sábado, 8 de julio de 2017

De vuelta al pasado ¡Crónica de pueblo!


Por Nelson Lombana Silva

1.-La tarde moría paulatinamente. Los últimos rayos solares se perdían tras la distante e imponente montaña verdosa, el bullicio se hacía monótono en la ciudad de los desencuentros furtivos. Al abrir la portezuela del vehículo el celular timbró con su pito estridente.


No tuve tiempo de mirar la pantalla iluminada. Oprimí con brusquedad la tecla y llevándomelo al oído contesté maquinalmente, mientras me bajaba del auto con el maletín de hule viejo. La voz de mi hermana estaba ahí. No me saludó. Fue directo: “¿Cuánto necesita?” Quedé boquiabierto. Yo era profesional, era amigo personal del ex gobernador, el diputado, el alcalde de la comarca, el cura, el artista, el poeta, el literato, el filósofo, el prestamista, el comerciante, el gerente bancario, la reina de belleza y un larguísimo etc. Ella por su parte, no tenía más relación en su región que con Flauta, el bobo del pueblo, la prostituta, el andariego, el vendedor de flores, el trabajador del agro y muchas mujeres otoñales que caminaban porque veían caminar a sus congéneres, iban a misa cada ocho días y seguían pensando que Dios era el artífice de todo lo que la vista apreciaba a su alrededor. Solté una risita inventada. No sabía qué contestar. Me turbé. Entonces, volvió a preguntar con el mismo carisma desinteresado de mamá. “¿Cuánto necesita?”. “Cuatrocientos”, le dije por entre los dientes. Pasaron unos segundos. Para mí fueron eternos. Sabía la respuesta obvia. Pero a pesar de eso me mantuve, mientras miraba un miembro del cuerpo de seguridad que miraba apacible a su alrededor. “¿Se los mando o usted viene por ellos?”, me dijo sin ninguna emoción. No tuve valor de contestar al instante. Sentía que flotaba. Comí segundos, sin saber qué contestar. “Dígame”, dijo impaciente. “Iré”, dije sin mucha convicción. “¿Cuándo?” “Mañana mismo”, contesté. Sonrió. Fue una risa de triunfo. Pensé que era una broma. “Chao”, me dijo y colgó. Guardé el celular en el estuche que pende del cinturón, e inmediatamente coordiné con el cuerpo de seguridad el desplazamiento. “De vuelta al pasado”, me dije mientras cruzaba el pequeño antejardín carcomido por el musgo y la ausencia de pintura, y enfrentaba la pequeña puerta metálica con el manojo de llaves. “¿A qué hora será la salida?”, dijo en voz baja José Miguel apoyado sobre la verja de entrada. Miré a mí alrededor para cerciorarme que nadie estaba escuchando. “A las seis”, dije en voz baja. Entré al cuarto rectangular atiborrado de libros en desorden, una nevera dada de baja, un televisor, el pequeño comedor de vidrio, la nevera de mi hermano y la pequeña cocina. Salté de alegría. Después de largas noches de insomnio pensando quién podía sacarme de estos apuros, mi hermana, la de menos recursos económicos, me ofrecía su solidaridad a cambio de nada.

Mi hija dormía. La desperté con la noticia. “Mira, el valor de la familia”, le dije mirando su cuarto desordenado como de costumbre. “Se le perdió en esta casa 500 y la respuesta es prestarnos 400, ¡Qué corazón más generoso tiene mi hermana!”, le dije con cierto enfado. “Ella sabe que este dinero es para usted. Eso la animó más. Así nos ha enseñado que un mal no se paga con un mal, sino que un mal se paga con un bien”, le dije al salir del cuarto. No contestó, se quedó adormilada y ensimismada mirando inmóvil para el techo sin determinar un punto exacto.

Mientras preparaba algo suave para mitigar el hambre, la idea de volver al pueblo comenzó a girar aceleradamente en mi cerebro. Era una mezcla contradictoria. De un lado la cruda nostalgia y del otro lado la razón de la visita. Siempre había soñado retornar efímeramente en otras condiciones, pero las circunstancias se presentaban como una aturdidora bofetada. “El mundo anda como es y no como quisiéramos que anduviera”, recordé la frase polvorienta sacada de una revista que había ojeado bajo el frondoso Pino, plantado cuando era estudiante de la escuela.

No fue fácil conciliar el sueño. El universo de recuerdos cuando era niño transitando por las calles empedradas unas y otras con fango espeso, fluían por mí cansado cerebro aceleradamente en torbellino impresionante. De niño acompañaba a mi padre cada ocho días a hacer el mercado con la esperanza que me comprara un mojicón y una colombiana. En el toldillo de tafetán me sentaba sobre el costal para degustar el manjar, mientras mi padre hacía maromas para conseguir los productos de la plaza de mercado que para entonces era terrosa y se llamaba Simón Bolívar, porque estaba allí, en el centro la estatua mal conservada del Libertador. “Es el hombre más valiente que ha habido en Colombia”, me dijo una vez mi padre con su fuerte vozarrón. Entonces, yo miraba esa efigie con respeto y miedo, porque consideraba que había sido una persona importante en Colombia. Muchos años después me enteré que no era colombiano sino venezolano y muchos años más tarde, supe que era un revolucionario que había derrotado con sus ideas y su ejército a los opresores españoles, también que había sido traicionado por Francisco de Paula Santander, quien ni corto ni perezoso nos había entregado en bandeja de plata al naciente imperialismo estadounidense.

