jueves, 18 de noviembre de 2021

El Ocaso de los Dioses. Novela. Autor: Nelson Lombana Silva. (Segundo capítulo)

 


Todo comenzó en el monumento de Andrés López de Galarza, después de las nueve de la noche. El plan se puso en ejecución. Centenares de jóvenes venidos de los barrios más distantes de la ciudad, se mezclaban con indígenas venidos del sur del departamento a expresar la solidaridad de clase y de paso exigir sus propias reivindicaciones. Precisamente, una de ellas era su identidad. La rabia acumulada durante largas centurias hacía metástasis. La sed de justicia y búsqueda de identidad se respiraba en el ambiente. Mientras en un extremo la olla comunitaria hervía a borbotones, en el otro, sendos discursos patrióticos y consecuentes con la realidad calentaban el ambiente. Los oradores desnudaban la podredumbre del régimen, la dependencia del imperialismo norteamericano y la corrupción galopante del narcotráfico, la violencia y la represión. Música protesta también aireaba a intervalos en una noche oscura sin una sola estrella en el amplio firmamento.


Sofía, estudiante de antropología, gordita y bajita de estatura con gafas de vidrio grueso, arribó al atril, llevando en sus manos un mamotreto de papeles; tenía puesto un jean azul desteñido y una camiseta blanca, botines cerrados color negro. Su cabellera oscura abundante caía sobre sus hombros. Era trigueña. Una vez el animador la anunció, un ruido estridente se escuchó en la multitud, un murmullo que fue en aumento. Pausadamente, acomodó el micrófono una vez descargó el mamotreto en el pequeño atril.   

Su discurso comenzó en voz baja, casi imperceptible. Pronto el murmullo cesó y la muchedumbre se conectó con la oradora. “No vengo a discursearme, vengo a conversar, quizás a debatir con todos y cada uno de ustedes presentes en esta protesta que hace parte del Paro Nacional”.

La propuesta caló. “No será un monólogo”, dijo el gobernador indígena, moviendo la mochila que colgaba del hombro derecho. “El momento no está para discursos ventijulieros”, pensó Asdrúbal, líder campesino. “Menos palabras y más acción”, expresó Danielita, lideresa estudiantil de secundaria, agitando la bandera de su colegio.

De una manera pedagógica, clara y concisa, usando palabras propias del entorno, Sofía explicó lo que tenía que explicar. Defendió, inicialmente, el derecho a la huelga, a la protesta, afirmando que éste se encuentra consagrado en la Constitución Nacional. Dejó claro que la protesta era constitucional, un derecho que tiene el pueblo a expresar su inconformidad y exigir de los gobernantes solución a la problemática planteada. Sostuvo que en un país donde no se respeta este derecho, no se puede catalogar de democrático, “más bien es una dictadura que merece todo el repudio y el rechazo popular”, señaló con especial énfasis.

A continuación, explicó detalladamente el valor de la unidad del pueblo, su poder y la necesidad de materializarla en la práctica. Desde luego, no ocultó la complejidad, por cuanto el pueblo está dominado violentamente por la cruda división. Se irguió con decisión al decir: “Divididos entre hombres y mujeres, jóvenes y viejos, entre godos y liberales, entre ricos y pobres, entre optimistas y pesimistas, entre pacíficos y violentos, entre agredidos y agresores, entre honestos y deshonestos, entre creyentes y ateos, entre negros y blancos, entre indígenas y campesinos, entre campesinos y citadinos, etc. etc.”.

Y, a pesar de esta cruda realidad, Sofía, explicó con vehemencia que la unidad de la masa era el único camino para convertirse en poder dominante. “No hay otra fórmula”, explicó pausadamente. Recordó el pensamiento del guerrillero heroico Ernesto Che Guevara, quien sostuvo que la unidad es táctica y estrategia, a su vez. “La unidad es fuerza, es poder”, explicó con vehemencia.  

