viernes, 9 de diciembre de 2016

Paseo de despedida como bachiller

Por Nelson Lombana Silva


Presentación:


Terminé los estudios secundarios en el colegio comercial Carlos Blanco Nassar de Anzoátegui (Tolima) en 1983. Fue director de curso el profesor Jorge Hernández Cortés, conocido cariñosamente como “Ovejo”, era rector Jorge Enrique Navarro Sotelo y secretaria Delia Amaya de Ríos.



Durante el año hicimos actividades para ir a pasear a fin de año. Se hicieron muchas actividades como bazares, venta de licor, rifas, reinados, concursos, etc. Cada quien trabajó con entusiasmo para recolectar la suma de dinero y así poder conocer la costa Atlántica. Nunca tuve en mi presupuesto asistir, básicamente por la situación económica. Sin embargo, me preocupaba de las actividades. “Si no voy yo, irán los demás compañeros y compañeras”, solía decir.


Finalmente, asistí, haciendo miles de malabarismos, todos de carácter económico. Claro, que no era la excepción. Creo que unos dos o tres estudiantes, más o menos, tenían alguna solvencia económica, los demás estábamos como el general en su laberinto.


Fue una experiencia enriquecedora de principio a fin. La vida de estudiante es singular. Aunque he de reconocer que cada etapa de la vida tiene su gracia e importancia, siempre y cuando se persista en la utopía de vivirla. Y vivirla significa sentirla, disfrutarla para que no queden resentimientos de haberlo podido hacer y no haberlo hecho. El secreto está en la originalidad y en la conciencia de clase.


Llevé una especie de diario que quiero compartir con usted de la manera más honesta y aproximada. Esto podría interpretarse como volver al pasado y recordar la época cuando se era feliz e indocumentado como diría nuestro nobel de literatura, Gabriel García Márquez.


A pesar de mi cruda timidez pude compartir fluidamente con mis compañeros y compañeras de estudio de una manera descomplicada, pero sobre todo sincera,


Además del director de curso, nos acompañó la profesora Gladys Barrera Ortiz y don Julio el celador de la institución educativa durante largos años. La decisión se tomó por unanimidad.


Primer día


Sólo hasta las 9:35 de una noche oscura y friolenta pude concretar mi presencia en la expedición que estaba programa para salir a la una de la mañana el 18 de octubre de 1983 del municipio de Anzoátegui (Tolima) con destino a la costa Atlántica.


Después de solucionar el impase económico, vine a concretar el sueño de pasear efímeramente la tierra caribeña, fundamentalmente a conocer el mar. La sutil imaginación rasgaba a intervalos la distancia con increíble nitidez, mientras preparaba la maleta con cierta incertidumbre.


Yo vivía en una modesta vivienda en arriendo que cancelaba mi hermana mayor, Mariela, quien laboraba en el hospital local San Juan de Dios. Ese día (17 de octubre), había estado de paseo en el corregimiento de Palomar por lo que habría que suponer que estaba cansada. Sin embargo, junto a su hija Yormari, colocaba todo su entusiasmo para que me embarcara en esta excursión.


El cuchitril estaba ubicado en un extremo del hospital y casi en frente de la escuela Jesús Antonio Lombana, sobre la carrera principal de esta localidad fundada el 16 de julio de 1895 por un conjunto de campesinos antioqueños, quienes heroicamente escalaron la agreste pendiente en busca de una posibilidad de vivir y convivir.

Bajo un verdadero torrencial de recomendaciones pueriles por parte de mi hermana, pude conciliar a duras penas el sueño. No dormí una hora. A las doce de la noche me despertó el ruido estridente de la alarma del reloj de mesa.


Inseguro me bañé. Comí algo pero no recuerdo. Nuevamente la retreta de recomendaciones y finalmente a la 1:40 minutos de la helada madrugada abordé la buseta 369, Velotax para más señas.


Un hombre maduro, calvo, de voz grave y movimientos monótonos manejaba el vehículo. La buseta rodaba abúlica. “Buenos días”, dije. Las ondas sonoras de mi voz se esparcieron obteniendo una respuesta pura, diría cristalina. “Buenos días”, contestaron varios compañeros y varias compañeras que ya habían abordado la buseta.


De pie y más sonrosado que de costumbre, el director miraba a través del parabrisa en busca de los demás expedicionarios, que poco a poco iban abordando el vehículo. Una llovizna monótona caía sobre los tejados y las calles desérticas a esa hora.


Hermened Usme, apretujada en uno de los asientos, sonrió levemente valorando mi presencia. “Siéntate y me acompaña”, me dijo. “Claro, con gusto”, le dije al momento de sentarme a su lado.


Cruzamos el hospital, la oficina de la federación nacional de cafeteros, la galería municipal, el templo “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”, el parque “Los Fundadores”. El chasquido de las llantas sobre los charcos era nítido.  Se detuvo en la plaza “General Anzoátegui”, frente al palacio municipal.


La maleta color azul, la había colocado a mis pies para no incomodar. Era larga y deteriorada por el uso; me la había prestado mi hermana Mariela. Poco a poco los próximos bachilleres íbamos abordando el transporte metidos cada uno en sus propias expectativas. Creo que algunos no habían dormido, habían esperado el momento tomado, caso por ejemplo de Benjamín Ulloa Vanegas. Aquello no era censurable por cuanto hacia parte de la excursión en la sociedad capitalista que todo se suele celebrar con licor. Además, tengo la sensación que Colombia es una cantina, invento de la clase dominante para mantener al pueblo de espalda a su realidad.


Se comentó allí, a esa hora, la decisión de Nilma Cecilia Tavares de marginarse del paseo, cuando había sido una de las compañeras más juiciosas en las diversas actividades realizadas para conseguir los recursos. Al parecer no hubo poder humano para convencerla. Se ignora las razones de fondo que la llevaron a esta determinación. Nilma era una estudiante taciturna, de pocas palabras, pero de excelentes relaciones humanas. Buena compañera en todo el sentido de la palabra. La verdad casi todos la extrañamos mientras el vehículo calentaba motores para comenzar la gira. Quizás el realismo económico o quizás la poca dimensión del significado histórico del paseo en conjunto, la habían impulsado a tomar esta determinación. Incluso, algún compañero o compañera (No recuerdo quién) alcanzó a decir que se había presupuestado el paseo considerando a los de mejor solvencia económica. Fue una crítica que se diluyó en el ambiente tan rápido como había aparecido.


A las dos de la madrugada, recibí de la compañera Martha Ligia Zuluaga Salazar Fernández, los pocos ahorritos que había podido hacer durante el año: $2.500,oo pesos. Era mi mejor amiga. Además, mi amor platónico. Me encantaban sus ojos zarcos expresivos, su cabellera, su voz y su forma de pensar. Peleábamos y nos reconciliábamos. Ella sabía que me gustaba la música de Julio Iglesias y yo sabía que ella le gustaba la música de Sandro.  Vivía en el centro del poblado. Todos los días me esperaba religiosamente para caminar hacia el colegio. Además, admiraba a su familia. Su padre de profesión dentista, era una persona encantadora para conversar. Le fluían las palabras hasta por los poros. Era conservador, pero de esos conservadores “liberados del crudo sectarismo” de los 50s. Quizás lo que más admiraba en él era su capacidad para resolver crucigramas y jeroglíficos. Era todo un maestro en la materia. Su madre, por su parte, era una dama de la sociedad con mucha personalidad y lideresa del partido conservador que orientaba José Liborio Osorio y Guillermo Angulo Gómez.


Nunca le dije que me gustaba como mujer. Sabía de sus andanzas porque ella misma me las contaba en las largas conversaciones en el club “Las Colinas” al calor de una cerveza o un tinto. Los trabajos de grupo siempre los hacía con ella. Siempre hubo esa empatía especial con Martha Ligia. Todo el grupo pensaba que yo iría a compartir el asiento y el viaje con ella. No fue así. Hicimos un pacto que no nos hablaríamos durante la travesía. Posturas infantiles naturalmente. Al entregarme el dinero me miró con ternura y me dijo pausadamente: “Me alegras tu presencia. Espero que te vaya bien”. Turbado, no puedo negarlo, tomé sus dos manos entre las mías y le estampé un ósculo en la mejilla derecha.  “De todo corazón – le dije – buena suerte y que esos sueños forjados se le cumplan a cabalidad”. “Mil gracias Nelson”, contestó inventando una risita pálida.


