jueves, 18 de julio de 2024

El Patrón Cuento

Casa campesina. Foto: Mario Tapias López


 Por Nelson Lombana Silva

I

La bruma caía monótona con insistencia sobre el techo de zinc. La densa neblina impedía mirar más allá de la cerca. Antonio, abúlico abrió la pequeña ventana mirando extasiado el frío amanecer. Bostezó y revolviéndose su cabellera, giró para mirar a su esposa que dormía apacible, envuelta de pies a cabeza. La miró ensimismado. “Dios mío – dijo en voz baja – cómo se puede amar tanto”. Volvió a cerrar la ventanita y con paso de gato en la oscuridad, regresó al lecho. Se acomodó silencioso para no despertarla y volviéndose para la orilla también se arropó. Volvió a dormir.

La casa de madera tosca estaba ubicada en una explanada abierta con una panorámica impresionante. Desde allí divisaba el pueblo. La pradera amplia, apenas con una docena de árboles alrededor de la casona, eran árboles corpulentos y verdosos. Tenía corredores por sus cuatro costados. El propietario de la finca venía de vez en cuando, vivía en la ciudad. Temía ser secuestrado. Era un hombre alto y acuerpado, rostro circunspecto, se reía rara vez, siempre se mantenía en una seriedad escalofriante. Tres días antes de llegar, arribaba la avanzada de seguridad, revisando el entorno con meticulosidad. El despliegue era impresionante. Lo primero que hacía era despojar al partijero de cuanta arma llevaba encima. La esposa también era despojada de los cuchillos de la cocina, latas y demás objetos contundentes. No demoraba. Miraba los libros de contabilidad, paseaba por los alrededores con rapidez, miraba el ganado en el corral y después de dar instrucciones precisas se marchaba. Por seguridad, según decía, no recibía ni tinto. Era un terrateniente déspota y al decir de la comunidad, amargado.

Esa mañana llegó sin ser anunciada su presencia. Usando botas de caucho y poncho plástico, llegó agresivo. Según él, no era posible que a esa hora todavía la pareja estuviera durmiendo. Indignado golpeó la puerta principal con el bastón, donde la pareja dormía. Fue un golpe seco que se escuchó con estrépito por toda la casona. Antonio despertó sobresaltado y poniéndose en pie buscó con rapidez el arma de dotación, un revolver oxidado. María permaneció estática, petrificada. No sabía qué hacer. Antonio la tranquilizó con la mano izquierda.

De un golpe abrió encañonando al patrón: “¡Quieto!”, le dijo apuntando con el arma. El colérico patrón dio un paso atrás, gritando con fuerza: “¡Soy yo, no me apunte!” Antonio bajó el arma, mirando la escena con asombro y espanto. “Patrón”, dijo. Guardó el arma y saliendo al corredor escuchó en silencio la larga perorata del energúmeno terrateniente. Sus ojillos brillaban con furia. “No es posible que sea las siete de la mañana y todavía durmiendo, eres un holgazán, desagradecido, no reconoce el esfuerzo de tenerte en este paraíso con tantas gabelas”. Fue una retahíla desproporcionada que vociferaba mientras caminaba por el corredor golpeando a intervalos la chambrana con el báculo.  

Atónito Antonio lo contempló en silencio. Un nudo en la garganta le impedía hablar. Recostado contra la pared, sin abotonarse la camisa caqui, con la mirada clavada en el piso escuchó el sermón. La niebla permanecía intacta, era densa y grisácea. María, que escuchaba atenta, se incorporó con rabia y acomodándose la pijama, salió con paso firme, sin miedo o con miedo controlado, lo enfrentó sin ambages. “Por más dueño que sea de este predio, no le da autoridad para venir a ultrajarnos. Estoy cansada de tantas humillaciones, no aguanto una más. No estamos aquí por generosidad suya, estamos porque le interesa para aumentar su capital, ser más terrateniente y humillativo”.

Antonio palideció aún más. Nunca había visto a su mujercita tan ofuscada y decidida. Levantó su rostro para mirarla mejor, aconsejándole que se callara y no ofendiera al patrón. “El que manda, manda, aunque mande mal”, dijo una y otra vez. María se alejó con destino a la cocina sin callar, continuó su diatriba sin hacer pausa, sentía que se desahogaba y de qué manera. “El pez gordo siempre es a comerse al más débil e indefenso”, le gritó al entrar a la cocina.  