Especial espacio le deparó a la concepción de la historia, comenzando por rechazar el significado que suele darle los historiadores de la burguesía. En ese sentido, señaló que historia no es simplemente pasado muerto, que nada tiene que ver con el presente y el futuro. Su dulce voz femenina se escuchó por todo el escenario al explicar el verdadero significado de ésta. “No es simplemente pasado muerto como lo dice el establecimiento”, indicó. “Es ante todo presente y futuro. ¿Cómo hacemos para interpretar el presente y proyectar el futuro?”, se preguntó con fuerza. Miró con especial afecto al auditorio antes de ella misma responderse: “La única forma de conocer el presente y proyectar el futuro es conociendo el pasado, pasado vivo porque tiene que ver con el momento actual y desde luego, el futuro”.

El aplauso fue atronador. Los vivas a la lucha del pueblo y los abajos al gobierno déspota, rufián y pusilánime, no se hicieron esperar. Era una fiesta total. Por los cuatro costados seguía llegando gente, especialmente joven. Las fumarolas de jóvenes llevados por el cannabis también inundaban el escenario. Nadie se fijaba en eso. Era visto con absoluta normalidad, sobre la base de la diversidad y pluralidad, el aceptarse tal como es. Un grupo de jovencitas vociferaba porque no podía armar el “cachito”, el tufo etílico se sentía a leguas. Era el pueblo tal como es, en la calle exigiendo a su manera sus derechos secularmente desconocidos e ignorados. El pueblo había despertado de ese crudo letargo y de qué manera. Era un volcán en erupción.

“Esta burguesía nos ha amaestrado para odiar a nuestros mártires, nuestros héroes, nuestros ancestros y rendir culto de admiración, a los verdugos, a los criminales, a los ladrones y a los apátridas”, subrayó Sofía, después de tomar un sorbo de agua mineralizada y quitarse de su frente un hilito de sudor. “La historia está contada al revés. No es más que una versión de la clase dominante. Y de lo que se trata es de contar la historia al derecho y dimensionar la versión del pueblo. ¿Acaso, no lo dijo Gabo: “¿Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, echa más para esconder que para clarificar”?  La ovación estalló con estrépito en la ya gigantesca movilización. Sin dejar de agitar su bandera, el gobernador indígena, se paró en la punta de los pies y gritó con todas sus fuerzas: “¡Viva el Paro Nacional!” la respuesta del público fue apoteósica.  

Un grupo de jóvenes encapuchados y vestidos de negro llegó al sitio por los cuatro costados. Nadie se percató. Disimuladamente fueron tomando posiciones estratégicas. Participaba de la algarabía y lanzaba palabras soeces contra el gobierno, el militarismo y el paramilitarismo. “Qué grupo tan radical”, dijo el gobernador indígena. Danielita que cruzaba por allí, se acercó y le dijo al oído: “Pilas, pueden ser tiras”. El gobernador no le dio importancia a la advertencia de la joven lideresa. Por el contrario. Aplaudía con frenesí las consignas de los encapuchados.

Sofía, continuaba su intervención, moviendo el mamotreto de papeles que llevaba consigo, colocado en el improvisado atril. Abordó el tema de la cultura señalando cómo la cultura ancestral había sido vilipendiada a partir del 12 de octubre de 1492, cuando la desalmada invasión ibérica con la llegada de malhechores, confesos criminales y asaltantes de caminos, que lo único que vieron y con qué codicia fueron los encantos naturales de la madre naturaleza, como el oro, la plata, el platino, las esmeraldas, las montañas, la estrella hídrica, el viento puro y demás maravillas que eran cuidadas celosamente por los mayores, conscientes que todo aquello no les pertenecía a ellos, sino a las futuras generaciones.

El continente no estaba repartido o dividido por angurrias y mezquinas fronteras, había una organización que garantizaba la convivencia y la fértil solidaridad entre los pueblos. Las disputas tenían sus reglas claras de obligatorio cumplimiento por las partes en conflicto. Nadie soñaba con apoderarse de las pertenencias de los demás y se respetaba la colectividad como algo sagrado, designo supremo de sus dioses. Había un especial respeto y admiración por la madre naturaleza. Los animales se movían libremente, los ramilletes de pájaros multicolores. Los bienes se socializaban y se compartían con todos y todas. Los grandes privilegios no existían.

