La apátrida burguesía y los ahistóricos, se rasgan las vestiduras por la decisión soberana de la juventud de echar al piso el busto de Andrés López de Galarza en la ciudad de Ibagué (Tolima), el pasado 28 de mayo de 2021.
Los medios adictos al régimen, dijeron al unísono que era un sacrilegio, una afrenta al gran fundador de Ibagué, el 14 de octubre de 1550. “Es vandalismo”, afirmaron Tirios y Troyanos en coro.
Nada de eso. Es un hecho heroico e histórico, en la dinámica de rescatar la verdadera historia de Colombia. Esa historia que ha permanecido oculta, tergiversada e ignorada o cuando más, contada al revés. Esta historia oficial presenta a este invasor como “héroe” y al aborigen (mal llamado indio), el “criminal” que había que eliminar físicamente y a los sobrevivientes embrutecer con la región y las sucias costumbres ibéricas.
Gabriel García Márquez, nuestro insigne Nobel de Literatura, dijo en su momento: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, echa más para esconder que para clarificar”.
La gran gesta del invasor, Andrés López de Galarza, en esta parte de Colombia y de Tolima, consistió en someter al pueblo Pijao a un horrible genocidio, donde cerca de 20 mil aborígenes, fueron víctimas de sus armas, los perros asesinos y la desalmada caballería. A la indómita cacique Dulima, gran médica y guerrera del cañón del Combeima, fue brutalmente torturada y quemada viva en la plaza pública como escarnio, señalada de bruja.
Este criminal de mil suelas no era ningún militar de carrera, era un burócrata que a la sombra de su hermano Juan, pelechaba las mieses de la burocracia sin remordimiento alguno. Como contador público de profesión llegó al Nuevo Reino de Granada (Colombia), con el cargo de Tesorero de la Real Audiencia.
Fue su hermano el que le encomendó la misión de fundar un pueblo español en el “Valle de las Lanzas” y establecer un camino corto y expedito a Popayán, con el único propósito de facilitar la expoliación inhumana del aborigen y fortalecer las alforjas del régimen español.
En su escritorio le dio el título de militar y todo su poderío para avasallar al pueblo Pijao, arrasándolo literalmente, a sangre y fuego. Ese mismo invasor, después fue alcalde de Bogotá y de Tunja y ocupó otros cargos de la alta burocracia. Juan, fue llamado a rendir cuentas por corrupción, pero pereció ahogado en las costas españolas y el criminal Andrés López de Galarza, murió el 10 de noviembre de 1573, en Tunja, al parecer dedicado a la agricultura y a disfrutar sus bienes mal habidos.
La historiografía burguesa nos colocó a venerar a este genocida, ambicioso y burócrata y a odiar la gesta heroica del pueblo Pijao, que con dignidad vendió cara su derrota. En el puesto donde estaba este criminal debe reposar en lo sucesivo el busto de la cacique Dulima, como símbolo de dignidad e identidad.
Los medios adictos al régimen, dijeron al unísono que era un sacrilegio, una afrenta al gran fundador de Ibagué, el 14 de octubre de 1550. “Es vandalismo”, afirmaron Tirios y Troyanos en coro.
Nada de eso. Es un hecho heroico e histórico, en la dinámica de rescatar la verdadera historia de Colombia. Esa historia que ha permanecido oculta, tergiversada e ignorada o cuando más, contada al revés. Esta historia oficial presenta a este invasor como “héroe” y al aborigen (mal llamado indio), el “criminal” que había que eliminar físicamente y a los sobrevivientes embrutecer con la región y las sucias costumbres ibéricas.
Gabriel García Márquez, nuestro insigne Nobel de Literatura, dijo en su momento: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, echa más para esconder que para clarificar”.
La gran gesta del invasor, Andrés López de Galarza, en esta parte de Colombia y de Tolima, consistió en someter al pueblo Pijao a un horrible genocidio, donde cerca de 20 mil aborígenes, fueron víctimas de sus armas, los perros asesinos y la desalmada caballería. A la indómita cacique Dulima, gran médica y guerrera del cañón del Combeima, fue brutalmente torturada y quemada viva en la plaza pública como escarnio, señalada de bruja.
Este criminal de mil suelas no era ningún militar de carrera, era un burócrata que a la sombra de su hermano Juan, pelechaba las mieses de la burocracia sin remordimiento alguno. Como contador público de profesión llegó al Nuevo Reino de Granada (Colombia), con el cargo de Tesorero de la Real Audiencia.
Fue su hermano el que le encomendó la misión de fundar un pueblo español en el “Valle de las Lanzas” y establecer un camino corto y expedito a Popayán, con el único propósito de facilitar la expoliación inhumana del aborigen y fortalecer las alforjas del régimen español.
En su escritorio le dio el título de militar y todo su poderío para avasallar al pueblo Pijao, arrasándolo literalmente, a sangre y fuego. Ese mismo invasor, después fue alcalde de Bogotá y de Tunja y ocupó otros cargos de la alta burocracia. Juan, fue llamado a rendir cuentas por corrupción, pero pereció ahogado en las costas españolas y el criminal Andrés López de Galarza, murió el 10 de noviembre de 1573, en Tunja, al parecer dedicado a la agricultura y a disfrutar sus bienes mal habidos.
La historiografía burguesa nos colocó a venerar a este genocida, ambicioso y burócrata y a odiar la gesta heroica del pueblo Pijao, que con dignidad vendió cara su derrota. En el puesto donde estaba este criminal debe reposar en lo sucesivo el busto de la cacique Dulima, como símbolo de dignidad e identidad.
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