El patrón, recostado en la chambrana, sorprendido escuchó en detalle la palabrería de la mujer, su verborrea se fue al carajo, no tuvo valor para dirigirle una sola palabra, ni siquiera se atrevió a mirarla de frente. Cabizbajo se volvió y mirando a Antonio, le dijo por entre los dientes: “Cancelo mi visita”. Se alejó blandiendo el bordón, apesadumbrado y descompuesto, no tuvo claridad para indicar lo que se tenía que hacer, su preocupación era evacuar, salir en estampida. Así lo hizo. Se alejó cojeando de la pierna derecha.

Antonio, sin atinar a decir palabra, lo vio alejarse y perderse en la bruma espesa. Permaneció ensimismado. Pensamientos diversos cruzaban por su mente como una ráfaga infinita. María lo hizo reaccionar al gritarle que tomara tinto. Parada en el marco de la cocina sostenía el pocillo en un pequeño platico esmaltado. Antonio se acercó paso entre paso, mirando la figura rutilante de su hermosa mujer. La miró apenado. “No es para penas amor. Reaccionar ante una injusticia no es exclusividad del hombre, la mujer también debe tomar la iniciativa”. Antonio, sonrió levemente, aquellas palabras caían como bálsamo. “Creo que usted actuó con la razón y yo con la emoción”, agregó rosándole la cabellera hirsuta.  

Se acomodaron en el largo mesón. Antonio le estampó un beso en la mejilla. “No conocía su arrojo, mujer”, dijo pausadamente, mirando el corral entre la espesa neblina negruzca. María lo miró. Su gesto agresivo había desaparecido. Se mostraba nerviosa, dubitativa e insegura. Reconocía que la furia la había llevado a olvidar por un momento su cruda realidad. “No pude controlarme”, dijo dejando escapar un suspiro lúgubre, mientras acariciaba el pocillo esmaltado. Antonio volvió la mirada fijándola en el rostro de su amada. Fue una mirada de admiración. “Vuelvo y te felicito – dijo – nunca imaginé que al patrón se le podía hablar así. Qué lección de dignidad me has dado, cielo”. María, se estremeció de pies a cabeza, atónita no sabía qué contestar. Lo miró de pies a cabeza y colgándose del cuello lo besó con tanta fuerza como la primera vez, bajo la sombra del frondoso arrayán.  Era una tarde calurosa, su madre había marchado al pueblo y ella había quedado en casa pendiente de los cachivaches. Antonio había llegado por sorpresa, no por el camino real, sino por los desechos, esquivando con ímpetu la espesa vegetación que impedía su paso. Golpeado por las vicisitudes, arañado, pero, lleno de amor, sorteó con estoicismo los obstáculos. Es que el amor lo hace a uno invencible, pensaba mientras se abría paso en la espesa manigua. La encontró sentada en el vetusto asiento en el corredor de chambrana de madera sin pulir. Se estaba acomodando la frondosa cabellera azabache, cantando la canción de moda, un bolero amoroso. Espantada por la sorpresa al verlo, corrió hacia el arrayán, recriminándolo por estar allí. “Mamá, llega en cualquier momento”, dijo asustada. Antonio la apretó suavemente contra su pecho e inclinándose un poco buscó con deseos los labios carmesí de María. La besó con pasión. Ambos perdieron la noción del tiempo y las vicisitudes. La fuerza impoluta del amor había puesto en estampida todo tipo de adversidades. Y se mantuvieron así hasta cuando el grito estridente de dona Esther interrumpió bruscamente el hechizo. Impávido Antonio se inclinó levemente, besó la mano de María y desapareció en la espesa manigua. “¿Qué haces tú por estos parajes?”, dijo Esther alargando el pescuezo para ver mejor el entorno. Era una mañana diáfana, soleada. “Me gusta estar bajo este árbol frondoso”, contestó sin impacientarse, inclinándose para recoger algunos leños para avivar el fogón.  

