sábado, 16 de enero de 2016

La visita del Obispo a La Palma.- Cuento

Por Nelson Lombana Silva

 I

Empujado por la felicidad, el cura entró a la sala de profesores mirando en todas direcciones. Era como si hubiera encontrado la piedra filosofar o el galeón San José perdido en altamar hace más de tres siglos. Caminaba a saltitos como era su costumbre, mostrando su dentadura postiza. “¿Se le apareció el espíritu santo?”, dijo el docente de matemáticas con fina ironía.



El levita no se enojó. Era más fuerte la emoción que lo embargaba. Saludó de mano a todos los docentes algo inusual en él, anunciando que traía la buena nueva. “¿Algún ascenso, Padre?”, dijo la profesora de biología y química. El cura no respondió. Hurgó entre su maletín negro, entre la papelería desordenada, buscando ansioso el documento sin hallarlo fácilmente. Era un día espléndido, soleado con un firmamento cerúleo. Henchido de emoción se acomodó en su escritorio y siguió buscando. “¡Qué lo hice, Dios mío!”, dijo apretando sus labios carnudos con enfado. Su rostro había cambiado en fracción de segundos. Sus colegas se miraron entre sí. “¿Estaría delirando?”, se preguntó el profesor de filosofía en voz baja. El Padre José como adivinando, contestó: “No, es cierto”, dijo frunciendo el ceño mirando al interior del maletín mientras sus dedos gordos removían la papelería nerviosamente. Se acomodó las pesadas antiparras y mirando por encima de ellas, observó a sus colegas docentes con infinita  vergüenza. “Bendito, sea Dios”, dijo cerrando el ejecutivo con cierta brusquedad. “La gran noticia se ha pospuesto”, agregó apesadumbrado. Sus colegas generaron algarabía al instante, unos rieron, otros se pusieron en pie, otros lanzaron gritos e incluso, silbidos estridentes. El Padre José, carraspeó y mirando la escena tétrica, se encogió de hombros. El profesor de literatura, bajito, aindiado, pidió un avance de la noticia. “Padre José – dijo – aunque sea denos el titular de la noticia”. “En el lead, prácticamente está todo”, contestó el religioso sobreponiéndose al enfado.


Cuando menos lo esperaba, apareció en el marco del salón el rector. Era un costeño obeso, acuerpado, piel oscura y mirada picante. Venía incómodo. Díscolo. Esta vez no fue de escritorio en escritorio dando la mano como era su costumbre. Quizás la bullaranga lo había indispuesto. Ante esta inusual actitud, los docentes se sentaron enmudecidos. Solo atinaron a mirarse entre sí. El pesado docente entró lentamente y mirando al curita, dijo sin ninguna emoción: “Profesores, he recibido este Marconi del Obispado. Se inclinó levemente y sacando el documento arrugado que traía en el bolsillo de la camisa blanca, se colocó las gruesas antiparras y leyó pausadamente su contenido. Fue directo y conciso. “En octubre vendrá el Obispo a la comarca, hay que preparar su venida con bombos y platillos”. Levantó su cansada mirada y mientras doblaba el mensaje y lo metía de nuevo al bolsillo de su camisa, advirtió: “Más trabajo para este año”.


La noticia cayó entre los docentes con fuerza impetuosa. El rostro alegre de los docentes cambió de semblante. Se miraron entre sí. “Eso será responsabilidad de los profesores de religión”, dijo el profesor de educación física, mirando a sus colegas sin remordimiento. El rector antes de abandonar el salón, levantó la voz de nuevo para decir: “Será responsabilidad de todos y todas”. “Para completar la mala racha – dijo la profesora de estética – al padrecito se le olvidó la buena noticia, se le quedó el documento”. El cura estaba descompuesto. No podía creer la reacción de sus colegas. Como pudo se incorporó y colocando sus dos manos sobre el escritorio metálico, dijo por entre sus dientes: “El rector me chiveó, esa era la buena nueva, en octubre vendrá el Santo Obispo”. Un grito de desilusión se escuchó en el aula. Solo un par de docentes se santiguaron, mirando el techo del salón con zalema. “Tenemos exactamente nueve meses para preparar la venida del Santo Padre a La Palma”, dijo el Padre José. El prefecto hizo sonar la campana y los estudiantes ingresaron a los salones de clase, haciendo toda clase de comentarios, menos del compromiso de estudiantes. Eran comentarios baladíes, todos relacionados con la cotidianidad de la comarca.


El padre José miró el horario y revisando el cúmulo de evaluaciones se encaminó al salón de clase. Tenía andado de patico. Cruzó la distancia musitando alguna canción tradicional de la comarca. Dejó el zaguán atrás y subió las gradas. Recordó su patria chica: Roncesvalles. Era un poblado perdido en el sur del departamento con todas las limitaciones económicas, alejado de las manos del Estado. Era un paraíso perdido en la distancia y la incomunicación. Se detuvo para ver una parejita de chicos que se besaban al fondo del salón contiguo. Sonrió. “Ese es el amor”, dijo en voz alta. Los chicos suspendieron su actividad y lo miraron perplejos. “Responsabilidad”, les dijo al entrar al salón de décimo. 


El salón era un mercado persa. Unos gritaban, otros corrían, hacían bromas, cuentos y chistes de todos los colores. Otros se lanzaban la almohadilla. Las alumnas leían el horóscopo y otras ojeaban revistas pornográficas. Solo un par de estudiantes revisaban el cuaderno para repasar las lecciones pendientes en medio del maremágnum. El Padre José se detuvo para leer los artículos fijados en la cartelera. Al parecer le llamó la atención uno intitulado: “¿Quién soy?” Lo leyó despacio como indiferente al bullicio. Pensó que a este artículo le faltaban un par de preguntas más: “¿De dónde vengo?” y “¿Para dónde voy?” “El día que esta juventud se haga con seriedad estas tres preguntas, asumirá una aptitud y actitud totalmente diferente”, pensó mientras se encaminaba al escritorio. Dejó sobre este el cartapacio de evaluaciones y la guía, volviendo la mirada al tablero negro. Miró los dibujos obscenos, los mensajes de amor y las dedicatorias. Entonces volvió sobre sus pasos, miró el auditorio y se mantuvo sereno hasta cuando se hizo silencio. Los estudiantes regresaron a sus puestos y sacaron el cuaderno para tomar apuntes. “Aquí no ha pasado nada”, dijo el religioso sin ofuscarse. Un voluntario pasó y borró las caricaturas, entonces el curita una vez la consabida ablución, escribió en el tablero con letra imprenta, ampliada y mayúscula: “El Señor Obispo visitará la comarca en Octubre”.


Avanzó despacio por el estrecho espacio, anunciando la buena nueva. “¿A qué viene?”, preguntó tímidamente un estudiante, más por ironía que por querer saber. Los demás estudiantes rieron. El padre José no perdió la postura. “Viene a evangelizar”, dijo mirando al joven que se recuperaba de la rechifla inventando una risita socarrona. El calor era insoportable. El salón pequeño albergaba a 52 estudiantes mal alimentados e incomunicados con los hilos invisibles del poder, lo cual dificultaba el normal desarrollo pedagógico de la clase de religión. Los estudiantes utilizaban a intervalos el cuaderno como abanico y el cura se quitaba el sudor con sus dedos gordos. “¿Qué representa el Obispo en la región?”, preguntó una joven mirando el ventanal, pues su timidez le impedía mirar al docente de frente. “El Señor Obispo representa a Cristo en la zona”, dijo el gárrulo presbítero maquinalmente. “¿Quién era Cristo?”, interrogó otra estudiante. “Cristo es el redentor de la humanidad, el hijo de Dios, el inmolado por el pecado de la humanidad”, respondió el religioso. “Y, ¿Qué es el pecado?”, preguntó otro estudiante dibujando un pequeño círculo en la libretica de apuntes. “El pecado es una ofensa a Dios”, contestó. “¿Qué es lo que ofende a Dios?”, “La mentira, la gula y la idolatría”, dijo el padre José, quitándose el sudor que bajaba por sus mofletudos pómulos.


