miércoles, 28 de octubre de 2020

La Familia de la Selva (Cuento Infantil)


 Por Nelson Lombana Silva

Había en el centro de la espesa selva un humilde hogar compuesto de siete miembros: Papá, mamá, tres niñas y dos niños. Su vida transcurría en armonía con la naturaleza. Había hacia ella un respeto, admiración, amistad y solidaridad férrea y transparente. La chocita donde habitaba el humilde hogar, estaba adornado de árboles, arbustos y un jardín espléndido. Cerca de allí, el riachuelo de aguas cristalinas bajaba sonora por la llanura fresca y apacible. Los pájaros multicolores entonaban melodías infinitas, yendo de rama en rama, de árbol en árbol, sobre todo, en los amaneceres y en los atardeceres.

Don Tiburcio, así se llamaba el jefe de hogar, que rondaba por los sesenta años, deambulaba por el andurrial enseñando que la tierra es la madre que brinda el alimento a todos por igual, sin ningún privilegio. “La madre quiere a todos sus hijos e hijas, sin privilegios de ninguna naturaleza”, solía decir en sus disertaciones ante su esposa, hijos e hijas. También enseñaba la solidaridad, el entendimiento y la igualdad. “Todos somos iguales, con derechos y deberes”, insistía.

Sus hijas e hijos, iban creciendo en ese ambiente. No existía la palabra competencia, existía con qué fuerza el acto de compartir. “La tierra nos ha engendrado a todos por igual con los mismos deberes y derechos”, insistía el longevo sentado en la roca viendo el arroyuelo con su infinita sonoridad, durante los atardeceres infinitos. El viento deambulaba mágico por entre las copas de los árboles y arbustos. En noches claras, las estrellas titilaban en la infinidad de la distancia. Todo era paz y tranquilidad.

Los animales salvajes cruzaban a menudo por allí dejando escapar sus lamentos con donaire. A menudo se detenían y entraban al corredor terroso de la choza y después de una larga siesta continuaban su marcha. Los más pequeños jugaban con el león, el tigre, la pantera y el oso, mientras los mayorcitos se divertían con el plumaje de las aves. Padre y madre dejaban al cuido de sus hijos a estos animales sin ninguna prevención. Cada quien cumplía su rol en la espesura fragante de la espesa selva.

La paz reinaba. Cada ocho días la negra Tomasa (Así se llamaba la mamá de los niños y las niñas), se encaminaba con su núcleo familiar al arroyo a bañarse. Allí, preparaban el alimento y se divertían contemplando el entorno, contando cuentos. Cada miembro de la familia cumplía cabalmente una función durante el paseo. Al caer la tarde, regresaban a la choza comentando las escenas más importantes de la odisea. Cansados, pero felices, dormían apaciblemente toda la noche, arrullados por el cántico melodioso de los animales nocturnos.

Esa noche, Tomasa no durmió tan bien, como solía hacerlo. La historia de Tiburcio de que ellos descendían de los monos y de los micos, la mortificaba. Lo había dicho con tanta seguridad que no admitía duda. Los niños y las niñas, convencidos de la historia, habían sacado sus propias deducciones en el momento, pero después habían olvidado esta historia pues sus preocupaciones del momento eran otras.

 La noche era clara y la luna metía sus rayos por la claraboya. Mientras se acomodaba en el lecho esterillado y de madera sin pulir, Tomasa miró interrogante a Tiburcio. “¿Es cierto que nosotros venimos del mono y del mico?” Tiburcio que se acomodaba el traje para dormir, volvió su mirada y dejando escapar una risita socarrona, asintió con la cabeza afirmativamente. “En realidad eso no puede ser posible, ¿Verdad?”, insistió la mofletuda mujer sentada pesadamente en el borde del camastro. “Todo es posible”, insistió Tiburcio acomodándose con dificultad en el camastro. “Usted nos está tomando de los cabellos”, insistió Tomasa. “Mujer – contestó el veterano marido – no se confunda, es un cuento que encontré en un libro gordo en la selva durante la lluvia de textos que hubo el año pasado. Se llama: Origen de las especies de Charles Darwin. ¿Ahora sí se acuerda?” Tomasa suspiró profunda y sin mucha convicción se acomodó para descansar. “No puede ser”, dijo para sus adentros, mirando el fresco reflejo de la luna que entraba por la claraboya. Pensando en el origen de la especie humana, el sueño la venció. Tiburcio la contempló absorto durante largos minutos, luego se volvió para la orilla. En el cuarto siguiente, las pequeñas conversaban animadamente sobre el relato de su padre y en el otro cuarto, los niños recordaban con entusiasmo el periplo por la rivera del arroyuelo.

