bien” aplaudía la medida y rebosante declaraba que era una decisión patriótica en la dinámica de restablecer el orden y la institucionalidad.

No obstante, la chusma o el populacho, sobre todo joven, no estaba de acuerdo con la medida, porque la consideraba arrogante, militarista y antidemocrática. Sin medir consecuencias estaba dispuesta a continuar con el Paro Nacional. Un joven paliducho, con barbilla escabrosa, delgado y de movimientos rápidos retrataba fielmente la cruda realidad al decir: “No tenemos nada que perder, porque no tenemos nada. La educación me la dio mi mamá con sus pequeños ahorros de pensionada y la venta de empanadas y albóndigas. Al gobierno no le debo nada”. Erguido ante cientos de manifestantes en la calle 37 con quinta, agregaba: “Tengo títulos a granel, ¿Y de qué me han servido? Casi siempre me dicen que soy un empleado muy costoso, que, con mi salario real, perfectamente pueden contratar dos y tres personas. Así pues, no tengo nada que perder. Si perezco en esta lucha lo único que pido es que muchas manos tomen mi bandera y continuemos. No estamos ante un imposible. Muchos murieron por alcanzar la cumbre del Everest, pero finalmente muchos llegaron”.

La arenga era recibía con aplausos, vivas y compromiso fiel de continuar la protesta, aún con la cruda militarización y la articulación paramilitar abiertamente como aparecía en los vídeos que las redes sociales publicaban. El movimiento era total. También había opiniones encontradas entre los manifestantes sobre el derribo de la estatua de don Andrés López de Galarza. Para unos la medida había sido extrema. Incluso, un pequeño grupo se unió al coro oficial sin quererlo para calificar la acción de vándala. Algunos veteranos sindicalistas cayeron en esa postura, argumentando que la protesta era pacífica. “Nada justifica la violencia”, insistían, prefiriendo el camino tortuoso de la conciliación.

De todas maneras, la protesta continuaba y los más radicales se autoproclamaban de primera línea. En su mayoría, jóvenes procedentes de los barrios subnormales, barrios donde nunca llega la mano del gobierno, a no ser para cobrar impuestos y aplicar sanciones a montones. Así, pues, muchos de estos jóvenes que participaron con algunos indígenas en el derrumbamiento del busto, tenían conocimiento de la personalidad que por fin había caído en desgracia. Menos el significado real de la historia, por cuanto hasta entonces se pensaba que historia era exclusivamente pasado y que nada tenía que ver con el presente y menos con el futuro.

La multitud estremecía las estructuras caducas del descompuesto y corrupto establecimiento. Muchos hablaron de insurrección y que la revolución posiblemente estaba a la vuelta de la esquina. El ambiente era alentador. Personas de los edificios saludaban a los marchantes, hacían el símbolo de la victoria con dos manos, izaban el pabellón nacional e instaban a los huelguistas a no ceder. Era tal la descomposición moral y ética del gobierno nacional, que muchos que habían ayudado a nombrarlo con su voto, se volteaban y asumían postura autocrítica con decisión y coraje. El pequeño niño de solo seis años gritaba alborozado: “A parar para avanzar, viva el paro nacional”.

Por primera vez, los huelguistas más osados no le corrían a los milicos y al esmad. Los esperaban y los enfrentaban con piedras, palos y palabrotas a granel. Era por supuesto una lucha asimétrica. El esmad compuesto de verdaderos robots adiestrados para hacer daño al pueblo que se atreve a protestar y exigir sus derechos, incluso, matar, fue creado en 1999 por la burguesía con el único propósito de proteger sus intereses de clase e impedir cualquier protesta en dirección de exigir cambios democráticos. Los hombres de negro, símbolo de muerte, usaban como atuendo “bean bag” o bolsas de perdigones, cartuchos de gas de 37 y 40 milímetros, granadas fumígenas, consideradas mentirosamente por el gobierno armas no letales. Además, bastón tonfa, escudo antimotín de policarbonato y en algunos casos metálicos, gas lacrimógeno, bolas marcadoras, bombas aturdidoras, tanquetas para disparar agua a presión. Son verdaderos monstruos siniestros que van a la caza de humildes huelguistas que simplemente piden alzas de sus salarios, estabilidad laboral, rebaja de impuestos y/o cambios en el rumbo de la conducción del país.