Se volvió pensativa María, al ponerse en pie. “¿Qué vamos a hacer ahora?” Antonio, fortacho como un animal salvaje, también se puso en pie y acicalándose el traje de fatiga, caminó por el corredor con destino al arado. La niebla se mantenía intacta. María lo vio alejarse golpeando con fuerza el piso del corredor. Antes de abandonar la casona, se detuvo y mirando con ironía a su amada, respondió: “Trabajar como Dios manda”. Rápidamente se perdió en la bruma grisácea. María permaneció inmóvil algunos segundos. Al reaccionar se dirigió a la cocina con paso firme. “A trabajar como Dios lo manda”, dijo.

La vecina llegó después de las nueve. Era canosa, de mirada taciturna y de lerdo caminar. Cruzó el lodazal del patio despacio, calculando cada movimiento. Los perros, ya lo conocían, salieron a su encuentro con zalamería blandiendo la cola. María la vio a través de la ventana. “Siga señora Berenice”, le dijo. La obesa mujer contestó el saludo y entrando a la cocina se acomodó cerca del fogón. María se apuró a pasarle un tinto caliente. “¿Cómo está la familia?”, preguntó acomodándose a su lado. “Toda está muy bien, trabajando, capoteando la pobreza, señora María”, contestó con resignación. “¿Qué hay de noticias?”, volvió a preguntar María quitándose las últimas pitañas. Berenice levantó su pesada mirada un tanto desconcertada. “¿No sabe lo sucedido ayer en el pueblo?” María la miró interrogante y a su vez, desconcertada. “La niebla ni deja ver, ni deja oír”, dijo inquieta.

Berenice se acomodó mejor en su asiento, comentando lo sucedido con cierto dramatismo. Según el vendedor ambulante, que pasó muy de mañana por la casa, contó que ayer fue asesinado el sepulturero del pueblo. Forajidos lo asesinaron con sevicia cerca del alto de la Virgen, mientras se preparaba a ir al cementerio a abrir la fosa para enterrar la longeva viuda de don Cantizal Gómez, que falleció antier, cuando se disponía a celebrar sus primeros cien años de vida. Se afirma en voz baja, que con la complicidad del alcaide, fue sacado de su casa con mentiras y llevado a este sitio para ser torturado y ejecutado por dos individuos que al parecer salieron muy temprano del cuartel de policía.   El miedo recorre las calles y nadie quiere hablar del tema para no verse involucrado en la investigación. “¡Qué horror!”, dijo María llevándose las dos manos apretadas a la boca. Recordó que Arnulfo era un venerable anciano lleno de generosidad, siempre estaba a merced del prójimo en cualquier hora del día o de la noche. Vivía en el barrio Porvenir en una casita de madera antigua con agujeros por todas partes. Su mujer había muerto y su único hijo hacía diez años había marchado a la capital en busca de una segundad oportunidad. “¿Por qué el crimen?, ¿qué se dice?”, interrogó María inquieta. El vendedor ambulante afirmó que la muerte fue por política, porque Arnulfo era liberal. “¿Liberal?”, dijo María boquiabierta. “Nunca se le escuchó decir que era liberal, era respetuoso con todo el mundo, cumplía a cabalidad los mandamientos de la ley de Moisés, iba a misa cada ocho día, cumplía a cabalidad las obras de misericordia y nunca hablaba de ese tema. Una vez lo vi el día de elecciones, tenía un traje blanco, pantalón y camisa, caminaba de prisa. Fue al cubículo y sin demora depositó la papeleta. Salió disparado. Me saludó y se marchó. Se santiguó y pidió al cielo para que su alma descansara eternamente. La vecina afligida se levantó, colocando el pocillo en el pequeño lavamanos. “¿Quién dio la orden?”, preguntó María. La vecina se acercó a María lo más que pudo, diciéndole en voz baja al oído: “La orden viene de arriba. Se dice que el gobierno se ha planteado conservatizar la comarca a sangre y fuego”. Sin saber qué contestar María despidió a Berenice. La acompañó hasta el broche. “La violencia la cazan los ricos y la padecen los pobres”, dijo María al regresar a sus actividades cotidianas.

