lunes, 18 de mayo de 2015

El Pacto de los Eucaliptos


Por Nelson Lombana Silva

}El día del Pacto, Daniel se levantó temprano, fue al excusado y después de tomar una taza de café aromatizada que su mujer le entregó, ultimó detalles para el histórico encuentro. “¿Habrá paz? – dijo la mujer mientras apuraba el desayuno. Daniel fingió no escucharla. Sin embargo, permaneció algún segundo ensimismado mirando a través del ventanal la ganadería que caminaba inexorable al establo para el ordeño. Su rostro reflejaba la secuela de la violencia. Era adusto. Mirada vidriosa y pensamiento rápido. Alto de estatura y obeso. Gangueaba al hablar. Sin embargo, se movía por la región como pez en el agua. Conocía el paraje gélido como la palma de su mano.



Los campesinos armados fueron llegando por distintos caminos empuñando sus vetustas armas que habían portado durante más de una década en contra su voluntad. Cada quien portaba su morral y el rabo de gallo rojo, símbolo del Partido Liberal. Daniel observaba el movimiento de sus hombres; eran campesinos descamisados, algunos descalzos y otros con cotizas, que solo los animaba la bandera roja, los sueños inmaculados del liberalismo, pero sobre todo, el odio visceral a los conservadores.


La casa era larga, de madera sin pulir con techo de astilla. Tenía chambrana por sus cuatro costados y estaba ubicada en lo alto de la colina de donde se divisaba la vegetación y el tuerto en todo su esplendor cuando no había neblina. Tenía salidas de escape hacia el bosque cercano de alta vegetación. El viento huracanado impactaba el rostro de los habitantes con insistencia.


“¡Viva el Partido Liberal!”, gritó Daniel. El grito estentóreo se escuchó en toda la habitación y la respuesta no se hizo esperar: “¡Viva, viva, viva!” Entonces ordenó pasar al comedor, un mesón largo de madera sin pulir, rodeado de banquetas también de madera. Laura Castaño, que frisaba por sus 30 años, distribuyó la vianda con celeridad asombrosa. Era hermosa. Alta, agraciada y de mirada de gaviota. Sus ojos redondos negros, hacían juego con la exuberante cabellera azabache. Su cuerpo esbelto a pesar de la celulitis robaba miradas indiscretas de los asistentes, especialmente de los jóvenes. “Es una diosa”, dijo uno de los asistentes al oído del vecino.


El ruido de las armas al descargarla sobre el piso terroso, motivó a Laura a volver a preguntar: “¿Habrá paz?”. Daniel la miró despectivo diciendo: “La paz son las armas”. “No entiendo”, anotó Laura tirando el delantal blanco con sus dos manos. “La lucha es cuestión de hombres”, respondió secó Daniel, incorporándose para ir hasta su aposento. Laura no insistió. Apuró la hornilla antes de pasar la sobremesa.


Deletreando pesadamente Daniel repasó el documento hasta memorizarlo de principio a fin, revisó su trueno y una vez más lo engrasó colocándole los seis proyectiles. Lo acarició durante algunos segundos y colocándolo sobre la pequeña y desvencijada mesita, se colocó el atuendo especial para la fecha. Su sombrero alón de color negro, la camisa caqui y el pantalón de dril oscuro, lo complementó con las alpargatas que había comprado para estrenar en esta fecha memorable y la ruana café curtida en lana de ovejo traía del lejano Boyacá. “Te pusiste al tres”, dijo Laura al verlo aparecer en el marco de la pequeña puerta, encaletándose el tueno y metiendo en los bolsillos varios proyectiles. Daniel sonrió levemente: “El suceso lo amerita”, dijo.


Daniel había nacido el 27 de noviembre de 1921 en un yerto caserío llamado Pasca (Cundinamarca), era hijo legítimo de Justiniano y Santos Romero, tenía dos hermanos y tres hermanas. Perseguido por el fantasma de la pobreza, llegó a estos andurriales en 1930, ubicándose esta familia en Las Vegas de Guambeima, dedicándose al cultivo de la papa, producto que se comercializaba en la ciudad musical de Colombia, remontando la agreste cordillera a lomo de bueyes y después mulas siguiendo el camino de San Romualdo, China Alta y Casebanco hasta llegar a la plaza Santa Librada. Era un recorrido extenuante de cuatro y cinco días sobre todo en época invernal, cuando los caminos se hacían intransitables y muchos bueyes y mulas perecían, no soportaban la inclemencia del dilatado recorrido y el espeso lodazal.


