martes, 17 de mayo de 2022

Transformado por la lectura

 


Por Nelson Lombana Silva

Cuento.- El comentario generalizado, decía que William era un muchacho desordenado, no obedecía a sus padres y con todos los jóvenes de su edad se peleaba. Al decir de muchos, William era un antisocial, un amargado que no le encontraba sentido a la vida. “Yo nací para morir”, decía en la calle, en el barrio o en el riachuelo que cruzaba por el centro del pequeño poblado surcado de espesa vegetación.

Siempre quería llevar la contraria. El embellecimiento del parque que hacía la comunidad con esmero, lo deterioraba destruyendo el jardín, quitando las flores y arrojando papeles al riachuelo. Se divertía haciendo maldades. Escapaba con frecuencia del colegio, se internaba en el bosque cercano, mataba los pajaritos y atravesaba troncos en el camino para que la comunidad no caminara por allí.

Era alto y acuerpado. Ojos marrones y cabellera espesa que bajaba hasta los hombros. Se afeitaba de vez en cuando. Se bañaba de vez en cuando y fumaba cigarro sin pedirle permiso a ninguno. Era egoísta, megalómano. Pensaba que el mundo giraba alrededor suyo. Fuerte y áspero, no tenía inconvenientes en liarse a puños con jóvenes de su edad. La comunidad lo miraba con horror.

La junta comunal en varias ocasiones visitó a sus padres buscando frenar el comportamiento malsano del joven William. Los padres, dos humildes habitantes del melancólico villorrio, escuchaban apenados a los miembros de la junta, expresando al final su incapacidad de corregir al malcriado hijo. “No quiere estudiar, ni trabajar, ni respetar a los jóvenes de su edad, ni a los mayores”, dijo su padre bajando el rostro apenado. “Ni mis oraciones, ni mis consejos, ni mis lágrimas, lo conmueven. Tiene un corazón de hierro”, dijo su madre dejando escapar un suspiro lastimero.

Las autoridades lo detenían, lo llevaban al calabozo, lo tenían allí 72 horas de acuerdo al código penal, como escarmienta, pero William salía de allí con esfuerzos renovados para hacer el mal en todo el barrio. Nada le importaba. El rechazo de la comunidad lo excitaba a cometer más y más delitos. Cierta vez, recogió en tinajas boñiga de res y en horas de la noche la vertió a los tanques del acueducto barrial. La comunidad no se pudo bañar ni cocer los alimentos durante ese aciago día. En otra oportunidad, se las ingenió para dejar el barrio a oscuras, ni corto ni perezoso cortó los cables y deterioró el transformador de energía.

Una vez cometía la fechoría, se encaminaba a la colina y en la parte más alta se acomodaba a festejar su maligna obra. Generalmente, prendía un cigarro y lo fumaba con pasmosa pasividad como si nada ocurriera. Al atardecer, regresaba recorriendo el barrio en busca de trinca. Cuando no encontraba a nadie para pelear se marchaba a casa y malhumorado se encerraba en su cuarto. Su madre, triste le servía la merienda y la dejaba en el vetusto comedor. “Ahí está la comida”, le decía y se marchaba.

Un día cualquiera el bibliotecario del barrio atravesaba el parque, caminaba despacio recogiendo las basuras, especialmente plásticas y papeles. Era un hombre alto y delgado que gozaba de buena simpatía en el entorno. William apareció por sorpresa llevando en sus manos huesudas un afilado cuchillo. Al ver al bibliotecario se detuvo con brusquedad y atravesándose impidió el paso del funcionario.

El bibliotecario sintió miedo. No era para menos. Sin embargo, no reflejó pánico, lo miró fijamente con una mirada incluyente como queriendo decirle no soy juez para juzgarlo. William se estremeció de pies a cabeza. No esperaba un comportamiento así del bibliotecario. Dio varios pasos atrás y guardando el cuchillo se disculpó. Giró para alejarse, pero el bibliotecario lo detuvo con su voz  grave. “Espera William”, le dijo.

Asombrado el joven se detuvo y volviendo la mirada, observó con extrañeza al hacedor de cultura. Nunca había sido convocado con educación, con cultura, con amor filial y humanismo. Era la primera vez. Su mirada vidriosa, jadeante de estupefacción, se clavó en el rostro del bibliotecario. No pudo hablar. Escasamente gesticuló con sus poderosos brazos, cuyas manos parecían delgadas varillas de acero.

El bibliotecario se acercó y le colocó una de sus manos en el hombro. “Quería distinguirlo, saber personalmente de usted, compañero William”, dijo. William no sabía qué contestar, atónito se mantuvo hasta cuando el bibliotecario le pidió que lo acompañara a la biblioteca. Sonámbulo caminó a su lado en silencio, no sabía qué decir.

La biblioteca era pequeña, tenía tres saloncitos debidamente distribuidos, un saloncito como sala principal, la sala infantil y la sala de cómputo. William se paró en la puerta principal mirando al interior con curiosidad y asombro. “¿Puedo pasar?”, dijo con timidez. Un grupo de personas se arremolinó frente a la biblioteca, pensando en las malas intenciones del joven. Algunos traían palos, otros venían enruanados, secreteándose entre sí. El bibliotecario volvió a colocarle la mano en hombro al momento de decirle: “Siga. Bienvenido a la biblioteca, santuario natural del conocimiento”.

