lunes, 24 de junio de 2013

La pedagogía de Rosendo

 Por: Nelson Lombana Silva

(Cuento) Al abrir la pequeña ventana, el sol matinal entró de un solo golpe iluminando el rostro taciturno de Rosendo. Era un día espléndido, la bóveda celeste límpida; el azul intenso alegre hacía contraste con la solitaria callejuela. El apartamento pequeño era rectangular de madera sin pulir, era un cuchitril de pueblo. Había libros tirados en el piso por doquier cubiertos de polvo cenizo sin un orden establecido. El escritorio era una pequeña mesa color caoba y el asiento un taburete de madera pulida y cuero curtido lampiño.


El pequeño camastro también de madera estaba ubicado a corta distancia del escritorio. Debajo de éste, - en cajas de cartón – Rosendo guardaba su raída indumentaria. El bombillo con su tenue luz iluminaba las prolongadas lecturas de estudio, las cuales se prolongaban generalmente hasta bien entrada la madrugada. En ese mismo escritorio desvencijado tomaba los alimentos, pensaba en las albóndigas que preparaba la vecina, redactaba las cartas de amor, las cuales terminaban casi siempre en el cesto de la basura, esbozaba los trabajos de filosofía, historia, política y pensaba en la cenagosa existencia de Dios.


Siempre despertaba lúcido, con deseos infinitos de vivir, de sentir el pálpito inmaculado de los intrincados retos y el placer de encontrarles la razón de ser. El mundo mágico de los libros lo había convertido en un genio con prolija retórica, que le generaba honda admiración entre sus conciudadanos, sobre todo en aquellos que pasaban años y años y no se atrevían a leer un párrafo. Manejaba los temas más complejos con sutileza deslumbrante. Para muchas personas su pasatiempo favorito consistía en buscar preguntas capciosas en  las enciclopedias, en los periódicos y en las revistas, con el fin de colocarlo en calzas prietas, pero siempre Rosendo encontraba la respuesta acertada, la cual iba hilvanando poco a poco sin inmutarse.  Era un hombre solitario, introvertido, la sombra de la soledad lo seguía a todas partes con ímpetu desenfrenado. Tenía pocos amigos de verdad, a pesar que trataba con todo el mundo en la comarca acosada por el frío. Sus únicos amigos leales, según él, eran los libros. Los amaba con pasión desenfrenada. Sin embargo, era un hombre feliz. Siempre solía decir que cada día era el primero y el último y que por lo tanto, era menester disfrutarlo con intensidad y a su modo. “No hay que pedirle consentimiento al otro para vivir la vida”, insistía. Agregaba: “Todos los días son hermosos”.


Como era su costumbre, salió temprano del cuarto cerciorándose de la seguridad del aposento, ya su hermana había salido al trabajo y su sobrina al colegio. Cruzó el estrecho corredor de madera vieja y por entre cuerdas de alambre dulce, en las cuales se suspendía la ropa para que se secara, descendió por las gradas de madera en precarias condiciones, una vez tomó la primera comida del día. Lo hizo despacio, calculando cada movimiento para evitar un accidente. En el piso terroso, se encontró con el estanque y el retrete en su izquierda. Lo estremeció el hedor del sanitario. Una vez alcanzó la callejuela, cerró la portezuela a sus espaldas y echando una mirada silenciosa a su alrededor avanzó parsimoniosamente. Al frente, el muro del hospital “San Juan de Dios” cubierto de lama bien parecía una alfombra verdosa y estropeada. Caminó despacio. Su rostro incólume bajo el sol brillante parecía una autómata. La gallera a esa hora estaba cerrada. Sin embargo, el canto agudo de los gallos de pelea retumbaba en toda la cuadra. Al otro lado del muro, su dueño alegaba con los animales. Era un hombre calvo, baja estatura, maños pequeñas y brazos recubiertos de abundante vellosidad, frondosa barba canela y canosa. Medio encorvado, era escaso de palabras, sonriente y muy dado a conversar con los transeúntes, sobre temas que generalmente no tenía fundamento científico. Sin embargo, sus temas centrales eran los gallos y el juego de tejo. Era su especialidad. Contó en cierta oportunidad que había tenido un sueño nítido en el cual los gallos habían hecho una promesa de no volver a pelear y mientras los apostadores hambrientos cazaban las apuestas, los animales se dedicaban a cantar y a recorrer el redondel con cierta parsimonia. Aquello había generado un cataclismo entre el público presente y desde aquel día había tenido que cambiar de oficio y dedicarse a la política para llegar a ser concejal y así poder paliar en parte la pobreza.  La pesadilla la interrumpió su mujer al moverlo bruscamente. Una vez despertó, contó detalladamente su sueño a la mujer, mientras miraba trémulo el techo de su aposento. “Los animalitos dándonos ejemplo de paz”, dijo la mujer al voltearse pesadamente para el rincón.


