El brutal atentad
A las cinco de la mañana del domingo 10 de abril de 1966, María Antonia González, se levantó a prender el fogón como era su costumbre, acurrucándose antes a hacer de las aguas a un lado de la cocina. Desde esta posición observó que las ramas de los árboles se movían y los perros no dejaban de ladrar. Entró y comentó la novedad a sus hijos, que a esa hora dormían plácidamente. Pedro – medio adormilado – se inclinó para decir: “¡Ahhh, eso son los músicos que vienen a dar el sereno!”
Raúl – en cambio – se levantó y empuñando una vetusta pistola carcomida por el óxido, abrió la puerta sin inmutarse. Al aparecer en el marco de ésta, las primeras descargas de fuego cerrado se escucharon interrumpiendo abruptamente el taciturno amanecer. Al parecer una bala dio en la pistola, rebotó y le pegó en el ojo izquierdo. Intentó entrar de nuevo pero un segundo balazo lo alcanzó a la altura de la pierna, un tercer proyectil le rozó la espalda, desplomándose.
La balacera no paraba contra la humilde vivienda y todo cuanto se movía a su alrededor. Pedro intentó escapar por la parte posterior, pero no pudo porque la casa estaba cercada de militares del batallón Caicedo con sede en Chaparral (Tolima). La balacera salía de todas partes. Herido forcejeó con el cabo García, quien finalmente lo dominó y lo remató a pura bayoneta calada sin piedad alguna. La misma suerte corrió el labriego de la vereda Santodomingo, Hernando Lizcano. Trató de ocultarse tras una caneca pero los proyectiles dieron blanco en su humanidad muriendo al instante.
Atolondradas, sin saber qué estaba pasando y por simple instinto de conservación, las mujeres se metieron debajo de la cama, envolviéndose en las cobijas para mitigar el riesgo. Tirado en el piso, bañado en sangre, Raúl gritaba desesperadamente que parara la balacera. Cuando esto ocurrió, los militares se volcaron como perros hambrientos en busca de su presa y sacando al herido y a las mujeres, requisaron minuciosamente el modesto inmueble sin hallar lo que buscaban: Armas, explosivos y pertrechos de la guerrilla.
Diez cargas de café pergamino fueron regadas, los baúles abiertos violentamente, los colchones rotos, la despensa destruida. Parecía la hora llegada. Aquel piquete militar parecía un huracán incontenible.
A pesar de no encontrar absolutamente nada de lo que buscaba, que había denunciado el informante Jacinto Gaitán, el piquete militar insistió en la tesis de que todos los que estaban allí eran guerrilleros. Tuvo el descaro de decir que María Antonieta González – la mamá de Raúl – era la comandante y sus hijos los guerrilleros. Así fueron presentados ante los medios de comunicación la numerosa familia integrada por: Raúl, Pedro, Gertrudiz, Glacila, Omaira y Luz Alba, lo mismo que dos trabajadores: Hernando Lizcano y José Rada.
Era domingo de pascua de semana santa, un día soleado y diáfano. Los campesinos de la vereda La Sonrisa, municipio de Chaparral (Tolima), enterados del ataque por los estruendos de las bombas y ráfagas de ametralladora y fusil, llegaron a la finca de Tiburcio Rojas, después de las diez de la mañana venciendo el terrorismo de Estado y auxiliaron a la familia caída en desgracia.
Durante todo el día solo recibió Raúl un vaso con jugo por orden expresa del comandante del piquete militar, quien miraba a aquellos indefensos campesinos como un botín de guerra. El grupo militar tomó posesión de la finca y como alimaña fue consumiendo todo cuanto encontraba a su paso.
El camarada Raúl Rojas González fue llevado en hamaca hasta Puente Verde; ahí lo subieron a una camioneta al lado de los cadáveres y las mujeres.
A las nueve de la mañana llegó la primera versión de los hechos. María Oliva Campos Torres, esposa de Raúl, recuerda la noticia: “Me dijeron que la casa había sido abaleada por el ejército adscrito al batallón Caicedo y que habían matado a todos los que habían allí”.