Resultaba desproporcionado el armamento que usa el esmad. Pero, más desproporcionado resultaba su formación ideológica y política. El esmad en realidad es pueblo humilde que busca desesperado un empleo para paliar en parte las necesidades básicas junto a su núcleo familiar. Alguien decía con conocimiento de causa que, si el Estado garantizara el trabajo, el 97 por ciento, rechazaba este oficio a ojos cerrados. Pero, como dice el dicho popular: “La necesidad tiene cara de perro”.

En su formación, lo primero que tienen que asimilar es la doctrina de la Seguridad Nacional y del enemigo interno. Esto implica que cada integrante debe ver a sus hermanos y hermanas de clase como sus potenciales enemigos. Enemigos que hay que tener a raya y, si es necesario su aniquilamiento no se debe dudar. Se enseña que los Derechos Humanos son inventos de los comunistas y de los amigos de las revueltas. Por eso, no hay que considerarlos, ni tenerlos en cuenta en el accionar. Se enseña también que su misión es patriótica sobre todo cuando está dispuesto a defender las personas de “bien”, o sea, los gobernantes, los adinerados, los gremios económicos, las multinacionales y transnacionales, el Tío Sam, etc.

Laura, los vio descender por la tercera. Iban paso entre paso. La tanqueta descendía por la segunda, según informaba la indígena que cruzaba con sus pequeños y sucios polluelos con dirección a la plazoleta Darío Echandía. “Pobrecitos, van cagados de miedo”, dijo al tomar el termo para despacharle un tinto a Anacleto. Anacleto la miró con enfado de pies a cabeza. “¿Cómo puede decir pobrecitos a esos sí vándalos del gobierno?”. Apuró un sorbo, agregando con la misma intensidad: “Pobrecitos los huelguistas, los estudiantes, los jóvenes”. Laura frunció el ceño. No gustaba que le llevaran la contraria. “Todavía ve lo que hacen esos vándalos huelguistas y usted los sigue defendiendo?”. El tinto estaba frío, Anacleto lo bebió de dos grandes sorbos. Vio pasar el piquete y lo siguió con la mirada hasta que desapareció en la distancia, al doblar el último en la quince. Suspiró fatigado, volviendo su mirada vidriosa para observar a la vendedora de tintos. “Parece ilógico e irónico, pero usted repite el mismo discurso del gobierno, el mismo sonsonete de los oligarcas de este país”. Laura protestó. “No me compare por favor don Anacleto. Ellos son ellos y yo soy yo”. “Pues no parece, bien parece una gran socia”. Laura golpeó la mesita con el puño derecho y levantando su mirada chispeante encaró a Anacleto que no dejaba de vociferar. “Al carajo”, le dijo mostrándole la calle. “No admito regaños en mi negocio”. Los curiosos pararon la oreja. Anacleto, dejó escapar una risita pálida y cancelándole el tinto, se marchó. “La ignorancia política es atrevida”, dijo en voz baja como para que Laura no escuchara. “Atrevido”, dijo Laura en voz alta para que todos escucharan.

El sol de los venados, pálido y melancólico, iluminaba la ciudad con más desempleo, violencia y suicidios en los barrios y comunas. “Es la ciudad con más desempleo juvenil”, decía el comunicado de prensa del sindicato. Algún mandatario también le había colgado el nombre de ciudad andina de los derechos humanos, lo cual no pasaba de ser un chiste tétrico de quienes han conservado el poder indefinidamente. “Es como decir que el diablo come hostias cada ocho días”, decía Anacleto.

Anacleto, acompañado de un grupo de manifestantes, se encaminó a la 37 con quinta, con el fin de apoyar el mitin que se había preparado para esa tarde. A grandes zancadas descendió por la carrera quinta, cruzando la calle 19, interpretando en voz baja La Internacional. El grupo lo seguía sin chistar palabra. Ardía en su corazón la esperanza de un cambio social. Eso lo animaba a no desfallecer. Por la otra acera descendía un pequeño grupo llevando consigo una bandera roja con una estrella blanca y la hoz y el martillo. “Son los comunistas”, pensó. Los transeúntes se movían con prisa. Los carros pitaban y las motos hacían malabarismo para avanzar en la atosigada carrera. Se detuvo un instante en el puente para observar la avenida 19. También estaba atosigada. Era un tráfico confuso y desordenado.  