El arribo de estos malandros proscritos por la historia y el sentido de humanidad, puso fin a ese mundo maravilloso pletórico de paz y sana convivencia. Aparece la avaricia, la sed descomunal por el oro y las leyes para apoderarse de la tierra. Surge la propiedad privada, la cual se impone a sangre y fuego. Los altares son violentados, derribados los dioses y colocado allí, un dios europeo, ojos zarcos, alto, oligarca y petulante. Un crucifijo infame y subdesarrollado lo presentaron como la última novedad. Entonces, nos consideraron idólatras, seres sin alma, seres sin condición humana, subdesarrollados, animales que había que aniquilar o en el peor de los casos, amaestrar. En menos de cuarenta años pasamos de cuarenta millones a tres millones. El curita Fray Bartolomé de las Casas, en su libro: Brevísima relación de la destrucción de las indias, narra con honradez y crudeza lo que hicieron estos invasores en nombre de Dios y del Rey. Muchos años después a un Papa se le ocurrió decir que el aborigen también tenía alma. Pero, quizás fue demasiado tarde porque el grueso de la población había desaparecido producto de la ambición, la orgía de sangre, la masacre y el derrumbe de la cultura. Los sobrevivientes tuvieron que acoger esos rasgos culturales, todos caracterizados por la avaricia, la ambición, la violencia, la explotación y la expoliación. Crucifijo en mano y en la otra la espada afilada, el nativo sobrevivió humillado y explotado, adulando esa cultura e ignorando la propia. El diluvio universal de la maldad cayó sobre este pueblo con toda virulencia, manteniéndose hasta nuestros días con sus propias características. Tuvieron el cinismo de llamarnos bárbaros, incivilizados y cortos de espíritu, mientras ellos fueron autoproclamados civilizados de inteligencia ilimitada. Impusieron con extrema violencia el designio de que ellos estaban predestinados para mandar y el aborigen para obedecer. “Esto se ha mantenido incólume”, dijo Sofía moviendo sus brazos como dos aspas.

Asdrúbal, el líder campesino, se estremeció de pies a cabeza. Nunca había escuchado una intervención tan clara y elocuente. Sentía que soñaba y flotaba en aquel escenario abigarrado cuando ya se aproximaba la media noche. Danielita cruzó por allí, diciéndole casi al oído: “Es lo que se conoce como aculturación”. El campesino volvió la mirada sin entender el mensaje e intentó preguntar, pero la joven lideresa se abrió campo y se alejó gritando consignas. “No sé qué quiso decir la compañera”, pensó.

Sofía, aprovechó los sonoros aplausos para tomar agua mineralizada. Echó una mirada circular al auditorio y se dispuso a terminar su disertación. Un tanto afónica, tomó la última parte del mamotreto. Lo acomodó y después de acariciarlo con sus manos húmedas lo desarrolló con singular intensidad. “Esa mujer tiene garganta de hierro”, pensó el gobernador indígena.

En este acápite, la oradora enfrentó las habladurías del gobierno nacional. Lo hizo con grandeza y fina argumentación, dejando atónito a todos los presentes. Criticó duramente la pusilánime actitud de los medios de comunicación. Los calificó de incomunicación, tal como lo había calificado el famoso escritor Eduardo Galeano. Instó a defender y a desarrollar los Medios Alternativos de Comunicación. “Hay que destruir el mensaje único, la imagen única e imponer el mensaje colectivo y la diversidad de imágenes que refleja la diversidad humana”, indicó.

“El gobierno nacional a través de estos medios masivos, que son en realidad máquinas para alienar, desinformar y embrutecer, ha dicho que somos vándalos, que sembramos el caos en calles y avenidas, sin ninguna fundamentación, sin ninguna razón de ser. Este disparate lo repiten estos medios masivos hasta que el pueblo termina repitiéndolo maquinalmente y asumiendo que es la verdad absoluta”, dijo.

“De esto se desprende – agregó – que el común de la gente atontada por estos medios, considere todavía que el gobierno es el bueno y nosotros los malos. Es tal la influencia mediática que, a estas alturas, mucho pueblo siga pensando que los invasores fueron y son los buenos y los aborígenes fueron y sigan siendo los malos. Eso se corroboró al cumplirse los quinientos años del infeliz insuceso, cuando los grandes medios titularon a cuatro columnas vistosas: “Conmemoración del encuentro de dos Culturas”.  ¡Qué infamia! ¿Cuál encuentro de dos culturas? En realidad, lo que ocurrió fue una brutal y desalmada invasión, etnocidio y un atraco inmenso. El grado de aculturación fue total”, señaló Sofía golpeando con el puño de la mano derecha el atril.