Sin medir consecuencia María Oliva marchó a la finca, pero pudo llegar hasta Puente Verde, los campesinos la convencieron que no avanzara más por la peligrosidad que encarnaba el enfurecido piquete militar. Regresó y se reunió inmediatamente con el abogado comunista, Humberto Oviedo Hernández, quien la acompañó al batallón.
María Oliva, recuerda: “Los militares nos recibieron con insultos y amenazas, pero el doctor Humberto Oviedo Hernández los enfrentó y les dijo que estaba dispuesto a rendir indagatoria donde fuera, con quien fuera, como fuera y de lo que fuera. Sea lo que sea, pero yo soy el apoderado de la familia Rojas, les dijo enfáticamente el doctor Oviedo”.
Con aire de triunfo el comandante afirmó que tanto Raúl como Pedro y los demás “guerrilleros” hallados en esa finca estaban muertos y que muy pronto iban a traer sus cuerpos. “Ese comandante me insultaba y me decía: Harto le dije a Raúl que no se metiera en esa cosa del comunismo, pero nunca me hizo caso y ahí están las consecuencias”, recuerda María Oliva.
Desesperada María Oliva no se estaba quieta. No era para menos. Iba de un lado para otro, especialmente de la casa al batallón. La espera era eterna, dramática y conmovedora. La noticia se había regado como pólvora por el poblado de Chaparral de los Grandes. El camarada Alfonso Herrera, la acompañó a apartar dos ataúdes: Uno para Raúl y el otro para Pedro.
La paciencia tiene límite, lo mismo el miedo. Fue tanta la hostilidad de los militares contra María Oliva, que haciendo añicos el miedo, los encaró: “Raúl está es sirviéndole al gobierno, porque una vez pagó el servicio militar, continuó laborando en el batallón como ecónomo, luego como guardián de la cárcel de Ambalema y ahora como profesor de escuela”.
Relata María Oliva: “A Raúl lo trajeron más vivo que muerto después de las ocho de la noche, había perdido mucha sangre. Lo llevaron al hospital donde duró algunos días, hasta que los militares montaron la trama de que la guerrilla iba a venir a liberarlo y optaron por llevarlo a la enfermería del batallón Caicedo, donde lo tuvieron dos meses; luego, lo trasladaron a Ibagué para unos exámenes y posteriormente fue recluido en la cárcel durando detenido 34 meses acusado de diez cargos”.
La situación para la camarada María Oliva era compleja. Cuenta: “Mi situación fue muy dura con mis hijos, pero no di el brazo a torcer; con la ayuda de mi mamá logré estar pendiente de Raúl con una alimentación adecuada y, sobreponerme a los agravios de los militares, que llegaron a decir en voz alta que yo era la mosa de Tirofijo, que era la comandante guerrillera y muchas vulgaridades más”.
“Cuando me encontraba con el comandante del ejército me paraba y me decía que yo para qué atendía a ese guerrillero depravado… Qué era lo que no me decía…Me dejaba seguir después de pegarme una insultada. Un día me hicieron parar en la guardia porque estaban esperando a un general. El comandante les dijo a sus soldados que se presentaran como si ya estuviera el general. El comandante dice: “Permiso mi general: Para informarle que no hay novedad, la única que hay es la mosa de Tirofijo que acaba de llegar”.
No contentos con esa mofa contra la camarada María Oliva, los militares hicieron correr el rumor entre el personal médico y paramédico de que aquellos heridos eran guerrilleros peligrosísimos. Eso le limitaba la entrada y salía del centro médico, los profesionales y las enfermeras la miraban con prevención extrema. Sin embargo, la camarada María Oliva no vacilaba.
Las detenidas eran en realidad jóvenes estudiantes del colegio Nuestra Señora del Rosario de Chaparral. Así lo atestiguó la directora de este plantel educativo Alicia de Amature, al siguiente día del accidente exigiéndole al batallón la libertad inmediata junto con su señora madre, hecho que sucedió dos días después.