El ruido ensordecedor de la buseta y las lámparas encendidas era el presagio inexorable que la vuelta a la costa en carro comenzaba. La primera etapa nos llevaría a Medellín (Antioquia), la ciudad de la eterna primavera. Eran las 2:15 de la fría mañana. El carro rodó parsimoniosamente por la retorcida carretera sin pavimentar. Puntos claves aparecían en frente y al instante quedaban atrás. El barrio Tres Puertas, el colegio Carlos Blanco Nassar, el necrópolis, las veredas Betulia, los Aguacates, el Alto de Juntas, el caserío de Totarito, el corregimiento de Veracruz en territorio del municipio de Alvarado, Casitas, el Cruce de Palobayo. Eran 34 kilómetros sin pavimentar. Se llegaba a la arteria central que era pavimentada.


El conductor maniobraba la cabrilla con soltura y sutileza tan propia en las personas que dominan su profesión. Era una cabrilla multicolor. Reinaba en el interior del vehículo una tranquilidad absoluta. Era un silencio solemne. Diríase que nadie se atrevía a exteriorizar sus expectativas. Algunos y algunas intentaban conciliar el sueño, otros hablaban en voz baja. Hermened, dormía plácidamente.


La tranquilidad la vino a romper “violentamente” Carlos Leonel Buitrago Chávez, cariñosamente llamado “Crespo”, cuando comenzó a vomitar. El incidente fue estrepitoso justo cuando cruzábamos por Juntas. Iba al lado de Martha Ligia. Estuvo a punto de embadurnarla. Agitaba los brazos pidiendo solidaridad. Esta vino del director. Todos descendimos del vehículo. Balde en mano, el director personalmente aseó la buseta rápidamente, volviendo todo a la normalidad por el momento.


El frío matutino arreciaba. La docente Gladys Barrera Ortiz, me cedió su chaqueta. “Póntela chico – me dijo – hace mucho frío”. Tímido, como siempre, agradecí el detalle. “Claro profesora, muchas gracias”, le contesté y me la coloqué.  Gladys nos dio biología, química y comportamiento. Era exigente pero sabía valorar el esfuerzo del estudiante. Todavía el maestro tenía autoridad sobre el estudiante, hasta ahora comenzaba el régimen a despojar al docente de su autoridad con el único propósito de menguar la calidad del aprendizaje. Aún se era exigente y el estudiante tenía que estudiar para pasar una asignatura. Gladys era temida entre la comunidad estudiantil por su férreo compromiso con el hermoso proceso de enseñar. Quizás era de los últimos docentes que se inspiraban en la pedagogía que decía: “La letra con sangre entra”.


En varias oportunidades había encabezado protestas contra ella. Sin embargo, habíamos considerado al final que su comportamiento había sido fundamental en nuestra formación. Por eso viajaba con nosotros. Había nacido en el municipio de Líbano (Tolima). Era baja de estatura, acuerpada y voz agradable.


Con el crepúsculo apareció ante nuestros ojos el imponente llano del Tolima. Era un tapete verde esmeralda. Al tomar la carretera panamericana cruzamos municipios como Venadillo, Lérida, Armero, Mariquita, Honda, en medio de un murmullo tímido y discontinuo. El sol comenzaba a salir en el horizonte. A las 6:45 me enteré que habíamos cruzado la ciudad de los puentes, Honda sin darme cuenta. Quizás me había quedado dormido algunos minutos.


La temperatura iba cambiando. La vegetación también. En tierra cálida esta es escasa, dispersa y triste. La ventanilla se hacía por momentos insuficiente para divisar el entorno que aparecía y desaparecía velozmente. Las turbulentas aguas del río de la Magdalena descendían parsimoniosamente, los pescadores madrugadores en sus pequeños botes remaban sin descanso. Al mirarlo en su inmensidad lo consideré un mar de agua dulce, sin conocer el mar, por supuesto. Una plácida canción de Julio Iglesias se escuchaba en el pasa cinta de la buseta que se desplazaba a un promedio de 100 kilómetros por hora.


Aquella melodía estimulaba mi imaginación. Me imaginaba la costa Atlántica. Su bullicio. Las chicas bronceándose en la playa cerca a los almendros y a los cocoteros. Recuerdo con nitidez que cerraba los ojos y apretaba los puños diciéndome para mis adentros: “Por más que duremos en la travesía no será más que un momento fugaz”. Vi a Martha Ligia ensimismada, seguramente imaginando que imaginaba la Barranquilla y Plato (Magdalena) donde había vivido y había dejado los amores de la adolescencia. Quizás ya había llegado y saboreaba la amargura de encontrar otra generación totalmente diferente, por cuanto la suya se había marchado como lo había hecho ella en busca de una segunda oportunidad. Parecía una musa. Gladys, deslizó sus suaves manos sacando de su bolso la cámara fotográfica y sin que Martha se diera cuenta la fotografió. Era la primera foto en este paseo. Eran las 6:50.


La buseta devoraba la distancia con avidez. El viento cálido impactaba contra la ventanilla. A las 7:30 llegamos al zoológico Nápoles al parecer propiedad del más nombrado narcotraficante Pablo Escobar Gaviria durante largas décadas y a quien se le adjudicaba los más horrorosos hechos terroristas en Colombia y que cobró cientos y cientos de muertos. En realidad Pablo era una criminal creación del capitalismo para distraer al pueblo por un lado y por el otro lado atemorizarlo y drogarlo. 


Al dejar la carretera pavimentada, la buseta tomó una carretera destapada y polvorienta cuya vegetación se inclinaba reverente al lado de la vía. Era una vegetación mustia, desteñida. De un momento a otro entramos a una vereda exótica. Oceánica. La carretera era angosta pero pavimentada y en buen estado. Un montecillo verde esmeralda que lanzaba destellos con los rayos solares. Bejucos entrelazados. Un ambiente diferente. El susurro de las aves multicolores bien parecía un concierto sinfónico. El prado verdoso, bien conservado parecía un tapete. El lago de agua oscura. El vientecillo acogedor. Animales traídos de África. Aves multicolores y de diversos tamaños, todos custodiados celosamente por obreros.


La recomendación era no bajar del vehículo por seguridad. La orden fue violada primero por el director y después por Gladys. En la primera curva pronunciada el director saltó como un canguro para tomarse una foto con un ave más grande que un pisco. La foto la tomó Gladys. Luego, sucedió a la inversa, con la diferencia que Gladys abandonó el vehículo con timidez e inseguridad.


Cenaida Pérez Zambrano, se divertía mirando el zoológico. Pegaba su rostro en el vidrio de la ventanilla para ver mejor, mientras dejaba escapar expresiones pueriles animando el ambiente. A la curva seguía una recta prolongada obstaculizada a esa hora por elefantes de varios tamaños. El carro rodaba despacio para que sus ocupantes pudieran ver con más claridad.


Pegado de la ventanilla, Daniel Augusto Herrera Morad, miraba la pléyade de animales como la mayor maravilla del mundo. Ensimismado no se dio cuenta que una ave gigante con piernas de “reina” se acercaba sin hacer pausa. Reaccionó cuando dicho animal estrelló su pico contra el vidrio de la ventanilla. Su reacción fue tardía. Sonrojado apartó su rostro de la ventanilla dejando escapar una risita inventada. Yo que miraba la escena dejé escapar una sonora carcajada, mientras observaba el animal que se alejaba perdiéndose en el follaje.


Satisfechos de la experiencia abandonamos el zoológico Nápoles a las 8:00 de la mañana. Hermened volvió a dormir. Su rostro lívido se apoyaba por momentos en mi hombro izquierdo, mientras sus fláccidas manos pálidas las entrelazaba entre sí a la altura de la cintura. De vez en cuando vomitaba en una bolsa y luego arroba esta por la ventanilla. 


El clima caliente quedaba atrás, aparecía la zona montañosa. Volvía el frío. La carretera era un hilo retorcido que violentaba el hábitat de la geografía quebradiza. El ruido estridente de la buseta interrumpía el bullicio natural de la naturaleza. Era el departamento de Antioquia. En una pequeña hondonada, bajo corpulentos árboles está el estadero “Rioclaro”. Allí, desayunamos. Jesús Enrique Sierra Veloza, puso a mi disposición un trozo de queso anzoateguiense y un pedazo de panela. En reciprocidad, le ofrecí una presa de gallina.


Jesús Enrique era un estudiante de contrastes. Por un lado el fino humor siempre a flor de piel y por el otro lado el pesimismo. Algunos lo llamaban “Beto”. Ni corto ni perezoso con la mano derecha se quitó la cabellera que cubría su frente y con la otra la presa de gallina dando buena cuenta de ella en pocos minutos. El ambiente no podía ser mejor.


