Por Nelson Lombana Silva
Ya de por sí, Nayi Carolina ha forjado con sacrificio y perseverancia todo un universo de conocimiento, sobreponiéndose a las adversidades, con una gran mentalidad: Ser cada día más humana y tener capacidad de contribuir a transformar su patria chica, su departamento y por qué no su país Colombia, hoy día territorio de paz y de esperanza. Para la muestra un botón: Maestra en artes plásticas y visuales, Magister en Educación Ambiental de la universidad del Tolima, Máster en Participación y Desarrollo Comunitario y como dijimos, aspirante al Doctorado en Sociedad, Política y Cultura en la universidad del País Vasco.
En este reportaje, Nayi Carolina Molina Cruz, relata su propia experiencia con brillantez y exquisitez sobre su paso por el viejo continente, lo hace de una forma responsable y argumentativa, citando personalidades para darle más énfasis a sus claros y contundentes planteamientos. Es un orgullo para el país tener en Europa embajadoras que le dan brillo, luz y esperanza a la patria, a Colombia.
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La sonrisa primaveral caracteriza a Nayi Carolina Molina Cruz. Foto cortesía |
- Gracias Nayi Carolina Molina Cruz, por atender nuestro llamado, ¿Cómo se define en la actualidad?
Soy Maestra en Artes Plásticas y Visuales, Magíster en Educación Ambiental de la Universidad del Tolima y Máster en Participación y Desarrollo Comunitario. Actualmente soy aspirante al Doctorado en Sociedad, Política y Cultura en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Mi trayectoria profesional se ha tejido entre el arte, la educación Ambiental y la acción comunitaria, buscando siempre la conexión entre la creación estética, la conciencia ambiental y la transformación social.
- Estudios que adelanta: ¿Cómo se llama la universidad o instituto en el cual los adelanta? ¿En qué ciudad se encuentra? ¿Cuántos habitantes tiene y a qué distancia está aproximadamente de Madrid?
Actualmente resido en el País Vasco, específicamente en la provincia de Vizcaya, ciudad de Bilbao, donde estudio en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).
Bilbao cuenta con aproximadamente 346.000 habitantes y se encuentra a unos 400 kilómetros de Madrid. Allí cursé el máster en Participación y Desarrollo Comunitario, donde presenté mi trabajo final titulado “Concepciones de participación y desarrollo comunitario: Aportes desde la educación ambiental de base comunitaria en la comunidad de Juntas, Tolima, Colombia.”
En este momento me encuentro en proceso de admisión al doctorado en la misma universidad, convencida de que la educación, cuando se vincula con la comunidad y la tierra, se convierte en una forma de resistencia y liberación. Como diría Paulo Freire (1970), “nadie educa a nadie, nadie se educa solo, los seres humanos se educan en comunión, mediatizados por el mundo.”
- ¿Cómo describe brevemente el impacto de dejar físicamente su terruño y llegar al viejo continente?
Evocando seguramente momentos estelares de la vida y de la lucha. Foto Cortesía
Dejar mi tierra fue un acto profundamente transformador. Fue como desprenderme de una parte de mi identidad para volver a mirarla desde la distancia. En términos ambientales, diría que tuve que alejarme de mi “ethos”, de mi territorio vital: ese espacio físico, simbólico y espiritual que constituye lo que somos.
Llegar a Europa implicó una metamorfosis cotidiana, de idioma, costumbres, paisajes, incluso del color de la piel bajo otro sol. Durante este año y cinco meses he vivido en tres lugares distintos: Mundaka, Gernika y ahora Bilbao. Cada cambio de hogar ha sido una lección sobre el movimiento, sobre la impermanencia y la adaptación.
Uno de los mayores impactos ha sido el lenguaje. Aunque España habla castellano, el País Vasco conserva el euskera, lengua ancestral que reivindica la identidad del pueblo vasco y funciona como un símbolo de resistencia. Comprendí que las lenguas también son territorios, trincheras culturales que resguardan una memoria colectiva.
La nostalgia es inevitable: extraño los rostros de mi familia, el verdor del Cañón del Combeima, los sonidos del agua y los cantos de mi comunidad. Extraño mis rituales, los temazcales, las voces de mis amigas, la risa de los niños. Como dice Eduardo Galeano, “la nostalgia es tener el corazón en un sitio y los pies en otro”.
- ¿Qué encontró a su llegada al viejo continente?
