lunes, 24 de noviembre de 2025

Pálpito nostálgico de volver a la aldea (Crónica Popular)

Ubicación geográfica del municipio de Anzoátegui, Tolima. Foto Internet

Por Nelson Lombana Silva

El rastro de los crudos recuerdos revoletea en la memoria cada vez que por alguna circunstancia tengo que ir a la aldea que me vio nacer. Una mezcla rara e infinita de nostalgia y melancolía bullen por todo mi cuerpo haciéndome temblar de pies a cabeza. Casi siempre repito maquinalmente la célebre frase de Gabriel García Márquez: “Cuando era feliz e indocumentado”.

Panorámica del municipio de Anzoátegui, Tolima. Foto internet

En esta oportunidad la motivación era especial, tenía que ver con la noticia de la muerte de mi primo Tirso Lombana Pineda, hombre inspirado por la Divina Providencia a hacer el bien y ganarse el pan de cada día espantando recua de burros por las estrechas y solitarias callejuelas de la pequeña comarca metida en la espesa neblina gran parte del año, en la espaciosa altura de la estribación de la imponente cordillera Central.

El destartalado bus de la “rápido Tolima”, que bien debiera llamarse “Lento Tolima”, se estacionó al límite del horario y con movimientos lerdos el conductor delgaducho y pálido tramitó la salida sin remordimiento. Me acomodé al lado de una veterana de mirada vivaz y lenguaraz, entablando diálogo sin preámbulos. No había abandonado el terminal y ya sabía quién era: Una gacela otoñal que no dudó en promocionar su mercancía con audacia desmedida desde un principio y durante el escabroso recorrido. El cielo plomizo y las calles húmedas, con el chasquido monótono de las llantas al chocar con los improvisados charcos, nos fuimos alejando de la ciudad musical por la larga y curvada variante.

La florida conversación no paró en todo el recorrido, las palabras salían a borbotones, mientras el vehículo se desplazaba taciturno sobre el asfalto de la carretera aguosa. Cuando ya había suficiente confianza, que fue tan rápido como el pensamiento, me comentó sin desparpajo las más diversas intimidades, dejando la sensación de estar ofreciendo el producto con suficiente argucia. Me impresionó la acrobacia para hacerlo en las alturas de los árboles, en las orillas de los ríos y en las pendientes de la montaña a la intemperie. Es una locura, le dije. La vida en sí es una locura, me contestó mirando el frondoso cultivo de arroz a través de la pequeña ventilla.  

Atento escuchaba la palabrería de Lucía, que dijo inicialmente llamarse Lucero. Los primeros dolores de la espléndida nostalgia comenzaron cuando el carro dejó la vía central y comenzó su ascenso por la estrecha carretera totalmente destruida, abandonada, sin Dios, sin ley y sin gobernantes. No era posible que la obra del siglo para este municipio se hubiera esfumado tan rápido, seguramente por la falta de mantenimiento y la terminación de las obras de arte, que nunca clarificó ni la gobernación ni el comité departamental de cafeteros, sobre el presupuesto real y definitivo. Nadie sabe con exactitud ni el valor real, ni imaginario de la obra, menos si hubo transparencia o manos largas.

En la medida que el vehículo iba trepando con suma dificultad por entre el crudo rastrojado, “camino de herradura”, el viento helado recorría la vasta región cultivada, metiéndose de inoportuno por la ventanilla, acariciando el rostro adormilado de los pasajeros.

Si bien mantenía atento a la palabrería desbocada de Lucero, la cascada de recuerdos de la infancia y la juventud, deambulaban por mi mente con inusitado énfasis. Dos jornadas cívicas habíamos organizado para embellecer la vía, con el concurso de campesinos y campesinas de ambos municipios hermanos: Anzoátegui y Alvarado. El apoyo del comercio fue determinante como algunos medios de comunicación. El rostro cadavérico de Danilo Arenas, distribuyendo gaseosa, pan, galletas y golosinas, en cantidades industriales, conversando animadamente con los labriegos, vino a mi memoria. El ruido estridente de los machetes despejando las señales de tránsito y los palines despejando las alcantarillas, se volvió sonoro en la región. La figura magra de Ismael Cifuentes Vélez, llevando en el hombro la pala y en el cinto el machete, me impresionó gratamente, era el auténtico hombre del agro que comprendía la importancia de la unidad de la comunidad para resolver la problemática, ante la incapacidad de la clase gobernante que al parecer solo estaba pendiente de los giros, los impuestos y los descuentos.

Betulia en el espinazo de la cordillera, totalmente transformada, me recordaba los intensos partidos de fútbol, las jugadas de Ubaned Hernández, compañero de estudio, la tranquilidad oceánica de Hugo Mora, la rapidez del profesor Héctor Góngora y los piques de mi hermano Cristóbal con su mamagallismo perenne. Imposible olvidar la presencia de Carlos Reyes, Daniel Augusto Herrera, Arquímedes Caicedo y tantos amigos más.