Ibagué era un caserío insípido, atestado de toldillos de tafetán y prostíbulos de mala muerte que acechaban a los arrieros de la cordillera. Y mientras el sangrero se encargaba de acorralar los bueyes y después las mulas, los arrieros buscaban una posaba, se bañaban, comían hasta saciar el hambre y luego a departir en los lenocinios con lujuria desenfrenada para el otro día emprender el retorno entre oscuro y claro. Daniel no fue ajeno a esa dinámica.


El sangrero trajo el brioso caballo palomo y entrándolo al corral lo aperó de la mejor manera, sacudió los zamarros y las alforjas y atándolo a una columna de la casona se marchó cabizbajo a continuar con sus labores diarias. Era de pocas palabras, venido de las entrañas de Boyacá, se había ubicado en la zona huyéndole a la Chulavita, el gran invento de Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez. No era aficionado a la política, sostenía en voz baja que era la peor peste de la humanidad que favorecía a unos pocos en detrimento de la mayoría. “No vivo de la política”, solía decir de vez en cuanto después de haberse tomado algunos aguardientes de contrabando. Daniel tenía en su finca un zacatín, era un licor destilado con anís que utilizaba con frecuencia en las serenatas y en las prolongadas parrandas de dos, tres y hasta cuatro días. La tradición era esa en el páramo, la cual se vino a pique una vez se disparó la violencia. Los principales instrumentos musicales eran el tiple, la guitarra y las maracas, aunque este último instrumento llegó mucho después, recordaba Daniel, aquella tarde que había llegado la información de que el país estaba descompuesto por la violencia política, que Laureano Gómez había ordenado conservatizar el país a sangre y fuego y que los jerarcas del Liberalismo habían ordenado hacer resistencia armada.


Una vez recorrió la casona de un extremo al otro, dando instrucciones precisas a los obreros, se montó en su brioso corcel Palomo y acomodándose los zamarros levantó la mano en señal de victoria, aguijoneó el animal saliendo disparado, gritando con fuerza: “¡Viva el Partido Liberal!” La escolta contestó con fuerza apurando un trago de aguardiente de contrabando: “¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!”.


Laura Castaño siguió la caravana con su mirada de gaviota hasta que la comitiva desapareció en la distancia, entonces giró sobre sus pasos y dejando escapar un suspiro de incertidumbre entró de nuevo a la cocina. “El trabajo no da tregua”, dijo para sus adentros. Sin embargo, se mostraba inquieta, era como si presumiera una tragedia. “Él sabe defenderse”, se dijo para sus adentros dándose ánimos. De sorpresa una mariposa negra entró por la ventana, cruzó la distancia y salió por la puerta. Laura quedó paralizada. No sabía qué hacer. “Es tragedia anunciada”, dijo. Entró a su cuarto y hurgando entre sus cachivaches encontró una pequeña esperma, arrimó una cerilla la acercó al vetusto cuadro de la mano poderosa, cuadro desleído y recubierto de polvo cenizo y algunas telarañas, santiguándose oró en voz baja. Era una plegaria lúgubre, una oración de protección que no fallaba porque solía decir que Cristo era liberal y por lo tanto estaba de acuerdo con el Partido Liberal. “Todo tiene su lógica”, decía.


Era un día silencioso y veranoso. Sin embargo, el firmamento estaba encapotado. El sol permanecía prisionero de la neblina distante. El ruido monótono de las bestias sobre la polvareda interrumpía el diálogo de la comitiva lidera por Daniel, el jefe supremo de la resistencia liberal en todo el páramo. Iba optimista. Su rostro se mostraba alegre. Sonreía con frecuencia e incluso, hacía bromas. “El fefe está dijerente a todos los días”, comentó  un acompañante de rostro circunspecto al mirarlo de reojo. Algunos afirmaron con sus cabezas; otros, por el contrario, se mantuvieron en silencio, mirando la distancia con cuidado previendo una emboscada.


La hacienda los Alpes era propiedad de don Saturnino Calle, avezado campesino venido del departamento de Caldas que tenía dos hijos: Lázaro y Alfonso y varias hijas, entre ellas, Tulia, una mujer que vivía ensimismada en los recuerdos, ensopada de lluvia gélida mientras cruzaba la distancia arriando el ganado para el rodeo.