Al llegar, me impactó profundamente la arquitectura: monumental, organizada, heredera de la estética medieval. Me sorprendió la eficiencia de los sistemas de transporte metros, trenes, autopistas y el orden urbano. Sin embargo, más allá de la forma material, lo que más me llamó la atención fue la cultura vasca: un pueblo serio, a veces distante, pero apasionado por sus tradiciones, sus fiestas y sus bares.
Aquí se conversa mucho, se celebra la vida entre pintxos, vinos y kalimotxos. Al mismo tiempo, descubrí una impresionante diversidad cultural: migrantes de América Latina, África, Asia, Europa del Este, todos coexistiendo en un mismo espacio. He conocido personas de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Perú, Bolivia, El Salvador y, por supuesto, Colombia.
Esta convivencia multicultural genera una red de apoyo entre latinoamericanos, una forma de resistencia afectiva. También he visto cómo las organizaciones sociales y fundaciones locales brindan acompañamiento a migrantes, lo que revela un tejido solidario que sostiene, aunque sea parcialmente, la dureza de la migración.
- ¿Cómo ha sido el proceso de adaptación a esta nueva realidad?
Mi proceso de adaptación ha sido profundo y a veces contradictorio. Lo describiría como una mezcla de belleza y desafío. Contar con el apoyo de mi pareja ha sido esencial, pues compartir el proceso hace más ligera la carga emocional y más significativa la experiencia.
Hemos podido estabilizarnos gracias a los permisos de residencia estudiantil, lo que nos ha permitido estudiar, trabajar y vivir dignamente. Sin embargo, aún no siento que pertenezca del todo a este lugar. Como mujer migrante, percibo que la adaptación no es solo material, sino espiritual: implica repensar quién soy fuera de mi territorio.
Sigo en proceso de adaptación, reconociendo como señala Arturo Escobar (2016) que “habitar es una forma de pensar el mundo”, y que mi forma de habitar aún está en construcción. Me he transformado, sí, pero conservo mis raíces. Siento que el camino me habita tanto como yo lo habito.
- ¿Cuál fue tu primera impresión de la población y del territorio visitado?
Mi primera impresión fue la de un territorio silencioso y profundamente ordenado. Al llegar, percibí una calma casi extraña, una sensación de control y estructura en cada espacio. En los pueblos vascos, la limpieza, el respeto al peatón y la disciplina social son evidentes; incluso el acto de cruzar la calle se convierte en un gesto de confianza colectiva.
Me sorprendió el respeto por las normas, especialmente hacia la autoridad y el entorno urbano. Noté también una población longeva, activa, que valora el cuidado del cuerpo y la vida al aire libre.
Sin embargo, detrás de esa organización se esconde un control social que a veces se siente rígido, y en ocasiones, una distancia emocional. Algunas actitudes revelan resabios coloniales: una amabilidad que, sin mala intención, puede rozar lo paternalista o incluso racista. Aunque personalmente no he vivido experiencias directas de discriminación, he escuchado relatos de otros migrantes latinoamericanos que sí han enfrentado esas realidades.
En palabras de Frantz Fanon (1952), “el racismo no es una idea, es una práctica encarnada”. Y desde ese entendimiento, reconozco que habitar este territorio implica también deconstruir esas miradas coloniales que aún persisten.
- ¿Ha sido traumático o fácil el proceso de adaptación?
No lo describiría como traumático, pero tampoco como sencillo. La adaptación ha sido un ejercicio de reconstrucción constante. Cada día exige reaprender gestos simples: cómo habitar un nuevo hogar, cómo leer los silencios, cómo crear redes de afecto donde antes no existían.
Todo en este proceso es nuevo: el espacio, el clima, el idioma, la comida, los ritmos. Pero también es un terreno fértil para el crecimiento personal. Aprendí que adaptarse no significa olvidar, sino tejer puentes entre lo que fuimos y lo que estamos siendo.
En este sentido, mi experiencia confirma lo que Boaventura de Sousa Santos (2010) llama la ecología de los saberes: la posibilidad de convivir entre conocimientos, culturas y sensibilidades distintas sin que uno anule al otro. Adaptarse es coexistir.
¿Cuál fue su primera reacción o pensamiento al llegar? ¿Pensó en regresarse?
Los primeros días fueron emocionalmente muy intensos. La distancia con mi familia, la ausencia de mis montañas y de mis ríos me provocaron una sensación de vacío. Era como si mi cuerpo aún estuviera en Colombia, pero mi espíritu flotara entre dos mundos.
Al principio sí pensé en regresar. No por falta de oportunidades, sino por la nostalgia del territorio, de ese paisaje que uno lleva tatuado en la piel. Sin embargo, con el tiempo comprendí que este viaje no era una huida, sino un proceso de expansión.