Se detuvo en el semáforo y echando una mirada por el entorno observó un grupo numeroso de jóvenes que iba apareciendo en las bocacalles con entusiasmo agitando banderas, lanzando gritos contra el gobierno y entregando consignas a cuantos encontraba a su paso. Otros armaban el porrito en la cara de los polizontes, que haciéndose que no era con ellos, miraban en otra dirección.

“Esto es un estallido social”, dijo Elogio mirando con asombro a Anacleto. Tenía un traje oscuro, una cachucha del mismo color y unas sandalias negras. El pequeño carriel en su espalda y sus gafas oscuras, portaba una pancarta enrollada. Su rostro macilento asumía un gesto agudo de preocupación. Nervioso miraba a su alrededor calculando para sus adentros la cantidad de gente que se iba desplazando a la calle 37 a participar del mitin.  “Creo que es la mejor manera de calificar esta protesta nacional, compañero Elogio”, dijo Anacleto apurando el paso. “Nuestra tarea fundamental es direccionar este estallido para que no desencadene en anarquía, que es lo que quiere el gobierno con el propósito de justificar la brutal agresión. ¿No le parece?”, agregó. “No es fácil organizar la masa, compañero”, dijo Elogio haciendo un gesto poco usual en él. “Pero, ¿Qué hay fácil en este sistema económico, compañero? Nada. ¿O me equivoco?”, insistió Anacleto, mirándolo de reojo, sin dejar de avanzar. Elogio suspendió abruptamente el tema. “Mira, dijo, ahí está la 37 y está repleta…Mira, compañero”, dijo alborozado Elogio señalando con el índice derecho. El grupo se detuvo y observó la gigantesca concentración, la cual estaba orientada por los trabajadores y los médicos de la salud pública de la ciudad. Era una gigantesca mancha blanca. Los enfermeros, médicos e incluso, especialistas sostenían en alto carteles denunciando la problemática de la salud pública del país.  Anacleto se rascó la cabeza, afirmando con fuerza: “Carajo, la tarea era venir de blanco y yo con este buso oscuro. Voy a quedar como mosca en vaso de leche”. El grupo sonrió. “El color no es el sabor”, contestó Elogio, caminando mientras explayaba el cartel que portaba en su hombro derecho.

La 37 estaba atiborrada sobre todo de juventud que agitaba pancartas, afiches y pasacalles. Para algunos médicos y enfermeras era la primera vez que se atrevían a salir en masa a luchar por sus derechos. Nerviosos y nerviosas permanecían sobre la vía portando un farol encendido. Temblaba en sus manos. Los sindicalistas, curtidos en la brega, no dejaban de lanzar consignas y animar a los presentes diciendo que se necesitaba derrotar la ley 100 de 1993, que había cobrado más vidas que el mismo conflicto social y armado que el país padecía por más de cincuenta años.

El sol se había marchado y la noche ocupaba su sitio. Una leve llovizna comenzó a caer de improviso mojando la concurrencia. “Hasta el clima está deschavetado”, dijo Elogio moviéndose como pez en el agua buscando la mejor ubicación.  “La lluvia no es una tragedia, es un buen augurio que refresca la protesta”, contestó Anacleto extendiendo la pancarta. Los jóvenes saltaban como cauchos, lanzando diatribas fuertes contra el gobierno nacional. Una enfermera espigada de ojos brillantes y movimientos lentos, se acomodó las antiparras y acercándose al micrófono que había sido ubicado en el centro de la avenida, se dirigió al auditorio. Su voz melodiosa y segura cautivó al auditorio. “El sector salud se suma al paro nacional por extrema necesidad”, comenzó diciendo. “La ley 100 de 1993, cuyo ponente fue un senador del cual no se puede decir su nombre, enterró la salud en el sótano de la privatización, dejando de ser un derecho para convertirse en una mercancía lujosa de difícil acceso”.