Margoth Alied Mora Arévalo, tímidamente compartió el desayuno con Cenaida. Mientras tanto, los dos conductores, Remigio y Alejandro, compartieron con el director, Gladys y don Julio. Una vez el desayuno la mayoría posó para la foto. No participé de ella por simple inmadurez. A las 8:50, una vez el enjuague bucal, continuamos la marcha por entre esas dos “paredes” montañosas.  


Carlos Leonel vomitaba todo cuanto comía. Su rostro pálido asumía un color cadavérico. La agreste topografía dio para una breve y empírica discusión sobre la guerrilla. Participamos: El director, Jairo Echeverry Enciso, Jesús Enrique y yo. El pasa cinta no paraba de presentar música para todos los gustos. Fue una discusión ingenua por cuanto llegamos a la conclusión que la insurgencia se movía gracias al terreno que les permitía esconderse y eludir la acción militar. Fue un comentario reaccionario, carente de contenido. Bastante ingenuo.


Gladys prendió las alarmas en cuanto al estado de salud de Carlos Leonel. Dijo preocupada que empeoraba. “Es necesario – dijo – que un médico lo valore lo más rápido posible”. No se equivocaba. Pálido, con la mirada vidriosa y temblor generalizado asumía una postura cadavérica.


En la población de Guarne, hicimos pausa para que el médico lo chequeara. Guarne es una población polvorienta. El hospital estaba en construcción. La doctora María Cristina Restrepo, que tan solo llevaba quince días en esta población, se negó a prestar sus servicios profesionales. Los habitantes caminaban adormilados bajo el sol espléndido de las 11:45 de la mañana. Las chicas hablan con la boca cerrada. No es fácil observar la dentadura, pero cuando se puede se delita observando la blancura de su dentadura natural.


Ante el desaire de la médica continuamos el recorrido. La preocupación a esa altura era prácticamente generalizada. Quizás, el único que no se percataba de la situación de Carlos Leonel, era Daniel Augusto, quien no paraba de libar. En medio de su cruda beodez de un momento a otro decidió arremeter contra mí, utilizando para ello términos desobligantes y lacerantes. Realmente me sentí incómodo. Era una crítica contra mi liderazgo como dirigente estudiantil sin ningún argumento coherente y oportuno. No dudé en calificar el incidente de una broma de mal gusto producto de los efectos que produce el licor. El ascenso era vertiginoso. Al cruzar un túnel largo y oscuro, el director con sus ojos de gato, divisó abajo la ciudad de la eterna primavera. Eran las 12:00 en punto.


Todos dirigimos la mirada hacia la ciudad con entusiasmo, a excepción de Carlos Leonel y Daniel Augusto, quien este último, se había quedado dormido. Entre la arboleda verde esmeralda, edificios y prolongadas avenidas de una ciudad pujante se presentaba altiva ante nuestras miradas. Ahora era el descenso. Un avión brillante surcaba el espacio. A la 1:29 minutos llegamos al hospedaje “Las Mercedes”, venciendo el bullicioso tráfico. Casi en vilo subimos a Carlos Leonel al cuarto. Exhausto se dejó caer sobre un camastro mohoso. Un minuto después almorzamos en pequeños grupos entre risas, lamentaciones y ocurrencias.

Los compañeros con algunos mejores recursos buscaron una posada más elegante. Entre otros: Ubaned Hernández Garzón, Benjamín, Martha Ligia, Gladys, Hugo Mora Camargo, los conductores y don Julio. Ellos se hospedaron cerca en la posada “Casa Blanca”. Daniel Augusto no paraba de libar. Jairo se le sumó al consumo de licor. Con Jesús Hader Díaz nos deslizamos por el entorno averiguando una librería. La encontramos. Jesús Hader compró un libro sobre sexo. Yo compré dos: “Seudónimos Célebres y Síntesis Biográficas” y “El libro del Buen Humor”. Eran las 2 y 10 minutos.


Regresamos al vetusto cuarto para comenzar la infructuosa lectura. Jesús Hader, tendido de bruces en el camastro de arriba miraba con desgano las páginas del folleto. Yo, bocabajo, en el primer camastro de esa misma hilera, ojeaba las páginas sin mucha concentración. Estaba cansado y aturdido. Realmente leía por leer. No le sacaba jugo a la lectura. Creía estar matando tiempo, cuando en realidad era el tiempo el que me estaba matando. Hice una pausa para hacer un comentario catastrófico. “La división nos está matando”, le dije pensativo suspendiendo la lectura. “Sí – dijo – y la causa es el dinero”. Eran las 2:15 de la tarde.


No se habló más del tema. Sin embargo, la versión fue ratificada más tarde por Raúl Echeverry Enciso, Jesús Enrique, Daniel Augusto, Jairo y Carlos Leonel. Cada quien hizo su comentario desprevenidamente ratificando de alguna manera la preocupación que compartíamos con Jesús Hader.


Con Jesús Enrique y Jesús Hader conocimos un edifico de Coltejer que se encontraba relativamente cerca de la posada. Jugamos como niños en las escaleras eléctricas. Era para nosotros una novedad, un avance de la tecnología y de la ciencia. Eran las 3:30. Recorrimos las callejuelas retorcidas. Nos orientábamos y nos desorientábamos. Eso hacía parte del ejercicio de conocer. Había calles muy similares.


Al regresar al hospedaje “Las Mercedes” había un alboroto total. Daniel Augusto se había extraviado. Con Jesús Hader nos sumamos inmediatamente a la búsqueda. Visitamos templos, colegios, bares, prados, universidades. Recorrimos calles y avenidas aledañas recorriendo con nuestras nerviosas miradas los vericuetos del entorno sin resultados positivos. Era como su la ciudad lo hubiera devorado de un solo mordisco.


Jesús Enrique, sin perder el humor, comentaba nervioso que lo había visto entrar a un convento y arrodillarse ante unas monjitas pidiéndoles que intercedieran por él ante Dios. Trémulas, las religiosas no sabían qué hacer y sin llevarle la contraria le hacían gestos a Jesús Enrique para que se lo llevara. Daniel Augusto no paraba de hablar incoherencias con locuacidad, temas relacionados con el más allá, la resurrección de los muertos y la eternidad. Jairo que había tomado con él, ya estaba de vuelta y dormía plácidamente en su catre mohoso, sin tener conocimiento del drama que estábamos viviendo los demás integrantes de la gira.


El director visiblemente descompuesto iba de un sitio para otro. Sus ojos zarcos se movían inquietos por el entorno sin resultados positivos. El atardecer era inexorable. El sol se perdía en la colina y el manto oscuro de la noche tomaba posesión de la ciudad. A las 7:15 se daba por un hecho la desaparición de Daniel Augusto. En un consenso tomado a la ligera se decidió informar a la familia en Ibagué sobre lo ocurrido y continuar la marcha. Era una decisión dolorosa pero no había otra alternativa. Nadie quería hablar. De la alegría se había pasado a la melancolía.


Benjamín, que algunos le solían decir cariñosamente “El chiquito Lleras”, avanzó por una avenida bastante concurrida como acudiendo a la última esperanza y cuán fue su sorpresa cuando lo vio caminar sonámbulo entre la gente sin tener conciencia para donde iba. Gritó alborozado y dejando escapar unas cuantas lágrimas lo condujo al hospedaje. Eran las 8:00 de una noche sin estrellas.


Había en este cuarto siete camastros organizados en dos hileras. Se entraba por el sur. A la derecha había uno independiente. Lo ocupó Carlos Leonel. Más hacia la derecha una pacha: En el primero se hizo Daniel y en el segundo Jairo. Más hacia el fondo y por el mismo costado, otra pacha: El primero lo ocupé yo y el segundo, Jesús Hader. Al costado izquierdo, otra pacha, cerca al ventanal: El primero lo ocupó Raúl y el segundo Jesús Enrique.


Sobre ese mismo sector había una pequeña y rústica mesa y el teléfono color negro. A dos metros el retrete colectivo. Como penecas nos tirábamos las cabeceras, como cacatúas hablábamos y como esnobistas gritábamos. Daniel Augusto seguía desvariando pronunciando frases, algunas coherentes y otras incoherentes. Recuerdo una: “Los hombres son bagazos”. Jesús Enrique se bambuqueaba porque Raúl lo impulsaba con sus pies. Parecía un arlequín. El monólogo de Daniel Augusto era estimulado por Jesús Enrique. Por un momento llegué a pensar que Daniel Augusto había perdido el conocimiento. La noche avanzada despacio. Sin embargo, poco a poco Morfeo tomó posesión de todos nosotros.