Aquella respuesta descompuso el ambiente. La lluvia de preguntas, opiniones y críticas no se hicieron esperar. Quizás el más radical fue Amadeo. Sin una exposición magistral, pero sí bastante emotiva, dijo que resultaba contradictoria esa apreciación por cuanto de ser así, la más pecadora sería la Iglesia Católica. “Nadie puede ignorar que las religiones se apoyan en la mentira, en la gula y en la idolatría”, dijo argumentando que la institución más rica en el planeta son las religiones como la Católica – por ejemplo –, es la más ambiciosa y adora el dios dinero. “Dígase lo que se diga – dijo – pero tengo la percepción de que las religiones existirán mientras que sean un negocio económico o arma política, principalmente”.  Hasta lo más taciturnos sacaron las uñas, no tanto por el afán de aprender, sino de acorralar al curita y no dejarlo dictar la clase. Sin perder la calma el cura levantó las dos manos pidiendo silencio, fue de un lado para otro dando saltitos graciosos como era su forma de caminar. Los estudiantes estaban empecinados en no dar tregua, por lo que la lluvia de preguntas y comentarios inundaban el denso espacio acosado por el sopor del calor metálico. Tuvo que intervenir Amadeo, diciendo que acudiendo a la democracia era menester escuchar los argumentos del levita. “No podemos ser antidemocráticos”, dijo moviendo sus huesudos brazos.


Poco a poco la marea fue bajando. La calma recorrió el espacio rectangular y el padre José pudo intervenir. “Claro, dijo, la Iglesia Católica también es pecadora, porque está conformada por hombres y mujeres y todos somos débiles ante el pecado. Sin embargo, somos los llamados a continuar la obra salvífica iniciada por Jesús”. Se devolvió, fue al escritorio y empuñó la biblia Nácar Colunga. Buscó la cita bíblica. Sus manos temblaban. Tenía mal de Parquinson.  Una vez encuentra el versículo lo repasa en silencio y luego lo lee en voz alta: “Jesús le pregunta a Pedro: “¿Quién cree usted que soy?” Pedro le contesta: “Tú eres el hijo de Dios”. Entonces Jesús, le dice: “Tú lo has dicho y yo os digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia”. Santiguándose el padre José cerró la biblia y la colocó nuevamente en el escritorio, explicando que ese era el origen de la Iglesia Católica, que siendo humana tenía una misión divina. “Donde hay humanidad no puede haber divinidad, son conceptos antagónicos, contradictorios”, dijo Amadeo moviendo las manos para que se escuchara con más énfasis su afirmación. Todo quedó en silencio. El padre José lo miró pasmado, lelo. Entonces Amadeo agregó bajando la voz: “Donde hay materia, no puede haber espacio para lo inmaterial”. Todos miraron al religioso, quien retrocedió nervioso hasta su espalda rozar la pared desteñida. “¿De dónde diablos saca usted tantas preguntas rebuscadas, jovencito?”, preguntó el docente incómodo. “De los libros”, contestó Amadeo sin inmutarse. “¿Acaso, usted no hace lo mismo?”, contra preguntó señalándolo con el índice. El cura no contestó. Martha refunfuñó diciendo: “La diferencia, padre es que usted se guía por un solo libro y Amadeo por varios. Así las cosas, su verdad es dogma, mientras la verdad de Amadeo es dialéctica. Usted es portador de una sola verdad, Amadeo de muchas verdades”. El curita sintió que flotaba. Era inevitable la ráfaga, mejor, la tempestad de preguntas acuciantes, que hilvanaban los educandos. Pensó que aquella juventud estaba poseída por el demonio. No encontraba otra respuesta a la postura irreverente de aquella muchachada que lo miraba inquieta bajo el sopor abrazador de un sol espléndido e inmaculado. No perdió los estribos, se mantuvo sereno y complaciente. “El hombre – dijo – está compuesto de dos partes: Una material y la otra inmaterial”. “Eso es cierto”, dijo Amadeo. El cura sonrió. Había acertado. Sacó el pañuelo azul y se limpió el rostro. “El calor es insoportable”, dijo. Eludió el tema. Amadeo entendía eso a la perfección, sabía incluso, que lo principal era determinar qué era primero: Lo material o lo inmaterial. De la respuesta, se ubicaría en uno de los campos fundamentales del conocimiento filosófico. Insinuó la discusión pero el cura hábilmente la eludió diciendo que lo prioritario ahora era preparar la venida del Señor Obispo en octubre. Miró el tablero y repitió la frase escrita. Iba a continuar cuando sonó la campana. “Carajo – dijo – el tema central quedó volando”. Pidió que Martha entregara las evaluaciones y recogiendo sus cachivaches se marchó, insistiendo: “En Octubre viene el Señor Obispo”.


II


La noticia de que el Señor Obispo llegaría en octubre se regó como pólvora por toda la comarca. El ruido de los ratones cenizos despertó al Padre José. Permaneció algunos segundos mirando el techo, pensando en la homilía de las siete de la mañana, se incorporó con dificultad. Sentado en el borde de la cama se santiguó e incorporándose fue hasta el inodoro desocupando con qué sacrificio la vejiga. “Esta próstata me va a matar”, dijo sintiendo con desgano el olor amoniacal de los orines haciendo espuma en el fondo del retrete. Una vez tomó el baño aromatizado preparado por Armida, se abotonó el traje talar y recorriendo el corredor fue directo a la sacristía. Miró el santoral con desgano. Bostezó. “Hoy es el día de San Basilio”, dijo por entre sus dientes postizos. Armida cruzó llevando la trampa y dos ratones cenizos. El cura los vio pasar y sintió pesar por ellos. “Ellos también tienen derecho a existir, también son obras del Creador”, pensó. Sin embargo, no criticó la labor de Armida, porque entendió que ella también tenía razón. Armida – la vieja solterona – les había declarado la guerra desde el día que estos burlaron su seguridad, entraron a la alacena y dejaron al cura sin queso y sin pan. “Son roedores del demonio”, solía decir desde entonces. El padre José preparó el misal, las lecturas bíblicas y las tonalidades. Fue hasta el fondo y tirando de las cuerdas anunció el primer aviso con el ruido estridente de las campanas. Se acomodó la casulla púrpura. Armida le acercó una infusión de yerbabuena con dos cubitos de azúcar. El cura se acomodó en el asiento y saboreó la bebida mientras repasaba mentalmente la homilía.  


Al sonar las campanas por segunda vez, el rebaño comenzó a congregarse. El cura vio a través de la pequeña ventanilla el ingreso. Se lamentó al decir en voz baja: “Son los mismos ancianos de siempre”. Entonces recordó la clase anterior. Recordó los argumentos de Amadeo, de Martha. “Son ateos”, dijo ensimismado. Cuando sonó la campana por tercera vez y se disponía a ir al altar se percató que no había tomado el medicamento para la memoria. Rompió la solemnidad y gritó, solicitándola. Armida, pálida lo trajo acompañada con un vaso pequeño de agua cristalina. “Es la memoria, padre”, dijo tratando de conjurar el impase de la mejor manera. “Qué diera para que se le olvidara que tengo que pagarle la mensualidad”, le contestó el sacerdote con ironía, al momento de tomar la pastilla.