Los trotes que nos hacía pegar el profesor de educación física del colegio Carlos Blanco Nassar, teniendo que recorrer en promedio cinco kilómetros sin dar tregua, algunos regresábamos exhaustos, mientras otros sonriendo a carcajadas porque había echo el recorrido colgado de algún vehículo samaritano. Las madrugadas con Alba Cardona, funcionaria de la Caja Agraria, muchas veces con su esposo, Elmer Zambrano, mientras éramos funcionarios de la alcaldía, dirigiendo la biblioteca municipal Alfonso Urrea García, cerrada por decisión inconsulta del mandatario Juan Carlos Barragán Troncoso, como forma desesperada de censurar la revista bimestral ANZOÁTEGUI HOY.

El cementerio en el mismo sitio, abandonado como siempre Foto: Comunicaciones UBPD

El cementerio en el mismo sitio, abandonado como siempre, a pesar de que el cura Omar, impresionó a la feligresía con el cuento que iba a mejorar el campo santo y cada doliente tenía que pagar una suma de dinero especulativa para exhumar los restos de los allegados y ser trasladados al templo en pequeños osarios mal construidos, unos sobre otros. Muchos feligreses cayeron en la trampa y para satisfacer el espíritu avaro del levita, tuvieron que vender gallinas, cerdos, pavos, adquirir créditos, etc. para cumplir con el “robo sagrado”, so pretexto de no ir los huesos de los difuntos a fosa común, como una y otra vez, amenazó desde el púlpito.

El colegio Carlos Blanco Nassar, cúmulo de recuerdos, momentos estelares, también totalmente transformado. Por lo menos, más grande, el polideportivo techado y más salones, rodeado de una hermosa arboleda, otrora potreros despejados por donde nos solíamos echar a rodar durante la clase de educación física.

El colegio Carlos Blanco Nassar. Foto: Internet


Las clases magistrales del profesor Luis Alfonso Chala, Silvia Lucía Jaramillo, Gladys Barrera Ortiz y Sigifredo Buriticá. Los paros estudiantiles que organizábamos, el centro literario, la muerte del estudiante Luis Alfonso Vargas a mano de un policía, el día que se iba a graduar, el recorrido con mis compañeros y compañeras: Carlos Leonel Buitrago Chaves y Martha Ligia Zuluaga Salazar Fernández. “Buenos días”, le solía decir a Carlos Leonel, siempre su respuesta era la misma: “¡Qué tiene de bueno el día!”     

El perímetro urbano es otro. El cambio es abismal. Antes, las calles empedradas mantenían atiborradas de mulas y cagajón, era una verdadera odisea cruzar de un andén al otro. Hoy, son las motos y los carros, el ruido ensordecedor de estos bólidos es permanente sobre todo los sábados y los domingos. Sus conductores, son verdaderos acróbatas conduciendo, muchos en estado de alicoramiento, desafiando la suerte y la misma vida, tanto de él como del transeúnte. Hay supermercados, el polideportivo techado, tabernas, bares y cantinas y, desde luego, el gigantesco templo ornamentado por dentro y deteriorado por fuera.

Su majestad la lluvia, es infinita. Alguien dijo con fina ironía: “Este pueblo es cielo roto”. El diluvio helado recorre los recovecos del caserío sin hacer pausa, mientras los habitantes se refugian en las cantinas y los bares, teniendo una original y sobra disculpa para libar.

Entrar al café que administra Víctor Antonio Prada Quintero, es un deleite, por la forma afable como atiende a la bien seleccionada clientela. Se encuentra en la calle céntrica. No dejo de entrar a saludarlo y de paso saborear unas cuantas, pero pocas, amargas. Me gusta entrar y sentarme solo con el único propósito de observar la clientela. El río caudaloso de recuerdos es inexorable. Las tripas se congelan y el corazón late acelerado. No hay duda, estoy ante una nueva generación, donde Víctor y yo, somos espécimen en vía de extinción.

Pero, ¿Qué hay de novedad? Sin lugar a dudas en el espacio del café no hay divisiones de clases ni de edades. Todos se tratan por igual, siempre con un chiste, un apodo, un comentario obsceno, una picardía…estos lugares eran proscritos para la mujer, era un escándalo que una dama pisara las puertas de un lugar de esta naturaleza. La torta se ha invertido. Hoy la mujer se ha tomado estos espacios con decisión y coraje. Nadie le falta allí al respeto. Por el contrario. La camaradería es única. Se comparte por igual una conversación, un cuento o una broma.

