viernes, 8 de marzo de 2019

Dedo sin doliente

San Juan de la China- Foto: Ondas de Ibagué
Por Nelson Lombana Silva

El rastro de la violencia que heredamos de la clase dominante

Reportaje.- El domingo 5 de junio (si no estoy mal), era día de mercado en San Juan de la China. Ese día me quedé en el pueblo tomándome unos tragos con un amigo, celebrando la ganada de un festival de cine. Bebimos hasta las tres de la mañana, en el segundo piso de la taberna pequeña de tabla sin pulir. Tomamos en el balcón de esta discoteca, relata Andrés Felipe Bonilla, Bibliotecario.


Salimos de allí, bien embriagados. Hacía mucho frío. Estaba nublado, goteaba pero no llovía. El viento soplaba delicadamente. El chuzo se encontraba en toda una esquina de la cancha del centro del pueblo; en un costado había unas personas jugando dado en el piso, mojándose con la brisa y en el otro lado, había una pequeña casetica, donde estaba un señor con una señora vendiendo chuzos.

Nos acercamos a comer este rico y apetitoso embutido para calmar el hambre y cortar los efectos del alcohol etílico y así poder llegar a la finca. Cuando nos acercamos, vimos que muy cerca al chuzo había un grupo de gente reunido alrededor de una persona que estaba sentada en una silla. Creí que estaba jugando dado, igual que en la otra parte.

Compramos dos chuzos, uno para mí y el otro para mi amigo. Él se acercó a donde pensaba que estaban jugando dado, mientras yo me comía el chuzo. De pronto se acerca nervioso, atemorizado y sonriente. Era una risita nerviosa. Me dice: “Parce, ese man tiene un dedo”. Inicialmente no entendí nada. Solo atiné a preguntar: “¿Cómo así?” Mi amigo insiste: “Sí, es el dedo de una persona. Es el dedo de una mano. Lo tiene en su mano, que dizque se lo quitaron ahorita peleando”. Sin entender bien lo que me decía, aturdido por los efectos del licor y el trasnocho, me acerqué. Estaba sentado en la desvencijada silla, al parecer bajo los efectos del licor y de los alucinógenos. “¿Cómo así que usted tiene un dedo?” Él tenía la palma de la mano cerrada y una sonrisa socarrona. Sin emocionarse, me dijo: “Sí, mire, tengo el dedo. Estoy esperando que el dueño venga por él. A las doce, más o menos, se peleó con alguien, sacaron un machete, le mandó el sunchazo, él metió la mano y le tumbó el dedo. Salió corriendo hacia la parte de abajo del pueblo y el sujeto lo persiguió. No se supo más de ellos. Entonces, me quedé con el dedo, esperando que vuelva. Estoy aquí, esperando que vuelva por su dedo”.

Yo lo miraba. Parecía normal para él quitar dedos violentamente en la comarca. Vestía camisa blanca, poncho puesto, .pantalón de dril y cachucha. Al parecer estaba bajo los efectos de los alucinógenos, porque tenía sus ojos rojos y su mirada perdida; era una mirada graciosa.

Me miró y me dijo sin emocionarse: “Ya que usted es el bibliotecario, ¿Será que puedo dejar el dedo en la biblioteca por sí el dueño del dedo regresa?” Agregó en voz baja: “Sin embargo, yo me quedaré un rato esperando”. “No”, le respondí nervioso. “Bueno, entonces yo me quedaré un rato esperando, aunque no sé qué hacer, si dejarlo o llevármelo”, subrayó.

Yo volví a comer el chorizo, y mientras comía y miraba el dedo, sentía involuntariamente una comparación del dedo con lo que me estaba comiendo. Pensaba que no estaba comiendo chorizo sino el dedo. Me parecía repugnante, me producía náuseas, pero tenía mucha hambre y necesitaba disminuir los efectos etílicos. Sentía deseos de vomitar. Era una sensación muy extraña, quizás por los síntomas de la ebriedad y el trasnocho.

Me subí a la moto. Mi amigo decidió manejarla. Dijo que estaba menos embriagado que yo. Nos fuimos. Después de cruzar el cementerio, un poco más abajo, ya internándonos en la vereda La Violeta, vimos a alguien que iba montado en un caballo. Entre más nos acercábamos a él, nos dábamos cuenta que era una persona sin camisa.