La homilía fue larga y tediosa. Insistió en la visita que haría el Señor Obispo en octubre, propuso varias comisiones: Una de recepción, otra de finanzas, otra de protocolo, otra de logística y otra espiritual. Dio instrucciones precisas. “A partir del próximo domingo comienzo a atender confesiones”, dijo. “Que todos se pongan en gracia de Dios aprovechando de la mejor manera la visita del Vicario de Cristo en la región”, agregó.


A pesar de que el tema central era la venida del Señor Obispo, el Padre José aprovechó un aparte de la homilía para comentar el comportamiento de los estudiantes. “La juventud hoy – dijo – quiere ser más que Dios. Es intransigente, rebelde e imponente. Cree saberlo todo y de la mejor manera. Todo lo critica y lo pone en duda, hasta la existencia y el poder de Dios”. Su voz aflautada retumbaba. La feligresía lo miraba absorta. “Ave María Purísima”, dijo Lola santiguándose. Aquello parecía una manifestación del demontre y así se lo hizo saber a la vecina cuchicheando con su voz trémula. “Son signos de los tiempos”, dijo Anastasia mirando con horror al predicador sagrado.


El templo era una casona grande con una torre levantada a partir de la mejor madera de la zona como era el Cedro Rosado. Era largo y angosto. Las Golondrinas volaban de vez en cuanto cagando a la feligresía que recibía aquello como signo de buen agüero. Toda la comarca se movilizó liderada por el curita que no tuvo el favor de Dios para disfrutar su obra maestra, porque una vez terminada en su totalidad, fue trasladado a otra parroquia distante de allí para comenzar de nuevo. Cuando el curita le hizo el reclamo al Señor Obispo, él se limitó a contestarle: “Son designios insondables de Dios”. Agregó: “Solo soy instrumento del Creador, en términos nuestros: “Donde manda capitán, no manda marinero”. El curita no tuvo otra alternativa que empacar maletas y emigrar. “Dios sabe cómo hace sus cosas”, dijo al abandonar el suntuoso Palacio Obispal.


Terminó la homilía proponiendo la necesidad de rezar el rosario a mañana y tarde hasta la visita del Señor Obispo. Dijo que era fundamental para la misión. Insistió en involucrar a la juventud en todos estos acontecimientos religiosos como única alternativa de alejarla del pecado, la pereza y la desidia. “Familia que ora unida, permanece unida”, dijo impartiendo finalmente la bendición.


La visita del Señor Obispo era el pan nuestro de cada día. De todas formas los comentarios no eran unánimes. “Con esta crisis económica – dijo el tendero – será muy contraproducente la visita del Señor Obispo. El dineral que tendrá que desembolsar la feligresía no será poco. ¿De dónde sale ese dinero? Pues del bolsillo de los pobres creyentes”, se contestó mientras que compartía con su colega al calor de un tinto cerrero. “No tanto el creyente – contestó su contertulio – el comercio. Muere un pobre, el comercio; fiestas, el comercio; jornadas de solidaridad, el comercio; el paro, el comercio. Somos los paganinis de las decisiones que otros toman a espaldas nuestras”, dijo.


Antonieta, que escuchaba la discusión, terció en ella sin ser invitada. “Incrédulos” – dijo. Los dos contertulios se miraron entre sí y miraron a la tendera que parecía una revendedora de plaza pobre. “Muertos de hambre – agregó – golpeando el mostrador con fuerza. ¿Van a quedar pobres por una mísera ofrenda? Desagradecidos: Tantos dones que han recibido del Señor y ahora se lamentan por desprenderse de una moneda para recibir al Señor Obispo. Qué canallas, e infieles son”. Parecía Antonieta una ametralladora vomitando improperios contra los dos comerciantes que analizaban la situación económica y el impacto que generaría la visita del Señor Obispo. No pasó mucho tiempo para el negocio estar abigarrado de curiosos interesados en saber el origen de la retreta de Antonia contra los dos comerciantes. Carlos, uno de los comerciantes, se indignó y ripostó con fuerza. Era alto y acuerpado, rostro macilento y nariz aguileña. “No sea metida señora, nadie le está solicitando su opinión. No se meta en lo que no le importa”. Golpeó la mesita de madera. “¿Luego, no estamos en un país libre?”, agregó, señalando un sitio no determinado. Abel, el otro comerciante, fue más diplomático. Sin perder la calma invitó a su amigo a sentarse y pidió a la montonera que se disolviera. “Aquí, dijo, no ha pasado nada”. Antonieta no se resignaba. Iba de un lado para otro. Sus enaguas oscuras las blandía con fuerza. “Manadas de comunistas”, dijo con fuerza. Poco a poco la gente se fue desparpajando entre comentarios y cuchicheos, unos a favor de los comerciantes y otros a favor de la tendera. “Voy a cerrar el negocio”, dijo agresiva. “Si no hubiera más negocios sería una tragedia”, dijo Carlos cancelando la tanda. “Vieja lame ladrillo”, agregó Carlos al abandonar la tienda “El Sabor” y caminar junto a Abel con destino al viejo negocio de don Ambrosio. Ambrosio era un personaje octogenario, astuto y garrulo. Era liberal, seguidor primero del general Rafael Uribe Uribe y después de Jorge Eliécer Gaitán Ayala. “Quien los manda a meterse en la tarasca de semejante víbora”, dijo irónico. Abel sonrió. Carlos por su parte, frunció el ceño y apuró un sorbo de café cerrero. 


Ambrosio era un soldado raso de la guerra de los mil días. Había recibido un impacto de carabina a la altura del brazo derecho. El Estado no lo había indemnizado por lo que había tenido que hacer una colecta pública para montar el negocio que atendía sagradamente todos los días de las cinco de la mañana a las siete de la noche. En un cuarto pequeño preparaba sus alimentos. Su esposa había volado a la eternidad hacía 20 años y los tres hijos habían abandonado la población con rumbo desconocido. El pueblo lo quería, todo mundo mantenía pendiente del anciano gracioso y fortacho que solía decir que tenía secretos para conservarse eternamente joven, secretos que le había confiado una anciana cerca al campo de batalla de Peralonso, en esa lejana y arisca región santandereana.


Se sentó al lado de Carlos y Abel y sirviéndose un tinto oscuro con dos cubitos de azúcar, comentó sobre la venida del Señor Obispo. “Este pueblo es atrasado, es religioso, sectario y tradicionalista”, dijo sin rodeos. Estornudó y mientras se limpiaba miró a Carlos y a Abel con ironía cruda. “Dígame ustedes, ¿Para qué sirve la venida del Señor Obispo? Es una inversión pendeja que nada queda para una comarca llena de necesidades. ¿Estoy equivocado?”, dijo sin perder el buen humor. Carlos, por fin sonrió levemente. “Esta es la otra cara de la moneda”, dijo en voz baja. “Lo único que trae un personaje de esos quilates son gastos y sumisión. ¿Qué más?”, agregó apesadumbrado. “De todas maneras – terció Abel – una visita de estas resulta importante porque se da a conocer el poblado, gracias a los periodistas. El mundo sabrá que existimos y que somos importantes”. “¿Y, qué nos ganamos con eso?”, dijo Carlos en forma directa. La discusión fue larga y dramática por cierto. Ambrosio era masón y sus dos contertulios católicos a secas. Vieron salir del templo al padre José con su maletín oscuro con destino al colegio. La plaza terrosa estaba desierta. Iba de prisa. Los miró y cruzó de largo. Iba retardado.