Segundo día


A las 2:30 de la mañana del 19 de octubre de 1983, el ruido estridente del teléfono nos despertó. Tomamos un refrescante baño uno a uno y organizando las pertenencias descendimos al primer piso. Nos esperaban el director, su esposa y los conductores. Más tarde se unieron Margoth Alied y Cenaida. Abordamos la buseta y esta se puso en movimiento estacionándose en el hotel Casablanca. Los demás compañeros la abordaron con prontitud comenzando así el recorrido. No estuvimos en Medellín, pasamos por Medellín. Partimos a las 4:10. Las calles y avenidas estaban relativamente desérticas a esa hora. El frío era intenso. Gotas de nieve se deslizaban por las ventanillas y el parabrisa del vehículo. En su interior nadie quería hablar, había un silencio tétrico quizás por el frío. Cruzando calles y avenidas el carro iba dejando atrás la ciudad de la eterna primavera. Fue realmente un recorrido apacible. Algunos compañeros y compañeras siguieron durmiendo.



Al dejar una pronunciada curva, arribamos a Santa Rosa y en el sitio Circasia de Osos bajamos todos a tomar tinto. Eran las 5:45. La neblina era densa y la llovizna menuda y monótona. Martha Ligia le donó $100 pesos a Daniel Augusto, lo cual fue visto como un gesto bonito de solidaridad. La vegetación es exuberante. Los campesinos salen a la vera de la carretera a movilizarse o sencillamente a sacar sus productos. Compré tres chicles Adams por $15 pesos.



Miré con detenimiento a una mujer cincuentona que trabajaba arduamente ofreciendo tinto y chucherías. Era morena, obesa, manos encalladas, ojos negros montaraces, despeinada, con ropas desleía, pero atenta y cordial. Me comentó que el sitio se llamaba Santa Inés de Antioquia, que la gente era muy buena y que se movía mucho el comercio en este lugar. A las 6:30 continuamos la odisea.



Carlos Leonel mejoraba notoriamente. Había cambiado de puesto, ahora estaba en la parte de adelante, recostado sobre la barandilla de aluminio recibiendo el impacto del viento con los ojos entrecerrados. Cenaida, al lado de Raúl, miraba la extensa llanura con puerilidad. Reía con frecuencia. Daniel Augusto, ahora tenía un perfil de filósofo. Miraba absorto el entorno que se abría ante sus ojos y mostraba su interés por estar allí estudiando el comportamiento de la naturaleza. Quien tenía mayor domino geográfico era Jairo. Nombraba con cierta precisión los lugares que iba cruzando rauda la buseta.



A las 8:20 cruzamos con aligerosidad Puerto Valdivia. Las aguas mansas del río Cauca se precipitaban por la extensa región. A las 8:47 apareció pálido entre las nubes el astro rey. La buseta rodaba sin contratiempo alguno. A las 10:14 arribó la buseta a la población de Caucasia. Rodó por las calles polvorientas, bajo el sopor del bochorno. El grupo se acomodó en un restaurante al aire libre, yo me acomodé en el restaurante “Murciélago”, después de cruzar una plazoleta arenosa. El techo era cónico, hecho de murrapo seco. Disfruté la comida paisa: El fríjol, el chicharrón de cerdo, arepa y mazamorra. Tenía buen apetito. Terminé de almorzar a las 10:40. Fui al inodoro, después al lavamanos y nuevamente todos unidos.



Un niño de piel oscura, ojos saltones, cabeza redonda, cabellera ensortijada y cuerpo famélico de nombre José se ofreció para lavar la buseta. Al decirle no, imploró una moneda por amor de Dios. Pude hablar brevemente con el pilongo. Mientras lo hacía apareció otro de mayor edad, pidiendo también una moneda por amor de Dios. Como todavía manejaba las categorías religiosas le di a cada uno una moneda, pensando ingenuamente que efectivamente lo hacía a nombre de Dios. El más grandecito no se contentó con esa moneda y me pidió más. El pequeño reaccionó instintivamente reprendiéndolo: “No marica es suficiente”. Dieron las gracias y se perdieron levantando densa polvareda.



Creo que Martha Ligia tomó una foto. Sin embargo, nunca me preocupé por confirmarlo o negarlo. Ahora el carro se desplazaba por terrenos llanos con potreros enormes a lado y lado de la vía, con un plantío de cocos también al lado y lado. Hatos de ganado vacuno, bajo el sol recalcitrante de las 11:00 de la mañana. El sopor del bochorno era suavizado con una página musical de Julio Iglesias.



Hermened, apretujada en su puesto, encogió primero con disimulo la pierna izquierda, luego la derecha, se ajustó las gafas oscuras, miró la vegetación y recordó a Nilma. “Lo que más siento – dijo – es que Nilma no esté con nosotros”. Agregó: “Tonta, tanto que le rogué”. Me solidaricé con el lamento de Hermened, sin hacer muchos comentarios.



A las 11:30 cruzamos el río San Jorge, comenzando de esta manera a rodar la buseta por tierras del departamento de Córdoba. Un retén de la policía y una pequeña población perdida en la inmensidad. A su alrededor un pequeño bosque. Siento que la mirada de los habitantes es triste, excluida del banquete del rico Epulón, condenadas por el Estado a su propio destino. Mucha pobreza se advierte. Inmóviles bajo los árboles se protegen de los rayos solares. Pude constatar que hay un pequeño colegio normalista. El uniforme de los estudiantes era muy similar al usado por los estudiantes del colegio Carlos Blanco Nassar durante alguna época: Blusa blanca, falda azul, medias blancas y zapatos negros.



El vidrio del parabrisa estalló sorpresivamente, voló en mil pedazos.  Gladys estuvo a punto de ser afectada. La buseta se detuvo para evacuar el parabrisa fragmentado que era del costado derecho. Aproveché para tomar una coca kola helada. El viento entraba con más virulencia. Sin embargo, el recorrido continuaba. A la 1:17 arribaba la caravana a tierras del departamento de Sucre. Inmensa llanura y muchos hatos de ganado vacuno. Nuevamente los cocoteros a la vera de vía y el sol metálico e implacable.



Alejandro, el conductor, se orientaba preguntando de vez en cuando a las personas ubicadas a la vera de la carretera, pero ninguna daba una información exacta. Sudoroso, acariciándose la calvicie dijo por entre los dientes: “Nadie dice la verdad por acá”. Era la 1:29. Don Julio, petrificado en su asiento, se divertía mirando el paisaje a través de sus gafas oscuras. Su risita se escuchaba débil de vez en cuando. Un minuto después, un sombrero salió disparado por una de las ventanillas, realmente no recuerdo de quien era, Carlos Leonel, dando muestras de su recuperación lo rescató entre risas y bromas.



A la 1:35, el sombrero de Martha Ligia también salió disparado por los aires calurosos. Era un sombrero agujereado con un cintilla roja. El director lo recuperó en un sector de la carretera lleno de vidrios menudos. Usando tenis viejos, sin medias, pantaloneta blanca, camiseta azul con vivos blancos que le caían del hombro al brazo, un reloj marca Tressa en la mano izquierda, dando saltitos de canguro recuperó la prenda. La recuperación de Carlos Leonel era evidente a partir de Medellín. Poco a poco se iba recuperando. Contó que la tarde antes de partir al ver el bus, inmediatamente había sentido náuseas.  



Cambié de sitio mi maleta. Era la 1:58 de la calurosa tarde. Gladys reaccionó al ver a un habitante de la zona orinando sentado sobre la angarilla de un pollino que se movía despacioso en sentido contrario. Sonrió sonrosada haciendo un comentario breve. Era las 2:15. Benjamín descubrió en la distancia la ciudad de Sincelejo, exactamente a las 2:38 minutos. Antes habíamos cruzado por Tres Esquinas, retén de la policía que fue sobornada fácilmente por $300 pesos por uno de los conductores al ser requerido por el parabrisa. Eran las 2:43.



Mientras la buseta devoraba la distancia sin dar tregua, un vientecillo agradable comenzamos a sentir a pesar del áspero sol metálico que se mantenía inmodificable. A alguien se le ocurrió decir que eran vientos marinos. Era las 3:38. Estaba feliz. Había necesitado 22 años, tres meses, seis días, 15 minutos  y 38 segundos para ver en vivo y en directo el mar. La alfombra marina espléndida e inmensa. Vino a mi memoria la canción de Sandro intitulada “Sin sentido”.



Vi pequeños botes pesqueros. El sol declinando en el ocaso. El firmamento cerúleo. Arreboles en la distancia, allá donde se une el firmamento con el mar.  El bullicio de las olas. Nuevamente los cocoteros. Mujeres encantadoras con sus trajes de baño caminando libremente por la playa. Las calles polvorientas de Tolú. Niños hambrientos haciéndonos corrillos. Pobreza galopante.