Dos meses después de estar detenido en la enfermería del batallón Caicedo, el camarada Raúl fue trasladado a Ibagué, cuando la pierna estaba engusanando. Ya en la ciudad musical de Colombia, una vez le hicieron la cirugía del ojo y de la pierna lo pasaron al penal de la calle 10, donde duró 34 meses, sacándolo de allí el abogado comunista, Humberto Oviedo Hernández.
A Raúl le adelantaron dos consejos verbales de guerra, lo acusaban de rebelión y muchas cosas más. En el primer consejo salieron libres Noel Lizcano y José Rada. Dice María Oliva: “Al primer consejo verbal de guerra no asistí, al segundo sí. Fui con todos los seis hijos menores de edad. Eso es duro. Hablan los acusadores, el acusado, el defensor, mientras los militares ponen cuidado. Duró dos días el juicio”.
“El acusador decía que Raúl era asaltante, incendiario, criminal, asesino. Eran diez cargos los que le imputaba. Yo no hacía sino llorar, pensando que lo iban a echar para la isla La Gorgona, como me decía todos los días el comandante del batallón con insistencia”.
“Pero el abogado fue supremamente bueno y lo sacó. En ese consejo verbal de guerra, Raúl hizo una intervención larga – recuerda María Oliva – cosa que me acuerdo yo que dijo que 34 meses que había estado en el penal, como padre responsable, había contribuido aunque fuera con la panela para sus hijos, porque en la cárcel le daban un pedazo de panela seguramente para que tomara agua, pero él la acumulaba y cuando yo iba me la daba para que se la llevara a los niños. También recuerdo que terminó su defensa con unas palabras sacadas de la biblia”.
“Al salir del penal se fue para Moscú a cuestión de sanidad porque tenía un problema de 15 centímetros más corta la pierna. Él salió usando un zapato de un tacón inmenso, lo que era muy incómodo y al hospital militar lo llevaron para la operación de la vista para colocarle una prótesis para que no se le chupara la vista. Luego, lo mandó el Partido Comunista a Moscú para la operación de la pierna, pero no le pudieron hacer la operación porque le dejaron caer infección en el hueso. Si le abrían de nuevo la pierna podía complicarse y tenía que ser amputada. La estiraron cinco centímetros solamente. Estuvo un año en eso. Vino y siguió en la lucha política”.
El camarada Luis Rosendo Cruz, recuerda el suceso del 10 de abril de 1966. “El camarada Raúl fue víctima de un sapeo, un montaje. En ese tiempo estaba en auge la contraguerrilla. Esta le llegó y mataron a su hermano Pedro y otros trabajadores acusándolos de subversivos. Los ametrallaron. Casi le acaban con toda la familia. Tuvo preso y yo estuve muy cerca de él. A mí me tocó irme de la región porque la presión era intensa y fui a parar a Ibagué. En Ibagué aunque fuera lo iba a visitar a la cárcel y le llevaba cualquier cosita”.
“Me enteré de la noticia porque estábamos cerca de la carretera. Fue para el domingo de Pascua de semana santa. Como nosotros teníamos un trío musical, tocábamos guitarra, tiple y maraca, nos estábamos preparando para llevarles una serenata por la mañana, precisamente. Ese trío lo integraban: Jorge Cruz, mi hermano; José Antonio Herrera y mi persona. Donde hubiéramos estado seguramente también nos matan”.
“Sabiendo la noticia nos preocupamos mucho y buscamos la forma de ayudar, pero no, porque la arremetida era dura, no había la denuncia, era solamente la versión de los militares. El único abogado defensor de los pobres era el doctor Humberto Oviedo Hernández. Era la persona abnegada que acudía a defender a los campesinos de la violencia militar y paramilitar”.
“En realidad nos salvamos de milagro. Ese atentado fue hacia la madrugada. A nosotros nos cogió la tarde porque habíamos estado tocando en la escuela Lagunilla y justo cuando nos disponíamos a salir para allí sentimos el escándalo del bombardeo y la balacera. Entonces nos quedamos quietos. Con la compañera María Oliva nos vimos en Ibagué, porque unos salieron para una parte y otros para otra. Era la violencia que se vivía en el sur del Tolima y muchas zonas del país”.
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