También era frecuente acompañar a mi madre los domingos a la misa de siete de la mañana. El santo de mi devoción era San Martín por su espíritu conciliador, porque según mi madre, San Martín había hecho el milagro de hacer convivir el ratón y el gato, lo cual me parecía grandioso. Y para completar mi credulidad, un domingo encontré a su lado, un billete de cincuenta pesos bien enrollado, lo cogí y se lo pasé a mi madre, ella me dijo al oído en voz baja: “¿Se fija? El que madruga Dios le ayuda. Esto es obra de San Martín”. Como era obvio aquella mañana sin lluvia recé más que de costumbre con la firme convicción que era un milagro que me había concedido San Martín, el negrito.  Nunca pensé que pudo haber sido un devoto del Santo que por sacar la moneda para prender la lamparita, hubiera sacado involuntariamente el billete y este hubiera caído. Si hubiera reflexionado así, hubiera entendido que aquello no tenía nada de sobrenatural, era fruto de un error de alguien que me había antecedido en sus abluciones.

Lo cierto fue que con ese dineral mi madre me compró unos zapatos de caucho, dejando de andar desde entonces descalzo. Fue para mí todo un acontecimiento. ¿Usar zapatos? Me parecía una fantasía. El suceso comenzó a diluirse cuando comenzaron a tallar, mientras regresábamos a la finca, de tal manera que me vi precisado a quitármelos y echármelos al hombro. “Eso es mientras se acostumbra”, me dijo mamá.

Pude conciliar el sueño al amanecer, creo que después de las dos o tres de la mañana. Las pesadillas me azotaron durante ese corto sueño. Algunas no pude recordar y otras más o menos. Soñé que cruzaba la plaza General Anzoátegui, en medio de una trifulca de padre y señor mío. Intentaba correr para protegerme pero no podía. Campesinos embriagados con sus afilados machetes los blandían amenazantes, mientras lanzaban vivas al Partido de sus convicciones. La contraparte hacía lo mismo. Veía en sus ojos la fiereza que inspira el odio y el analfabetismo político. Arriba en el palacio municipal el alcalde miraba la escena con cierta emoción, ocultándose ligeramente en el pequeño ventanal. “Duro a esos cachiporros vergajos”, decía en voz baja sin perder detalle.

El ruido estridente de los machetes y la gritería infernal hacían de la comarca un infierno. Era pueblo contra pueblo enfrentado por los malditos colores. Pronto la sangre comenzó a bañar la plaza terrosa y los ayayaes inundaron el espacio enrarecido. “La policía”, gritó alguien. “Ella viene solamente a hacer el balance”, gritó el negro Melco blandiendo su afilado machete. Poco a poco me fui alejando del escenario y tomando la primera bocacalle abandoné la población. El camino era largo, angosto, retorcido y empedrado. Sudaba copiosamente. Un ruido a mi espalda me hizo reaccionar. Volví la mirada. Era un pájaro que llevaba su machete ensangrentado. “Lo maté, sí lo maté”, venía diciendo. Pálido me hice a un lado y el pájaro pasó raudo llevando consigo en la mano el arma homicida. “Lo maté”, repetía mientras se desplazaba a grandes zancadas. No hallaba un sitio dónde esconderme, todos me parecían inseguros. A la sombra de un Eucalipto corpulento y viejo que estaba a un lado del camino, me acuclillé. Respiraba con dificultad y el corazón amenazaba con salirse de la caja torácica, pensaba que iba a morir.

2

El ruido monótono del despertador me despertó. Estiré la mano para neutralizarlo y aún bajo las cobijas miré sin ver el techo del cuarto. Aquella pesadilla había sido tan nítida que no me fue fácil convencerme que era eso y nada más que eso. “Los sueños – solida decir el adivino que venía cada ocho días, el día de mercado – son sucesos reales acumulados que en cualquier momento hacen metástasis repitiéndose de esta manera”.

Había cruzado el prado verdoso suavizado por la lluvia monótona bajo el paraguas envuelto en la gabardina oscura. Su paso lento pero seguro le permitió recorrer la distancia bajo el chasquido de sus pies en el terreno húmedo. Al entrar al bosque espeso la voz terrorífica del espanto lo acompañó. Quiso regresar pero no pudo. No halló el camino de retorno. A pesar de que lo intentó. El grito del espanto se sentía más cerca. Jadeante se internó por la vereda, intentando eludir el espanto que estaba cada vez más cerca. Era terreno pendiente. Se echó a rodar por la pendiente. El pequeño plan que lo recibió tenía pasto kikuyo, varias reses rumiaban. Se tiró en medio de ellas. El ganado suspendió su actividad e incorporándose bramó hincada, entonces el fantasma dejó de gritar. Amoratado por los golpes, encontró el camino regresando a casa con la firme convicción de no volver.

Tenía la boca amarga.  Me incorporé fui al retrete haciendo lo que tenía que hacer. Vacié la bacinilla en el inodoro y después a la regadera. Tomé un pocillo de café y ojeando la prensa esperé el vehículo. Era una mañana espléndida, la lluvia se había alejado y en su puesto el sol se veía a lo lejos radiante. Una vez di instrucciones de rutina a mi hija, abordé el automotor blanco. El parque estaba solitario. “Ha vuelto el verano”, dijo José Miguel acomodándose al lado del conductor. Era de baja estatura. Regia personalidad, voluntad a toda prueba. El conductor, tez morena y joven, se destacaba por la puntualidad y la profesionalidad en conducir. Había llegado a la convicción que Juan Carlos podía conducir perfectamente con los ojos vendados.

El automotor comenzó a rodar por las calles y avenidas concurridas, a esa hora, no tanto. Por lo tanto, Juan Carlos apuraba la marcha. “¿Hay que recoger a alguien, compañero?”, me dijo mirándome por el pequeño espejo retrovisor de forma rectangular. “No”, dije mientras me acomodaba mejor en la parte posterior y colocaba como escudo el chaleco antibalas. “Hoy va a calentar buenísimo”, dijo José Miguel mirando las arroceras y la distancia por donde iba apareciendo el astro rey.