Bajamos de la buseta con inseguridad y caminando por una callejuela deteriorada llegamos al hotel “Narza”, hospedaje que daba al mar. Con Jesús Enrique y Jairo nos hospedamos en la suite número 17. Una vez descargamos las maletas, salimos disparados para el mar, siempre con timidez e inseguridad. Antes de entrar, a un metro aproximadamente, me detuve para mirar el entusiasmo de mis compañeros. Algunos como Raúl, Jairo, Jesús Hader, Ubaned, el director, el conductor Remigio, se zambullían con felicidad.



Al otro costado, Jesús Enrique y Hugo miraban con incredulidad y asombro el espectáculo marino. A duras penas entraron. El mar en Tolú tiene dos colores: Verde claro y azul celeste. Caminé cauteloso hasta que el agua me daba al cuello. Era consciente que no sabía nadar. El susto terrible lo tuve cuando me sorprendió una inmensa ola de frente, me arrojó a la playa y luego me fue arrastrando lentamente. Yo clavaba las uñas en el arenal pero sentía que el mar me arrastraba más y más. Recuperado del susto miré a los nativos la forma de enfrentar estas olas, era de lado.



Caramba, Gladys caminaba la playa de la mano de Alejandro, se tiraban mutuamente agua, riendo a carcajadas. El director al ver la escena, se dirigió al conductor con el mote de “cuñado”. Eran las 5:00. Un inoportuno personaje resultó en el grupo. Según contó Hugo, se había presentado como turista, había ofrecido gaseosa y licor. Incluso, había invitado a Martha Ligia a bailar esa noche. Al enterarme del suceso, sentí rabia, celos.



El director se había colocado los zapatos de Carlos Leonel. Fue un incidente gracioso que todo el mundo compartió con algarabía. Era las 5:46. A las 7:15 cenamos en el restaurante “Medellín”. Conversé con dos jovencitas agraciadas que dijeron ser de Medellín. Comentaban entre ellas un incidente que habían tenido con un cliente que les quiso hacer conejo. Una era de piel oscura, ojos negros expresivos, cinturita de avispa, manos suaves, que decía llamarse Luz Miriam; la otra era de piel blanca, ojos zarcos, cabellera rubia y decía llamarse Martha.



A Jesús Enrique le llamó la atención Luz Miriam, a mí Martha. Una vez terminaron de cenar, las dos mujeres sacaron del bolso un cigarro “Marlboro” y con parsimonia se dispusieron a fumar pero no tenían supuestamente fósforos. Yo les ofrecí fósforos “El diablo”. El incidente sirvió para entablar un breve diálogo. Sin saber bailar las invité a bailar y nos dijeron que pasáramos después de las 8 o 9 por sus casas para su confirmación. Lo hice pero se negaron argumentando que estaban muy cansadas. Un joven costeño me comentó que en realidad las dos chicas estaban esperando a sus amantes que esa noche llegaban de Cartagena.



Después de la cena fuimos a bailar. Entramos al bailadero a las 9:21 minutos. La noche era oscura. Calurosa, arrullada por el ruido de las olas marinas. Margoth Alied y Cenaida se habían ido a su cuarto. La música de la juventud del momento era la “Travolta”, el director bailaba, don Julio con Gladys, entre risas, gritos y bromas. No bailé. Miraba.



De regreso al hospedaje pasé por la calle donde supuestamente vivían las dos mujeres. Golpeé varias veces la ventana sin obtener respuesta. Regreso entonces al cuarto, Jesús Enrique se había ubicado en el camastro que daba al mar; se zambullía de la rabia porque le había tocado aportar para la fiesta sin haber asistido. En el otro costado, Jairo riendo de las rabietas de Jesús Enrique.



La entrevista con las dos mujeres, me había servido para conocer algunos datos de la población, aunque hay que decir que son muy poco fidedignos.  Según las dos damas, Tolú tenía tres mil habitantes en promedio, un templo, un hospital, cinco escuelas, tres colegios, tres discotecas y un puesto de policía. Al otro día, un parroquiano de la ciudad me comentó que el cura se llamaba Eduardo Sierra, el alcalde Roberto Molina, el médico Oswaldo Hernández y el comandante de policía Néstor Díaz.



La noche avanzaba. En el pasillo algunos compañeros libaban. El sueño se apoderó pasado algunos minutos de estar cómodo en el modesto camastro, a pesar del bochorno intenso. Afuera, el ruido de las olas.



Tercer día



20 de octubre de 1983. Desperté a las 5:55 y poniéndome en pie canté parte de una canción de Julio Iglesias mientras me acomodaba la pantaloneta color rojo. “Creo que con esta bella melodía Jesús Enrique despertará sonriente”, le dije a Jairo que se movía en su camastro con abulia. Plantado en el ventanal, que no era muy amplio, divisé el amanecer. A las 6:07 apareció el arco iris con todo su esplendor. La brisa era menuda. Bandada de pelícanos con su bello plumaje blanco, revoleteaba en busca del alimento. El firmamento despejado. A las 6:30 casi todo el grupo se bañaba nuevamente en el mar. A Margoth Alied se le había olvidado que el agua marina es salada y con gran aspaviento le había comentado la novedad a Martha Ligia. Realmente el suceso no tuvo trascendencia. A las 7:31 Martha Ligia aún dormía plácidamente.



Caminé por la playa acomodándome en un vetusto taburete en la choza “El paisano”, escuchando los comentarios que hacía el propietario del negocio. Decía que la playa era el principal centro turístico de Tolú, medía de largo kilómetro y medio y de ancho uno. Los políticos que ejercían el poder allí eran Miguel Navas, el ex gobernador Guillermo Gaviria y el ex alcalde Hernando Quintero. Eran las vacas sagradas. Este último era secretario departamental de agricultura y de filiación conservadora. “Todos ellos no hacen más que promesas”, decía el propietario de la choza con cierto aire de resignación.



Era un costeño de unos 52 años de edad, aproximadamente. Hablaba con cierta melancolía que lo hacía diferente a los demás que eran todos bullosos. Habló de la destrucción de los peces por el uso irracional de la dinamita. “No solo destruye los peces, sino que contamina las aguas”, dijo. “Tolú – agregó – es una pequeña población costanera del Atlántico perdida en la pobreza absoluta. Las calles son pestilentes y la esperanza de vida difícil. Estamos alejados de la mano de los gobernantes”.



La playa era el principal centro turístico de Tolú. Estaba abandonada. Los cocoteros sin mantenimiento. Niños hambrientos. Ancianos deambulando sin rumbo fijo. A las 8:26, después de pitar varias veces, la buseta continuó la gira. Gladys y Alejandro seguían divertidos. Ahora se habían inventado un juego pueril aprovechando la presencia numerosa de asnos en la vía. Gladys iba pendiente de los que estaban ubicados en la margen derecha y Alejandro en la izquierda. Más tarde cambiaron por las placas de los carros que circulaban en sentido contrario. Gladys seleccionó la última cifra par y Alejandro la impar. Qué divertido.



A las 10:35, la buseta se detuvo en el estadero “Casagrande” en tierras del departamento de Sucre. El sol era metálico, el cual era suavizado por la brisa suave. Allí, está la rústica escuelita “San José”. Tuve la oportunidad de hablar con un grupo numeroso de niños negritos, aprovechando el recreo. Carlos Leonel me llamó porque la gira seguía. “Monsieur, ¿Se piensa quedar?”, me dijo.



Curioso, los niños me aplaudieron cuando me despedí. Uno de ellos me había dicho que el río más grande de Colombia era el mar. De regreso a la buseta, Jesús Enrique, me dijo con ironía: “Con que regando las ideas marxistas – lombanistas, ¿No?”. Era las 11:00.



La llanura oceánica. Las cercas. Los hatos de ganado cebú. La infinita carretera y el sol canicular. Mirando a mí alrededor no sé por qué recordé las clases de historia del profesor Honorio Manrique Rojas. Eran las 12:01. A la 1:00 de la tarde cruzamos la población de San Turban, territorio del departamento de Bolívar. Las calles polvorientas y solitarias, parecía un pueblo fantasma. Quizás sus habitantes dormían la siesta del medio día bajo cocoteros y almendros. Cuatro minutos después, divisamos en la distancia a Cartagena de Indias. A la 1:20 comenzaba a rodar la buseta por los extramuros de la histórica ciudad. Un letrero ubicado en una pared semidestruída con tinta roja, decía: “Gringo vete a la mierda”.



A la 1:30, estábamos nuevamente en contacto con el mar caribe. Frente a nosotros el imponente castillo San Felipe. La buseta se detuvo en la bahía a la 1:35. El calor era insoportable. Estábamos a nivel del mar una vez más. La brisa marina nos acariciaba dándonos la bienvenida. Pequeñas lanchas y enormes cañones apuntando hacia el horizonte, lo mismo que barcos atracados moviéndose rítmicamente por acción de las olas.