Rosendo hizo una pausa larga para mirar la escuela de varones, la contempló largo rato y entendiendo que era el templo del conocimiento, donde los niños dejaban de ser animalitos y comenzaban a razonar, se sentó en la acera del pequeño y terroso parque a mirar fijamente la institución. De espaldas al hospital permaneció inmóvil sin dejar de mirar la escuela, haciendo caso omiso de los niños que empezaron a llegar haciéndole corrillo; primero, lo miraron extrañados, solo dejando escapar murmullos apenas perceptibles entre ellos. Más tarde, lanzaron gritos estridentes y burlescos. Alguien gritó: “Rosendo se enloqueció”. Todos rieron y aplaudieron la afirmación. El director pasó de largo sin percatarse del hecho, haciendo sonar la campana convocó a los estudiantes a formar para la oración, izar el pabellón nacional y los informes generales. Ningún estudiante entró al patio rectangular de la escuela, por lo que el director se vio precisado a tocar nuevamente la campana. Un pibe se le arrimó a toda carrera y con la respiración entrecortada le comentó lo que estaba pasando afuera. El director no lo determinó, empuñando la regla se dispuso a obligarlos a entrar. Sin embargo, al cruzar el zaguán se detuvo bruscamente y mirando al niño famélico, que lo miraba aterrado, preguntó:


-         ¿Qué dijo?


-         ¡Que don Rosendo se volvió loco!


El director sintió un corrientazo por su columna vertebral.  Dio varios pasos inseguros hacia atrás, quedando muy cerca del asta de la bandera nacional lista para ser izada. Se quedó ensimismado, buscando una posible explicación, la cual no halló. Solo repitió maquinalmente en varias veces la afirmación del niño. Contraponiéndose a la estupefacción de la noticia, salió despacio, calculando cada movimiento como si estuviera caminando sobre un nido de huevos. Contempló la escena dantesca. Los estudiantes gritaban a su alrededor y los más osados le lanzaban bolitas de papel. La voz metálica del director se escuchó en todo el parque adornado con la estatua del “sagrado corazón de Jesús”, se hizo un silencio y los estudiantes fueron obligados a entrar en la institución. Cuchicheando en pequeños grupos entraron, permaneciendo la mayoría en el zaguán expectante. Querían conocer el desenlace final. Algunos salieron hasta la esquina y cuando el director volteaba la cabeza, se escondían. En realidad los únicos que no pudieron estar prestos fueron los más pequeños, tuvieron que resignarse y permanecer dentro de la institución. El director se paró a un metro de distancia de Rosendo, nervioso y desconcertado. Tenía claro que no estaba loco, era una protesta, pero, ¿Contra qué? Sentía en lo más profundo de sus entrañas una cierta responsabilidad. Sudoroso, se inclinó y preguntó por entre los dientes: “¿Qué pasa, Rosendo?”. La respuesta fue el silencio. Rosendo permanecía inmóvil, petrificado, mirando fijamente el zócalo de la escuela. Sus manos huesudas permanecían quietas a la altura del mentón, entrelazadas, como si estuviera orando. Le hizo diversas preguntas, pero los labios de Rosendo no se movieron un instante, ni su mirada se desvió del objetivo. El director levantó su mirada para percatarse que los habitantes llegaban en cantidades industriales por los cuatro costados del parque terroso, mirando con curiosidad la posición férrea de Rosendo y haciendo todo tipo de especulaciones. Solo tenía claro que era una protesta, pero ignoraba la causa y por más que pensaba y repensaba no encontraba una explicación coherente. Contrariando el bullicio se encaminó a su despacho y cogiendo una hoja de papel en blanco y un lápiz H2 trazó jeroglíficos sin tomar plena conciencia de lo que estaba haciendo. Doce hojas, por ambos lados, terminaron en la basura en pocos minutos.