III


Lo primero que hizo el Padre José al llegar al plantel educativo fue socializar la programación con motivo de la visita del Señor Obispo, yendo primero a la rectoría, después a la sala de profesores y finalmente a los estudiantes. En desarrollo de esta programación llamó a parte al mejor estudiante y le dijo que él hablaría a nombre de la juventud de La Palma. “¿Yo?” – dijo el estudiante estupefacto. Amadeo era alto, delgado y de mirada triste. Piel trigueña. Sintió un escalofrío y contrariando su timidez, se le acercó al religioso. “Hay cosas que no tienen lógica, padre”, dijo. El cura suspendió el recorrido y colocando una mano en el hombro derecho del estudiante Amadeo, lo acercó poco a poco al muro que separaba la institución de la polvorienta carretera. “¿Cómo cuáles, hijo?” Algunos estudiantes se acercaron a escuchar la conversación. Era una mañana soleada con vientecillo acogedor. Amadeo no sabía por dónde comenzar. Habló con ambages. “¿Qué le podría decir yo al Señor Obispo, si no lo conozco, no sé cómo es, ni cómo piensa? Es una pregunta, la otra es la siguiente: “¿Cómo voy a autoproclamarme vocero de todos los jóvenes de La Palma? ¿No cree usted padre José que sería deshonesto de mi parte hacerme vocero, sin serlo?” Una última inquietud: ¿No sería correcto hacer asambleas populares y en el marco de ellas seleccionar el orador juvenil y los temas que se le plantearán al Señor Obispo?”. Algunos estudiantes se entrometieron  en la tensa conversación, dejando conocer sus opiniones espontáneas. “Amadeo es el ideal para que hable, no puede sacarle el cuerpo a la tarea”, dijo uno ellos. Por su parte, la bella Carmelita se inclinó para decir: “¿Por qué no habla un joven mujer?” El cura hizo caso omiso a los comentarios. “Usted es el más capacitado, tiene capacidad de redacción y puede interpretar el querer de la juventud de La Palma”. “Es más – agregó – no se asustará al hablar en público, tiene experiencia. De todas manera, subrayó, es un favor que le pido”.  Miró a su alrededor y siguió hablando: “El Señor Obispo es un peregrino. ¿Cómo debe recibir un católico a un peregrino? Se preguntó y se respondió: “Con amor, con alegría, con palabras y frases bonitas de la región. “Tras el golpe de las pepas rojas de café al caer al canasto, fluye la fe de una juventud sedienta de Dios”. Esa sería una frase hermosa, poética. No debe tutear. Debe utilizar palabras especiales como Excelencia, Vicario de Cristo, etc. ¿Puedo contar con usted, Amadeo?”, dijo el cura volviéndole a colocar el brazo sobre el hombro. Amadeo suspiró y por entre los dientes aceptó. “El discurso no debe ser largo”, dijo. “Desde mañana puede comenzar a escribirlo, a memorizarlo y a ensayarlo para leerlo de la mejor manera, vamos usted puede”, dijo marchándose por el estrecho sendero con destino a la sala de docentes. Amadeo lo siguió con su mirada hasta que desapareció, entonces fue hasta el salón a la clase de química. Se sentó incómodo y escuchó la clase sin poderse concentrar.


Poco a poco fue puliendo el discurso. Todos los días escribía un par de renglones, los leía, los corregía y los volvía a leer. Cuando tuvo listo la primera cuartilla se la presentó al padre José. El cura la leyó en silencio y levantando su mirada dijo sin ambages: “Nada de eso sirve, Amadeo”. Agregó: “No hay coherencia, no hay poesía, no hay romanticismo, todo es seco, como si el Señor Obispo fuera un político”. Amadeo frunció el ceño. “Padre José, usted que sabe y conoce al Señor Obispo, le pido que escriba el discurso y yo lo estudio y lo leo. Así todos quedamos bien. ¿No le parece?” El religioso levantó la mirada grave. No pudo ocultar su enfado. Se cogió las dos manos y sonrió. Fue una risita irónica y desarmada. “Usted puede”, dijo. “Hay que ser lo más original posible, que la juventud hable como debe hablar. La juventud no es un ventrílocuo”, dijo con fuerza. “¿Qué es un ventrílocuo?”, preguntó Amadeo. “El ventrílocuo es el que tiene el arte de la ventriloquía y la ventriloquía es el arte de modificar la propia voz para imitar otros sonidos”, contestó el padre José. Amadeo sintió vergüenza. “Usted tiene razón, Padre: Hay que ser original”, dijo. El cura le volvió a golpear el hombro dándole ánimos y confianza. “Usted puede, adelante Amadeo”. Amadeo cambió de táctica. Siguió escribiendo y borrando, pero no le volvió a llevar originales al cura. Cada que lo encontraba lo evadía. Siempre tenía la misma respuesta: “Ya casi, Padre”.


Amadeo era el presidente del comité estudiantil. Tenía conocimiento de la problemática no solo de los estudiantes, sino de los jóvenes campesinos de La Palma. Siempre se solía preguntar por qué tanto niño no podía estudiar. La respuesta tradicional era que no a todo el mundo le gusta el estudio. “El estudio no es para todo mundo”, decía Enriqueta, la madre de Amadeo. El alcalde hablaba de vándalos y desadaptados que se negaban a sí mismos  a llegar a los claustros, mientras que algunos progenitores hablaban de la situación socio - económica.   


Amadeo pensaba que el ser humano era producto del medio. Somos reflejos de él, lo cual quiere decir que el individuo nace bueno, sin malas costumbres y el entorno lo moldea, lo adapta. Es decir, el individuo tiene la capacidad de adaptarse a las circunstancias, cuando en realidad era al contrario: El ser humano tiene la capacidad de adaptar el medio a sus circunstancias. En ese proceso se va moldeando. Poco a poco el individuo asimila las costumbres, las cuales pueden ser buenas o malas. Quemaba neuronas pensando por qué unos mandan y otros obedecen. Su fuente bibliográfica inicialmente era su progenitora que solo tenía primero de primaria pero mucha sabiduría popular, aquella que no se aprende en los claustros. “Dios no hizo a todos iguales, hizo a unos para mandar y a otros para obedecer”, solía decir. Ella repetía maquinalmente las homilías del padre José.


Amadeo no perdía oportunidad de mirar de cerca  las principales autoridades de la comarca. Intentaba hallar diferencias entre los que mandan y los mandados, pero por más que agudizaba sus cinco sentidos no hallaba una sola diferencia, a excepción del comportamiento. Los que mandaban eran arrogantes, petulantes y dominantes, mientras que los mandados eran sumisos, ingenuos y taciturnos. “¿El problema era simplemente de comportamiento?”, se preguntaba.


Había encabezado varios mítines solicitando maestros para la institución. Siempre al frente de la masa estudiantil tratando de convencerla de algo que él no estaba convencido plenamente pero que intuía: La lucha social. Su primera impresión fue esa: La lucha sindical es inexorable, implica buscar reivindicaciones a partir de la protesta. Comenzó tempranamente a dimensionar la importancia de la unidad, la organización, la acción. Pero, siempre tropezó con la actitud contraria de la comunidad estudiantil. Era apática, temerosa y sin perspectiva. Iba por ir. Era distante, desértica y apocalíptica. Sin embargo, era un reto que Amadeo asumía con donaire.


Quizá la lucha más dura fue cuando Carmelita tuvo el valor de denunciar que el profesor de contabilidad le había insinuado que si se acostaba con él no le hacía perder su área. Aquello fue un bombazo. Una prueba dura de roer. Amadeo duró largo rato conversando con Carmelita que era de su mismo curso. “Yo no soy la única – dijo – hay muchos casos pero las chicas prefieren callar por lo embarazoso del tema y el miedo a las represalias”. Amadeo sentía que la sangre le  hervía en sus venas. Odiaba la injusticia. Detestaba la dictadura del más fuerte, la arrogancia y la petulancia. “Si me escribe lo que me dice y se decide a sostener la misma versión con todas sus consecuencias, haremos meter a la cárcel a ese hijo de mala madre”, dijo crispando las manos huesudas. Carmelita asintió con la cabeza y bajo la gravedad del juramento dijo que iría hasta las últimas consecuencias. Amadeo la miró decidida, fuerte y combativa.