Volteó ligeramente su rostro cansado para mirar la figura del fundador de la ciudad. Lo señaló con el índice. “Este mequetrefe es tenido como un dios, mientras a la cacique Dulima, una hechicera que mereció la hoguera”. Los encapuchados agitaron los brazos y levantaron sus voces en su máxima expresión. El estallido social fue total. El gobernador indígena arrojó con virulencia su estandarte contra la imagen y empuñando su bastón de mando ordenó actuar. En su dialecto propio señaló: “Vamos por la segunda y definitiva independencia”. El ruido de tambores inundó el espacio. Los gritos alusivos al Paro Nacional se escucharon con ímpetu esa noche oscura y húmeda. Maceta en mano, manos anónimas comenzaron a despegar la estatua. Fue una tarea dispendiosa, pero emocionante. La sangre hervía en las venas de los presentes. Al decir de algunos indígenas, había llegado la hora de hacer justicia. La gritería fue máxima cuando la imagen comenzó a ceder. Nadie estaba quieto, era una marea que se agitaba con frenesí. Sofía, bajó del atril, con la convicción de que sus últimas palabras no habían sido escuchadas. Avanzó despacio entre el tumulto y como pudo fue a un extremo. Allí, pudo respirar mejor. Danielita, se le acercó y la abrazó. “Qué intervención tan valiente y coherente”, le dijo. Sofía sonrió y tomando un sorbo de agua mineralizada, acomodó en su morral el mamotreto. La zambra estaba prendida.

La imagen cedió y cayó de cabeza en el césped. Todo fue holgorio. Un grupo de estudiantes, la lio con un laso grueso y entre éste y encapuchados comenzaron a halar con fuerza con dirección al alma mater. La multitud seguía la improvisada procesión lanzando improperios contra los invasores y exigiendo justicia. La noticia se regó como pólvora. El escuadrón de la muerte, el Esmad, se desplazó en manada al campus universitario, dejando ver las armas de punta. El ruidoso imperio del terrorismo de estado, una vez más inundaba el entorno. La orden venía del gobierno central con la misma consigna: “Son vándalos”.

No se le ocurrió pensar un instante al presidente de la república que aquello era un acto de soberanía nacional, un acto de lealtad con sus ancestros, un acto de dignidad nacional. El suceso fue calificado de subversivo y profanación de los mayores símbolos de la nacionalidad. “Nada más vándalo que actuar contra un monumento como Andrés López de Galarza”, dijo el gobierno en su declaración pública. “Es una afrenta a la historia y a los héroes de la historia”, agregó.

Inmediatamente, los medios masivos de comunicación, repitieron en coro la declaración del señor presidente de la república durante las siguientes veinticuatro horas en el horario triple A, entrevistaron a los catanos de la Real Academia de Historia y los dirigentes políticos de extrema derecha. El pueblo analfabeto y alienado terminó repitiendo maquinalmente ese discurso. Antonino, el lustrabotas de la cuadra, reaccionó con virulencia, atreviéndose a pedir la pena de muerte para aquellos vándalos forajidos que se habían ensañado con sevicia contra los héroes de la patria y la historia. “Es en estos casos donde la pena de muerte cae como una bendición”, dijo mientras lustraba a Saturnino, el politiquero del barrio.

La derrota del gobierno consistió en no tener respaldo unánime en sus puntos de vistas manifestados en su declaración. Al no tener sintonía con la dinámica popular, el mandatario pensaba que el pueblo seguía siendo borrego como hace cincuenta años, cuando el sistema bipartidista enfrentó al pueblo entre sí colocándole a un sector el rótulo de liberal y al otro el rótulo de conservador. Utilizando la consigna de Nicolás Maquiavelo de “divides y reinaras”, se produjo el brutal enfrentamiento entre chusmeros y pájaros, generando la muerte de más de trecientos mil compatriotas humildes, en su inmensa mayoría campesinos e iletrados, mientras los jefes nacionales de bando y bando departían wiski en el extranjero. Exacerbaron el odio por los colores cuando el físico y matemático inglés, Isaac Newton, nacido el 4 de enero de 1643 y fallecido el 31 de marzo de 1727, había demostrado científicamente que los colores no existían.