El funeral del sepulturero fue apoteósico. Todo el pueblo se movilizó, menos las autoridades. De los cuatro puntos cardinales arribaron abultadas comisiones de campesinos, rechazando el atroz crimen. El dolor se transformó en indignación. Antonio y María, apretujados en la multitud, se movían con dificultad. El ingreso al templo se convirtió en una verdadera proeza. A empujones pudieron entrar por la nave lateral, ubicándose la pareja al lado de una columna. Fue una homilía sosa, sin trascendencia. El cura alto y delgado, piel oscura y mirada vivaz, dijo que había que orar para que el Señor perdonara al anciano que yacía en el frío y modesto ataúd. Según se decía era liberal y ningún liberal tiene cabida en el cielo.

Cuando el levita dijo esto, un murmullo se desató en el mismo templo. El cuchicheo subió de temperatura cuando anunció que no acompañaría el cadáver hasta el cementerio. “Solo acompaña a los godos”, gritó alguien. Era una voz chillona y apasionada cultivada en el campo. Enfurecido el cura regó el agua bendita y el incienso sobre el catafalco. Sin mucha emoción caminó hasta el atrio y después de bendecir nuevamente el difunto, pronunció la maquinal oración: “Podéis ir en paz. Alma misericordiosa descanse en paz”.

El río humano inundó rápidamente la plaza Simón Bolívar. Era cuadrada y terrosa. Tenía en el centro el busto del Libertador. Un coro apenas perceptible comenzó a escucharse y a subir de temperatura. Antonio y María, observaban ensimismados en un extremo sin pronunciar palabra. “Sí señor, como no, el gobierno godo lo mató”. La arenga imperceptible al principio, rápidamente se convirtió en estruendosa manifestación que se esparció por todos los rincones de la comarca. Por entre la multitud el féretro sostenido por varios campesinos, avanzó hasta su última morada. Las mujeres de impecable color negro sus trajes, musitaban oraciones. Era un murmullo que se confundía con la arenga. Por primera vez, se reconoció que la violencia era un invento del gobierno nacional para mantener al pueblo dividido. Amanda, la matrona de la comarca, comentaba a su vecina que Arnulfo era un hijo de Dios, que había hecho de su vida un apostolado al servicio de la comunidad y que nunca se había metido públicamente a los avatares de la política. Dijo que estaba dispuesta a declarar donde fuera y certificar que el sepulturero estaba por encima del mal y del bien. La contertulia con voz entrecortada, apoyó el comentario. Dijo que si bien el cura decía que matar liberales no era pecado, aquel crimen sí era pecado mortal. Están responsabilizando al gobierno del crimen y pienso que deben tener razón, porque ninguna persona del pueblo se hubiera atrevido a esto. Dicen los comentarios que los dos victimarios salieron del cuartel de la policía. Son seguramente agentes del gobierno.

Mientras se hacían comentarios en voz baja de esta naturaleza, el cortejo fúnebre avanzaba por una carretera polvorienta en una tarde oscura y lúgubre. Al ingresar el febrero al necrópolis, fue colocado sobre una bóveda, cerca de la fosa para que sus amigos más allegados lo vieran por última vez. Un campesino de la tierra fría, adusto y quemado por el sol, se colocó a su lado, pronunciando un sentido discurso, destacó la vida y obra del difunto, rechazando y condenando el crimen, llamando a la paz y a la convivencia.  “La violencia – dijo – es hija de la avaricia de quien ostenta el poder, poder corrompido que obnubila, destroza la condición humana, nos aleja de Dios y nos acerca a la tentación del dinero fácil, del poder avasallador. Que la violencia sea empacada y devuelta al palacio presidencial, que la tortura desaparezca y que sean los hijos los que entierren a sus padres. Los pobres conservadores no se pueden seguir matando con los pobres liberales, mientras los jefes permanecen unidos en las alturas del poder. No más violencia. Arnulfo: Descanse en paz, lo recordaremos siempre”.

La sentida perorata fue escuchada en silencio y con suma atención. Antonio y María, se miraron entre sí aplaudiendo con la mirada la intervención. El murmullo volvió y los gritos lastimeros de los más amigos se escucharon en todo el cementerio. El sepulturero traído del pueblo adyacente cumplió con su misión. Una vez terminó, se echó la pala al hombro, se alejó por entre la muchedumbre que también se disolviendo poco a poco. Así terminaba la vida de un humilde ciudadano del común.