Esa misma tarde Amadeo reunió el comité estudiantil y Carmelita repitió la denuncia, diciendo que estaba dispuesta a sostenérselo en la misma jeta. Al otro día, durante el recreo, la directiva del comité estudiantil en pleno fue a rectoría y colocó al rector al tanto de los acontecimientos. El rector se ofuscó. Lo primero que dijo fue que aquello era una vil calumnia. Amenazó a la estudiante con acciones penales. “Aquí no venimos a recibir amenazas”, dijo Amadeo, moviendo los brazos como dos remos. “Venimos – agregó – a buscar justicia. Señor rector a buscar justicia”. El rector llamó de inmediato al docente implicado. El hombre llegó presto y una vez escuchó el tema, sonrió. “Carmelita es la peor estudiante, nunca se responsabiliza ella, siempre responsabiliza a los demás”, dijo el docente. “No estamos evaluando el nivel académico, profesor, estamos evaluando la postura ética que un docente debe tener con sus estudiantes”, dijo Amadeo con sequedad.


La discusión se hizo densa. Dramática. El rifi rafe se sintió con ímpetu. Como era obvio el maestro sacó todo su repertorio para justificar lo injustificable y el rector en solidaridad de cuerpo, siempre terciaba a su favor. El verano se sentía. La campana puso fin a la discusión. “Vuelvan a clase”, dijo el rector. La directiva estudiantil abandonó el caluroso recinto. El presidente insistió en la necesidad de justicia. Parado en el marco del despacho, Amadeo, dijo volviendo la mirada: “Queremos decisiones correctas y justas, señor rector”. El rector no contestó. Le indicó al docente que se sentara y explicara detalladamente la problemática. 


“¿Qué hacemos?”, dijeron los directivos estudiantiles al cruzar el pequeño parque que separaba la rectoría de las aulas de clase. “Convocar reunión extraordinaria”, dijo Amadeo. Carmelita se adelantó para decir: “¿No será mejor dejar las cosas como están?”. Todos la miraron atónitos. “Ya metimos la cabeza, hay que meter todo el cuerpo”, dijo Amadeo. “Lo importante es que usted no afloje en la denuncia”, agregó mirando a Carmelita. Carmelita apretó los labios y dejando escapar una risa nerviosa, se inclinó para decir: “Por mí, no hay problemas. Lista hasta las últimas consecuencias”.


Todos los delegados de los salones estuvieron puntuales en la reunión extraordinaria. Esta se reunió en el segundo piso, mientras en el primero, sala de profesores, el rector también sostenía una reunión extraordinaria. El ambiente se había prendido. La discusión fue larga y activa una vez, Amadeo explicó detalladamente el motivo de la convocatoria y Carmelita dio una vez más su versión, ratificando la compleja situación de acoso sexual por parte del docente de contabilidad. Como síntesis se diseñó un plan a corto y mediano plazo. Todo dependería de la decisión que finalmente tomara la rectoría.


Al otro día, a las ocho de la mañana, el rector ordenó por intermedio del prefecto, formar a los estudiantes en el polideportivo. El ambiente era de expectativa. Toda la institución tenía conocimiento. La versión circulaba. Iba de boca en boca. El rector demoró. Sin embargo, nadie se movía. Los docentes hablaban en voz baja. El rector apareció desencajado, lívido y trasnochado, llevando en sus manos un documento de dos cuartillas. Cruzó la distancia como si caminara sobre huevos y acomodando la bocina del megáfono comenzó si disertación de una forma imperceptible. Habló con rodeos sobre distintos temas, sin precisar alguno. Era como si estuviera ganándole tiempo al tiempo. Los estudiantes lo miraban como hipnotizados, esperando la almendra de la convocatoria. Esta llegó después de largo y ensopado discurso repetitivo sobre los valores, los compromisos, la necesidad de decir la verdad, respetar a los docentes, evitar la calumnia, cumplir los diez mandamientos de la ley de Dios, las relaciones profesores – estudiantes, etc.


Leyó la resolución por la cual se expulsaba a la alumna Carmelita Lejana Ocampo. Los considerandos fueron duros e inexorables. Los leyó con ímpetu. “Considerando – decía uno – que la alumna Carmelita Lejana Ocampo viene lanzando calumnias infames contra el docente de contabilidad y que es deber del rector hacer justicia y ante la intransigencia de la estudiante de rectificar públicamente esta calumnia lavando la buena imagen del profesor, hemos resuelto expulsarla de la institución”. Firman: Rector y Secretario. Comuníquese y cúmplase.


Una vez terminó de leer la resolución, giró sobre sus pasos y se alejó lentamente con destino a su despacho. Carmelita se echó a llorar, afirmando que no estaba levantando calumnias, simplemente estaba diciendo la verdad y nada más que la verdad. El prefecto ordenó pasar a los salones. Amadeo se abrió paso entre la algarabía y el desconcierto y colocándose al frente de la muchachada pidió silencio para intervenir. No fue fácil. Sin embargo, finalmente se hizo silencio. Los maestros fueron a sus salones empuñando la libreta de calificaciones amenazantes. El discurso del presidente del comité estudiantil fue corto pero sustancioso. Habló sin rodeos.


Compañeros y compañeras:


“Estamos ante una injusticia y no podemos ser cómplice. El acoso sexual es un crimen que merece todo el repudio. La compañera Carmelita merece toda nuestra admiración al tener el coraje de denunciar aberrante postura del profesor de contabilidad. Su denuncia convoca la solidaridad de todos y todas, ahora y siempre”. Una atronadora ovación acompañó las últimas palabras. Bajo la luna de sol, Amadeo, agregó: “Convocamos a todos los compañeros y las compañeras a rodear a la compañera Carmelita. Si se va ella, nos vamos todos, pero todos, somos todos. ¿Estamos de acuerdo?”. La respuesta fue clara y concluyente: “Vamos a la huelga, vamos al paro”, dijeron. A lo lejos, en el marco de sus aulas, los docentes amenazaban con la libreta de calificaciones.



Amadeo, propuso organizar varias comisiones, entre otras: Negociación, disciplina, seguridad, financiera y relaciones públicas. Cada miembro del comité estudiantil integró estas comisiones. Se habilitó un pupitre y allí se redactó el pliego petitorio: 1. Derogatoria de la resolución de expulsión de la compañera Carmelita; 2. Destitución del docente de contabilidad; 3. Asamblea general con los padres de familia; 4. Recuperación de las clases dejadas de dictar durante el paro; 5. Ningún tipo de represalia contra los estudiantes participantes del paro. Además, redactaron un comunicado de prensa, el cual fue difundido con amplitud en la región. Decía: “Comunicado a la opinión pública: Los estudiantes del colegio se declaran en huelga ante la arbitrariedad del señor rector de expulsar a una alumna, quien tuvo el coraje de denunciar acoso sexual por parte del docente de contabilidad. En vez de hacer justicia, el rector arbitrariamente se va lanza en ristre contra la estudiante expulsándola. Los estudiantes nos solidarizamos con la estudiante y exigimos la expulsión del docente por impuro y deshonesto. La huelga es indefinida. Esperamos la solidaridad todos y todas. ¡El pueblo unido jamás será vencido! ¡Viva el paro! ¡Viva la solidaridad! ¡Abajo la represión!”.