No hubo respuesta. Cada quién al parecer iba ensimismado en sus propios pensamientos y preocupaciones. Cruzamos el primer municipio por sus afueras, desplazándose el automotor a una velocidad promedio de 100 kilómetros por hora. El viento suave y fresco aún se filtraba por la ventanilla de adelante, pues los vidrios de la parte posterior donde iba, estaban arriba. A través de los vidrios semi polarizados, apreciaba la exuberancia de los cultivos de arroz a lado y lado de la arteria carreteable. Vi cruzar el avión brillante en la distancia cerúlea, sin hacer ruido.

La nostalgia comenzó a hacer sus estragos cuando el vehículo dejó la carretera central y a la izquierda tomó el carreteable hacia la comarca, encaramada en una de las estribaciones de la cordillera. Disminuyó un poco la velocidad. Comenzaron a rodar entonces en mi cerebro los recuerdos cuando era feliz e indocumentado como diría Gabriel García Márquez.

Mientras el carro trepaba por una carretera pavimentada deteriorada con boquetes al lado de la calzada, los derrumbes, la espesa vegetación que cubría las señales de tránsito, las remembranzas se arremolinaban con descomunal ímpetu. Y mientras el carro escalaba la altura, la nostalgia me avasallaba inclemente. Sin embargo, haciendo honor a la verdad, me parecía que nada había cambiado, era el mismo paisaje verdoso esmeralda.

Hacia comentarios esporádicos a mis compañeros de gira justo al cruzar por el lugar. Aquí, vivió un camarada muy comprometido con el Partido Comunista que solía decir con aspaviento que había tenido la fortuna de compartir la lucha revolucionaria con el comandante Ernesto Che Guevara. En este lugar, Cruce de los Guayabos, hubo una masacre durante la violencia al parecer dirigida por Jacinto Cruz Usma, “Sangrenegra”. Veracruz fue escenario de hostigamiento por parte de la guerrilla, Totarito fue literalmente incinerado por los Pájaros durante la violencia, en esta curva fue asesinado “El grillo” por la guerrilla acusado de ser informante del ejército, aquí más adelante, este grupo instaló un petardo de alto poder y lo accionó al paso del convoy militar, ocasionando varias bajas e intenso cruzo de tiros, Betulia también fue escenario de violencia cuando la Chusma se tomó el lugar en 1956 y aquí abajo, en la Puerquera, se combatió todo el día con la participación activa de la población civil.

Tuvimos la oportunidad de hacer una jornada cívica en recuperación de la vía principal de acceso a este municipio, cuando era estudiante de periodismo con la ayuda de un profesor y la solidaridad de varios medios de comunicación, entre ellos, la revista bimestral ANZOÁTEGUI HOY. Más de 600 habitantes salieron en esa jornada con pala, pica, azada y machete a recuperar la arteria. Incluso, la administración del hermano municipio Alvarado también se movilizó en esa oportunidad. Nosotros comenzamos pendiente abajo y ellos, en sentido contrario. Fue emotivo el encuentro y el compartir un sancocho y muchas experiencias.

Cruzamos el Alto de los Burros, creo que ahora se llama: Alto Bonito. Mi corazón latía aceleradamente. Los ojos humedecidos los giraba en todas direcciones mientras el carro devoraba la distancia. Por esta carretera troté durante mis ejercicios matinales, también cuando era estudiante del colegio “Carlos Blanco Nassar”.

La primera novedad evidente: A la derecha la plaza de toros, una construcción pequeña pero hermosa con todas las de la ley, enseguida un polideportivo sintético y enmallado. A la izquierda, una pequeña habitación al parecer habilitada para hacer las necropsias, a continuación el cementerio. Recordé entonces que siendo estudiante había participado de una jornada nocturna para hacer letreros con mensajes revolucionarios y se me había ocurrido dibujar en la entrada principal la hoz y el martillo. Se presentó una pequeña discusión porque ninguno de los asistentes sabíamos con certeza si el martillo se hacía adentro o hacia afuera. Las opiniones estuvieron divididas. Lo cierto fue que el ruido de una moto a eso de la una de la mañana nos obligó a tomar una decisión rápida y lo hicimos hacia adentro.

La bomba de gasolina, propiedad de un primo. Recorríamos el barrio El Reposo, era un conjunto de casitas aledañas al colegio donde habría de hacer el bachillerato. No era el mismo. Totalmente cambiado. Muchos salones, el patio principal techado, un polideportivo y una arboleda frondosa en su margen izquierda. “Cuando salí del pueblo – comenté – se hablaba del proyecto apenas. Cómo están crecidos los árboles. Cómo hemos envejecido”, me dije apretando las mandíbulas. 

También estaba cambiada la casita de Rosita Méndez, una de las históricas comunicadoras de la comarca con la que disputábamos cada ocho días la oportunidad de hacer una lectura bíblica en la misa de la siete de la mañana.

El empinado barrio de Tres Puertas,  también tenía cambios sustanciales. Ahora estaba pavimentado y serpentinas de vistosos colores, predominando el azul y el blanco, comunicaban la casa con la del frente.  Un perrito color negro, famélico dormía apacible recibiendo los primeros rayos del día en plena vía. 

El barrio la Quiebra está compuesto por casas cambiadas, muchas de ellas, levantadas en cemento con vistosos colores fuertes. La casita del profesor Luis Alfonso Chala ya no está, tampoco la de Guillermo Cardona. Al parecer fueron destruidas durante la toma guerrillera. El palacio municipal es imponente, celosamente decorada las tres plantas. En la primera planta funcional la personería municipal, entre otras oficinas, en la segunda, el despacho del alcalde y el salón del concejo municipal, entre otras, en el tercero la majestuosa biblioteca “Alfonso Urrea García”.