He aprendido a verme como un territorio en movimiento. Hoy entiendo que mi cuerpo es mi primer territorio, el lugar donde puedo volver una y otra vez sin importar dónde esté. Esa idea la he trabajado desde el arte y la educación ambiental, porque el territorio no solo se habita: también se encarna.
Como artista y mujer migrante, he sentido lo que decía Gloria Anzaldúa (1987) sobre las “fronteras”: que no son solo geográficas, sino también internas, espirituales. Habitar esas fronteras es aprender a resistir y a reinventarse.
- ¿Encontró buena acogida? ¿Este proceso ha ratificado su compromiso de lucha teniendo en cuenta sus propósitos?
Sí, he encontrado acogida, aunque más desde la solidaridad entre migrantes que desde las estructuras institucionales. En este contexto europeo, el contacto humano se da con cierta prudencia, pero hay corazones abiertos y espacios de acompañamiento.
Más que eso, estar aquí ha reafirmado mi compromiso político, social y ambiental con mi territorio de origen. Cada día lejos de Colombia me confirma que mi trabajo tiene sentido solo si contribuye al fortalecimiento de las comunidades y al equilibrio con la Madre Tierra.
Mi labor se sostiene en la educación ambiental como práctica emancipadora, en el arte como herramienta de reflexión y en la participación comunitaria como forma de transformación social. Como sostiene Orlando Fals Borda (1985), “investigar es también comprometerse”, y mi investigación y práctica artística son precisamente eso: un acto de compromiso con la vida, con mi comunidad y con la tierra que me vio nacer.
- ¿Es fácil construir puentes de amistad y solidaridad con el pueblo español? ¿Cómo tratan al latinoamericano los ibéricos?
No siempre es fácil. La amistad, aquí, se construye lentamente. Las relaciones sociales son más formales, menos espontáneas que en América Latina. Sin embargo, he encontrado personas muy generosas, abiertas y solidarias.
A veces percibo cierta barrera cultural o emocional que dificulta los vínculos más profundos. Hay momentos en que se siente una cordialidad distante, otras veces una empatía sincera. Pero también he comprendido que el encuentro con “el otro” exige paciencia, respeto y sensibilidad.
El trato hacia los latinoamericanos es ambiguo: hay admiración por nuestra alegría, por nuestra fuerza, pero también prejuicios que provienen de la herencia colonial. Esa tensión entre reconocimiento y exotización nos atraviesa constantemente.
Aun así, creo en los puentes: en la posibilidad de un diálogo humano más allá de las fronteras. En palabras de Eduardo Galeano, “mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”
- ¿Ha podido visitar y conocer otros países? ¿Qué ha encontrado en ellos?
Sí, por el momento he tenido la oportunidad de conocer Francia e Italia, y esos viajes fueron profundamente reveladores. Más allá de su riqueza artística y arquitectónica —los vestigios del Renacimiento, el arte gótico, las obras de Miguel Ángel, Da Vinci o Caravaggio, lo que más me conmovió fue reconocer cómo la historia del arte también narra relaciones de poder.
Recorrer museos y calles me hizo pensar en lo que bell hooks (1995) llamaba “mirada insurgente”: esa capacidad de mirar de otra manera, de no aceptar la historia tal como nos la contaron los vencedores. Entendí que el arte occidental ha sido una construcción hegemónica, pero también un espacio que hoy podemos resignificar desde nuestras miradas del sur.
Observar esas ciudades tan organizadas y planificadas me llevó a comparar la noción de territorio: mientras allá todo está calculado, en América Latina el territorio palpita; es memoria viva. En ese contraste reafirmé mi convicción de que la educación ambiental latinoamericana tiene un potencial transformador que trasciende el orden y la estética: es espiritual, comunitaria y profundamente política.
- ¿Cómo define usted su rutina, su diario acontecer?
La búsqueda de conocimientos es permanente en Nayi Carolina Molina Cruz. Foto cortesía
Mi rutina es un reflejo del ciclo vital, cambiante como la luna. Me levanto, medito, trabajo hasta media tarde, hago ejercicio, preparo los alimentos y dedico tiempo a la lectura, la escritura o el arte. A veces participo en talleres para migrantes en la organización Zehar, donde compartimos experiencias sobre identidad y derechos humanos.