Además, la comisión de relaciones escribió una carta con destino a la secretaria de educación, anexando  copia del pliego petitorio y del comunicado público. La comisión de negociación fue a rectoría y sin pedir permiso entró, presentando tanto el pliego petitorio como el comunicado público. El rector los miró con desprecio y arrogancia. “Ustedes me hacen acordar de la obra literaria de Fernando Soto Aparicio: La Rebelión de las Ratas”, dijo con ironía. “Qué bueno que recuerde algo de literatura colombiana, señor rector”, dijo Amadeo, saliendo precipitadamente con sus compañeros de lucha.


El rector solicitó al prefecto que convocara en el primer descanso una reunión urgente con todos los docentes. La reunión se hizo a puerta cerrada, saliendo de allí un cúmulo de amenazas y retaliaciones contra los voceros del paro. El rector intentó leer el documento pero la algarabía y la rechifla generalizada se lo impidió. Entonces sacó muchas copias y las fijó personalmente en las paredes de la institución. El comité de disciplina se encargó de bajar los panfletos y fijar en su sitios consignas de unidad, organización y acción estudiantil.


Al segundo día, se realizó la asamblea general con los padres de familia. Los estudiantes explicaron detalladamente el pliego petitorio. Trémula la mamá de Carmelita, se puso en pie y sollozando calificó aquello de una desgracia y de una infamia por parte del docente. No era posible que un profesor de tanta edad y casado se metiera en ese oscuro camino de acosar sexualmente a menores de edad. Dijo que era su única hija, que su padre había muerto en un accidente de tránsito, pero que ella estaba dispuesta a luchar por el honor de su hija. Pidió solidaridad y destitución inmediata de ese docente. “Quien sabe con cuantas niñas habrá hecho lo mismo”, dijo sollozando. Al decir esto último todos los padres de familia se miraron entre sí y cuchicheando se formó una algarabía. Al final, el representante de la asociación de padres de familia, se puso en pie y dio el respaldo absoluto a los estudiantes. Propuso crear comisiones para apoyarlos. Pidió a los estudiantes mucha disciplina, unidad y organización, “Recuerden – dijo – que el pueblo unido jamás será vencido”.


Al tercer día, se apareció una comisión de la secretaría de educación. El salón de la asamblea estaba abarrotado. El coordinador de dicha comisión organizó el orden del día. A pesar que se abrió el ventanal de par en par, el bochorno era insoportable. “Venimos – dijo – a escuchar las partes para tomar decisiones”. Amadeo – en su condición de presidente estudiantil – le correspondió llevar la vocería en representación de los huelguistas. Explicó detalladamente el motivo de la protesta y las exigencias. Sudaba. Gruesas gotas resbalaban por su rostro trigueño. “Queremos justicia y la justicia es retirando a este docente de su actividad, no puede seguir haciendo daño a la comunidad estudiantil del país”.


Amojonado el rector escuchaba la exposición del estudiante. Fue tan clara y contundente que decidió no participar y se mantuvo inmóvil, como petrificado observando el desarrollo de la asamblea. Al tomar la palabra el acusado, lo hizo nervioso e inseguro. Un pedacito de papel que tenía entre sus manos lo movía, mientras hablaba. Su voz ronca, salía temerosa e incierta. “Súbale volumen, profesor”, dijo el coordinador de la delegación de la secretaría. Negó todas las afirmaciones en su contra y dijo que todo era una confabulación política. “Es obra de los cachiporros contra los godos”, dijo. El auditorio estalló en comentario ante tamaña afirmación. “En la Palma no hay cachiporros, todos somos godos”, era el comentario que comenzó a circular en pequeños grupitos que se formaron rápida y espontáneamente. “Es más – agregó – lo que pasa es que a Amadeo no les gustan las mujeres”. Todos miraron a Amadeo. Era un golpe bajo, buscando desacreditarlo y hacerlo reaccionar violentamente. Sin perder la calma, Amadeo pidió una moción, la cual le fue concedida al instante, por cuanto la comisión consideró aquella afirmación de suma gravedad. Amadeo se puso en pie mirando al auditorio, se pronunció así: “Hemos leído que en estos debates, el contrincante trata por todos los medios de provocar para que éste pierda los estribos y diga cosas que después le toque abjurarse. Así profesor, que no me dejaré provocar. Lo dicho por usted es una infamia. A mí sí me gustan las mujeres. Cuál es la diferencia con usted. La diferencia es que yo las convenzo y usted las extorsiona. Es decir, lo grave no es que usted se acueste con una compañera aun siendo casado, lo grave es que las intimide como lo viene haciendo aprovechando su condición de profesor. Eso es lo grave, eso es lo repudiable”. El auditorio estalló en vítores y aplausos. Una silbatina contra el docente de contabilidad fue intensa y la comisión se vio a gatas para silenciarla.


Después de tres largas horas de discusión, la comisión se pronunció afirmando que el caso se iba a considerar en la secretaría en el menor tiempo posible, aun cuando había numerosos casos similares en todo el departamento, y que se tomaría una decisión ejemplar y justa. Pidió levantar el paro inmediatamente y diseñar un plan para recuperar el tiempo perdido. Además, pidió tolerancia con el profesor implicado. “Mientras no sea vencido en juicio es inocente”, dijo. “Nuestra decisión – dijo Amadeo – es no levantar el paro hasta tanto el docente sea destituido y nombrado su reemplazo en igualdad de condiciones. Es la última palabra”, dijo con fuerza, abandonando el recinto con los demás compañeros de lucha. “¿No hay otra salida?”, preguntó el representante de la comisión poniéndose en pie. “No hay”, dijo Amadeo al cruzar el umbral del salón de asambleas. “En ese caso – dijo el funcionario – hoy mismo pasará el caso al despacho del señor gobernador. El gobernador era un godo de raca mandaca y de esta población. El acusado era un prosélito incondicional.


El paro se radicalizó. Los estudiantes salieron a la calle y al cuarto día bloquearon la entrada principal a la comarca. El curita en sus homilías llamaba a la sensatez  para buscarle una salida salomónica. Al quinto día, después de la asamblea, llegó el nuevo profesor de contabilidad. Era joven y estudioso de mirada alegre. El docente cayó para arriba, como dirían los políticos de oficio, pues fue trasladado para la capital de departamento. En eso tuvo que ceder la protesta estudiantil, normalizándose las clases. Todo volvió a la calma.


La preparación de la gira del Obispo por La Palma era el tema central en toda la región. El cura no daba abasto confesando, organizando a los niños para la primera comunión y la confirmación, entregando invitaciones y pidiéndole a la feligresía que aumentara sus donaciones porque los gastos serían mayores. “Mierda – dijo Carlos – nada hay sobrenatural, todo es natural”. Había llegado a esta conclusión al ver que cada ocho días el curita pasaba por el comercio pidiendo más y más dinero. Paraba a la gente en plena calle y prácticamente le sacaba del bolsillo  parte del dinero que el campesino tenía destinado al mercado, todo a nombre de Dios. A lo último la gente pobre le huía al curita. Al verlo asomar en una esquina, el católico se escabullía por la otra con cierto disimulo, diciendo por entre los dientes: “¡Que Dios me perdone!” Salía al campo y regresaba cargado de gallinas, cerdos, pavos y dinero en efectivo. Todo lo cambiaba por una simple bendición. La versión de que la religión es el opio del pueblo comenzó a ganar algunos seguidores en la comarca. Claro, esto se decía en círculos muy cerrados y de vez en cuando. Era más que toda precisión de los estudiosos de una materia llamada filosofía. De todas maneras, el cuento tuvo comienzo y poco a poco se fue popularizando, hasta llegar a los oídos del sacerdote quien no dudó en calificar aquella afirmación de infamia, obra del demontre que había que rechazar con la oración y la fe. 