El busto imponente del general venezolano José Antonio Anzoátegui, que le da identidad a ese poblado anclado en una estribación de la cordillera Central, se yergue altivo a pesar que su mantenimiento no es el ideal. La academia de la historia puso el grito en el cielo cuando celebramos los primeros cien años de este municipio. Haciendo alarde de fino chovinismo dijo el funcionario en una de las visitas que hizo una comisión liderada por el alcalde: “¿Es que Colombia no tiene héroes?” mi tímida respuesta fue: “Doctor, ¿Usted no sabe que el general peleó en el puente de Boyacá y fue uno de los primeros en enseñarnos en la práctica el internacionalismo y la solidaridad latinoamericana?”. Automáticamente cambió de conversa, afirmando que poco y nada podía hacer para vincularse a esta efeméride.

La plaza que lleva el nombre de este valeroso general, se encuentra totalmente cambiada. La cancha de baloncesto de otrora ya no existe, tampoco el terreno terroso donde solíamos jugar fútbol en condiciones casi infrahumanas. Como diría Margaret Mitchell: “Lo que el viento se llevó”. Ahora, hay un imponente coliseo con graderías y la posibilidad de jugar varios deportes, entre ellos, el fútbol de salón, más conocido como microfútbol y baloncesto. En esa plaza ubicábamos un corneta y narrábamos los partidos que organizábamos en diciembre, más que todo, con la solidaridad de un grupo importante de comerciantes y deportistas del poblado y del campo. La gente se arremolinaba a vibrar con cada partido, cada final. Muchos de ellos se hicieron en solidaridad con un humilde deportista que llegó a este pueblo y se quedó para siempre: Humberto Lancheros, quien fue tiroteado por un infame rufián quedando para siempre parapléjico.

Me horroriza pensar en este incidente, porque esos tiros eran para mí, pero el ángel de la guardia, como solía decir mi adorable madre, me salvó de la tragedia. Ese ángel fue el deportista Víctor Antonio Prada Quintero, quien administraba el café de los Jaramillo, creo que se llamaba Barcelona y esta ubicado en un extremo de la plaza General Anzoátegui. 

Era bibliotecario municipal. Al cruzar por este negocio este forajido, me sujetó de un brazo y me entró al establecimiento. Estaba completamente borracho y tenía maxi ruana a rayas. “El alcalde es un hijueputa”, me dijo. Tratando de suavizar la situación dibujé una leve risita, señalándole la oficina del mandatario. “Él está ahí, vaya y dígale personalmente lo que quiere decirle. Yo no tengo poder de decisión, simplemente soy un funcionario que lo hago por ganarme un salario”. Víctor que miraba la escena, salió rápidamente del mostrador y metiéndose por el medio me dijo que me fuera. Le hice caso. Me alejé a paso largo. Al entrar al palacio municipal, a una cuadra o menos, aproximadamente. Oí como cuando se destapa una botella de champaña. Alguien que venía en sentido contrario, dijo en voz alta: “Son tiros, son tiros”. Aceleré el paso y subí al segundo piso del palacio, mirando a través del ventanal.

La gente se fue arremolinando en el café Barcelona. Vi que un grupo de jóvenes liderados por Víctor sacaba una persona en vilo, la subía al carro y se dirigía al hospital San Juan de Dios. El escándalo fue inmediato. “Mataron a Lancheros”. Me trasladé al hospital. Allí, estaba Víctor pálido parado a la entrada de urgencias. Al verme entrar me dijo: “Se salvó de chiripas. Esos tiros era para usted”. La miré nervioso y triste a su vez. “Le debo mi vida”, le dije por entre los dientes.

Entonces me contó el incidente. “El tipo está rabón con el alcalde porque no le ha cumplido y quería desquitarse con usted. Menos mal que usted se fue. Humberto estaba en el fondo del café y al ver el incidente le hizo el reclamo. Entonces el man le disparó en dos oportunidades. Tenía el revolver debajo de la ruana”. “¿Se salvará Lancheros?”, le dije como si fuera el médico. “Ojalá, pero creo que un tiro le afectó la columna vertebral”. El hospital se llenó en pocos minutos. Las enfermeras entraban y salían. Las opiniones en su mayoría eran de solidaridad con el humilde deportista que se ganaba el sustento como cotero en la compra de café de la federación. Sin embargo, no había quien que refunfuñaba diciendo que no era deportista sino marihuanero.

“Creo – dijo el joven médico – que el señor se salva, pero queda parapléjico. Es mi diagnóstico preliminar, espero equivocarme”, dijo al entrar de nuevo a su consultorio. La recuperación fue lenta, la solidaridad se sintió en la comarca para conseguirle la silla de ruedas, la alimentación e incluso, al parecer el “toquecito”. Varios campeonatos se organizaron en solidaridad con Humberto Lancheros. El criminal fue detenido, duró algún tiempo en la cárcel y fue puesto en libertad al parecer por presión de este burgomaestre. Con el tiempo murió y casi que clandestinamente fue sepultado. Ni el cura lo acompañó al cementerio como solía hacer con los adinerados, ni los deportistas porque no se dieron cuenta. Al parecer había muerto de una enfermedad terrible infectocontagiosa. Sus pocos cachivaches fueron incinerados y la ceniza esparcía por acción del viento en la imponente cordillera.