“Con esta ley – continuó diciendo – ha muerto más conciudadanos que los que han muerto durante el larvado conflicto social armado que hace más de cincuenta años vive la república. La constante es el denominado paseo de la muerte, el rechazo del paciente en las mismas puertas de los hospitales y las clínicas porque sus familiares no tienen suficientes recursos económicos. La ética profesional del médico ha sido rota hace rato, por cuanto no puede formular lo que sus conocimientos les indican, sino los medicamentos “basuras” más económicos que ofrecen las empresas prestadoras de salud. El mismo lenguaje ha sido cambiado totalmente. Ya no se dice paciente, sino cliente. ¿Qué significa esto? Significa que la persona no es mirada con espíritu de solidaridad y filantropía, sino con definido interés económico”. Una aturdidora ovación ahogó las últimas palabras, un cúmulo de consignas inundaron el ambiente cada vez más enrarecido. Parado en la punta de los pies, Anacleto se irguió para gritar: “¡Abajo el gobierno títere y corrupto!” El grito salió de lo más profundo de su alma. Era una mezcla rara de rabia y frustración. “!Abajo, abajo, ¡abajo!”, contestó la muchedumbre retumbando por toda la ciudad.   

Un médico joven tímidamente se arrimó al micrófono esperando paciente su oportunidad para intervenir. Cuando le tocó, se refirió a la desnutrición en los niños y dijo sin rodeos que cientos de infantes antes de cumplir los cinco años, venían muriendo de inanición en distintas regiones del país. Sacó del bolsillo de su camisa un papelito con una estadística, según encuesta nacional de situación nutricional (ENSIN), diciendo: “En 2015, murieron 48 niños por este concepto; en el 2016, 85; en 2017, 50; 2018, 105 y en 2019, 64. Todo eso sucede – agregó – en el considerado país del sagrado corazón de Jesús”. “Esto da ganas de llorar”, expresó Elogio sin quitarle la mirada al orador. Uno de los presentes reflexionó en voz alta: “Eso sin tener en cuenta los casos que no son documentados, que en realidad son la mayoría”. El orador terminó su intervención y quitándose el sudor de su frente con el pañuelo blanco con líneas azules, se alejó con dificultad entre la multitud.

La manifestación se mantuvo hasta bien entrada la noche. El bullicio estremecía el entorno y la indignación aumentaba. Los cánticos rasgaban la noche oscura con ímpetu. Las banderas se agitaban y las pancartas se mecían en la oscuridad. Los niños corrían desbocados a recoger las bombas multicolores. Alguien gritó: “En la calle el docente también está educando”. La gente volvió la mirada con curiosidad. La contundente frase había calado en la conciencia de los asistentes. No pertenecía al gremio paramédico. Eso llamó la atención por cuanto estaba programada la marcha de los maestros para la siguiente noche. La consigna potente volvió a escucharse. El estrépito de los aplausos no se hizo esperar. Fue atronador. Elogio lo encontró en la penumbra. Era de baja estatura y barrigón. Tenía un bozo metálico encrespado y unos ojos cafés alargados de mirada penetrante. Sostenía en sus gruesas manos el tricolor nacional en una asta de madera pulida y redonda. La agitaba con frecuencia en todas direcciones. Era una voz grave y precisa. Abriéndose espacio, Anacleto se le acercó y estrechó la mano con alegría desbordante. “¡Qué consigna tan aleccionadora!”, dijo sonriente. El profe lo miró y le correspondió con la risita. “Muchas gracias, compañero”, dijo.

Volvió la llovizna. Era menuda y taciturna. La manifestación se fue disolviendo. El grupo médico enrolló sus pancartas y entre comentarios, risas y chistes, marchó a casa con la satisfacción a flor de piel. Todo había salido mejor de lo presupuestado. El pueblo había salido con decisión a exigir la salud como derecho. La consiga de derogar la ley 100 de 1993, se había sentido con fuerza durante la manifestación que se había prolongado por más de tres horas.

Bertulfo enrolló su bandera y despidiéndose de Anacleto y Elogio, abordó un taxi amarillo. “El Paro Nacional continuará mañana con la protesta de los docentes”, dijo. Anacleto y Elogio sonrieron y levantando el índice derecho, se dispusieron a regresar a sus casas. ¿Qué va a hacer mañana?”, preguntó Anacleto. “Tengo pendiente la confección de un par de pantalones para don Elías”, contestó. “¿Quién es don Elías?”, preguntó Anacleto terminando de enrollar el pasacalle.