El alba despuntó con una llovizna monótona. Las culebrillas de los rayos iluminaban el firmamento y el estruendo de los truenos sacudía el entorno. Tomasa, se incorporó y después de bostezar sentada en el borde del camastro se encaminó a la cocina. Iba ensimismada cantando una melodía de antaño, mirando el piso terroso húmedo. La selva estaba en silencio. Los animales permanecían en sus alacenas esperando que menguara la lluvia. Arrimó los leños con parsimonia, deshaciéndose de la ceniza. Tiburcio, aún adormilado entró a la cocina y mirando por la pequeña ventanita contempló la exuberante vegetación. “Tengo un raro presagio”, dijo por entre los dientes sin mucha convicción. Tomasa, suspendió su actividad y levantando su mirada, señaló sin ambages: “Yo también presiento algo raro, malo, no sé bien”.

Juanito se levantó con el cuento que había tenido una pesadilla. Era el menor, de pequeña estatura y de movimientos rápidos. “¿Qué soñó?”, preguntó su madre, inclinada en el lavamanos aseando los trebejos. “Soñé que había llegado una tropa de monstruos de ultramar, llevando una gigantesca cruz, vomitando fuego por los ojos, la nariz y la boca, golpeando a cuanto encontraba con afiladas espadas. El agua del arroyo había cambiado de color, ahora era roja”.

María, flaquita y graciosa, avanzó a la cocina con prisa. Después de saludar, se acomodó en su pequeña banqueta comentando que también había tenido un amargo sueño. “Unos monstruos – dijo – parecidos a nosotros en el físico, habían invadido la selva con descomunales hachas talando los árboles y arbustos. “Yo también soñé”, anotó Andrés acomodándose mejor los pantalones cortos de fabricato. “Vi pasar monstruos cargando sobre sus espaldas cientos de hermanos animales, unos heridos, otros muertos y otros enjaulados”. Juanita se levantó y cruzando por la cocina se encaminó al retrete. Una vez hizo lo que tenía que hacer, se bañó las manos y se encaminó a la cocina. “Fue una noche tormentosa – dijo – vi monstruos por todos lados, parecían locos incendiando los árboles, despojando la tierra, dejándola a merced de la lluvia y el sol”. Daniela, gordita y frágil, fue la última en levantarse. Su rostro tierno, dejaba entrever preocupación y angustia. “Soñé, pero no sé qué soñé. Lo único que sé es que de un momento a otro la fragancia natural de la hermana selva, se transformó en un olor fétido y contaminante. Nadie soportaba ese olor. Todos corríamos asustados. Los hermanos animales se chocaban unos con otros, jadeantes saltaban y desesperadamente buscaban refugios. La paz y el sosiego habían pasado a un segundo plano. Esos monstruos arrasaban todo a su paso, iban regando cadenas, sembrando códigos y creando seres sobrenaturales”.

Tiburcio, mirando la distancia nuevamente, dejó escapar un suspiro lastimero y mirando la prole, una risita pálida iluminó su rostro cuarteado por la melancolía y la zozobra. “Ahora que recuerdo – dijo – yo también soñé con monstruos. Dichos monstruos iban con destino a la India, pero por error de cálculo desembarcaron en esta tierra. No dedicaron un segundo a contemplar la belleza natural, todo su poder lo dedicaron a hurtarse los recursos naturales con avaricia desbordante. Usaron la violencia, el despojo, la mentira y la trampa. Con el poder de sus armas, especialmente la espada y la lanza, la caballería y los perros asesinos, eliminaron a 60 millones de nativos, se llevaron los recursos y nos impusieron su idioma, sus costumbres y su religiosidad”.

Tomasa, mientras apuraba el desayuno, escuchaba asombrada los relatos de su esposo y sus hijos. Si bien ella también había soñado, sus sueños no tenían la dimensión de los sueños escuchados. Consideró que había suficientes razones para estar melancólicos y meditabundos. Suspendió su actividad y mirándolos con ternura, dijo: “Nada hay más incierto que un presagio. Es más: Nada hay más desconcertante que un mal sueño, pero a la final, como dijo el escritor cuyo nombre no recuerdo ahora, los sueños, sueños son. Así, que hay que hacer de tripas corazones y salir a laborar pensando que los monstruos no existen, ni tienen capacidad para destruir la pacha mama”, dijo.

Fin

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