La niebla densa impedía ver con claridad a tres metros de distancia. El caserío lúgubre parecía un fantasma agazapado e inerte. La única calle era un camino de herradura enlodado por el crudo invierno. Una que otra casucha levantada en madera tosca con techo de astilla de Cedro, se perdía en la exuberancia de la vegetación en la cumbre de aquella cordillera. Sin embargo, Arcadio decidió hacer el recorrido apoyándose en el bastón. Caminó despacio, envuelto en el traje oscuro, el abrigo y la ruana boyacense.
La recua de mulas de Cantalicio y de Barragán iba desfilando hacia la
llanura llevando café, yuca, plátano, hortalizas, arriada por arrieros
de bullaranga escueta. Cada mula parecía una hormiguita que se movía
gelatinosa entre la densa niebla. “Arranque mula pedorra”, dijo uno de
los arrieros. Arcadio se ubicó en lo más alto del barranco a esperar
pacientemente el paso de la recua. Una vez pasó bajó y eludiendo el
empedrado de estiércol se encaminó a la casona de Anacleto. Cruzó la
distancia despacio, apretando el bastón con sus huesudas manos.
Anacleto
era un colonizador venido de Manzanares (Caldas), que había remontado
la enhiesta cordillera en un esfuerzo desesperado por vivir y no
sucumbir a la crisis desatada por el gobierno nacional con su política
capitalista. Era alto, fornido y afable. Su cabellera blanca y su rostro
adusto, tenía un aire de emperador. Así era considerado en la comarca.
Él quitaba y ponía, ordenaba con su vozarrón de mando. Decía con fina
elocuencia que había sido soldado de la guerra de los mil días y que se
había destacado en el combate de Peralonso. “Asumí el grado de general”,
solía decir con arrogancia.
Al pisar el largo corredor,
Arcadio se limpió cuidadosamente las cotizas, sin prisa se quitó el
lodazal y cruzando la distancia se enfrentó al portón de madera de cedro
rosado. “¿Quién?”, Dijo una voz femenina al otro lado del portón. “Yo
misiá”, dijo. Instantes después las bisagras mohosas crujieron y el
portón se abrió lentamente, apareciendo bajo el marco Anacleto. Sonrió y
le hizo señas para que pasara. “Está en su casa”, dijo. Arcadio se
inclinó y pasó el umbral arrastrando el bastón. Entró a un cuarto
rectangular. Lo primero que vio fue la efigie de Laureano Gómez Castro.
Era un retrato patético, su miraba penetrante y de ultratumba producía
horror. Agachó la mirada y se acomodó en un taburete de piel de res
lampiña. Anacleto sonrió levemente al ver la reacción de su amigo. “Sí,
es él”, dijo. “Por supuesto, es inconfundible”, contestó Arcadio
inventando una sonrisa corta. “En mi casa – dijo – tenemos al doctor
Alberto Lleras Camargo”. Anacleto estornudó al buscar un taburete para
acomodarse a su lado. “No hay necesidad que me lo recuerde”, dijo.
María
– la esposa de Anacleto – entró al saloncito llevando dos pocillos con
café cerrero. Saludó discretamente y dejando la bandeja en la mesita del
centro, regresó a la cocina con rapidez. A pesar de sus años se movía
con agilidad. Era una mujer antioqueña, de contextura alta y mirada de
gaviota. Mientras departían el delicioso tinto, Anacleto lanzó la
pregunta obvia: “¿Qué se le ofrece?” Arcadio se acomodó en el taburete y
después de echar una mirada evasiva por el saloncito, miró a su
contertulio con decisión respondiendo el interrogante pausadamente. “La
comarca es liberal”, dijo. Anacleto no dejó terminar la frase, se
incorporó agresivo y altanero. “Acá mandan ustedes pero nosotros
mandamos en el país. El presidente se llama Laureano Gómez”, dijo
golpeando la mesita de centro con furia. “No te enojes – respondió
Arcadio mirándolo con altivez – el derecho es hablar”.
“Mi
visita tiene un fin más político que belicista”, agregó Arcadio
apretando sus manos con enfado. “La política tiene sentido cuando se
interpreta y se le busca algún sentido humano”, agregó en tono
conciliador. Anacleto se estiró y acomodándose en su taburete respiró
profundo al momento de contestar: “Tiene usted razón. Hay que dialogar,
sobre todo si entendemos que la virgen María es conservadora y Jesús
liberal”.
Arcadio intervino explicando la situación compleja
de la comarca, los primeros brotes de violencia y la necesidad de
fortalecer la convivencia. No concebía la comarca partía por el odio
político. “Todos somos creyentes – dijo – la única diferencia es que
ustedes van a misa de las siete de la mañana y nosotros a la mayor, a
las diez de la mañana”.
Anacleto escuchó la perorata
ensimismado acariciándose de vez en cuando la barbilla. No interrumpió.