IV


El día de la visita del Señor Obispo, Amadeo, se levantó a la misma hora y después de dar vueltas en el camastro fue al inodoro. Se bañó las manos en el pequeño lavamanos blanquecino. Su hermana le sirvió una taza de café, mientras preparaba a toda carrera el desayuno. Fue a la chambrana y sentándose en un pequeño taburete releyó el discurso. Era viernes. La mañana fresca y apacible contrastaba con su ansiedad. La plaza terrosa estaba solitaria. Aun los negocios estaban cerrados. El firmamento estaba lleno de nubes grisáceas. “¿Lloverá?”, se preguntó mientras se bañaba. “Apure”, dijo su hermana. “El desayuno está servido”, agregó colocándose el uniforme para ir a trabajar al hospital local. “Hoy viene el Señor Obispo y la orden es estar más temprano que todas las veces para prever cualquier contingencia”, dijo.


Se despidió efusiva afirmando que estaría presente en la ceremonia de recibimiento. Después de las ocho de la mañana el poblado era otro. El ambiente de fiesta religiosa se respiraba. Delegaciones de distintas veredas iban llegando portando la bandera pontificia. Eran delegaciones numerosas. Las escuelas se iban congregando, lo mismo que los estudiantes del colegio. Los profesores hacían esfuerzos por alinear a sus estudiantes y que mantuvieran la postura que ameritaba el evento. Fue habilitado en el atrio el escenario principal. El piso entapetado, una alfombra vino tinto reluciente, colgaba de la pared del templete la imagen peregrina de Cristo y la virgen del Perpetuo Socorro. Un letrero grande en letra gótica y doradas que decía: “Bienvenido excelencia”. A un costado la bandera pontificia entrelazada con la nacional. Amadeo se ubicó en la fila y permaneció impávido mirando cómo la plaza se iba llenando. Su ansiedad aumentaba. El cura ultimaba detalles con su talar impecable. El cielo grisáceo anunciaba lluvia. La comitiva principal, encabezada por el alcalde, arribó caminando despacio y ceremoniosamente. Se abrió paso hasta llegar a la silla de los invitados principales. El mandatario venía con corbata azul, pantalón y saco azul oscuro también y una camisa blanca como de primera postura. El grupo era pequeño pero imponente. Era el mandamás de la comarca. Se incluían el juez promiscuo municipal y el comandante de policía, entre otras personalidades. La espera era larga. En varias oportunidades se dio falsa alarma y los estudiantes batían la banderita pontificia. El maestro de ceremonias, un mocetón medio maricón, se paseaba nervioso sosteniendo el micrófono con cierto desdén, mientras a intervalos miraba el orden del día como memorizándolo. Era alto, delgado y pálido. Tenía una voz aflautada. Entre la delegación del hospital local, Amadeo vio a su hermana, traía en sus manos la camándula y el devocionario.


Por fin se dio la noticia. “Ya está con nosotros el Señor Obispo”, dijo el presentador. Los estudiantes comenzaron a blandir las banderitas, los voladores a sonar y el armonio a interpretar música religiosa. No le cabía un alfiler a la plaza principal de la comarca. Un piquete de policía abría la marcha. La muchedumbre se estremecía. Unos cantaban, otros rezaban y otros lagrimeaban. Cuando el señor Obispo pisó la plaza el aplauso fue sonoro. Amadeo, crispaba sus manos nerviosamente e impávido vio pasar el Vicario de Cristo a escasos metros. Era un hombre alto, regordete y de mirada incierta, parecía que miraba a todos y a ninguno a la vez. Se movía ceremoniosamente portando el báculo en una mano y la otra en alto saludando. El cura se movía nervioso. Al llegar junto a él se inclinó y le besó el anillo. Subió a la tribuna y dirigió una mirada abrazadora recorriendo la plaza atiborrada de extremo a extremo. Entonces se sentó, mientras el presentador leía el orden establecido.


Lo primero que se anunció fueron los himnos, tanto nacional como el de la Santa Sede, después las palabras del representante  de la juventud, del alcalde y del Señor Obispo. Un trueno se escuchó en la distancia anunciando lluvia. Cuando el presentador anunció las palabras de Amadeo, en representación de la juventud, el estudiante de décimo se abrió paso para llegar a la tarima. El cura le habló al oído: “Al subir bésele el anillo al Señor Obispo”, dijo. Amadeo, reaccionó nervioso y mirándolo de reojo, le contestó sin rodeos: “Jamás, padre”. El cura sonrió para disimular. Amadeo pasó cerca del Señor Obispo, quien lo miró y le sonrió levemente. Fue directo al atril. Se acomodó y sacó dos cuartillas colocándolas sobre el atril. Miró la muchedumbre abigarrada y comenzó su intervención. Leía despacio como si estuviera memorizando cada frase. Sentía que las letras brincaban y el contenido eterno se hacía cada vez más denso. Sentía también que se estaba quedando sin saliva y la respiración era confusa y compleja. Cuando terminó levantó la mirada y cogiendo las dos cuartillas abandonó el escenario. El Señor Obispo volvió a sonreírle maquinalmente. Amadeo le correspondió. La muchedumbre aplaudió la intervención hasta cuando el presentador anunció la siguiente. El alcalde destacó la presencia del Vicario de Cristo, el sentido religioso y la esperanza de paz que la visita encarnaba. No ahorró términos halagadores. Finalmente, las palabras del Señor Obispo. Fue una intervención breve. “Queridos hermanos, Dios está con vosotros por nuestra intercesión, lo cual nos compromete a ser cada días más hijos del Padre Celestial”. Luego, explicó el sentido de su gira: “Este peregrinaje es una cruzada contra el ateísmo y el comunismo, que pretenden borrar del corazón el reino de Dios y los principios fundamentales de la fe. Venimos a avivar la fe en vuestros corazones”. Sobre la problemática social, manifestó: “Vivimos momentos difíciles, fruto de la pérdida de la fe y obra del demonio. La pobreza es una prueba que el Señor nos coloca para colocar a prueba la creencia y la convicción del cristiano. Os digo: Hay que ser firmes y no vacilar”. Sobre la paz, indicó: “Los comunistas pregonan la lucha de clases, yo vengo a pregonar el amor, la reconciliación y el respeto por la propiedad privada. Cada quien debe darle cuenta a Dios al terminar su peregrinaje por la tierra. Vivid en paz y en armonía. Dios proveerá”. Terminó su intervención con la bendición apostólica y romana: “Mi bendición: Padre, hijo y espíritu santo, descienda sobre vosotros y permanezca por siempre. Amén”.


Poco a poco la muchedumbre fue abandonando la plaza principal. El Señor Obispo entró al templo seguido del cura. Fue directo a la casa cural donde el ágape estaba listo. Amadeo se encaminó a la casa siendo felicitado a intervalo por las personas que se le atravesaban. Exultante su hermana lo esperaba. “Se merece un almuerzo con gallina”, dijo. Volvió a saludarlo. “Fueron palabras muy lindas las que pronunció, la gente me felicitó”, dijo mientras ofrecía a Amadeo jugo de chirimoya. “¿Qué va a hacer esta tarde?”, preguntó. “Me iré para la finca, mi mamá me espera”, contestó Amadeo sentado en el pequeño comedor de forma circular y de madera fina. “Cuéntele a mamá la visita del Señor Obispo y su brillante intervención”. Amadeo sonrió.