El tumulto creció como espuma de jabón. La noticia de que Rosendo se había vuelto loco recorrió el poblado como pólvora. Todos querían ir a constatar la información que iba de boca en boca con estrépito. Cada quien le agregaba un ingrediente para hacer la cosa más dramática y compleja. El hombre adentrado en años, que vendía las melcochas, el coco y el maní, estacionó su carrito portátil, vendiendo todos sus productos en un santiamén. El calor metálico de las once de la mañana originó varios desmayos, mientras tanto, Rosendo permanecía inmóvil, como indiferente a la algarabía de la muchedumbre presente. No le importaba para la nada la rica vocinglería. El dueño de la gallera, parado en la punta de sus pies gritó con cierta sorna: “Campo que llegó la rezandera”. Era una mujer otoñal, regordeta y de baja estatura, que caminaba despacio con su rostro ruboroso; portando en sus manos la camándula gris y un pequeño novenario, se abrió espacio y tirándose de rodillas comenzó a musitar oraciones seniles pasadas de moda. El gentío contestaba maquinalmente la sarta de literatura medieval, más por llevarle la corriente a la sexagenaria que por la convicción cristiana que les asistía. Según Rosendo, estuvo a punto de acabar con la protesta, aquello le parecía gracioso. Habría de confesar que tuvo que hacer un verdadero esfuerzo sobre humano para no dejar escapar una carcajada. La rezandera, una vez terminó con lo que ella consideraba deber cristiano, se incorporó, se limpió las rodillas, miró un instante la efigie de Rosendo y se marchó. El firmamento cerúleo resplandecía majestuoso. El calor era insoportable. Sin embargo, la gente seguía llegando. Una anciana diminuta, cabellera blanca, piel arrugada y mirada vidriosa, con zapatos de carramplón y sombrilla negra, se abrió espacio vociferando.


-         “Caramba, ¿Qué pasa?”, dijo.  Su voz salía de su delicada garganta con fuerza a pesar de su edad, perdiéndose en la algarabía bulliciosa. No bien pudo ver a Rosendo se echó a reír, continuando la marcha por entre los numerosos mirones.


-         “Bobos”, - dijo - el señor está protestando por la suciedad del zócalo de la escuela. Hay mierda de cristianos y animales a la lata”, agregó.



Aquella afirmación generó un verdadero cataclismo. Muchos comenzaron a multiplicar la versión de la venerable anciana con fuerza y entusiasmo. Rosendo se incorporó y como si nada ocurriera continuó la marcha. Frente al mirador del hospital, se detuvo para mirar la cresta verdosa de la imponente cordillera. Desde allí, escuchó la perorata de un hombre flaco, adusto, alto y de mirada taciturna:


-         “Este hombre es un genio, un filántropo, un súper dotado”, dijo. Agregó: “Con tanta sencillez y en silencio, ha hecho la protesta más grande y ruidosa de todos los tiempos. Ha desnudado la suciedad y la incapacidad del alcalde para suministrar los útiles de aseo y mantener la escuela aseada. ¿Qué hay de la degradación del medio ambiente? ¿Qué hay de la estética? Esta protesta nos convoca a hacer más y a decir menos”. Hizo una pausa y continuó, diciendo con aspaviento: “Cultura es el cultivo de las costumbres, es el comportamiento intrínseco de la humanidad, del pueblo, prisionero en el sótano oscuro de la resignación y el falso tradicionalismo”.  La muchedumbre se mantuvo aletargada escuchando la florida verborrea de aquel hombre de piel oscura y que agitaba los brazos como dos aspas para hacer más énfasis en cada frase que profería. Tenía el rostro lívido y sudoroso. En contra luz muchos no lo podían ver a plenitud. Sin embargo, lo escuchaban con su voz metálica. Una vez terminó su disertación ampliamente aplaudida, Rosendo continuó su lento recorrido, por entre las miradas unas de asombro y otras de repulsa. “Ese tipo es comunista”, dijo el alcalde militar al enterarse del suceso. El parque “Los Fundadores”, un reconocimiento a los colonizadores paisas, arremolinaba a mucha gente a pesar del calor soporífero de las dos de la tarde. El templo “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro” bien parecía un fantasma encaramado en el espinazo de una de las estribaciones de la cordillera Central, mirando ensimismado la velocidad formidable del tiempo y los pasos perdidos de la feligresía, que solía entrar de rodillas, dándose golpes de pecho, pero de regreso al atrio difamaba de todo el mundo, deseaba la mujer del prójimo, juraba en vano, hurtaba y maldecía su suerte. Las mujeres despotricaban de todo el mundo, hacían comentarios pueriles como que zutana trajo el mismo vestido, que perenceja trajo nuevo novio, que merenceja es muy ordinaria para caminar, que zutaneja se acuesta todas las noches con un hombre distinto, que aquella me contó cómo son las relaciones íntimas con su esposo y con su amante…


Rosendo miró la gigantesca mole dedicada a engañar incautos, la cual estaba recién pintada y refacturada. Imaginó por un instante todas las casas del mismo color y el mismo arte colonial. No obstante, muy rápido cambió de opinión al imaginarse que el mundo se mueve como es y no como quisiéramos que anduviera. Los curiosos lo miraban con respeto y uno que otro le expresaba un saludo efusivo y cordial. Saludo que contestaba Rosendo con entusiasmo. Un anciano decrépito y asmático, se detuvo a descansar muy cerca de Rosendo, mirándolo con incredulidad. Rosendo lo miró con serenidad y viendo que el anciano era víctima de un ataque de tos, fue hasta la tienda y trajo una infusión de yerbabuena colocándola a su alcance con amabilidad. Su rostro se contrajo en una mueca dramática, crispando sus manos miró a Rosendo con angustia. Fueron minutos eternos para ambos. Una vez le pasó y tomó la infusión, se secó las lágrimas y dirigiéndole la palabra a Rosendo, le dijo:


-         “Señor: ¿Es usted sabio o un enviado de Dios?” Rosendo lo apretó con ternura contra su pecho, no importaba el mal olor del anciano.


-         “El sabio eres tú”, contestó Rosendo. Se hizo un silencio. Las miradas caminaron despacio hasta encontrarse. Era la experiencia y la espontaneidad en unidad dialéctica o ley de contrarios. Rosendo caminó con el anciano hasta el escaño del parque, entablando un diálogo fluido allí durante algunos minutos. Fue un discurso filosófico y pedagógico que el anciano de alguna manera asimiló. “El cambio es inexorable, por cuanto todo está en movimiento de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo. Este cambio no sale de la nada, brota de las entrañas de lo viejo, es una contradicción dialéctica”, dijo. Planteado los enunciados complejos, pasó a explicar cada afirmación utilizando los términos más axiomáticos, con claridad y sin herir susceptibilidades. El anciano escuchó atento. En su poderosa memoria iba grabando hasta el más elemental detalle. El sol se precipitaba sobre ellos implacable. Rosendo hizo una pausa para traerle otra infusión de yerbabuena. Mientras el anciano bebía la bebía, Rosendo lo observaba con ternura reconociendo lo duro que es el cambio. Por fin entendió que los cambios estructurales son violentos. Mientras él representaba el futuro, el anciano representaba el pasado y el mismo presente en su ocaso. “Continúe hablando buen hombre”, dijo el anciano al entregarle el recipiente a Rosendo. Rosendo devolvió el pocillo y sentándose de nuevo al lado del anciano, dijo: “La vida es corta, efímera e intensa. Se vive en comunidad y todo debe ser de todos. Nada hay sobrenatural, todo es natural”. El anciano frunció el ceño y sin poder controlarse, refutó: “No es cierto: Dios es el creador de todo, el dador de vida”. “Dios – repuso Rosendo – es creación humana que durante milenios y a través de guerras nos han impuesto esta idea al revés, porque no es Dios el que me ha creado, soy yo el que lo he creado”. “Apártate de mí satanás”, dijo el anciano abriendo los ojos desmesuradamente, incorporándose y retrocediendo. Rosendo, dejó unas monedas en el bolsillo de la camisa raída del anciano y siguió su marcha. “Tanta mentira no se elimina de la noche a la mañana”, pensó Rosendo, mientras avanzaba por la estrecha callejuela recién pavimentada.