Por momentos parecía alucinado como si la parte espiritual no estuviera
ahí, anduviera en otros lugares del país. Se armó de paciencia y esperó
su turno, el cual llegó pasado un buen rato. Miró a su interlocutor con
severidad e incorporándose caminó despacio por el pequeño saloncito de
madera sin pulir. “Su partido no tiene autoridad para hablar de paz”,
dijo. “Por el contrario. El liberalismo es hijo de la violencia, del
ateísmo y del hurto. ¿Para qué engañarnos?”, agregó amenazante.
Arcadio
se puso en pie indignado. “Más criminales son los godos. Miente. Todo
lo dicho es una vil calumnia: Los liberales somos los exponentes de la
libertad, en consecuencia de la justicia social. Son ustedes los que
tienen este país como está”, contestó Arcadio colérico. “Déjeme hablar,
imprudente y colérico collarejo”, replicó Anacleto señalándolo con el
índice.
Arcadio refunfuñó diciendo por entre los dientes:
“Es mejor echar lengua que tiros”. Se acomodó y escuchó la perorata de
Anacleto. Fue larga y tediosa, teñida de odio, violencia y amenaza.
“Laureano sabe lo que hace y si lo hace es porque no hay otra
alternativa”, afirmó sin sonrojarse. “Se trata de sobrevivir porque es
una ley inexorable, después de la guerra algo quedará y no cualquier
cosa, quedarán los más fuertes, los que supieron vencer y esos tienen
que ser los conservadores”, dijo con énfasis. Sus ojos felinos lanzaban
destellos bajo las abundantes cejas. “¿Conclusión?”, dijo Arcadio
poniéndose en pie apoyándose en el bastón. “No hay otra. Ir a la guerra.
Hasta aquí nuestra amistad”, contestó Anacleto.
Las miradas
chispeantes se encontraron por algunos segundos. No hablaron más. Lo
que siguió fueron amenazas mutuas a granel. “No hay trago malo ni godo
bueno”, dijo Arcadio abandonando la casona. “Un liberal vale pero sin
cabeza”, le ripostó Anacleto altanero y desafiante.
La
frase del emperador romano Julio Cesar: “La suerte está echada”, retumbó
en la comarca con estrépito inexorable llegando a todos los rincones
con el mismo ímpetu. Era la sentencia de los dueños y amos del poder que
con su estrategia maquiavélica de dividir para reinar condenaban a la
comunidad a la más absurda de todas las violencias, por cuanto se
trataba de enfrentarse pueblo pobre contra pueblo pobre con el infame
cuento de los colores azul y rojo.
La proclama del
presidente Laureano Gómez Castro, marcado por la historia como el
“monstruo”, de conservatizar a Colombia a sangre y fuego, tuvo en esta
comarca una recepción escalofriante. El odio político, el sectarismo se
fue incubando en la conciencia del campesino con extrema virulencia,
rompiendo estrepitosamente la convivencia que hasta entonces reinaba en
toda la región. Los colores azul y rojo, que antes era intrascendente
ahora tenían un significado catastrófico. Vestir una prenda con esos
colores era asumir una posición política y estar expuesto al ataque del
contrario. El odio visceral se estimuló en los medios de comunicación y
en las decisiones del presidente de la república. Mientras El Tiempo
azuzaba a los liberales, La República azuzaba a los conservadores. La
pelea era a muerte.
Cuánta gente inocente de bando y bando
cayó en la comarca, sin saber el significado de los partidos
tradicionales, sin tener certeza cuál era la diferencia ideológica y qué
había generado la violencia en Colombia. Mucho pueblo en pleno siglo
XXI sigue en la más cruda ignorancia, responsabilizando al otro bando de
la tragedia que vive el país y la exuberante comarca incrustada en la
cumbre de la empinada cordillera. Nadie sabe con certeza por qué es
liberal o por qué es conservador. Arcadio y Anacleto pelearon toda la
vida entre sí, sin saber a ciencia cierta por qué. El odio los cegó. Sin
embargo, nunca comprendieron por qué ese odio, cuál era el origen y a
favor de quien la tragedia que convirtió a la comarca en un gigantesco
necrópolis. Todos los días caían campesinos de bando y bando. Muchos
cuerpos fueron comida de las aves de rapiña por cuanto el inspector de
policía no daba abasto para recoger cadáveres en la región. Nunca supo
el pueblo la verdad. Nunca supo que mientras los conservadores se
mataban con los liberales, sus jefes nacionales departían en el exterior
cómodamente en lujosas suites. Nunca pelearon entre sí realmente,
solamente montaron show mediáticos para dar la impresión. Hicieron
montajes y el pueblo crédulo creyó. Es más: Todavía mucho pueblo sigue
en la incertidumbre, analfabeto y sin saber para dónde coger. Sigue de
espaldas a la realidad, soñando despierto. ¿Tendrán que pasar otros cien
años de soledad para entender lo que dijo Gaitán de que el hombre es
igual liberal, conservador o socialista? Todo podría meterse en el
umbral de la hipótesis, menos una certeza: “Un día el pueblo despertará
sin Arcadio y sin Anacleto, con una visión inmensa de humanismo. La
venda caerá y la comarca será feliz para siempre”.
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