Bertulfo sonrió. Le pareció gracioso la forma como Anacleto formuló el interrogante. “¿Le suena ese nombre?” “Por supuesto que no”, contestó Anacleto avanzando por la calle 37 hacia la avenida Ferrocarril. “Es el riquito del barrio. Tiene varios negocios como tiendas y bares, pero es tratable y muy servicial. La única falla es que es gobiernista a morir, cree ciegamente el discurso del gobierno”. Anacleto sonrió levemente. “Es un pobre rico o rico pobre”, dijo sin dejar de caminar. Cruzaron la avenida. El jardín de luces del fluido eléctrico iluminaba el entorno. Poco a poco el tráfico se iba normalizando. Esperaron con paciencia el cambio de luz del semáforo. “¿Es reaccionario?”, preguntó Anacleto. Bertulfo sonrió. “Es gobiernista. Deduzca”, contestó irónico.

Antes de llegar a su casa, en una tiendita de poca monta, Bertulfo invitó a su amigo a tomar algo. Una mujer rellena morena de cabello enrollado los atendió. “Una amarguita no cae mal”, dijo Anacleto acomodándose en un asiento plástico color blanco en una mesita rectangular del mismo material y color, dando a la calle. “Dos amarguitas”, dice Bertulfo después de saludar a la propietaria con fina galantería. “Después de una jornada tan productiva qué mejor que degustar una pochola”, agregó frotándose las manos entre sí. Su interlocutor sonrió. “Así es”, dijo. “¿A don Elías cómo lo defines políticamente?”, preguntó Anacleto después de saborear el primer sorbo. “Es un hombre de derecha”, dijo Bertulfo. Lo miró de reojo, agregando por entre los dientes: “¿Quizás de extrema derecha?”. Anacleto dejó escapar una sonrisa estridente que se escuchó en toda la tienda. “Se cree oligarca seguramente”. “Obvio”, contestó Bertulfo acomodándose el boso metálico. “No odia el comunismo, pero sí le tiene pánico, terror, porque considera que en este no hay libertad, no hay derecho a tener nada de su propiedad. Dice que hasta su mujer tendría que compartirla en el comunismo”.

Anacleto se inclinó para pedir una segunda tanda. “¿Así piensa ese tal Elías?”, insistió, mientras le quitaba la etiqueta a la botella. “En realidad es un burro cargado de plata. Camina para adelante porque ve caminar a los demás o si no, con toda seguridad caminaría hacia atrás como el cangrejo”, señaló Bertulfo saboreando la bebida. “Se traga completamente el hilo y la carreta”, agregó. Ambos tenían claro que el adinerado comerciante era una víctima más de la propaganda mediática de los dueños del poder. Si bien tenía con qué paliar la crisis económica y comer las tres comidas al día, no era parte del círculo cerrado de la gran burguesía. Era un proletario con un leve respiro económico. “La ideología capitalista tiene el poder mágico de hacer creer que el individuo porque tiene una casita, un carrito, una finquita y una cuentica de ahorro es millonario, burgués”, dijo Anacleto, mirando a su contertulio. “Eso es cierto”, contestó Bertulfo. “Cree ciegamente que se puede codear con los dueños del país y que la cola le pesa tanto como la de Luis Carlos Sarmiento Angulo o Carlos Ardila Lulle”. Ambos rieron, mientras apuraban el sorbo de cerveza.

Bertulfo levantó la mano para pedir otra tanda, pero justo en ese momento se escuchó un estruendo por los lados del campus universitario. “¿Qué es eso?”, dijo mirando a Anacleto. “La represión en acción”, dijo Anacleto poniéndose en pie. Al estruendo siguieron otros más fuertes y contundentes. Pronto un ejército de muchachos cruzó por el lugar llevando una carga de piedras, palos y caucheras. Uno de ellos, se acercó y mirándolos, les dijo: “Camaradas a dormir, hay tropel”. Anacleto golpeó la mesa con furia. “Maldita sea, no tener veinte años menos”. El joven lo miró sereno y golpeándole suavemente el hombro, le dijo: “Lo que hicieron ustedes es suficiente, ahora nos toca a nosotros. Ustedes comenzaron el recorrido, nuestro deber es continuarlo con la misma entereza”. El joven se alejó, perdiéndose rápidamente en la callejuela. Anacleto y Bertulfo, cancelaron la deuda marchando a sus respectivos hogares, pensando en el tropel.

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