La plaza más grande de la comarca estaba prácticamente solitaria a esa hora. El calor se hacía insoportable. Uno que otro parroquiano deambulaba sin rumbo fijo, solo embriago de resignación metálica, intentando adivinar las cifras para hacer el chance con la ilusa idea de hacerse rico de la noche a la mañana. Rosendo cruzó la plaza “General Anzoátegui”, pisando el polideportivo “Rafael Gacharná”, mirando un par de niños pobres de la policía que se entretenían con un balón de fútbol desinflado. “Deberían estar jugando con uno de fútbol de salón, - pensó Rosendo -  pero las políticas de los ricos son así, la pobreza es así y qué le vamos a hacer mientras la comunidad no se organice”. Una voz joven lo sacó de sus meditaciones. Era el propietario de la pequeña fuente de soda, donde se solía sentar con sus principales y escasos amigos a escuchar música colombiana, a departir un tinto o un agua aromatizada o una sana conversación sobre la problemática del municipio o del país.


-         “¡Venga tómese un tinto!”, dijo el joven tendero. Rosendo se detuvo para observar brevemente el palacio municipal y el firmamento cerúleo, miró con curiosidad la estatua del General Anzoátegui, que con su espada desenvainada, mirando con optimismo hacia el sur, significaba que existe para todos y todas. Giró y se encaminó al negocio llamado “Tentaciones”. Entró despacio leyendo los titulares que reposaban en la cartelera, cartelera ubicada en el centro de una de sus puertas metálicas.