El grupo frunció el ceño, desconcertado permaneció unos minutos más y desapareció como por sortilegio. Inseguro, William entró mirando desconcertado la cantidad de libros. “¿Qué valor tiene este depósito de libros?”, preguntó con voz desarticulada. La mañana era soleada y el firmamento estaba despejado, sin un rastro de nube, mientras un vientecillo recorría la calle con suavidad. “La biblioteca – dijo el funcionario público – es el espacio libre donde está concentrado todo el conocimiento de la humanidad”. William que observaba con curiosidad el libro: “100 ideas para dibujar”, volvió la mirada para ver mejor al bibliotecario. “¿Eso es la biblioteca?”

“Eso y mucho más”, contestó el bibliotecario tomando el limpión para asear las estanterías y las mesas de estudio, como lo solía hacer todos los días. William, miraba en todas direcciones con suma curiosidad. Sus ojos brillaban y sus manos tenían un ligero temblor. El escenario le parecía exótico. Recorrió la biblioteca en varias oportunidades, tomando la iniciativa de coger un libro al azar. Lo miró al derecho y al revés con asombro, como si tuviera en sus manos una maravilla encantada. Leyó despacio y en voz baja: Cien años de soledad, autor: Gabriel García Márquez.

“¿De qué trata este libro?” Preguntó tímidamente. El bibliotecario lo miró con alegría. Se dio cuenta que William no era el joven violento de la calle, se veía sereno, humano y apacible observando como cualquier joven los libros con entusiasmo. Su rostro había cambiado. Ya no era hosco y agresivo, sino sereno y generoso. “Es una obra de literatura – contestó el bibliotecario – la obra cumbre del nobel colombiano Gabriel García Márquez”.

William que descendía por las escalinatas para llegar a la sala infantil, se detuvo para ver mejor al bibliotecario. “¿Qué es literatura? ¿Para qué sirve? ¿De qué trata cien años de soledad?” Afuera un vientecillo apacible recorría las calles, una partecita mínima entraba a la biblioteca refrescando el rostro de William y del bibliotecario.

El bibliotecario, también asombrado del comportamiento de William, lo invitó a sentarse en uno de los mesones. “Literatura – dijo – es el arte de escribir correctamente, con cadencia elegante y belleza, respetando el idioma y las reglas ortográficas”. William frunció levemente el ceño como queriendo decir que no entendía todo lo dicho. El bibliotecario no se alteró, su estado de ánimo era rebosante al observar que William estaba totalmente cambiado. No era ese joven agresivo, petulante, cizañero y violento. Había cambiado en un santiamén.

“Acerca de la pregunta: ¿Para qué sirve la literatura? – continuó hablando el bibliotecario, mientras acariciaba un texto –: La literatura nos recrea, nos forma, nos educa, nos hace seres humanos, nos hace valorar y valorarnos como personas que viven en comunidad”.

William sonrió. Aquello le parecía fantástico. Sentía una sensación de libertad y tranquilidad. Por primera vez, sintió una felicidad profunda. No se sentía excluido, ni rechazado por los libros y el bibliotecario. Volvió a mirar el libro que tenía entre sus manos. Lo abría y lo cerraba. Lo miraba en las primeras y últimas páginas sin poder precisar.

“Cien años de soledad – continúo el bibliotecario – es la obra cumbre de Gabo, que relata con maestría la costa atlántica, su pueblo natal, las guerras, las atrocidades del gobierno y las posibilidades de ser libre el pueblo colombiano. Mediante su brillante narración literaria puede establecerse el origen de Macondo (Aracataca), la masacre de las bananeras en 1928 a manos de la United Fruit Company y los hechos más originales con una literatura exquisita, diría que poética”.

William absorto escuchaba. Por primera vez lo hacía y de qué manera. Sin dejar de acariciar el libro, tímidamente preguntó: “¿Cómo hago para leerlo? ¿Qué debo hacer?” Lo dijo con ansiedad, con sinceridad. El bibliotecario, henchido de emoción, caminó por el salón, calculando cada paso. Dimensionó el interés del joven y comprendiendo que se había producido un “milagro”, le contestó puntualmente: “Hay varias formas joven William: Uno es que venga las veces que sea necesario a leer en la sala de lectura y dos, prestárselo para que lo lleve a casa”.

William lo miró desconcertado. “¿Podría llevarlo a casa? ¿Me lo podría robar”. “No lo hará. Su metamorfosis es admirable. El libro es el mejor amigo de la especie humana. Una persona que lee es feliz”, respondió el bibliotecario. William, suspiró. “De ahora en adelante, dejaré de hacer fechorías, me dedicaré a leer”, dijo con certeza. Se puso en pie y comenzó la lectura: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.  “Este comienzo me parece fantástico”, dijo cerrando con prudencia el libro.

Desaparecieron las pilatunas en el barrio. William se encerró a leer Cien años de soledad, a departir sueños surrealistas e incluso, a inventar nuevos. Había encontrado el camino mágico de la creación literaria.

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