Las calles las vi más estrechas con más negocios y colorido. La comarca ha dejado de ser ese pueblo solitario entresemana, ahora hay movimiento, sobre todo proliferación de motos y carros pequeños. La circulación es compleja, a veces anárquica. La antigua plaza terrosa Simón Bolívar, frente al templo “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”, ha sido convertida en el parque los Fundadores. En el centro hay una hermosa estatua que representa a esos personajes enhiestos que escalaron la montaña en busca de una segunda oportunidad en estos lares verdosos. Es un parque bien tenido por sus moradores.



La plaza de mercado, obra insigne del alcalde Héctor Cristancho, construida con esmero durante su administración y que costaba de dos pisos, fue demolido para levantar allí una obra de arte, higiénica de singular calidad y comodidad con cuartos fríos para la conservación higiénica de la carne y productos especiales como las verduras.

Me emocioné al ver la panadería de doña Ligia Morad Montoya. No es la de entonces, pero aún se conserva en menor cantidad. Se niega a dejarse derrotar por el tiempo y la tecnología. Más emocionante fue encontrarla ahí sentada, al frente del cañón, a pesar de sus achaques de salud. Era una mujer muy activa en la comarca. Ahora la vi taciturna, luchando los avatares de la vida incierta en el capitalismo. La salud y pregunté por su familia, especialmente  Daniel Augusto Herrera Morad, con quien estudié el bachillerato. "Ahí está – me dijo – siga, Nelson”. Crucé el pequeño corredor de madera arcaica. Lo encontré haciendo almojábanas. El brazo fue fuerte y efusivo. Su cabeza pintaba muchas canas. “Cómo pasa el tiempo”, le dije. Sonrió y me ofreció tinto y el delicioso producto que preparaba con qué maestría. Hablamos de la promoción. Recordamos el paseo de despedida por la costa Atlántica y del folleto que escribí intitulado: “La otra versión acerca de las Farc-Ep, reportajes”. “Esa obra – me dijo – ayuda a comprender el momento histórico que estamos viviendo, sobre todo, la verdad acerca de la lucha guerrillera en Colombia”. “¿Sigue jugando fútbol?”, le pregunté mientras degustaba el delicioso manjar de la almojábana con el pocillo humeante de café sin azúcar. “Claro, Lombana”, me dijo mientras tomaba una almojábana y se la llevaba a la boca.

Por esa bocacalle descendí con dirección a la finca. Un nudo en la garganta se hacía más duro, era el látigo inexorable de los recuerdos de niño. La casa de mi tío Floro y de su esposa Concha estaba ocupada por otra gente. No hallé la casita de “Vaca Topa”. Era un señor humilde de apellido Puerta, exageradamente pobre, que tenía un hermano, Pedro, exageradamente rico. Esa contradicción desde niño me mortificaba. No concebía que hubiera un hermano muy pobre y el otro muy rico, si ambos eran cristianos, católicos, apostólicos y romanos. Yo fui jornalero de ese señor rico. Y en cierta oportunidad le pregunté sobre el tema. Su respuesta cáustica e inexorable fue la siguiente: “Ambos tuvimos las mismas oportunidades, él no las aprovechó yo, sí”. Mi padre tenía una versión distinta: “Cuando murió don Justo, tenía un baúl repleto de monedas y de billetes. Pedro, ni siquiera esperó que “estirara los” tenis (muriera), para apoderarse de este baúl. Así se hizo millonario. Dejó a sus  demás hermanos viendo “un chispero”. Claro, nunca tuve la precaución de comprobar la veracidad de esta versión, que muchos jornaleros comentaban en los cafetales de su propiedad o en los potreros de la hacienda “La Reforma”.

Suavizaba mi indignación el cura párroco durante sus homilías cuando hablaba del libre albedrío que Dios ofrecía a la humanidad. Pensaba ingenuamente que “Vaca Topa” había decidido agradar a Dios con el calvario de la pobreza y Pedro, con la opulencia que representaba su riqueza. “Hay distintos caminos para agradar al Señor”, pensaba.

La casita de Carlos “Pintuco”, estaba a punto de caer. Eran sus paredes de tierra pisada y su techo de tejas de zinc y de Parodi. Don Carlos era albañil, se ganaba la vida pintando casas, por eso el apodo. Además, vendía melcochas, coco y maní. Era experto en esta actividad y gozaba de gran prestigio en toda la comarca. No estaba el viejo camino. Ahora había una brecha mal elaborada. La “mansión” era una casona propiedad de Maximiliano Ocampo, habitada por su esposa Rosa Emilia y sus hijos, como Gladys, Olga y Héctor Fabio. “Mansión” era un decir de la comunidad. Cerca de esta otra casita humilde.

El día era soleado. Me encontré a mi hermano Abel que venía en sentido contrario. El saludo fue corto pero efusivo. “Creo que Argelis lo está esperando”, me dijo. Se alejó presuroso quitándose el sudor con la mano y acariciándose el bigote metálico ennoblecido por las canas. Llevaba sombrero puesto, una camisa nueva arrayas y un pantalón oscuro. Además, el poncho y el delgado guayacán que agitaba a intervalos.


3

El viejo camino había desaparecido. Caminé entonces por el proyecto de carretera dando pasos inseguros como reacomodándome a la realidad histórica para mí que estaba viviendo y que era regresar a la finca después de tanto tiempo. La hacienda de Pedro Puerta que otrora mantenía repleta de ganado y despejada de maleza, ahora aparecía ante mis atónitos ojos al revés. La chilca había crecido, había ganado finalmente la batalla. No había ganado. “Todo es pasado”, me dije parado en una curva tratando de ubicar la casa. La melancolía como un corrientazo recorrió mi cuerpo de un extremo al otro. Me acomodé mejor las gafas para ver el entorno. Todo me parecía diferente. La pequeña chacra de  don Maximiliano Ocampo que era tan celosamente cuidada día y noche para que los amigos de lo ajeno no se llevaran un racimo de plátano o una mata yuca, ahora era un áspero rastrojal. El ambiente oprimió aún más mi corazón.