De vuelta a la hacienda, María y Antonio comentaban los sucesos haciendo grandes conjeturas, no podían admitir que se produjera un crimen por sospechar que era del otro bando político. María volvió la mirada para preguntar: “¿Qué es ser conservador? ¿Qué es ser liberal? ¿Nosotros qué somos? Antonio se detuvo y recostándose en un lado del camino, comentó que tampoco entendía la diferencia entre uno y el otro. Recordó que había leído la obra de literatura de Gabriel García Márquez, llamada: Cien años de soledad y que allí, se decía claramente, que la única diferencia era que los conservadores iban a la misa de las siete de la mañana y los liberales a la misa de las cinco de la tarde. María frunció el ceño. “Quiere decir – dijo – que no hay diferencias, es la misma mierda”  Antonio sonrió levemente.

Cansados llegaron a la hacienda cuando el sol se ponía en el ocaso y las primeras sombras de la noche se extendían por toda la región. Había sido un día intenso, pletórico de emociones fuertes. “No todo es malo”, dijo María. Antonio que estaba en calzoncillos, preguntó la razón de aquella sorpresiva afirmación. “Comprendí – afirmó – que hay dos clases sociales: Los que mandan y los mandados. Y que los que mandan están dispuestos a hacer hasta lo imposible por no perder este espacio”. Atónito, Antonio no supo qué contestar. Cambió de tema y acomodándose a su lado durmió con algunos sobresaltos. El sueño lo venció pensando en sepulturero. “¿Cómo serían de doloroso los últimos minutos de su existencia a merced de dos desalmados bandoleros alimentados por el gobierno?”, se preguntaba una y otra vez.

II

Tiempo después retorno el Patrón. Era una mañana soleada y apacible. Metido de lleno en el surco arando la tierra para sembrar papa, Antonio divisó en la distancia un anciano decrépito y solitario. Caminaba despacio apoyándose en el bastón. Tenía un traje de mendigo. “Pobrecito el viejito”, pensó Antonio. “¿Para dónde irá?” Arqueando el espinazo continúo con su ardua labor que había comenzado muy temprano. El sol mañanero era suavizado por un vientecillo sonoro.

El grito de María, lo hizo reaccionar. Suspendió su actividad bruscamente preguntando qué pasaba. Parada en el patio principal movía las manos haciéndole señas que fuera rápido. Arrojó la herramienta y salió en estampida llevando en sus encalladas manos el machete. Superó la distancia rápidamente. Acezante, entró al patio preguntando qué pasaba. El viejito se había sentado en una larga banqueta. María con los ojos abiertos y el rostro descompuesto por la sorpresa, se le acercó y le dijo que el patrón había llegado.  “¿El Patrón?”, dijo sorprendido Antonio, mirando en todas direcciones. “¿Dónde está?” “Mírelo”, dijo María señalándolo. Estaba de espalda. “No es el Patrón es un fantasma”, dijo cogiéndose la cabeza con las dos manos.

Pesadamente, el patrón se puso en pie y volviéndose despacio, siempre apoyado en el bastón, los miró. Sus ojos estaban perdidos en las cuencas y la barba blanquecina había crecido desordenadamente. Era piltrafa humana, más del otro mundo que de éste. Inmóvil, sin saber qué decir, Antonio se mantuvo largos minutos contemplando la dantesca escena. El adulto bonachón, arrogante y petulante, de grueso vozarrón y mirada penetrante, había desaparecido, estaba ante un moribundo andrajoso derrotado de mirada vidriosa. La mañana soleada estaba en todo su esplendor, el sol metálico bañaba el entorno con increíble sutileza. El decrépito anciano le hizo señas con la mano derecha para que entrara. Antonio pasmado aceptó la invitación entrando lentamente como si caminara sobre una cubeta de huevos. Se acercó trémulo.