No llevar camisa a esa hora, nos pareció curioso. Y mientras nos acercábamos lo alumbrábamos más y más, dándonos cuenta que tenía sangre en la espalda. Cuando cruzamos cerca de él, lo hicimos despacio, no queríamos asustarlo o creer que lo estuviéramos siguiendo, o asustar el caballo. Tenía la cara también ensangrentada, lo mismo la cabeza. No vimos heridas en la espalda, solo sangre. Era como si esa sangre de la espalda no fuera de él, porque untarse la espalda hubiera sido complicada, diría imposible.

Lo curioso fue que apenas nos vio, sonrió y nos saludó con cortesía. Nos dijo: “Hasta luego”, de una forma normal, alzando la mano, siguió el recorrido como si nada estuviera ocurriendo.

Empezó a lloviznar. El frío era intenso. El entorno estaba nublado. Eran las tres de la mañana y el hombre sin camisa y bañado en sangre, montado en su caballo, se transportaba tranquilo, sin remordimiento. Lo más sorprendente para mí, fue la forma tranquila y sosegada como nos saludó. Como si todo fuera lo más normal, o sea, como si la violencia fuera lo más normal del mundo.

Mientras nos alejábamos por la carretera cavilábamos y pensábamos que podría ser la persona que había perdido el dedo, o la persona agresora, pero quizás podría ser un tercero. La historia queda en incógnita, porque no sabemos cuál de los tres, perdió la falange. La única certeza era que era persona andariega, no pertenecía a la comunidad de la comarca. Ahí, terminaría la historia.

Nunca supimos de quién era el dedo. El andariego posiblemente se fue al otro día o quizá durante esa misma semana abandonando su dedillo. Nadie reclamó el dedo, ni la noticia trascendió en la comunidad, porque el muerto era solo un dedo. La comunidad no le puso atención, pues estaba acostumbrada a los muertos de cuerpo entero. Así, aquello era algo insignificante. Al contrario, el accidente causaba hilaridad. Los comentarios del insuceso se hacían con desalmada ironía.

No sé qué pasó con el dedo. Solo recuerdo lo que decía el que lo tenía: “Voy a esperar otro rato, a ver si aparece o si no me voy”. Nunca determinó a ciencia cierta qué iba a hacer con el dedo. No creo que quien lo conservaba fuera el agresor. Creo que fue una persona que lo recogió después de la pelea, al ver que las otras dos personas salieron corriendo: Agresor y agredido. Él solo lo recogió en un acto de humanidad o quizá para llamar la atención de los presentes.

Era una persona delgada. Tenía una gorra, si no estoy mal. Parecía una buena persona. Seguramente bajo los síntomas del alcaloide y el licor, le parecía muy gracioso conservar el dedo en sus manos. Me parece que tenía una camisa blanca, aunque no estoy seguro. El pantalón era de dril color café y zapatos de cuero.

No conocía a este muchacho. Nunca había conversado con él, tampoco al agredido y al agresor. Los tres no eran de la vereda. Creo que este muchacho no era amigo ni del agredido ni del agresor, en el fondo hacía la acción del buen samaritano. Seguramente vio caer el dedo y lo recogió, de pronto para llamar la atención o tal vez quería hacer un favor. Eso reflejaba esa persona en su macilento rostro.

El origen de la riña al parecer habría sido por juego de billar pool; una carambola habría sido la causa. Agredido y agresor eran jugadores de billar, según comentario de los adormilados tahúres de vereda que bajo la ventisca gélida de la cruda mañana departían las copas de licor y los juegos de azar prácticamente a la intemperie.  

La autoridad al percatarse del incidente se quejó por la poca trascendencia. No dudó en decir que no ameritaba papelería, ni tinta para anotar la novedad en el libro de registro. “De muerto pa’ riba vale la pena”, se dijo en su momento.

La respuesta del contertulio fue mucho más descomedida y tétrica: “Del andariego se duda hasta de su condición humana”. Aquella afirmación que parecía original y espontánea, no era otra cosa que el fiel reflejo del sistema y la postura inexorable de la clase dominante, pues al fin y al cabo se vive en el régimen de los antivalores, donde primero es el dinero y después la dignidad humana. Por eso el suceso no tuvo dolientes.

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