Empinándome un poco pude encontrar entre el espeso arrabal la casa paterna, estaba oculta entre el rastrojo crecido. El zinc era rojizo por acción del moho. Mientras descendía vino a la memoria el famoso pasillo “Las Acacias”, composición del poeta español Vicente Medina, música de Jorge Molina Caro e interpretado magistralmente por el dueto Garzón y Collazos.

Recordé a mi hermano Abel escuchando música colombiana los domingos a las seis de la tarde por la emisora “Radio Melodía”. Pedía prestado el radio Sanyo a mi madre y se iba para detrás de la casa a escuchar y a cantar estas bellas melodías del pentagrama. Era niño. De vez en cuando me hacía a su lado a escuchar los Cisnes, Yo también tuve 20 años, el Contrabandista, los Guaduales, Hurí, etc. Todavía esos medios eran nacionalistas, no se avergonzaban de lo nuestro.

Canté con voz de tarro destemplado “Las Acacias”, mientras descendía poco a poco, como si estuviera caminando sobre huevos de gallina chirosa, nutriendo así la nostalgia:



Ya no vive nadie en ella

Y a la orilla del camino

Silenciosa está la casa,

Se diría que sus puertas se

Cerraron para siempre sus ventanas.

Gime el viento en los

Aleros,

Desmoronándose las tapias

Y en sus puestos cabecean

Combatidas por el viento

Las

Acacias.

Combatidas por el viento las

Acacias.

Dolorido, fatigado de este

Viaje vida,

He pasado por las puertas

De mi estancia,

Y una historia me contaron

Las acacias.

Todo ha muerto, la alegría

Y el bullicio.

Los que fueron la alegría y

El calor de aquella casa

Se marcharon: Unos muertos,

Y otros vivos que tenían

Muerta el alma.

Se marcharon para siempre

De la casa.

Era consciente. Ya no estaban mis padres, ni mis hermanos Libardo y Rodrigo, porque habían muerto. El primero, creo a los ocho años de miringitis y el segundo, asesinado en una calle central del poblado mientras degustaba una cerveza. Mis otros hermanos y hermanas regados por el país sobreviviendo al horror del inhumano régimen capitalista. Solo mi hermana Argelis hacía frente a la situación con el empuje que le caracteriza, pues Abel o Cristóbal cruzaban por allí de vez en cuando.

A escasos metros de la casona me detuve. Quise regresarme. Turbado no sabía qué hacer. Duré un buen rato allí. Era una partecita que aún quedaba de lo que solíamos llamar el asomadero. Petrificado con la mirada perdida en la distancia el impacto de los recuerdos unos tras de otros me impedían avanzar. Eran recuerdos nostálgicos tormentosos.

Recordé la famosa yegua muletera que decía mi papá, pero que en realidad era brincalona, el caballo “El Pito” colorado que subía la pendiente como si nada con carga de aguacate de doce y hasta trece arrobas. El pastoreo de la vaca, a la vera del camino. Incluso, las carreteritas que hacíamos de niño para jugar con los carritos que el Niño Dios nos traía en Noche Buena. Los gritos de mi papá arriando sus cuatro mulas, el paso lento de mi mamá asmática los domingos para ir a misa, el transporte de la gaseosa y la cerveza en la burrita, la cantidad de caña de azúcar que me tocaba picarle a las mulas, la bacinilla  sin estrenar de la que amarré el gato negro con la convicción que era incapaz de arrastrarla y dejándole la puerta entreabierta para que no se aburriera y pudiera así espantar los ratones, pronto el felino salió espantado con la cola parada, maullando y dándole la vuelta a la casa con la bacinilla de losa deteriorándola al golpearla violentamente contra las piedras y las paredes. Pero sobre todo, la ternura de mi madre. Era para mí la mujer más noble del mundo, sumisa, respetuosa que siempre tenía el valor de colocarse en los zapatos del otro. Cuando se supo que mi hermano Gustavo era Comunista, ella definió esa compleja situación con una frase lapidaria, terriblemente realista y profética: “Uno cría hijos pero no condiciones”.

Desde allí, miré extasiado al otro lado de Riofrío, las fincas de Alcides Manjarrez. En estas trabajé arduamente duramente mi adolescencia haciendo las actividades propias del agro, como desyerbar, abonar los cafetales, recolectar el grano, deschuponar, hacer contratos de la limpia de estas fincas con mí hermano Cristóbal durante las vacaciones. La otrora hacienda el Tequendama de don Pedro Puerta estaba totalmente abandonada, el rastrojo tupido impedía mirar la rivera del riachuelo abajo en la profunda rivera, donde solíamos de niños ir a bañarnos los domingos después del mediodía.

Qué horror, la otra hacienda, propiedad entonces de Víctor Herrera, “El burro”, también estaba totalmente abandonada. Recordé, entonces, las épocas de caza con la destreza de mi papá o mis hermanos Cristóbal y Rodrigo. La cacería de Guatín era frecuente por este entorno. Es terreno quebradizo, pendiente y ubérrimo.  “Todo es pasado”, me dije con melancolía a flor de piel. Observé la vereda Santa Rita, allá a los lejos y vino a mí memoria los múltiples recorridos que hice, de día y de noche, haciendo política para llegar al concejo municipal, sin tener claro a qué llegaba. Era vereda liberal por excelencia. El patriarca se llamaba Abel Sierra, un hombre bajito, acuerpado y de mirada montaraz, que había salir ileso de la cruda violencia inventada por la clase dominante. Tenía  una prole numerosa, con la que siempre manejé las mejores relaciones. Evoqué el nombre también de don Gabriel Bulla, un hombre excesivamente callado y generoso que ocupó un escaño en el concejo municipal a nombre del partido liberal que orientaba Alberto Santofimio Botero. Isidoro Bonilla, era todo un personaje en la comarca que siendo liberal a veces asumía posiciones de izquierda. Conversador empedernido y enamorado. Dicen las malas lenguas que su último acto de amor fue cambiar el macho “Payaso” por un polvo y terminar sus días en Medellín recetando como boticario.