El patrón se dejó desplomar en el asiento e invitándolo a sentarse a su lado, rompió el silencio para decir: “Vengo en son de paz, vengo a pedir perdón”, dijo en voz baja. Antonio y María se cruzaron miradas de incredulidad. “Puede ser una pesadilla”, pensó María. Antonio pensó que la locura lo había tomado.  “¿Perdón por qué, Patrón?”, dijo por entre los dientes Antonio, restregando las plantas de sus manos entre sí, mientras su mujer miraba con intensidad al Patrón. El Patrón volvió la mirada a la cocina, diciendo en voz baja: “¿Me pueden regalar un tinto?” A María por poco se le brotan los ojos al escuchar la solicitud. Sabía que el Patrón no recibía ni agua, menos una taza de café. En esta oportunidad, no solo pedía, sino que lo hacía con humildad, como si fuera un consumado habitante de la calle. Esto desconcertó aún más a la pareja. María se incorporó como un resorte volviendo rápidamente con la taza de café hirviente en un platico esmaltado. El anciano se inclinó reverente y cogiéndola en sus manos temblorosas tomó un sorbo con cierta avidez, colocando la taza sobre el mesón, volvió a decir: “Vengo en son de paz, vengo a pedir perdón”.

Sin proemio, el Patrón, relató sin hacer pausa lo sucedido en los últimos años y meses. Fue un relato escueto y desgarrador. Ensimismada la pareja escuchó sin proferir palabra, sentía que flotaba. Se mantuvo así hasta cuando el anciano se puso en pie y después de varias zalemas, una tras de otra, se marchó por el camino que había llegado.

En cuestión de un quinquenio había pasado del cielo al infierno. Su gran fortuna se había disipado en malos negocios. Las arcas estaban a punto de colapsar, ya no era terrateniente. La hacienda estaba a punto de ser rematada por los bancos. Todo era apariencia. Tanto pensar, la vejez prematura lo había tomado por asalto. “Soy una mierda”, dijo durante el relato.

Contó que todo había comenzado con el anuncio del pájaro Traspiés, el canto ocurrido después de las seis de la tarde en el solar de su casa. La mala suerte provino de allí. Las entradas disminuyeron y las salidas aumentaron. La pitonisa pronosticó tragedia y más tragedia, entrando en pánico cometiendo errores garrafales que le costaron la fortuna. Lo último que hizo fue vender su mansión ubicada en el centro y trasladarse a la periferia a un rancho de mala muerte. Su mujer agraciada escapó con el amante, llevándose una buena parte de dinero alegando que era parte de su salario.  El cielo se le había unido con la tierra. La soledad sonora lo perseguía a todas y la intranquilidad lo invadía hasta los tuétanos. Los acreedores lo insultaban y lo tildaban de ladrón y mala paga. “Usted se roba un alfiler usado”, solían decirle en la calle, en el prado, en cualquier lugar público. Era rata de alcantarilla dispuesta siempre a huir del índice acusador.

Perpleja la pareja lo vio alejarse despacio. El sol bañaba su rostro cetrino. “Pobre hombre”, dijo Antonio sin salir todavía de su asombro. María suspiró y volviendo a la cocina, sirvió un café aromatizado, reflexionando en voz baja. “Lo que por agua viene, por agua se va”, dijo acomodándose en el asiento cerca de Antonio. Antonio volvió su mirada y sin decir palabra la miró silencioso. “La fortuna la amasó robando la fuerza de trabajo del obrero, haciendo negocios leoninos y engañando incautos. Eso me había contado en confidencialidad  hace rato el mayordomo”, dijo pensativa.  “Entonces, ¿No era buena persona?”, preguntó Antonio medio alucinado. “Nada de eso. Era considerado un Don por su vasta fortuna. Pero, en realidad, era mala persona, no cumplía con los mandamientos de la ley de Moisés”.

“Pero, nos sirvió”, dijo Antonio. María lo miró incrédula. “No debes pensar así. Fuimos nosotros los que le servimos y a qué precio, ¿no te parece?” Antonio tenía tanta preocupación que no tenía tiempo para meditar. Se puso en pié y marchó al surco. “El deber me espera”, dijo.  María lo vio alejarse. Lo miró con amor impoluto. Confusa, entró a la cocina a cumplir con sus obligaciones. “Los bienes mal habidos carga muy pesada son”, repitió la frase que el profesor le había enseñado en la escuela. Por fin la había entendido en toda su dimensión.

FIN 

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