Si bien es cierto, las grandes rotativas desinformativas, mal llamadas medios de comunicación, cerraron sus espacios a esa otra opinión que se escuchaba escuetamente en la calle, en los cafés, en los centros universitarios y en los intelectuales orgánicos, ésta se regó como pólvora por los lugares más inhóspitos y distanciados de la gran mesa del rico Epulón. La inconformidad comenzó a rugir y a multiplicarse con ímpetu descomunal. La idea de que la historia se venía escribiendo al revés y que era necesario escuchar la versión de los vencidos, del pueblo anónimo, cruelmente expoliado, tomó tal fuerza que hizo estremecer las estructuras del estado egocéntrico y descompuesto moral, política y éticamente. El gobierno creía ciegamente que nadie concurriría al juicio político contra el invasor Andrés López de Galarza, pero una vez más, se equivocó de cabo a rabo, como diría Gabo.

En el suigéneris juicio histórico y político, el pueblo en todos sus matices se hizo presente y educadamente escuchó, opinó y decidió. Fue un juicio con todas las de la ley, respetando el debido proceso y el derecho a rebatir argumentos. Si bien es cierto, el acusado no habló, sus defensores de oficio se batieron como leones heridos para demostrar la inocencia del inculpado. Pero, todo fue vano. La realidad histórica se impuso con sobrados argumentos. El principal argumento giró en torno a que era un personaje muy estudiado, muy preparado, que había ocupado los cargos más elevados de la colonia y tenía las mejores relaciones con la crema de la burocracia. Al decir de los defensores (Que no fueron pocos), merecía ocupar los más elevados altares como símbolo de gratitud por fundar la ciudad musical de Colombia. Ese solo hecho merecía todo el aprecio y la admiración.

El juez del caso, era un joven alto, encorvado, chivera escabrosa, gafas oscuras esféricas y contextura esquelética. No paraba de escribir junto a su secretaria, una joven agraciada de mirada taciturna y cabellera esponjada. La toga negra elaborada por doña Hortensia a toda carrera, le daba ciertamente un hálito de autoridad al estudiante de último semestre de Derecho.

El ambiente era de expectativa. Había el rumor que en cualquier momento los ángeles exterminadores de la vida y de la esperanza, harían presencia en la singular audiencia que se desarrollaba en el parque principal del alma mater. Había especial vigilancia revolucionaria por cuanto se conocía ampliamente de la pusilanimidad del esmad que solía actuar a mansalva y a la fija. La custodia era férrea, pero no por el armamento que se portaba, sino por el grado de conciencia. Participaban de esa vigilancia miembros de la guardia indígena y estudiantes de las facultades de sociología, antropología y ciencias sociales.

El alegato fue intenso. Cada quien expuso con plena libertad sus argumentos. Llegaba la hora del veredicto del Señor Juez. Caminó al improvisado atril llevando consigo un pequeño mamotreto de papeles y documentos que más o menos contenían los argumentos expuestos por los acusadores y los defensores del forajido ibérico. El Ducuara estaba atiborrado. Un auditorio joven en su inmensa mayoría, estaba a la expectativa. Un vientecillo fresco de las once de la noche oscura movía el ramaje de los árboles, suavizando un tanto el ambiente.

Con pausa acomodó el micrófono y después de mirar la audiencia comenzó a hablar pausadamente. El introito fue certero por cuanto señaló que aquello no era una locura de una multitud enardecida llevada por la psicología colectiva, sino la razón suprema de un pueblo que comenzaba a despertar a exigir sus raíces, su identidad, mancillada durante tantos siglos. El auditorio que inicialmente se mostraba hostil y en cierta medida anarquizado, fue cediendo asumiendo una postura distinta. Una parte se acomodó en el piso, la otra en la pequeña gradería y la otra permaneció en pie, escuchando atentamente la disertación.

No fue una recocha como la prensa amarillista tituló al otro día. En realidad, fue un acto solemne, emocionante e histórico, por cuanto el pueblo comenzaba a expresar su propia historia, desechando la vieja historiografía de la apátrida burguesía que durante largas centurias nos había enseñado a enaltecer a los victimarios y a subvalorar a las víctimas. Era una historia contada al revés e impuesta a rajatabla con toda clase de infamias y calumnias de los vencedores.