V


El domingo por la tarde, Amadeo regresó de la finca. Traía agricultura y cuanta cosa su madre le había podido empacar para la semana. Golpeó varias veces. Su hermana salió y lo miró con rabia. Le abrió la puerta de mala gana y sin saludar entró. Amadeo se sorprendió. No podía creer lo que estaba viendo y oyendo. “¿Qué pasó aquí ahora?”, preguntó descargando el costal cerca de la estufa. Su hermana lo encaró de una: “Lo único que hace usted es hacerlo quedar mal a uno”, dijo furiosa. Al principio Amadeo pensó que aquello era una broma. Pero, rápidamente se dio cuenta que no era ninguna broma, su hermana estaba profundamente indignada. “¿Qué pasó?”, volvió a preguntar. “El cura está bravo con usted y dijo que no volvería a saludarlo”, contestó. “¿Por qué?”, preguntó Amadeo desconcertado. “Pues por esas palabras que pronunció el día que llegó el Señor Obispo”, repuso su hermana encalambrada por la ira. “¿Qué dije de malo? Luego, ¿usted no se dio cuenta, me felicitó y medio almuerzo con gallina?”, contra interrogó Amadeo mirando extrañado a su hermana. “Yo no sé qué fue lo dijo”, contestó. “Así son todos los Católicos, aprueban sin saber qué aprueban”, repuso molesto Amadeo.


Buscó entre sus cuadernos las dos cuartillas y una vez se bañó salió en busca del cura. Fue directo a la casa cural. Lo encontró en el garaje revisándole una de las llantas al vehículo parroquial. “Buenas tardes, padre”, dijo secó parado en el umbral del garaje. El cura salió de debajo del carro e incorporándose y limpiándose las manos, saludó secamente a Amadeo. No había duda, estaba enojado. “Padre – le dijo directo – he recibido algunas versiones de que usted está bravo conmigo. Como no me gustan los chismes vine directo a la fuente a saber la verdad y nada más que la verdad. Aquí me tiene, padre”.


El cura lo miró de arriba abajo y de abajo arriba. Vio la personalidad de Amadeo. Se dio cuenta que aunque joven, el estudiante tenía fina personalidad para enfrentar los problemas. Lo dejó desarmado. “Sí, Amadeo, estoy muy bravo con usted y dije que no volvería a cruzar palabra alguna con su señoría, pero viendo su personalidad y carácter, lo invito a la casa cural para que hablemos. Me gustan las personas que tienen carácter”, dijo con fuerza.


La casa cural era un palacio pequeño. Alfombras, asientos lujosos, escritorio finísimo, arañas colgadas del techo y una biblioteca impecable. “Siga y siéntese”, dijo moderando el vocabulario. Amadeo abrió los ojos desmesurados para mirar a su alrededor la belleza espléndidas de la Casa Cural. “Esto no es mío, mijo – dijo el cura – es del Señor Jesucristo. Yo escasamente soy un cuidandero transitorio”. Amadeo se acomodó en un sillón y el cura se acomodó a su lado. “¿Qué pasó padre, por qué tanta indignación suya?” El cura frunció el ceño. “Sus palabras sacaron de quicio al Señor Obispo, casi me pega en la sacristía”, comenzó diciendo el cura. “¿No es una exageración, padre?”, dijo Amadeo mirándolo de reojo. “Amenazó con no hacer la gira pastoral”, dijo el cura sin perder la calma. “Esta no es la forma de recibirme, dijo con sus manos metidas en los bolsillos de la sotana. No me merezco un recibimiento así”, contó el padre José mirando para el techo.


Amadeo reaccionó intrigado. Jamás pensó del impacto que puede generar una palabra, un texto. Amadeo sacó nerviosamente del bolsillo las dos cuartillas y mirando al religioso, le dijo: “Padre, he traído el texto para que lo leamos tranquilamente y subrayemos las partes que incomodaron al Señor Obispo”. “Eso me parece bien, Amadeo”, contestó cogiendo las dos cuartillas entre sus manos temblorosas. Poco a poco fue leyendo el levita haciendo comentarios elogiosos en unos casos y en otros guardando discreto silencio. Al terminar de leer la primera cuartilla hizo una pausa y sonrió levemente. No encontraba el párrafo que tanto incomodó al Vicario de Cristo en la región. De pronto se detuvo y mirando a Amadeo con sorna, le dijo: “Aquí está, es este el que más le dolió al Señor Obispo”. Amadeo se inclinó para escuchar la lectura. El párrafo, decía lo siguiente: “Excelentísimo Señor Obispo: Sinceramente la juventud no quiere creer en los postulados de la Iglesia Católica, porque unas cosas muy bonitas dice y en la práctica son totalmente diferentes. Hay un distanciamiento abismal entre lo que se dice y se hace”… El cura volvió a leer el párrafo pero en voz baja. Levantó su mirada dirigiéndola a Amadeo, no con ira sino con ironía. “Esto fue lo que más le dolió al Señor Obispo”, dijo.


Amadeo sonrió. Miró al sacerdote interrogante: “¿No es cierto, Padre?” El cura eludió el interrogante agregando: “Me dijo molesto: Es como si usted fuera a Panamá y allá le dijeran: No queremos ser colombianos”. Amadeo insistió con su interrogante. Acorralado el cura contestó por entre los dientes: “Sí, eso es cierto, pero no era el momento para decirlo”. Amadeo volvió a sonreír levemente. Tenía el problema por los cachos. Sin dar tregua atacó: “Si no era el momento oportuno, entonces, ¿Cuándo hubiera sido el momento oportuno?”. El cura no supo contestar. Amadeo, agregó: “Solo un ejemplo, Padre: Mire usted este palacio que se llama “Casa Cural”, compárelo con las casitas del vecindario, ¿Hay algún parecido?”. El cura refunfuñó sin saber que contestar. Se puso en pie y creyó encontrar la salida correcta: “Mira, Amadeo hay una solución: Redacte un telegrama bien bonito y pídale al Señor Obispo disculpas. Errar es de humanos”. Amadeo sonrió. “No me equivoqué, Padre; simplemente dije la verdad, ¿No le parece? Es más, dice la biblia: Lo escrito, escrito está, ¿Entonces?” En un intento por salir del paso el cura se acercó a Amadeo, preguntando en voz baja: “¿Quién le hizo ese discurso ventijuliero?”. “Para bien o para mal, ese discurso lo hice yo. Por eso, estoy acá responsabilizándome de él en todas sus partes”, respondió Amadeo con fuerza. “Mucha gente dice que ese discurso se lo hizo un comunista, dígame la verdad”. Amadeo se puso en pie y lo miró asombrado, abriendo sus ojos carmelitos más que de costumbre. “¿Luego, el comunismo no es malo, padre? Siempre lo dice usted cada ocho días en los altos parlantes y en las homilías. ¿No es cierto?” El cura se turbó. No sabía qué contestar. Amadeo, aprovechó para atacar con incisión: “Si lo que le dije al Señor Obispo es malo y eso usted lo cataloga de comunista. La síntesis es única: El Comunismo es bueno”. El cura sonrió nerviosamente y colocándole una mano en el hombro derecho de Amadeo, dijo sin ambages: “Volveremos a ser buenos amigos, Amadeo”. Hizo un movimiento brusco para llamar a Armida, la cocinera. Era una mujer menuda, campesina y ensimismada pero al decir del cura tenía una sazón singular. “Prepárenos un café con leche y buñuelo, porque vamos a renovar la amistad con Amadeo”, dijo alborozado.


Pasadas las siete de la noche, Amadeo, regresó a su morada con la buena nueva de que se había aclarado las cosas y que la amistad con el cura sería cordial y de mutuo respeto.  “Este pueblo es muy chismoso”, dijo su hermana dibujando una sonrisa de oreja a oreja, invitándolo al comedor. Las últimas palabras del cura le quedaron sonando a Amadeo y así lo hizo saber a sus amigos más allegados. Desde aquella noche había asimilado una conclusión a priori: “El comunismo no es malo”.  



Fin







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