El terreno era exuberante y tendido. Varios Eucaliptos que exhalaban la fragancia al paso del transeúnte se confundían con la espesa vegetación. Hacía una década allí se había firmado una sentencia inexorable: “De ahí hacia el nevado no se respondía por la vida de los conservadores y de ahí hacia abajo por la vida de los liberales”.


“¿Cómo llegó el fefe por acá?”, preguntó el lugar teniente de Daniel mientras recortaban la distancia. Daniel lo miró un tanto asombrado como queriendo decir qué pregunta. Sin embargo, poco a poco fue resolviendo el interrogante dejando escapar suspiros nostálgicos: “El recorrido que hice para llegar a estas tierras fue el siguiente, dijo acomodando con fuerza los zamarros: De Bogotá a Ibagué en tren; de Ibagué a esta zona a lomo de mula, entrando por China Alta, porque no había más caminos”.


“¿Vino casado?”, volvió a preguntar el lugar teniente. “Vine soltero”, dijo. “Aquí contraje nupcias con Laura Castaño hija de Heriberto. Ellos vivían en la vereda La Alejandría, en la finca de Tomás Osorio. Enamorado me atreví a hablarle. Tuve suerte con sus padres, desde un principio me aceptaron, por mi forma de ser, sobre todo que era trabajador, acomedido y honrado”.


Apuró el caballo Palomo al cruzar un pequeño arroyo de aguas cristalinas. El noble animal apuró el paso. Sin embargo, Daniel siguió hablando: “Me casé en la vereda de Palomar en 1940, me casó el padre Luis Alfonso Gómez, un cura entusiasta que terminó de construir el templo Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en el municipio de Anzoátegui. Era godo a morir pero buena persona. Sin embargo en cierta oportunidad pronunció una frase lapidaria en el caserío de Lisboa que levantó polvareda por toda la región, especialmente entre los Liberales. “Matar liberales – dijo – no es pecado”.


Contó también que varias familias venidas de Caldas, Antioquia, Boyacá y Cundinamarca, principalmente, habían remontado la cordillera en busca de una oportunidad de sobrevivir. La hacienda el Meridiano era propiedad de los hermanos  Félix y Ceferino Jiménez, quienes habían llegado a la zona procedente de Salamina (Caldas). Para entonces el municipio se llamaba Briceño. “¿Quiénes fueron los fundadores de Palomar?”, insistió. “Bueno, si mi memoria no me falla – dijo – los fundadores son: Los hermanos Alfredo y Proceso Pino y los hermanos Luis, Tista y Carlos López. Ellos comenzaron abrir potreros y levantar casitas, montando inicialmente una tienda importante para los colonos de la región”.


La caravana avanzaba por el estrecho y retorcido camino polvoriento. La distancia se recortaba. Al asomar en lo alto de la colina la caravana se detuvo, Daniel se apeó mirando con detenimiento a su alrededor previendo una celada. “Allá, están”, dijo el lugarteniente señalando con el dedo índice. Daniel no contestó. Su rostro cetrino se contrajo en una mueca dramática como queriendo decir: “A Santa Rosa o al Charco”. Repitió las instrucciones de seguridad y volvió a encaramarse en el sudoroso caballo Palomo.


La violencia en el páramo era una realidad. Los campesinos salían a Ibagué a comprar sus alimentos recorriendo durante tres y cuatro días la distancia. Era la violencia de liberales pobres contra conservadores pobres, ordenada desde las alturas del poder con el objeto de borrar toda huella de simpatía con el pensamiento gaitanista que había dejado de existir el 9 de abril de 1948 en Bogotá cuando un loco demente de apellido Roa alquilado por agentes secretos de la CIA le había disparado a quemarropa al líder y caudillo popular ocasionándole la muerte casi al instante. Ya había pasado con el general Rafael Uribe Uribe al entrar al Palacio presidencial cuando fue recibido a hachazos asesinándolo justo cuando ascendía por las gradas.


Daniel recordaba a Gaitán con infinita gratitud, admiración y esperanza. “Gaitán – solía decir – era un tipo supremamente inteligente, amaba al obrero y al campesino, al extremo que dio la vida por todos ellos juntos”. No perdía oportunidad para decir que lo había conocido personalmente. “Yo vi a Gaitán  en tres veces hablándole a los obreros y campesinos en el parque Manuel Murillo Toro. Él hablaba contra los yanquis, contra las oligarquías y la necesidad de derrotarlas para el pueblo poder gozar de tranquilidad. Era bajito, moreno, gordito, muy inteligente, lo quiso mucho el país”.