Aquel acto no era un hecho accidental y circunstancial. En otras regiones del país, había ocurrido lo mismo en el marco del Paro Nacional. Había llegado la hora de reivindicar la geste del pueblo aborigen, enaltecer su resistencia y el derecho supremo a ser libre. En otras palabras, se trata de desbaratar de tajo el tinglado y armar uno nuevo desde los pueblos ancestrales colocando la historia patas abajo. Eso fue lo que hizo esta muchedumbre esa noche con todos sus emocionantes errores e incluso, subjetivismo.

Los acusadores pudieron demostrar la bajeza de la clase dominante de rendir culto a los malhechores que habían llegado a este continente como potros salvajes a devorar cuanto encontraban a su paso, tal como lo hace la avalancha que se lleva todo lo que encuentra a su paso. No llegaron a compartir, llegaron a competir y de qué manera. No llegaron a construir, llegaron a destruir. Llegaron a aclimatar la violencia y la brutal explotación del hombre por el hombre. Erradicaron nuestras culturas, nuestras tradiciones y nuestros códigos de convivencia, imponiendo con horror y terror, su religión, sus sucias costumbres avaras, su idioma y sus códigos e impuestos alcaba

No satisfechos con todos estos males, finalmente nos obligaron a decir que los principales asesinos que dirigieron esta macabra operación exterminio (etnocidio), eran héroes, semidioses, que había que adular por los siglos de los siglos y conservar sus nombres en efigies, monumentos y retratos por todo el país, en calles y plazas públicas. A su vez, la resistencia indígena había que considerarse como el mayor despropósito de seres sin alma, que se atravesaban como vacas muertas al progreso civilizatorio del pensamiento único emanado de la considerada “madre patria”. Así, pues, fuimos considerados animales salvajes que había que ser aniquilados sin contemplación alguna para que la raza española entrara y dominara todo el territorio.  Crucifijo y espada, se impusieron a sangre y fuego. Además, nos inundaron con enfermedades infectocontagiosas como la sífilis, la blenorragia y la gonorrea. Todo porque los primeros en invadir a este continente fueron la bazofia de la sociedad europea, criminales rasos condenados a cadena perpetua, prostitutos y degenerados de la peor calaña. Esos fueron los primeros dioses en llegar a esta parte del mundo por un maldito error de cálculo. Creo que Cristóbal Colón murió convencido que había llegado a la india.

El recuento que hizo el Señor Juez, fue meticuloso. Incluso, citó con amplitud textos aleccionadores que poco a poco han ido saliendo a la luz pública, colocando contra la pared el analfabetismo histórico que nos asiste. A manera de ejemplo: Breve relato de la destrucción de las indias del curita Fray Bartolomé de las Casas; el Hurakán de Germán Castro Caicedo y, las Venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano.

Fundamentado en gran medida en estos textos, el Señor Juez pudo dimensionar los argumentos de los acusadores y rebatir con relativa facilidad la argumentación de los defensores, quienes acudieron al historicismo fatuo, la religiosidad y al idioma. De igual manera, a la tradición impuesta por la clase dominante durante el transcurrir de largos y azarosos siglos. El truculento cuento de que contrariar los designios trazados por los superiores era un acto de rebeldía que rayaba con la ingratitud, implicaba contrariar el orden y la costumbre establecida en el tiempo y en el espacio. Era menester, por el contrario, perdonar los errores y equivocaciones y dimensionar los aciertos maravillosos de tener una religión, un idioma y unas costumbres europeas.

De una manera clara y contundente, el Señor Juez señaló que no había una sola razón poderosa para continuar endiosando la aculturación que invasores ambiciosos y sí salvajes, habían puesto en práctica desde aquel distante 12 de octubre de 1492. “No hay nada que agradecer”, sostuvo enfáticamente, en sus considerandos. Asumir una postura de agradecimiento de un invasor que trajo la muerte, la destrucción, las enfermedades, la violencia, equivaldría a asumir una postura masoquista, que nada tenía que ver con un pueblo que poco a poco iba rompiendo las cadenas de la opresión y la resignación, ésta última bien parecida a la estupidez y que la expresaba con qué ímpetu la religiosidad.