A la 1:45 apareció un ladronzuelo, quien se identificó como suboficial tolimense que había sufrido un percance hacía quince días y que necesitaba con urgencia nuestra solidaridad. Nadie le puso cuidado a sus lamentos. Sin embargo, en cuestión de segundos se perdió una casetera de la buseta. Nadie se dio cuenta. Era la 1:50. De allí zarpamos en dos pequeñas lanchas con destino a la isla  de Bocachica. Las olas que dejaban las lanchas parecían gigantescas cortinas blancas.



La distancia no era corta. Había nerviosismo y ansiedad entre los excursionistas. Al fin las lanchas atracaron en pequeño puerto destartalado. Descendimos y comenzamos a caminar por un estrecho sendero. De entre la poca vegetación adormilada por el clima salían como por encanto fotógrafos, suplicando que nos dejáramos fotografiar. Al lado de ellos, vendedores de chucherías y mendigos en cantidades industriales. El cuadro era desolador. Sin tener aún conciencia de clase me pregunté indignado, por qué ese contraste.



En las pequeñas chozas cónicas hechas de murrapo, también había vendedores. Era una disputa de padre y señor mío que impedía al turista moverse libremente. Algunos niños ofrecían caretas. El único que recibió fue Jesús Enrique agradeciendo la amabilidad del pibe. El problema lo tuvo cuando al regresar el niño le cobró. Jesús Enrique que pensaba que era gratis se metió en tremendo lío, pero salió a la final ganancioso porque disfrutó de la careta por unas escasas monedas.



El histórico castillo de San Fernando es una hermosa construcción de nuestros antepasados con el propósito de hacer resistencia contra la invasión española. Invasión que en nombre de Dios y del Rey, había llegado a América como una peste maldita para nuestros aborígenes. A nombre de ella había impuesto la más brutal expoliación y explotación del hombre por el hombre. Era una fortaleza. Pasadizos oscuros. Ramplas prolongadas. Escaleras en caracol. Trincheras. Enorme plaza de armas empedrada. Allí, dice el guía, se reunía el ejército patriota a planear la defensa de la ciudad. Un sofisticado sistema de comunicación mediante pequeños huecos, algunos ubicados muy cerca de las garitas. El pozo de los tiburones y celdas húmedas, donde al parecer había estado preso Francisco de Paula Santander, el gran traidor del proceso emancipador por cuanto sin sonrojarse tempranamente se había entregado al dominio imperial de los Estados Unidos.



En esos ires y venires, un nuevo admirador de Martha Ligia había aparecido en este lugar. Ni corto ni perezoso le dedicó el disco vallenato, intitulado precisamente: “Martha”. En este lugar todo se cobra y todo se paga. Allí, comimos un pescado exquisito. Ubaned dejó una porción. Yo la devoré con pena y todo. Nunca había comido un pescado tan delicioso. Regresamos a Cartagena a las 5:50. Hugo, uno de los viajeros más tímidos después de mí, me hizo un comentario en voz baja casi al oído: “Le escuché decir a Marthica que los hombres del interior no saben hacer el amor y que los costeños sí”. Lo miré resignado, apenas con una débil sonrisa.



A las 7:12 llegamos cansados al hospedaje “Riomar” con el único propósito de descansar y comenzar al otro día el recorrido. Iba molesto porque el director me había propuesto que intercambiara unos vueltos con Margoth Alied y yo estaba distanciado de ella por cuestiones baladíes.



Decidí descansar para recobrar las energías y así poder seguir disfrutando del paseo. El destartalado cuarto era de paredes de tierra apilada, altas pintadas de un verde biche. La pieza estaba ubicada en un segundo piso y por un largo corredor daba a un viejo balcón colonial. Dormimos en el mismo cuarto con Jairo. El hotelucho era antiquísimo, tenía muchos visos de ser colonial. La polilla consumía la madera de las puertas y del escaparate habilitado para colocar la ropa y la mesita de noche.



El nido de las tarántulas se mecía a intervalos en el techo. Se me ocurrió pensar que era el sitio ideal para los filósofos que devanan sus cerebros armando tesis pueriles para demostrar la existencia de Dios. Pensaba que ellos buscan la soledad para su inspiración.



Descarté toda invitación a conocer la ciudad. Me tiré en el camastro y pronto quedé dormido. Lo mismo hizo Jairo. No dormí bien. Tuve una pesadilla que me hizo despertar nervioso. Un incendio se había generado en el hotel. Yo estaba al alcance de las llamas. La humareda me impedía ver con claridad. Sin embargo, tenía conocimiento que las llamas como lenguas salían por las ventanas y eso me daba cierta esperanza de que los bomberos llegarían y me auxiliarían. Los medios de comunicación llegarían y seguramente me entrevistarían como el personaje nacional del momento. No exagero. Cuando desperté y tuve conciencia, estaba una vez más debajo de la regadera. Mire el reloj al salir. Era las 12:00 en punto.



Perplejo, una vez regresé al camastro, medité largo rato sobre la terrible pesadilla. Había sido tan nítida. No fue fácil volver a conciliar el sueño. La mayoría de compañeros deambulaban por las calles y avenidas de Cartagena de Indias, algunos bajo los efectos del licor. La mayoría había hecho lo más ilógico: Meterse a un teatro a ver una película. No sé quién dijo al otro día con fina ironía: “Como si en Ibagué no hubiera cine, nos tocó ir hasta Cartagena”.     



Tres golpes en la apolillada puerta me despertaron de sobresalto. “¿Quién?”, pregunté soñoliento. “Yo”, dijo en voz pausada como es su característica Hugo. Abrí apareciendo con Hugo, Benjamín y Ubaned. “Las llaves de nuestro cuarto se perdieron danos paso”, dijeron casi en coro. Estaban tomados. Ubaned me pasó una caja repleta de arroz con pollo. Jairo no quiso. Entre comentarios la devoré. Hermened había desistido de comer y los compañeros se tomaron el trabajo de traerla. Más tarde se retiraron a su cuarto.



Cuarto día



21 de octubre de 1983. Desperté a las seis de la mañana. A pesar de la poca agua de la regadera el baño resultó placentero. Primero me bañé yo y luego Jairo. Bajamos al primer piso. El desayuno era horrible y poco. Bien parecía un pasabocas. Era tomate y cebolla en rodajas, carne asada, dos arepas pequeñas, un pocillo de chocolate y un pedazo de pan.



Salimos para el castillo de San Felipe. El director preguntó: “¿Quiénes se van a quedar cuidando la buseta?” Martha Ligia, Jesús Enrique, Carlos Leonel y yo, nos ofrecimos. En el caso particular, no tenía dinero para comprar el boleto de entrada. Los demás compañeros, una vez compraron su boleto, se alejaron por una larga y empinada rampla. El entorno estaba abarrotado de turistas, mendigos y vendedores de chucherías. Martha Ligia caminó libremente bajo el sol espléndido. Jesús Enrique se dedicó a negociar un collar blanco con adornos brillantes. Carlos Leonel oteaba la distancia, sobre todo la imponencia del castillo. Por mi parte, dediqué el mayor tiempo a dialogar con los transeúntes, sobre todo los vendedores ambulantes que iban para un lado y para el otro ofreciendo sus productos como la última novedad.



Un viejo vendedor de patilla me comentó que solía pasar el día con una comida de esta fruta, por cuanto la situación económica era compleja. Dijo que la comida era muy cara, lo mismo que el transporte. “En Cartagena no se consigue nada barato”, dijo mientras promocionaba su producto.



La espera no fue larga. Cerca de dos horas, aproximadamente. Reunidos nuevamente, la buseta comenzó a dejar atrás la ciudad. Hacia el mediodía el calor era insoportable. Jesús Enrique había negociado el collar con los últimos centavos que tenía, se desabotonó la camisa para mostrarlo y lo tuvo allí hasta cuando el director hizo un comentario cáustico. “Lo que faltaba – dijo – Enrique se volvió marica”. Creo que el collar lo regaló Jesús Enrique a Hermened y se quedó sin la soga y sin la ternera, como dice el dicho popular.


La costa es de contrastes. Por un lado la belleza natural, por el otro lado, la pobreza en la cual viven sus habitantes. Sin embargo, la gente saca creatividad para vivir y convivir. La bullaranga, la música vallenata, el comercio.