Avancé. La casa estaba a menos de 20 o 30 metros. Por el lado del camino totalmente enrastrojada. Una pequeña explanación y el rancho que amenazaba con caerse. El zinc mohoso, las columnas carcomidas por el comején y telarañas meciéndose rítmicamente. Crucé la corta distancia ensimismado en los recuerdos que se atropellaban unos con otros. Creí ver a papá mirando para el filo que era el asomadero, propiedad de Alfonso Morad Montoya. El ruido de gallinas, patos, perros, gatos, cerdos, etc, era la única evidencia que hasta entonces tenía de la existencia de vida humana allí. No estaba la cocina original, había en su puesto una construcción de cemento con tejas de eternit.

Saludé inseguro y melancólico, blandiendo un palo encontrado en el camino, que acomodé como bordón y protección de los perros. Del otro extremo de la casona salió la pequeña figura de mi hermana Argelis, dando gritos espontáneos de efusividad; salió a mi encuentro con su propio traje de fatiga. Gritaba y dejaba escapar grandes carcajadas. Me abrazó y me invitó a seguir con qué entusiasmo. Cruzamos la distancia sobre un corredor de cemento deteriorado y embadurnado de estiércol de gallina. “Qué alegría verlo por acá, Nelsito”, me decía una y otra vez, mientras me invitaba a sentarme en un tronco de madera cerca de la pequeña cocina. La niña de crianza me miraba con su risita picarona, mientras empuñaba el fuete para espantar las gallinas que acudían solícitas en busca del alimento.

-          ¿Cómo quedó la niña?, me dijo desde la cocina.

-          Bien argelitas, le dije acomodándome en el tronco echando una mirada a mi alrededor tratando de reconstruir en mi frágil memoria los distintos sitios de la casa ubicada en la explanación sobre la extensa cordillera. Estaba rodeada de rastrojo. El cafetal que era propiedad de mamá y que durante algunos años lo administré no estaba, había desaparecido en el espeso monte. El inodoro levantado por mi hermano Gustavo había sido habilitado para cochera. Tomé café cerrero. Inmediatamente, el desayuno: Caldo con papá y carne de res y sobremesa chocolate en leche.

-          Me parece ver a mamá, le dije. Argelis me miró con ternura, sus pequeños ojos cafés se nublaron. Sin embargo no dijo nada sobre el particular, cambio de tema.

-          ¿Por qué no se trajo la niña a pasear?, me dijo mientras espantaba las gallinas que se arremolinaban en busca de un grano de maíz.

-          La convidé, pero es muy perezosa y dijo que no venía, le dije mientras me ponía en pie, me quitaba el bolso y lo colgaba en la puntilla de la vetusta pared.

-          La juventud de hoy nació cansada, me dijo.

-          Resulta difícil interpretar la juventud hoy, pareciera que no tuviera un proyecto de vida, va por ir a la topa tolondra. Contesté mientras me encaminaba a la pieza donde se encuentra la pequeña biblioteca. Sentí ganas de llorar. El polvo cenizo, las ratas y el comején tienen al borde del exterminio la pequeña biblioteca. Miré uno a uno, quedando rápidamente embadurnado de polvo. Obras de literatura, de ciencia, de marxismo, de historia e incluso, filosofía. La colección de la revista ANZOÁTEGUIHOY, recortes de prensa, el famoso libo de petete como lo solía llamar mi hermano al cuaderno repleto de artículos de todo género. Libros que hacía 20 y hasta 30 años había leído me impresionaron sobre manera, porque comprendí cuánto había envejecido.

-          Avísale a Gladys que está aquí, me dijo, para que no se ponga brava. Le hice caso. Me dijo que Ismael, su esposo estaba trabajando en la propiedad de su hijo Carlos Alberto. Era el sobrino que había comprado el mayor número de derechos de la finca paterna llamada: Buenos Aires.

-          Voy a saludar a Ismaelito  que está cogiendo café, le dije a Argelis que se zambullía en la pequeña cocina como pez en el agua.

-          Vaya y no se demore para que venga a almorzar, me dijo sonriente. Salió al marco de la puerta, limpiándose las manos que las tenía húmedas. Me miró sin remordimiento.

-          ¿Cuánto es que necesita?, me dijo con seguridad. La miré atónito. Apenado.

-          “Cuatrocientos”, le dije en voz baja como para que no me oyera. Quedé estático.

-          Entró a su cuarto y salió rápidamente. Me pasó un fajo de billetes dibujando una sonrisa como de satisfacción por prestar un servicio oportuno.

-          Cuente, me dijo. Hice el que contaba.

-          Sí, le dije. Muchas gracias. ¿Dónde le firmo? Entró a la cocina para continuar con sus labores cotidianas.

-          La única firma es la palabra.

-          Yo le dije a mi hija que si algo me pasaba ella tenía que responder, porque este favor es sagrado. Sonrió. Guardé el dinero y me dispuse a ir a los cafetales de mi sobrino que antes eran de mi papá.

-          Váyase por el camino rial, me dijo.

