Por Nelson Lombana Silva
Casi sin decir adiós se marchó hoy, a las 11:35 de la mañana, Santamaría metida en un pequeño y rectangular guacal. Se fue maullando. ¿Triste? ¿Feliz? No sé. Lo único que sé es que dejó un enorme vacío en la biblioteca Cañón del Combeima, en Villa Restrepo, donde permaneció por más de tres años.
Casi sin decir adiós se marchó hoy, a las 11:35 de la mañana, Santamaría metida en un pequeño y rectangular guacal. Se fue maullando. ¿Triste? ¿Feliz? No sé. Lo único que sé es que dejó un enorme vacío en la biblioteca Cañón del Combeima, en Villa Restrepo, donde permaneció por más de tres años.
No me gustan las despedidas. Por eso no me despedí, simplemente la vi partir en la jaula. Permanecí ensimismado con un nudo en la garganta, viéndola subir al automóvil color rojo. El vehículo se alejó lentamente, se perdió en la distancia brumosa.
Quería que se marchara con ella los recuerdos, pero no fue posible. Al girar y volver al interior de la biblioteca pública, la vi nuevamente y, quien lo creyera, en todas partes, siempre buscando llamar la atención y jugar animadamente con su maullar permanente.
Primero crió un gatico completamente blanco. La primera visitante de la biblioteca se enamoró y pidió que se lo regalara. “Se lo regalo – le dije – con la mamá”. Trato hecho. El pequeño no volvió, ella sí. El tiempo pasó. Poco se dejaba ver. En un principio no le daba comida. “Si le da comida la gata no se irá nunca”, me dijo una visitante de la biblioteca.
La amistad era nula. La veía distante. Huía de mi presencia. Qué sorpresa cuando surgió de entre los libros dos pequeños gaticos completamente negritos y brillantes. ¡Caramba, se me va a llenar la biblioteca de gatos”, me dije pensativo.
Sin embargo, reaccioné y en acto solidaridad comencé a suministrarle comida. Era lo mínimo que podía hacer. Poco a poco fuimos mejorando las relaciones amistosas. A raticos se dejaba consentir. Sus hijos no lo permitieron nunca. Cuando menos lo esperaba se marcharon sin decir adiós. Santamaría tomó posesión en su totalidad de la biblioteca. La amistad se consolidó, gracias al juego. Más tarde, esa amistad se amplió a los niños y niñas que visitan con más frecuencia la biblioteca. Éstos solían quitarse sus zapatos para que ella jugara con ellos, por ejemplo.
Estaba pendiente de la grabación de los vídeos, las lecturas, las manualidades, los cineforos. En una oportunidad, me llamó el corregidor para decir que había en la biblioteca un gatico pardo maullando inconsolablemente. “¡Pobrecito!”, dijo. Le conté que era la “mascota” de la biblioteca y que maullaba permanentemente.
Todos los días, la sentía antes de bajarme del carro. Estaba pendiente y se calmaba al saludarla, consentirla y darle de comer. Me acompañaba permanentemente por toda la biblioteca, pidiendo siempre que la consintiera. Una vez le aseaba el arenero, ubicado en el pequeño patio, volvía a hacer sus necesidades fisiológicas. En otras oportunidades, salía con dirección al jardín.
No permitía el ingreso de animales a la biblioteca. En varias oportunidades tuvo fuertes enfrentamientos con caninos, hacía respetar su territorio. Los niños no volvieron a llegar a la biblioteca con sus perritos. “Esa gata les pega”, decían.
El viernes al despedirme, sentía que se quedaba triste. Me miraba con melancolía y en cierta medida resignación. Yo también me iba triste. Eso sí no le faltaban ni la comida, ni el agua, ni el aseo, ni el afecto.
Si bien ya la había dejado varios días, durante las vacaciones, pensaba en esta oportunidad que no tenía compañía y la soledad sería mayor. La gestión de Miguel y Juan Carlos, facilitaron el encuentro con la “flaca”, una animalista del barrio El Libertador de la ciudad de Ibagué. El encuentro no fue conmigo, fue con ellos. “Ella ama los gatos”, dijo Miguel. “Va a estar bien cuidada”, opinó Juan Carlos.
Al conocer la noticia, sentí un vacío en el estómago. Tenía claro que un animalito entra a ser un miembro más de la familia. Pensé que no debería ser egoísta y sacrificar a Santamaría a la soledad. Pasando saliva espesa y con la voz entrecortada dije que sí. Que sufra el humano y no el animal, me dije.
Cuando Miguel me dijo esta mañana que estaba en camino, sentí pánico. “Vamos con Juan Carlos y Jaime”, dijo. La abracé contra mi pecho y le susurré al oído: “Sea feliz, juiciosa y perdone mi cobardía”. No le dije más, porque no tuve valor.
Qué bonita narrativa, compañero, escritor, expresión de muchas luchas. El amor a tu gatita, es el amor a la vida que nos indica el difícil camino que debemos recorrer al lado de nuestro pueblo. Gracias. Un abrazo
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