Mi día está atravesado por los afectos, por las emociones y por la necesidad de conectar con la tierra, incluso desde la distancia. Como dice Silvia Rivera Cusicanqui (2010), “el cuerpo es el primer territorio de colonización y el primer territorio de liberación”. Por eso intento escuchar mi cuerpo como parte del entorno: si llueve, descanso; si hay sol, camino.
Cada día aquí se ha vuelto una práctica de resistencia silenciosa, un intento por mantener encendida la memoria del origen en medio de la rutina moderna. Mi cotidianidad, aunque simple, es también una forma de militancia: cuidar, pensar y crear desde la ternura y la conciencia ecológica.
- ¿Existe alguna posibilidad de radicarse definitivamente en Europa?
No, no lo creo. Mi paso por Europa ha sido una experiencia profundamente valiosa, pero también un recordatorio de mi raíz. Este año y medio me ha servido para entender que no pertenezco a esta tierra, que la migración no siempre implica buscar un futuro, sino comprender el propio presente. He aprendido mucho, sí, pero lo que más deseo es volver a Colombia, a mis montañas, a la comunidad, al territorio que me sostiene. La migración me ha enseñado que pertenecer no es poseer un lugar, sino ser parte de una trama de afectos, memorias y luchas.
Como dice Vandana Shiva (2005), “la tierra no nos pertenece; somos nosotros quienes pertenecemos a ella”. Esa frase me acompaña cada día, recordándome que mi compromiso está con el sur, con la vida que florece desde la resistencia.
- ¿Qué lectura tiene del pensamiento ambiental en España?
Considero que el enfoque ambiental en España aún es muy básico en comparación con el pensamiento ambiental latinoamericano. Aquí prevalece una visión tecnocrática y de gestión: se habla de reciclaje, eficiencia energética, recursos naturales. Pero falta ese vínculo espiritual y comunitario con la naturaleza que caracteriza nuestras cosmovisiones del sur.
Mientras aquí el ambiente se percibe como un objeto de estudio o recurso a gestionar, en América Latina lo entendemos como una relación viva, afectiva y política. Esa diferencia la explica muy bien Maristella Svampa (2019) cuando habla del “giro eco-territorial”: el paso de la ecología institucional a las luchas por la vida y el territorio.
En Colombia, la educación ambiental es una práctica de emancipación. Surge de la urgencia, del conflicto y de la memoria. Por eso, a pesar de las carencias estructurales, nuestro pensamiento ambiental está más avanzado en términos éticos y de conciencia crítica. Aquí hay dinero, sí, pero hay menos sensibilidad; allá hay crisis, pero hay esperanza.
- ¿Qué problemas observa en España y en Europa en general?
Europa vive una aparente estabilidad que esconde profundas desigualdades. Existen graves problemas de xenofobia, racismo, exclusión laboral y crisis de vivienda, sobre todo hacia las personas migrantes. También hay una creciente precarización del trabajo, incluso entre los jóvenes europeos.
He notado que el sistema académico, aunque estructurado, reproduce jerarquías y rigideces institucionales que sofocan la creatividad. La educación aquí enseña a adaptarse, no necesariamente a transformar. En este sentido, me resuena lo que Rita Segato (2016) advierte sobre “la colonialidad del saber”: la forma en que el conocimiento académico se erige como única verdad, marginando otros modos de entender el mundo.
Desde una mirada ambiental, el modelo europeo sigue siendo altamente consumista y extractivista, solo que más sofisticado. La desigualdad y la crisis ecológica son globales, pero aquí se maquillan mejor.
Por eso, me parece urgente reivindicar lo que Boaventura de Sousa Santos (2018) llama las epistemologías del sur: reconocer que la esperanza y las alternativas al colapso civilizatorio están naciendo desde los márgenes, desde los territorios que resisten, desde los pueblos que aún recuerdan que la vida no se mide en euros, sino en vínculos.
- ¿Cómo percibe a Colombia desde la distancia?
Desde la distancia, Colombia se me revela como un territorio profundamente mágico y contradictorio, una tierra de luz y herida, de memoria y resistencia. La percibo más viva que nunca. Estar lejos me ha permitido comprenderla desde otra mirada: ya no solo como país, sino como organismo vivo, con montañas que respiran, ríos que hablan y comunidades que resisten.
A veces, la nostalgia se convierte en lucidez. Comprendo que, a pesar de la violencia estructural, en Colombia se gestan procesos sociales y culturales que dialogan con el mundo desde la dignidad. Como diría Ana Patricia Noguera (2019), “el pensamiento ambiental latinoamericano no se enseña, se vive; se siente en el cuerpo que recuerda el río, la montaña, el fogón”.