El camino y el potrero habían desaparecidos por obra y gracia del espeso rastrojo. Quise llorar. El potrero era la panorámica que le daba elegancia a la finca. De allí se divisaba perfectamente el imponente llano del Tolima y tierras agrestes del hermano municipio de Alvarado. En él pastaba la vaquita que Gustavo había comprado, los caballos y las mulas de mi papá durante algún tiempo. Incluso, la burrita. Teníamos la improvisada canchita de fútbol, donde los domingos e incluso, por las tardes después de la comida, íbamos a jugar hasta las nueve de la noche aprovechando la luna. No teníamos balón para la práctica. Mi hermano Cristóbal improvisaba balones de chiros. Hombres y mujeres jugábamos soñando con ser los jugadores del rentado profesional colombiano. Uno de los pinos que había plantado había muerto. Una tempestad huracanada lo había arrancado. Era corpulento y verdoso. El otro pino plantado más abajo, unos 30 metros de distancia aproximadamente, estaba aún. Era imponente. Cómo había crecido. Estuve algunos minutos bajo su sombra dándole rienda suelta a los recuerdos. También había plantado un arrayán. Estaba crecido, repolludo e inmenso.

No había paso, entonces volví a casa y tomé el camino real. Tampoco era el mismo. Tenía la forma de carreteable totalmente abandonado. La tierra amarillenta y rojiza fácilmente deleznable presentaba zanjones por la lluvia. Caminé despacio. La mata de guadua, se perdía entre el rastrojal. No fue fácil ubicarme. La finca que tanto había transitado, no la reconocía, era diferente. El cafetal de caturra era otro. Todo me parecía lo mismo y no podía determinar cada sitio exacto. No podía ubicar con exactitud el potrero, ni la mata de murrapo, ni el árbol de mamey, ni los corpulentos aguacates, ni el rancho que habíamos construido con mi papá a punta de murrapo y platanillo. El camino original también estaba borrado. Entonces, tomé el nuevo y poco a poco me fui adentrando en el cafetal en busca de mi cuñado Ismael Cifuentes Vélez. Caminé con dificultad e inseguridad.

En el corazón del plantío me detuve y dirigiendo la mirada en todas direcciones intenté nuevamente ubicarme. Sabía dónde estaba. Antes era un vagón ubérrimo suavizado por la sombra de un aguacate joven. Más abajo el aguacate corpulento. Ni uno ni el otro estaban. Todo era diferente. Dejé el camino y me interné por un surco. La yerba estaba crecida. Me encontré un obrero y le pregunté por Ismael. “Viene atrás”, me dijo. “Siga por este surco”, agregó con su voz grave. El viento suavizaba el sol. Avancé teniéndome de los árboles caturra. Era un paso adelante y dos atrás. Pero seguí la marcha. Lo primero que escuché fue el ruido de una emisora. Me detuve para ubicarlo mejor. Ahí estaba trabajoso como siempre. Lo miré extasiado por algunos segundos. Recordé la frase de Fidel Castro: “Sí la humanidad fuera más justa erigiría más monumentos a los héroes del trabajo que a los héroes de la guerra”.

No dudaría en certificar que Ismael Cifuentes Vélez es un héroe del trabajo. Toda su vida ha puesto su espinazo al sol y al agua en distintas regiones del país, siempre con abnegación y dedicación. No sabe ni leer ni escribir. Sin embargo, maneja un conocimiento “erudito” y unas relaciones humanas envidiables. Sabe tratar a la gente, tiene un “raro” imán que atrae. Su fórmula mágica: Hace sentir bien al otro, a su interlocutor. Gran conversador y gran exponente de fino humor. Más que cuñado, siempre lo he considerado un hermano, con el que hemos compartido las verdes y las maduras y puedo dar testimonio que ha sido el mismo. Hemos labrado la tierra, pero también hemos compartido algunas copas de licor al calor de una canción, una amena conversación o una opípara comida.

El encuentro fue efusivo y cordial. Y mientras desgranaba café y le echaba a su coco, conversábamos de tantas cosas. Sería eterno en su enumeración. El firmamento sin nubes proyectaba el sol radiante, suavizado apenas por un vientecillo de sur a norte. Lo acompañé hasta la hora del almuerzo. Le conté algunas anécdotas con mi papá y mis hermanos, especialmente Cristóbal y Abel. El rancho ya no estaba, tampoco los aguacates que mi papá conservaba con tanto esmero, porque consideraba que eran los más deliciosos de toda la región. “Todo viene y todo pasa”, dijo mientras encendía su cigarro una vez almorzó. “Es cierto, le dije, el tiempo no se detiene”.

Regresé a la casa completamente convencido que la finca Buenos Aires de la vereda Riofrío Pueblo Nuevo ya no existía, había sido reemplazada por otra con grandes contrastes que no asimilaba fácilmente. Almorcé como nunca. Miré nuevamente los libros y seleccioné una colección de la revista bimestral ANZOÁTEGUI HOY para llevarla conmigo. Volví a agradecerle a mi hermana su solidaridad y cuando el sol se ponía en el ocaso regresé al poblado. “Lo acompañaré a coger el carro”, me dijo Argelis. Argelis tiene una particularidad: Tiene una facilidad para recordar cumpleaños realmente asombroso. Mientras ascendíamos por la pendiente con su hija adoptiva Alejandra de escasos ochos años, me fue recordando estas efemérides de todas sus vecinas y familiares con facilidad de expresión y precisión realmente asombrosa. Por molestar le dije: “¿Y mi cumpleaños?” “Ja, pues el 12 de julio”.

Fuimos directos a la plaza General Anzoátegui, allí nos estaba esperando el vehículo. José Miguel y Juan Carlos, nos invitaron a saborear el mejor kumis del Tolima que prepara Guillermo Aristizábal, “Grillo”. Una vez degustamos el rico producto nos despedimos y nos dispusimos a regresar a la ciudad. El recorrido fue normal, sin sobresaltos. La vuelta al pasado se había hecho realidad.

Fin

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