Ese atardecer era diferente a los anteriores. El firmamento se iba tornando grisáceo. Era preludio de lluvia. Incluso, algunos truenos y relámpagos. La buseta comenzó a rodar por las callejuelas de Barranquilla. Me impresionaron la suciedad de las calles y la llovizna monótona que de pronto comenzó a caer. Quien lo creyera, estaba haciendo frío. Los niños de la calle levantaban puentes para que la gente pasara de una acera a la otra. Los arroyos eran cada vez más fuertes y abundantes. Allí, la buseta recuperó su parabrisa. Luego, avanzó hacia San Andresito. El director se incorporó y sonrosado a pesar del frío, anunció: “Tienen una hora para hacer compras o pasear por el entorno”.


Los comerciantes callejeros se abalanzaron sobre la buseta ofreciendo todo tipo de cosas fútiles en su inmensa mayoría. “Cómpreme el toquecito”, le dijo con ansiedad un joven de mirada triste a Carlos Leonel. “¿Qué es eso?”, preguntó dejando escapar una risita. “Algo maravilloso para estar súper bien con la novia”, dijo el vendedor mal trajeado. “No tengo novia”, contestó Carlos Leonel. “En la carretera hay burras. Pásale un palo por el espinazo, tómese el toquecito y verás el rato tan agradable que pasará”. Sin perder la calma, Carlos Leonel cerró la portezuela de la buseta.



El sueño nostálgico de Martha Ligia, concebido desde el primer día que comenzaron las actividades para estar por allí, se desvanecía de un golpe con el anuncio del director. El tiempo era poco para saludar a sus amistades y entregar los detalles traídos desde las pendientes anzoateguienses. Tampoco podíamos conocer Bocas de Ceniza por cuanto las autoridades dijeron que de noche era prohibido.



Martha Ligia insistió, pero el director fue inflexible. Lloró sin parar. Sus lágrimas rodaban en abundancia por sus mejillas. Todo sucedía en medio de la parranda montada por Daniel Augusto, Jesús Hader, Jesús Enrique y el director, quienes interpretaban a todo pulmón esa canción que dice se va el caimán. Hablé brevemente con Ubaned para que cambiáramos brevemente de asiento y así expresarle mi solidaridad. Ubaned aceptó cordialmente. Dando pasos inseguros me le acomodé a su lado. Sus lágrimas me mojaron. “Ánimo Marthica”, le dije. “Estoy herida, defraudada”, me dijo sollozando. “Este será el mayor nubarrón del paseo”, le dije pensativo. “Para mí y para ti, los demás son ignorantes que no saben el valor de una verdadera amistad”, respondió sollozando. Creo que le di un beso en la mejilla y regresé a mi puesto. La noche era oscura.


A Santa Marta llegamos a las 11:00. Las calles se veían solitarias. Hacía frío. Fuimos ubicados en un hotelucho cerca del mar. El cuarto lo compartí con Raúl y Jesús Enrique. A los pocos minutos quedé dormido. Soñé. Flotaba en el mar embravecido en una pequeña fragata seguía por hambrientos tiburones. No tuve tiempo de atemorizarme porque dos golpes en la apolillada puerta me despertaron. “¿Quién es?”, pregunté. “Ábrame”, dijo Daniel Augusto con acento costeño. “No le abra ni por el putas”, refunfuñó Raúl desde su camastro. “Quiero dormir – le dije – estoy muy cansado”. Molestó pateó la puerta en dos oportunidades y haciendo comentarios incomprensibles se alejó por el pasillo.



A los pocos minutos escuchamos la voz decente de Ubaned. “Préstame el casete de Julio Iglesias”, me dijo. “Con gusto”, le contesté. Entre abrí la puerta para entregárselo pero Ubaned quiso entrar a la fuerza, forcejeamos un poco. Salí al pasillo y terminé en el cuarto de Benjamín, Daniel Augusto, Ubaned y don Julio. Todos estaban tomando licor. Tomé dos tragos y en la primera oportunidad me escapé, regresando a mi cuarto, durmiendo plácidamente.



Quinto día

22 de octubre de 1983. Me levanté a las 6:25. Caminé por el largo pasillo. Busqué el balcón y luego las gradas para llegar al primer piso. En pantaloneta caminé hacia la playa que a esa hora estaba prácticamente solitaria. Me acomodé bajo una frondosa palma de coco, escribiendo la siguiente nota en el cuaderno de apuntes: “22 de octubre de 1983. Hora 6:59 a.m. Viva nostalgia por no haber identificado de cerca los almendros, pero emocionado de estar protegido por una serie impresionante de palmas que conforman los cocoteros más lindos que hasta la presente han visto mis ojos”.


“Mi residencia momentánea es Santa Marta, de la que florecen infinidad de ideales imposibles de describir porque la majestuosidad lo impide. El mar de aguas cristalinas, imponente se extiende en la distancia, sereno, tan solo interrumpido a intervalos por las fragatas y barcos que hacen recorridos rutinarios, pero que para mí tiene la grandeza de ser la primera oportunidad”.


“Las gentes con su propia peculiaridad sumergen sus cuerpos haciendo figuras, imitando a la infinidad de pececillos que con sus variados colores impactan y por momentos contrastan con el sol y el firmamento protegido por nubes de figuras caprichosas. Al escrutar el mar es de anotar El Morro, islote sin vegetación exuberante, tan solo por espacios aislados de pequeños matorrales. Como parte visible que refleja la influencia humana es menester reseñar un edificio con varios altos y totalmente blanco”.



“Tomando El Morro como punto de referencia, tenemos en la derecha un picacho en posición diagonal al mirar El Morro de frente. Los barcos más hacia la playa. En la izquierda de la costa verde e imponente que en sucesión conforma una muralla natural, separando la bahía de Santa Marta y El Rodadero. De espaldas al mar, residencias “Miramar” de cuatro pisos”. Termino de escribir mi nota a las 7:35.



Todo el grupo se zambullía alegremente a esa hora bajo un sol mañanero espléndido. La nota la puso don Julio cuando lo vimos caminar por la playa con pantalón corto, zapatos sin amarrar, gafas oscuras, dibujando una risita tímida. Poco a poco entró al mar. La algarabía fue generalizada. “Bravo don Julio”, dijo Jesús Hader antes de arrojarse al mar en picada. El director lo fotografió.



De allí salimos para El Rodadero. El centro turístico de Santa Marta. Agradable y concurrido. A esa hora estaba repleto de niños, jóvenes, adultos y ancianos, hombres y mujeres. Iban de un lado para otro bajo el sol abrazador. Edificios bien conservados, pistas para bailar, piscinas de agua dulce y el mar infinito y diáfano.



Con Raúl y Jesús Enrique contratamos una bicicleta y empezamos a recorrer las aguas mansas con cautela, hasta que el rústico aparato comenzó a girar en un solo sitio. No fue fácil normalizar el recorrido. Mientras Raúl se empecinaba en alejarse de la orilla, con Jesús Enrique hacíamos esfuerzos por regresar. El susto había sido suficiente. Además, no sabíamos nadar.



Al regresar a la orilla les cedimos la bicicleta a Daniel Augusto y a Jairo, quienes también tuvieron el mismo susto. La bicicleta tenía un timón metálico, dos especies de frenos y una direccional. Jugamos en la playa con una pelota de caucho. Caminamos por la larga playa observando el panorama y las personas que iban de un lado para el otro. A las 4:05, la buseta prendió motores con destino a la Quinta de San Pedro Alejandrino. En esta hacienda, propiedad de un español irónicamente, había muerto el libertador Simón Bolívar, el 17 de diciembre de 1830 a la 1:05, pronunciando frases de unidad y de concordia entre los granadinos divididos por la ambición de Francisco de Paula Santander. “Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. También había desvariado afirmando: “Los tres grandes majaderos de la Historia: Cristo, El Quijote y yo”.



Bajo un bosque verde esmeralda, esmeradamente cuidado, la buseta rodaba sin mucha velocidad. No habíamos cambiado de traje de playa y así intentamos entrar. Afortunadamente la persona encargada nos hizo caer en cuenta que aquel sitio merecía respeto, era donde había muerto un verdadero gigante de la libertad. A regañadientes asimilamos el merecido jalón de orejas y nos colocamos el traje de calle. Entramos. El guía era una persona joven. Erudita. Con facilidad nos relató los últimos instantes de vida del libertador. Mientras hablaba movía en sus manos una varita como si de allí sacara todo ese cúmulo de conocimiento. Me impresionó la sencillez del histórico lugar. La pequeña y modesta camita donde murió el libertador el 17 de diciembre de 1830. No sé por qué recordé la frase de José Martí: “Toda la gloria del mundo cabe perfectamente en un grano de maíz”.