El dueño era un hombre joven de cabellos ondulados color castaño, semblante fláccido, nariz aguileña y piel pálida. Su bigote abundante canela lanzaba destellos cada vez que hablaba de sus proyectos. Era líder férvido, de pocas palabras, franco y a veces complicado consigo mismo. Era original y decía las cosas sin ambages. Su contextura física delgada, cojeaba al caminar porque tenía un defecto en su pie derecho. Sonreía de un solo golpe y movía los brazos cada que hablaba, abriendo las manos y uniendo los brazos con el antebrazo. Sus ojos color miel despedían un brillo raro que se mezclaba con el deseo de vivir y el encanto onírico que su entorno le brindaba. Empezó a hablar de política, sin tener dominio absoluto del tema aquel bachiller de cuerpo menudo. Sin embargo, lanzaba conceptos y opiniones interesantes que Rosendo organizaba en su mente con entusiasmo. Alguien había dicho en varias oportunidades que aquel joven era un simple esnob. Pero él era el primero en rechazar el protagonismo a ultranza, por el contrario, prefería trabajar apegado a las normas del régimen y de su propia realidad que le era inherente. Habló con soltura e imaginación desbordante: “Nuestra comarca está mal, - dijo – la clase dirigente no funciona a favor de la comunidad, es necesario un cambio, una revolución, haciendo que la juventud se interese por la política”. Agregó pausadamente: “Hay que terminar con el analfabetismo político, el sectarismo y facilitar la participación activa de la mujer en el devenir de la comarca”. Hizo una pausa para vender una gaseosa. Mirando con expresividad a Rosendo, preguntó a secas: “¿Tú, qué opinas?” Rosendo que lo observaba con atención, dibujó una breve sonrisa; apuró un sorbo del rico café y bromeando, dijo: “¡Tú siempre con la “maldita” política en sus labios!” “¡Seriedad!”, repuso el interlocutor dejando escapar también una risa corta y seca. “Vamos al grano”, dijo Rosendo, comenzando su disertación, así: “No me asombra el momento histórico que vive la nación, porque los fenómenos se tienen que dar, más bien me preocupa que las cosas se tengan que dar así. El espíritu contra reformista y reaccionario de los padres de la patria, el carameleo de la constitución nacional que nos han puesto a chupar, mientras la burguesía en sus lujosos apartamentos comen las comidas más opíparas, el pueblo se encuentra obnubilado por las normas constitucionales y el abundante conjunto de leyes, decretos y resoluciones, todas ellas, encaminadas a limitar el accionar de la masa popular y siempre a favor de la burguesía liberal – conservadora. Tiene el iletrado pueblo que digerir tanta norma que no se le haga raro que en cualquier momento le dé indigestión”. “Es cierto”, dijo el tendero mirando la calle desértica. Rosendo, agregó: “No ha terminado el parlamento de lanzar una ley cuando ya está preparando la contra reforma. Los dueños del país inventan normas para vivir plácidamente, sin sobresaltos de ninguna naturaleza. Esto es una falacia para el pueblo que tendrá que romper más temprano que tarde y construir un país justo y humano al alcance de todos y todas”. “¿Qué hacer?”, dijo el amigo un tanto inquieto. “Esa misma pregunta se la formuló hace muchos atrás Lenin – repuso Rosendo – apurando otro sorbo de tinto. Los cambios jamás se harán por las buenas como tú y yo lo quisiéramos, nunca se sucederán con pañitos de agua tibia y surrealismos macondianos. Un capitalista, ¿Entregará su riqueza hurtada por las buenas y pacíficamente?, preguntó Rosendo y él mismo se contestó con absoluta seguridad: “¡Ni por el putas!”.  El joven tendero escuchaba la perorata aprendiendo de cada frase que iba hilvanando Rosendo con profunda convicción. Poco lo interrumpía. “Lo único concreto – siguió Rosendo diciendo – es aprovechar la coyuntura política para llamar al pueblo a la unidad, la organización y la acción. A la toma de conciencia social y de clase, mi querido amigo”. “El poder, ¿Para qué?”, dijo el interlocutor citando la frase del triste célebre Darío Echandía. “Para destruir el Estado Capitalista y construir las bases del Socialismo”, repuso Rosendo sin vacilaciones. El joven tendero guardó silencio. Era demasiado. Además, su religiosidad le impedía ser beligerante. Era partidario del cambio pero sin usar la violencia, se trataba de convencer a los ricos para que ellos asumieran una posición crítica y autocrítica. “Amigo – dijo – es mejor convencer que golpear”, a lo cual Rosendo contestó: “Todo cambio real es duro, doloroso y dramático. No hay otro camino. Lo demás es ciencia ficción”. La tertulia terminó como siempre solía terminar: Bruscamente. Eran opiniones encontradas y difíciles de conciliar, a pesar de que Rosendo eludía el tema religioso, por cuanto lo consideraba secundario de acuerdo a lo dicho por Marx de que no se trataba de interpretar únicamente el mundo, sino de transformarlo. Eso lo entendía Rosendo para decir que el problema no era creer o no creer, el quid de las cosas estaba en ponerse de acuerdo creyentes y no creyentes para transformar las estructuras económicas reinantes en el régimen capitalista. Rosendo se incorporó y marchó a su oficina a revisar las tareas pendientes cuando el sol de los venados era una realidad. “Adiós, compañero”, dijo al abandonar la cafetería. “Adiós”, dijo el tendero con cierto enfado. Permaneció en su pequeña oficina hasta las ocho de la noche, regresando a su cuchitril cansado pero animado. Su hermana le tenía la comida y como siempre las mejores noticias del día en su labor en el primer centro asistencial de la comarca. Su sobrina preparaba las tareas y su uniforme para el siguiente día. “¿Cómo le fue?”, preguntó la hermana. “Bien”, contestó Rosendo mirando las luces del alumbrado público en la distancia. Leyó con entusiasmo hasta cuando el sueño lo venció. Se incorporó y pasó al camastro durmiendo plácidamente.



FIN

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