La violencia política llegó a muchas regiones del país con entera libertad. La región del páramo anzoateguiense no fue la excepción. Si se levantara una cruz por cada persona asesinada toda esta vasta zona habría que se declarada campo santo. Por lo menos es la opinión de quienes tímidamente han intentado escribir sobre estos hechos horrendos acaecidos por estos andurriales alejados de la mano del Estado y del gobierno nacional. Todo parece indicar que lo único que se le ocurrió a los jefes del bipartidismo fue armar a  sus seguidores y llenarlos de odio visceral, dividirlos, mientras ellos holgazanamente disfrutaban las mieles del poder en Bogotá y las demás ciudades del país.


El movimiento en los alrededores de los Eucaliptos era intenso. La delegación conservadora encabezada por Francisco Barragán y los hermanos Morad Montoya: Alfonso, Oscar, Eleazar y Pedro Nel, se confundía con otros personajes que habían sembrado el terror a nombre de Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez, imponiendo en toda la comarca el pensamiento del Partido Conservador. Anzoátegui había sido de mayoría liberal. La región había sido conservatizada a sangre y fuego con la presencia de la policía Chulavita y los denominados Pájaros.


También había nerviosismo e incertidumbre entre ellos, quienes sostenían en el cinto el revólver o la pistola. Todo mundo estaba armado. Ya habían sacrificado una res y la carne a la llanera se asaba y en una olla enorme un bulto de papa se cocinaba. Además había mucho licor. Cada quien tenía un gallardete azul en la solapa de la camisa y el escapulario de la virgen del Carmen. Con la protección de ella habían cometido los más crueles crímenes. Dicen que algunos antes de matar se santiguaban y ofrecían el sacrificio a la virgen para que intercediera ante el santo padre.


Mucho tiempo de confrontación había pasado desde el momento mismo que trazaron aquella línea imaginaria. Mucho dolor y zozobra. La idea de acabar con esa línea imaginaria era producto del dolor colectivo y la ausencia de los jefes nacionales, quienes una vez prendieron la mecha del odio visceral unos se fueron para España y otros para Méjico a vivir plácidamente, mientras el país nacional se desangraba. Era tradicional el concurso entre los Pájaros sobre quien traía más orejas liberales ensartadas en cabuyas ceñidas en el pecho en forma de equis, como también los crímenes de asesinar niños y fritarlos en pailas. Todo a merced de las autoridades.


Casi que por iniciativa propia los campesinos pobres liberales y los campesinos pobres conservadores llegaron a la conclusión que no tenía sentido seguir con esta demencial campaña de la muerte. “Esta maricada se acabó – dijo Oscar Morad Montoya – vamos es a luchar por la vida”. Aquella frase irrumpió con fuerza y esperanza en la gélida zona de los Eucaliptos, una vez los dos bandos estuvieron reunidos acordando el pacto por la paz y la reconciliación. Lo que comenzó con suma tensión como era apenas obvio, poco a poco se fue transformando en un reencuentro conmovedor.  Transcurría el año de 1965.


Cuando apareció Daniel montado en su brioso corcel Palomo, voladores iluminaron el firmamento y todos saludaron la comisión con respeto y consideración. Daniel se apeó y fue a saludar uno a uno a los asistentes con una sonrisa apenas perceptible pero con mucha seguridad. Cuando terminó de saludar, gritó con fuerza: “¡Viva Colombia!” “¡Viva la paz!”, todos contestaron y aplaudieron. Comieron carne a la llanera, tomaron licor y juraron que jamás se volverían a matar por los colores. Daniel se quitó el gallardete rojo y lo arrojó al fuego, lo mismo hicieron los demás miembros de su comitiva. Seguidamente los conservadores actuaron de la misma manera. Entonces vinieron los abrazos e incluso, las lágrimas. “Los esperamos dentro de ocho días en Anzoátegui”, dijo Oscar Morad Montoya. Los liberales destacaron una comisión comprobando que era cierto el ofrecimiento. Duró la comisión ocho días tomando licor y comiendo gallina por cuenta de los conservadores, recorriendo las callejuelas de la comarca sin contratiempo. La noticia se regó como pólvora y el camino Palomar – Anzoátegui se reactivó. El pueblo demostraba una vez más que es superior a sus dirigentes como solía decir Gaitán. Daniel diría: “Hoy la pelea no es entre liberales y conservadores, hoy es la lucha de pobres contra ricos, es decir, la lucha de clases”.



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