La buseta dio reversa comenzando la larga travesía hacía Bogotá.  Cruzó en su recorrido dos capitales de departamento: Bucaramanga y Tunja. Remigio compró varias cajas de maicena. Por entre una hermosa vegetación la buseta circulaba sin contratiempo dejando atrás la costa. Poco a poco iba oscureciendo. La mayoría de expedicionarios dormían. Jesús Hader aprovechó para dejar caer en cada uno de sus compañeros y compañeras maicena. En pocos minutos el vehículo estaba embadurnado completamente de maicena. Nos salvamos con don Julio, Remigio y Carlos Leonel, porque permanecíamos despiertos. En mi caso particular, Gladys había ocupado mi asiento y me daba pena despertarla. Hacía el recorrido en pie cantando canciones de Julio Iglesias para espantar el sueño. 



Era jocoso ver cómo la maicena recorría la calvicie de Alejandro llegando hasta sus ojos, nariz y boca. Gladys se atrevió a repartir la segunda tanda de este polvo blanco. La lluvia fue casi generalizada. A las 11:15 de la noche sin estrellas y sin luna, al cruzar un retén de la policía, esta se detuvo y bajando le pedí a un policía un poco de tinto. En un tarro de leche condensada me regaló suficiente bebida para compartir con Remigio y Jesús Hader.



Sexto día



23 de octubre de 1983. A las 2:00 el silencio en la buseta era casi absoluto. Solo el ronquido apacible y uno que otro comentario en voz baja de los que nos resistíamos a dormir por miedo de ser embadurnados de maicena. Don Julio se agachó el sombrero hacia adelante dando la impresión que dormía. Gladys había tomado nuevamente posesión de puesto y dormía a las anchas. Mataba el sueño a punta de canciones de Julio Iglesias. A las 5:50 cruzamos por las afueras de Bucaramanga (Santander).



A las 6:20 la buseta se detuvo cerca de un riachuelo de aguas turbulentas. Bajamos. Nos bañamos. Cambiamos de ropa y seguimos la marcha. Comenzaba el frío. Intenté dormir un poco pero no pude. Eso sí recuperé mi asiento. En una pequeña población abigarrada de ventas de comida al lado y lado de la vía, agolpada por el bullicio de una comunidad acosada por la pobreza, la buseta cruzó rauda levantando polvareda.



Poco a poco la buseta se fue acercando a Tunja (Boyacá). Una pequeña ciudad para entonces en una llanura rodeada de cultivos de pancoger. Temperatura de páramo. La vegetación exuberante. Potreros enormes con hatos de ganado vacuno y caprino. Me pareció tan grande como Venadillo (Tolima). Cruzamos de largo en  busca del histórico puente de Boyacá donde el pueblo libró la gran batalla contra los españoles invasores.  Me impresionó la verdosidad intensa del campo boyacense. Pero también el comportamiento taciturno de los habitantes envueltos en sus trajes oscuros. Las mujeres con sombrero negro alón, pañolones café o negro y alpargatas, deambulan silenciosas entretenidas en sus actividades rutinarias.



Había mucha suciedad, falta de alcantarillado, sanitarios públicos. Era una apreciación a la velocidad del vehículo que devoraba  la distancia con dinámica dejando atrás el impresionante paisaje. Un riachuelo, una verdadera quebradita y el pequeño e histórico puente de Boyacá. Bajo él – dicen los historiadores – se ocultó el general Barreiro, siendo sorprendido por el niño Pedro Pascasio Martínez. No se dejó sobornar cuando el invasor puso a su disposición toda una fortuna para que lo dejara escapar. Tremenda lección de patriotismo escribió este combatiente joven en este hermoso campo de batalla.



A un lado del puente arde la llama deportiva y cerca de allí, el imponente monumento, en cuyos mástiles ondean imponentes las banderas de los países liberados por el ejército bolivariano. En un extremo se yergue el busto del Libertador Simón Bolívar. A su alrededor árboles, el viento helado y los prados debidamente conservados. Nos tomamos muchas fotos. Éramos conscientes que todos los días no pasábamos por estos bellos andurriales. Margoth Alied era la más entusiasta fotógrafa. A pesar de su timidez pedía que todos nos ubicáramos en el monumento para foto.



La noche comenzó a caer sobre la región. La buseta reanudó la marcha. La próxima meta era Bogotá. Noche oscura y friolenta. A medida que avanzaba el vehículo el tránsito se hacía complejo. Cada vez aparecían más carros en ambas direcciones. En su interior, Carlos Leonel, Jesús Enrique y Jesús Hader, recolectaban monedas en un sombrero comprado en la costa, mientras animaban su campaña con una retahíla humorística.



Casi sin darnos cuenta, la buseta transitaba por la autopista norte, que indicaba que estábamos en la capital de Colombia. Más adelante cogió la avenida Caracas, en la calle 34 cruzó a la carrera trece. Llegamos a la calle 15. Bogotá era una montaña de cemento, acogida por la anarquía en el transporte y la inseguridad galopante. Una ciudad dividida en dos: Una parte norte, habitada por los ricos y una parte sur, habitada por los pobres. Una metrópoli, una Colombia pequeña. Al norte una ciudad limpia, al sur sucia. Una ciudad súper poblada de mendigos.



Le propuse a don Julio que consiguiéramos un cuarto con dos camas, la uniríamos para darle posada a Carlos Leonel, Jesús Enrique y Jesús Hader. Aceptó. Así nos acomodamos: Don Julio a la orilla, enseguida Carlos Leonel, luego Jesús Enrique, Jesús Hader y yo. No fue fácil conciliar el sueño, eran los excursionistas más comprometidos con el buen humor. Entre gritos, empujones, pellizcos, cuentos, canciones, don Julio dijo con preocupación: “Cállense porque de pronto nos devuelven la plata y nos mandan para la calle. ¿Qué vamos a hacer en la calle con este frío y sin conocer?” “Tranquilo don Julio, que aquí no le abrimos a nadie. Nos tendrían que tumbar la puerta”, respondió Jesús Hader. Carlos Leonel y Jesús Enrique, dijeron lo mismo con fino humor. Poco a poco el sueño nos fue venciendo.



Séptimo día



24 de octubre de 1983. Me levanté a las 6:10 y en compañía del director, su esposa y don Julio partimos a Monserrate. No fue posible subir por la congestión. Tanto el teleférico como el funicular no daban abasto. Entonces con don Julio decidimos visitar la Quinta de Bolívar. Sin guía, penetramos por un amplio portón, observando con detenimiento su entorno. Cruzamos la cocina, la plaza de armas, las cabellerizas.



Nos sorprendió un joven de 1.72 metros de estatura, ojos saltones, mal vestido con zapatos sin lustrar identificándose como agente de turismo. “Mi misión – dijo – es controlar el ingreso de turistas para evitar robos, atracos o extravíos. Sigan hasta la próxima esquina bajen una cuadra y ahí está el comando general. Presenten sus documentos y reclamen sus credenciales”.  En sentido contrario, apareció otro individuo calvo y con más edad. ¿Me podrían indicar las oficinas del ICETEX?”, dijo. “Con mucho gusto – se apresuró a decir el supuesto agente de turismo – vaya con estos señores al comando general. Allí, encontrará toda la información”. El señor agradeció. Portaba un mamotreto de papeles.


Don Julio comenzó a retirarse del grupo. “¿Qué le pasa a usted señor? ¿No quiere obedecer a la autoridad? ¿Está armado?”, interrogó el supuesto agente de turismo. Don Julio siguió apartándose del grupo. “Es que mi temperamento es así”, dijo don Julio desconfiado. “Iremos donde nos dijo señor agente”, le dije al individuo. Pero, en la primera esquina cogimos otra dirección el agente de turismo no volvió a aparecer.


Reunido el grupo nuevamente compartimos con Cilenia, la hermana de Margoth Alied. Jesús Enrique protestaba porque lo habíamos dejado solo. Hacia las 11:20, en un día radiante, soleado, comenzamos el recorrido hacia Ibagué. Cenamos en el corregimiento caluroso de Gualanday. Jairo comió con apetito cerca a la puerta del estadero. Al terminar comentó con Jesús Enrique y Jesús Hader: “Se planeó el paseo teniendo en cuenta al más billetudo”. Terminó su frase afirmando solícito: “Me oriné de rabón”.


Volvimos a abordar la buseta 369 complacidos de la espectacular gira. “De ahora en adelante – dijo Carlos Leonel – solo se hablará del paseo entre nosotros”. No estaba equivocado. Todavía se sigue hablando con la firme convicción que valió la pena. Remigio detuvo el vehículo al frente del cementerio y el director hizo una breve síntesis, destacando el comportamiento. Y así como la buseta pitó al iniciar la gira, también pitó al llegar nuevamente, sanos y salvos al municipio de Anzoátegui (Tolima).


Fin

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