martes, 6 de octubre de 2020

El niño que le cambió el final a la fábula (Cuento)


 Por Nelson Lombana Silva

Carlitos era una niño delgado de mirada triste que pasaba largas horas del día, después de asistir a la escuela, contemplando el comportamiento de sus compañeros. Se entretenía viéndolos brincar en el parque, correr por los prados y conversar animadamente sin ningún tipo de prevenciones. A menudo se confundía con ellos, compartía todas estas actividades, muchas veces bajo el sol y en otras bajo la lluvia. Sin embargo, se diferenciaba de los demás en su prematura capacidad de análisis y reflexión. Muchos adultos afirmaban con escándalo que era un genio, un dotado en potencia. El niño no hacía caso a eso. “Todos tenemos capacidad de pensar y analizar”, solía decir.

Se había ganado cierto aprecio y liderazgo entre sus compañeros; los profesores lo miraban con respeto y siempre solían presentarlo como ejemplo entre la comunidad infantil. Eso le había creado admiradores, pero también enemistades. Algunos lo miraban con fastidio y cierta envidia, a pesar de que Carlitos nunca hacía halago de sus virtudes. Era sencillo, descomplicado y receptivo. Los agravios los contestaba con la indiferencia o con una frase acertada. No se dejaba provocar, porque siempre consideraba que aquel comportamiento era la respuesta a una reacción provocada. “Algo me impulsa a actuar así”, decía con voz modulada y tranquila.

Una tarde, se dirigió a la biblioteca. Iba por curiosidad a mirar las innovaciones que había experimentado últimamente la institución. No fue solo. Entró acompañado de varios compañeros y compañeras. Cruzaron el umbral haciendo bromas y hablando en voz alta. El bibliotecario, ubicado en su asiento, se incorporó y recibió con beneplácito el grupo. Una vez los relacionó uno a uno en su planilla, los acompañó en el recorrido, presentando las modificaciones y las funciones que cumple las bibliotecas públicas. "¿Todas esas funciones cumple esta biblioteca?”, preguntó Carlitos con cierto asombro. “Por supuesto que sí”, contestó el bibliotecario dejando escapar una risita corta.

Una vez terminó el recorrido, el grupo entró al vistoso salón de niños y acomodándose en la mesa esférica de variados colores, leyó cuentos infantiles. El bullicio estridente con el cual entró el grupo, se fue extinguiendo y un silencio expectante se apoderó del salón infantil. Cada integrante de este grupo se concentró en su lectura. Era una concentración asombrosa. El bibliotecario, sentado en la escalinata observaba con emoción la concentración de los niños.

Carlitos fue el primero en terminar su texto y levantándose de su puesto se dirigió al bibliotecario. “¿Puedo contarle el cuento que leí?”, preguntó exultante de felicidad. El bibliotecario se frotó las manos de contento e inclinándose con zalema, le contestó: “Sería el hombre más feliz del mundo, disfrutar su versión del texto leído”. Sin pensarlo dos veces, se acomodó a su lado y comenzó su relato apasionado y directo con entusiasmo desbordante:

Se trata de la fábula del escritor Félix María Samaniego. Dice que dos niños salieron por el bosque a pasear, recoger frutos y respirar aire puro. Iban tan concentrados en sus actividades que no se dieron cuenta del peligro que se cernía sobre ellos. De entre el ramaje del espeso bosque un poderoso y descomunal oso, se abalanzó sobre ellos con deseos de devorarlos en un santiamén. El mayorcito trepó ágilmente al primer árbol que encontró, mientras que el otro no tuvo capacidad de reacción y solo se le ocurrió tirarse sobre la espesa hierba verdosa y hacerse el muerto. El gigantesco animal se acercó y lo olfateó por todas partes y viendo que no se movía se marchó paso entre paso. En medio de carcajadas extravagantes el niño que trepó al árbol, descendió insinuando arrogante su capacidad para reaccionar ante el peligro. El niño entre la espesa hierba permaneció tendido, pues todavía no había salido del pánico que le produjo el gigantesco oso. Su compañero caminando hacia él con gesto burlón y las manos en los bolsillos, le preguntó: “¿Qué le dijo el oso al oído?” El niño se sentó y mirándolo seco a los ojos, le respondió: “¿Sabe qué me dijo?: No hagas amistad con aquel que viéndolo en peligro lo abandona”.

El niño dejó de reír. Sonrojado bajó la mirada y suspirando profundo, se dispuso a regresar a casa. Durante el regreso no cruzó comentario alguno. Buscó palabras para disculparse, pero no las encontró. El niño ofendido, se despidió de la mejor manera, dándole un golpe en el hombro derecho animándolo. “Un error cualquiera lo tiene en la vida”, le dijo. El niño no le contestó. Con una risita pálida se despidió.

Pero, la fábula no termina así, le dijo el bibliotecario. Carlitos sonrió divertido. El fin se lo he colocado yo, porque considero que los niños no son cobardes, son niños…

Fin

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