Se maneja con prudencia el volumen, de tal manera, que la tertulia se puede desarrollar sin contratiempos. Es más: Hay espacio para las complacencias sin privilegio de ninguna naturaleza. Las cuentas son claras, diáfanas como la regia personalidad del administrador del punto de encuentro, quien maneja una tranquilidad y tolerancia admirable. Los asistentes encuentran juegos de azar, el billar y las apuestas. Es un sitio agradable y bien atendido, no hay duda.

A escasas casas de allí, por la misma calle, en la esquina, está el Gastrobar La Molienda, atendido por una morenaza de recia personalidad, cabellera rojiza y mirada furtiva. Su rostro profundo y calculador forjado en la adversidad con estoicismo metálico, se resiste a rendirse ante un sistema económico que dice defender con su indiferencia y analfabetismo político. Su consiga más frecuente y diáfana lo dice todo: “Todos son la misma mierda”.

Madre de tres polluelos, dos hembras y un macho, salida de la nada, es una verdadera heroína de nuestro tiempo que goza del mejor aprecio en la comarca. Yorleidi Molina, tiene un corazón metálico e invencible que labora sin descanso con el único propósito de sacar adelante su prole. Trasnochar o madrugar, tiene la misma connotación para ella, siempre dispuesta a cumplir cabalmente.

Embutida en la maxi ruana de diversos colores y tonos dorados, la encontramos sentada manipulando el sonido, el destape de la bebida, contando el dinero y complaciendo a los trasnochadores borrachitos y borrachitas con sus canciones rancheras, vallenatas o bailables. Su rostro sereno, sin huella de cansancio, ejerce absoluto control y dominio de todo el establecimiento, metro a metro, centímetro a centímetro, quizás el más grande en esta comarca.

Sentado en la barra durante varias horas pude observar la dinámica del gastrobar, solicitando una que otra página musical y desde luego, refrescando la garganta con la bebida alcohólica. Me sonríe al verme. Y sin más rodeos, pregunta un tanto sorprendida: “¿Qué hace por acá?” “Hago lo que no hice en la juventud”, le contesto.

Sin desprenderse un instante de su responsabilidad, conversa, ríe e intercambiar opiniones con su auxiliar Xiomara que también tiene una maxi ruana con imágenes religiosas y se mueve con soltura por todo el salón con gracia y puntualidad. “¿La santidad en un bar?”, le pregunto en voz baja. Su respuesta es una sonrisa primaveral bastante sonora.

Un borrachito con botas de caucho, chaqueta negra, cachucha oscura y mirada vidriosa, paso entre paso llega a la barra y apoyándose en las dos manos sobre el mostrador hace ingentes esfuerzos por sostenerse en pie. Yorleidi, disimuladamente frunce el ceño desaprobando su presencia en la barra. “Siéntese en la mesa”, le dice, “Queda más cómodo”. El campesino no responde, se bambuquea como verdadero arlequín, pidiendo una cerveza. Hurga desordenadamente en los bolsillos y saca el dinero en desorden, lo mira seleccionando un billete arrugado de 20 mil y se lo pasa a Xiomara, quien lo estira, lo mira al derecho y al revés, dando los vueltos sin perder su buen humor. También le insinúa que se siente, pero el borrachito permanece en pie, siempre apoyado en la barra. Me mira y trata de conversar conmigo. No entiendo lo que dice. Eludo su torpe mirada, fingiendo mirar el escenario centímetro a centímetro.

Más tarde, pide otra cerveza. Vuelve a mirarme y señala con la encallecida mano derecha que dos, mirándome de reojo. Su aspecto es grotesco, propio del borracho que se inhibe para darle rienda suelta al mundo imaginario que ofrece el sopor del licor. Xiomara, siempre con la sonrisa angelical, las coloca al alcance. La noche taciturna se va evaporando bajo la leve llovizna y el frío recalcitrante en las semioscuras calles y callejuelas. “Pilas, ese viejo es cansón”, me dice Yorleidi por debajo de cuerda sin generar sospechas. Lo dice pausada con risita pálida. “No me incomoda – le digo – es pueblo como yo”.

En un movimiento desafortunado, la silla alta, se corre y el dipsómano veterano pierde el equilibrio y cae aparatosamente sobre la otra silla, quedando tendido cuan largo es. Queda inmóvil, silencioso como petrificado, resignado a pasar la rasca en esa posición. Yorleidi y Xiomara, salen apresuradas a prestar los primeros auxilios. No era fácil remover el pesado fardo, era de contextura fornida. Sin embargo, lo colocan nuevamente vertical. El campesino sin dejar de bambuquearse, vuelve a la barra y colocando las manos como cabecera, poco a poco se va durmiendo.