Por eso creo que mi regreso no será una vuelta cualquiera: será volver al origen, pero con otras herramientas, con la conciencia de que mi labor artística y educativa debe contribuir a sanar el vínculo entre la sociedad y la naturaleza.
- ¿Qué añora de su terruño?
Añoro la calma y el verde azul de mi montaña sagrada, el Cañón del Combeima, ese refugio donde todo tiene sentido. Extraño a mi familia, a mis vecinos, a la comunidad de Juntas, porque en ellos reconozco mi raíz y mi propósito.
Extraño los sonidos del agua, los cantos de los pájaros, los rituales de fuego y tierra, la risa de las mujeres que tejen mientras cae la tarde.
Como escribe Augusto Ángel Maya (2002), “la vida humana se sostiene en el paisaje y el paisaje se sostiene en el alma humana”. Por eso mi nostalgia no es tristeza, sino conciencia: sé que mi identidad florece solo en diálogo con ese territorio que me dio nombre, olor y horizonte.
- ¿Cuál es la realidad de la juventud española?
Desde mi perspectiva, la juventud española vive entre el desencanto y la búsqueda. Veo jóvenes con pensamiento crítico, que marchan, que cuestionan, que luchan por los derechos de las mujeres y de los migrantes; pero también percibo una generación atravesada por la precariedad, el consumo y la incertidumbre laboral.
Quizás lo que más me sorprende es la ausencia de vínculo con el territorio: la mayoría de jóvenes no siente la naturaleza como parte de sí. Tal vez porque no la necesitan para sobrevivir, han perdido la urgencia del arraigo.
Sin embargo, creo que hay semillas de esperanza. En los movimientos ecologistas, feministas y decoloniales europeos hay voces jóvenes que se inspiran en América Latina. Me emociona ver cómo el pensamiento del sur se filtra en los debates del norte, como una savia que recuerda que la vida no puede ser mercancía.
- ¿Qué grado de lectura ha percibido en el pueblo español?
Es notable: aquí la lectura forma parte de la cotidianidad. Las bibliotecas están llenas, los parques son lugares de estudio, y los libros se perciben como una extensión del pensamiento.
Sin embargo, me llama la atención que, aunque leen mucho, leen poco sobre el sur. Rara vez encuentro textos de pensamiento latinoamericano o de autoras indígenas o afrodescendientes.
Ahí entiendo la importancia de seguir escribiendo desde nuestros territorios: necesitamos que la palabra del sur viaje, que dialogue, que incomode. Porque, como decía bell hooks, “escribir es un acto de resistencia y de amor”.
Y mi escritura —desde la educación ambiental, el arte y la vida migrante— es justamente eso: un intento por romper silencios, por abrir grietas de diálogo entre mundos.
- ¿Qué mensaje enviaría a su comunidad, que le quiere, le valora, le admira y en cierto sentido la ve como una gran esperanza?
A mi comunidad de Juntas, al Cañón del Combeima y a todas las manos que siembran vida, les diría: no dejen de soñar y de cuidar la tierra. Que la educación ambiental no es una cátedra, sino un acto cotidiano de amor y justicia.
Debemos continuar tejiendo desde la educación ambiental de base comunitaria, esa que nace de la práctica, de la palabra compartida, del saber campesino. Como afirma Celso Sánchez (2021), “la educación ambiental no se impone desde arriba, sino que se construye desde abajo, con la comunidad como sujeto y no como objeto de aprendizaje”.
Pronto haré parte de GEASUR Colombia, un colectivo que defiende el pensamiento ambiental latinoamericano como camino hacia la emancipación. Desde allí quiero seguir investigando, creando y acompañando procesos que integren el arte, la educación y el territorio.
Coincido con Ana Patricia Noguera cuando dice que “educar ambientalmente es una poética del cuidado”. Esa poética es la que me guía: la de mirar una semilla y entender que el acto de sembrar es también un acto de esperanza. A mi comunidad le digo que no me he ido del todo, que sigo siendo parte de ese río, de esa montaña y de ese fuego compartido. Volveré, porque en el fondo siempre estuve allí. Como recordaba Augusto Ángel Maya, “la educación ambiental debe ayudarnos a recuperar el alma perdida del mundo”. Esa es mi misión: contribuir a sanar el alma de mi casa, de mi tierra, y seguir aprendiendo de ella con humildad, arte y compromiso.
Nuestra mejor embajadora en el viejo continente, qué sabias palabras, saludos desde Villa Restrepo Colombia.
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