Sus argumentos finales fueron claros y contundentes. No dejaron dudas en los presentes. En cambio, muchas preocupaciones en la tradicional clase dirigente, que colocó el grito en el cielo afirmando sin ambages en sus medios masivos de comunicación, que todo era un sacrilegio, una infamia contra el buen nombre del señor fundador de la ciudad. No era una postura cuerda y sensata, era el accionar característico de vándalos sin control que propugnaban por acabar con la propiedad privada y establecer la dictadura del comunismo, sin el amparo de Dios y el sacrificio oceánico de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Era menester una cruzada para detener el torrente inexorable de ideologías opuestas al sentimiento popular del pueblo que tradicionalmente había respetado y admirado el descubrimiento y la colonización como actos de grandeza y de admiración. Esa verdadera y única historia había que conservarse inmodificable, sin quitarle siquiera una coma, porque se corría el riesgo de tergiversar lo que tanto se había conservado hasta entonces con sigilo y claridad.

Finalmente sentenció, el Señor Juez: “Ha llegado el momento de escribir la verdadera historia, destacar el heroísmo de nuestros antepasados aborígenes y darles el estatus correspondiente. La verdad debe brillar sin mancha en el amplio firmamento de este continente que se encuentra secuestrado por una casta que realmente no representa los intereses del pueblo, sino sus propios y mezquinos intereses. Es hora de bajar del pedestal a los asesinos del pueblo y colocar allí a las víctimas. Los parques, las calles, las ciudades, no deben llevar el nombre de los invasores, deben llevar el nombre de los aborígenes que lucharon heroicamente por defender sus creencias, su idiosincrasia, su cultura, sus sueños y sus esperanzas”.

“¿Cómo llamar fundador a invasor que aniquiló directa e indirectamente a más de cuarenta mil aborígenes mal llamados indios? ¿Cómo rendirle pleitesía a un depravado que ordenó que la cacique Dulima fuera incinerada viva, acusada de bruja y portadora de grandes yacimientos de oro?  ¿Cómo admirar a un invasor que engañó al pueblo aborigen, abusó de su confianza, violó y mató sin piedad alguna? ¿Usted le rendiría culto y le mandaría a hacer monumentos al asesino de su padre, de su madre, de sus hermanos e hijos?”

El auditorio fue sacudido con estos y otros interrogantes. No era para menos. Al decir de algunos de los presentes aquello era como quitarse la venda de un solo golpe y mirar la cruda realidad escuetamente. Asdrúbal, visiblemente impresionado señaló que no era posible que la turba siguiera adulando a los dioses europeos y despreciando a los propios que hacían parte de sus ancestros. Danielita, saltó de contenta e hinchida de esperanza en el futuro, se comprometió a batallar con más energía y decisión en la dinámica de lo que ella consideró la segunda y definitiva independencia. Sofía, miraba ensimismada la figura quijotesca del Señor Juez, considerando que hasta entonces se había escrito la historia desde la perspectiva de los vencedores y que en lo sucesivo había que escribirse la versión de los vencidos, tal cual sin modificación de ninguna naturaleza.

El Señor Juez, terminó su intervención, afirmando: “Nada de cuanto se ha dicho en esta solemne asamblea popular carece de valor, ni vamos a esperar que los dueños del país destaquen con buenos ojos nuestro parecer, todos los medios masivos de comunicación seguramente una vez más estarán al servicio de esa clase, pues al fin y al cabo ella es la propietaria de éstos. En consecuencia, tenemos que acudir a los medios alternativos, a la organización y a la formación de una nueva mentalidad que nos lleve a un grado importante de concientización para pasar de clase dominada a clase dominante. No hay alternativa distinta. Con el poder constituido en manos del pueblo, brillará con luz propia la verdadera historia, la que ha permanecido oculta o cuando más proscrita por esta clase dominante. Así, pues, condeno la actuación del autoproclamado fundador de la ciudad, sentencio su expulsión de la ciudad, la condena a devolver los dineros mal habidos y a pagar cien años de prisión. Además, pedir públicamente perdón por sus fechorías cometidas contra los aborígenes y su descendencia. Comuníquese, publíquese y cúmplase”.

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