Un leve chuzón en la espalda me hace reaccionar. Escucho una voz joven que me invita a girar la silla para quedar de espalda al borrachito y frente a él. Acato la sugerencia. Es un tipo joven, acuerpado y bien trajeado. Tiene facilidad de expresión, entonado habla a cántaros. “No le ponga cuidado a ese señor, es muy cansón”, me dice.

El diálogo se hace fluido e infinito, diversos temas trajimos a colación: Las casas coloniales en Anzoátegui y la política. Si bien conversamos muchos otros temas, los centrales fueron estos dos. Fernando Díaz “Banano”, comerciante, tiene una venta de concentrados, es propietario de una de las cuatro casas coloniales que hay en esta población y sueña con ser alcalde.

Fue una conversación serena y amena, sin apasionamientos y con mucha amplitud. “La casa colonial es una reliquia que hay que conservar con su historia”, le digo. Piensa y responde: “Totalmente de acuerdo, pero sé que al gobierno nacional no le interesa, menos al gobernador o al alcalde”. “Imposible negar esta realidad en el país del sagrado corazón de Jesús, porque la visión de los gobiernos anteriores a este, es desangrar el presupuesto nacional y los gobernadores y alcaldes sin cultura qué les va a interesar estos temas. Sin embargo, estamos en el gobierno del Cambio, que sí le interesa la cultura popular. Incluso, diría que hay dinero para garantizar la conservación de las cuatro casas coloniales, porque en realidad son reliquias, a través de las cuales podemos dimensionar los diversos momentos históricos que ha tenido estos pueblos de cordillera. Hay que presentar el proyecto bien argumentado y respaldado por la comunidad”.

Fernando escucha atento, reflexiona y responde escéptico. ¿Qué gobernante valora la cultura? Pregunta y el mismo se responde: “Nadie. Es como tirar piedras a la luna”. “Hay dinero para ello – insisto – lo que pasa es que el pueblo no sabe dónde ponen los huevos las garzas”.

Tanda va, tanda viene. A intervalos pedimos una complacencia, sin dejar de conversar o un cigarro cuyo humo se esparce por el inmenso salón. Los pocos dipsómanos están dispersos a lo largo y ancho del escenario, sumergidos en el mundo mágico de la charla y la conversación animada con una carcajada, un cuento improvisado en donde el héroe es el que lo cuenta, el juego de rana, la cerveza y la alegría de la presencia femenina.

El tema político, también se hace extenso. Fernando no oculta su interés. Se anima aún más cuando le digo que la política es la médula de la sociedad y es de vida o muerte que la juventud se empodere de ella. Estuve muy cerca del alcalde Hugo Salinas y aunque me hizo jugadas sucias, le aprendí mucho, fue para mí un verdadero maestro. Creo que la política es estar cerca del campesino, resolver sus inquietudes y mantener comunicación directa. Las obras grandes se hacen con la ayuda de los gobiernos nacional y regional, sin corrupción y ventajismo, haciendo alcanzar el presupuesto. Tener siempre una respuesta para el solicitante es determinante, afirma Fernando.

Mientras la noche se diluye en el sopor de la bebida y el humo del cigarro, la charla se intensifica, el equipo de sonido brama con las complacencias, mientras afuera la lluvia invisible continúa oronda y petulante. Bueno resulta tratar de definir dos conceptos básicos que se suelen confundir hábilmente para manipular, digo sin dejar de mirarlo a los ojos: Política vs. Politiquería.

Fernando frunce el entrecejo. Sin embargo, se mantiene atento y escucha la argumentación: Política, es ciencia y arte de gobernar, de servir y ayudar a transformar la realidad en aras del interés común. Politiquería, es al revés. Es el arte de engañar la masa, el pueblo, para sacar partida personal. Es el arte de robar, propio del sistema económico que hoy nos gobierna a rajatablas. ¿Cuál de las dos quisiera practicar usted?

El gesto fue de duda. Clavó la mirada contra el piso y meditando algunos segundos, como organizando las ideas: “Me parece – dijo – que la política es práctica, es respeto, honradez y buena economía para hacer alcanzar el presupuesto. Este hay que hacerlo estirar al máximo y, solo es posible, si no nos embolsillamos un solo peso”.  

“Es hora de cerrar”, dijeron Yorleidi y Xiomara. Fernando, se puso en pie y despidiéndose abogó por un nuevo encuentro. Incluso, me invitó a almorzar y a conocer la casa colonial de su propiedad, según dijo. “Siga estudiando el tema político, siga en contacto con las comunidades veredales, hágase presente en los eventos y en los sucesos de la comunidad, siempre tratando de liderar, animar. La política es constancia. Se marchó caminando derecho como si no hubiera tomado. Yo también me marché agradeciendo las buenas atenciones y el rato de esparcimiento y relajamiento. Recorrí la calle húmeda y silenciosa, crucé el parque la mula y al Nido fui a parar, satisfecho y deseoso de seguir viviendo. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario