jueves, 22 de diciembre de 2016

Licenciado de papel (Novela)

Por Nelson Lombana Silva


1

 El celular de alta gama lo despertó. Entre abrió los párpados y cogiéndolo  en sus manos huesudas, sin poder determinar quién llamaba contestó aún adormilado. No reconoció la voz. Se estiró y retomando la llamada escuchó: “Es hora de comenzar la jornada”, dijo la voz y colgó. Malhumorado Richard dejó caer el celular sobre la pequeña mesita color caoba. Suspiró volviéndose para el rincón. Cubrió nuevamente la cabeza con la manta gris traída de los mercados persas y siguió durmiendo. 



El aposento era rectangular, perfectamente amoblado con el plasma al fondo y el equipo de sonido a la derecha. Sobre la mesa principal había varios libros de literatura, filosofía e historia. Además, varias revistas internacionales. La ventana que daba a la calle era pequeña en relación con la que daba al jardín. El tapete estaba recién estrenado color verde oliva. La telaraña era un regalo de su padrino que le había traído de las mejores tiendas francesas.


Dos golpes leves se escucharon en la puerta de madera fina. Richard se quitó con abulia la manta de su rostro adormilado y contestando por entre los dientes dejó escapar un suspiro prolongado. “Dime”, dijo. “Es hora, el desayuno está listo”, contestó la criada alejándose rápidamente por el amplio y largo corredor de madera pulida. Richard frunció el ceño como lo solía hacer todos los días y permaneciendo extático largos minutos mirando el resplandor de la araña por fin se fue incorporando poco a poco. “La noche debería ser más larga”, dijo en esta oportunidad mientras hacía sus abluciones con pausa maquinal. Su rostro pálido y cenizo, contrastaba con las cejas espesa y su nariz aguileña. Miró el reloj. Tenía el tiempo justo.


Se despojó poco a poco de la pijama beis, comenzando por el buzo. Se inclinó para prender la radio sintonizando la radio nacional. La radio revista le agradaba, sin encontrar una explicación lógica a este gusto. Volvió a sentarse en el borde de la cama para despojarse del pantalón. Metió sus pies en las pantuflas y se encaminó al inodoro. Iba en bóxer morado. Una vez se acuclilló a hacer lo que tenía que hacer, caminó despacio a la regadera. Cantó en inglés. Prefirió el agua fría. El grifo giró suavemente y la cascada de agua fresca cayó sobre su atlético cuerpo de piel de ébano. El celular volvió a timbrar. Lo miró impotente algunos segundos, mientras se rasuraba la barba y se acomodaba las patillas. Los golpes suaves volvieron a la puerta. “Ya voy”, dijo acomodándose el traje europeo. Por último se ajustó la corbata azulada a cuadritos blancos. Abrió la ventana para mirar el jardín. Un tominejo brillante revoleteaba en busca del néctar de las flores. Miró el azulado firmamento. Cogió el perfume francés y mientras se embadurnaba recordó la agenda del día. Prácticamente era la misma. Cerró el aposento y se encaminó directamente al comedor. Cruzó el zaguán sin pausa, giró hacia la izquierda y fue directo.


Angélica – su madre – lo esperaba. “Pareces una mujer para vestirte”, le dijo ofuscada. Richard sonrió y colocándole un ósculo en la mejilla derecha se acomodó a su lado. “¿Diana?”, preguntó. “Ya se fue”, contestó Angélica saboreando el jugo de naranja. Richard no contestó. Mientras se colocaba el puchero contó el sueño que había tenido. “Volaba – dijo – sobre el mar embravecido como un pelícano. El mar estaba picado. Sin embargo, lo sentía espléndido e inmenso. Los tiburones se zambullían en busca del alimento, mientras la manada de gaviotas volaba a ras en busca de su presa. Me despertó el ruido del celular”, dijo saboreando el jugo de naranja con zanahoria. Era su jugo preferido a esa hora. “¿Fuiste feliz en el sueño?”, preguntó Angélica apurando los huevos revueltos. Richard la miró intrigado. “¡Qué pregunta!”, indicó con enfado. Su madre no eludió su mirada. Por el contrario. La enfrentó con gallardía. “El sueño – dijo – es la antítesis de la realidad”. Richard le restó importancia y prefirió cambiar de tema. “¿Mi padre creía en los sueños?”, preguntó mientras devoraba pausadamente el pastel. Angélica lo miró seca. No gustaba abordar tema alguno relacionado con su ex marido. Sin embargo, en esta oportunidad lo hizo y lo hizo con brusquedad: “Era una bestia, no tenía sensibilidad humana”, dijo apurando el chocolate espeso con la redondita galleta integral. Richard no insistió. Guardó silencio y fingió comer con avidez. “Hay que masticar bien el bolo alimenticio”, dijo poniéndose en pie, agradeciendo maquinalmente a la criada, quien se apresuró a recoger los lujosos y finos recipientes.


Richard la miró alejarse con dirección a su cuarto. Caminaba erguía, con elegancia femenina. “Mi padre te quería”, dijo en voz alta. Angélica se detuvo ofuscada en el marco de la puerta, volvió su rostro con altivez y clavó su mirada con honda indignación sobre la humanidad de su hijo. Sus ojos aguamarinas brillaron con intensidad. Aquello para ella era una bofetada. Retrocedió dos, tres o cuatro pasos, tomándose la cabellera con una mano y con la otra el estómago. “A mí me respeta”, le dijo cortando las palabras.  Richard sonrió. “Es apenas una broma”, dijo. La criada miraba estupefacta a través de la rendija de la cocina, tenía claro que era una broma pesada que su patrona no soportaría fácilmente. “Su papá ni en broma”, dijo mirando con indignación a su hijo que al decir de los vecinos era el fiel retrato de su padre. “¿Te queda claro?”, insistió señalándolo con el índice. “Era una broma”, insistió Richard volviendo a su cuarto. “Te repito: Ni en broma. ¿Me entiendes?”. Richard no contestó, entró a su cuarto y fue rápido al lavamanos. Angélica cogió con enfado su bolso abandonando la habitación presurosa. “Quien se cree”, dijo al abordar el auto negro que la esperaba como siempre.


Los primeros rayos del sol despuntaban en el horizonte. Las calles ya estaban atestadas de transeúntes que iban en distintas direcciones, unos apresurados y otros lerdos como si no tuvieran rumbo definido. Arturo, el conductor, manipulaba la cabrilla con parsimonia, respetando al pie de la letra las señales de tránsito. La concurrencia de carros hacía difícil la circulación. Angélica, sentada en la silla posterior revisaba varias carpetas a la vez comparando las cifras. A intervalos miraba el reloj de pulso. Tenía afán de llegar. El celular timbró. Miró la pantalla y cambiando de semblante contestó en voz baja para que el conductor no escuchara. “Viajo”, le dijo a su interlocutor y colgó rápidamente. El aparato volvió a timbrar. Era su hijo. Dudó en contestar al recordar la broma inoportuna. Richard insistió. “¿Y ahora qué?”, contestó seca por entre los dientes. El chofer la miró fugazmente por el espejo retrovisor. Había cambiado de semblante en cuestión de segundos. Se apretujó contra el espaldar y apretó el celular entre sus delicada mano derecha, mientras con la otra ordenaba las carpetas. La discusión fue dura nuevamente. El sol brillante de la mañana iba desapareciendo poco a poco y el firmamento se iba encapotando. El vehículo seguía su recorrido esquivando los huecos e inoportunos transeúntes. “Es hora que asumas responsabilidades”, le dijo Angélica subiendo el tono de la voz. “¿Tú quieres que te siga considerando como un pequeño e indefenso adolescente?”. La llamada se cortó bruscamente. Angélica miró el tablero del celular y resignada lo volvió al bolso. Miró a Arturo. “Cómo admiro a tus hijos – dijo – son criaturas de Dios, mi hijo es criatura del diablo”. Arturo volvió a mirarla a través del espejo retrovisor. “Los hijos son como una lotería, señora”. Pitó para apartar un par de perros que se apareaban en plena vía pública. Angélica bajó la mirada, Arturo carraspeó. El vehículo se detuvo frente al edificio. Angélica lo abandonó presurosa. Avanzó de prisa sin perder la cadencia femenina. Saludó a sus compañeros y compañeras, mientras hacía fila para abordar el ascensor. El teléfono volvió a timbrar. “Voy llegando a la oficina”, contestó dibujando una risita socarrona. “¿Cómo vas tú?” “Eso me alegra”, agregó al abordar el ascensor que la llevaría al piso décimo. “Hoy no puedo, tengo serios problemas con Richard, es cada día más inútil e insoportable”. “Claro que te amo, contigo iría hasta el último rincón del cielo o del infierno, tú lo sabes”. “Espero llamada, besitos”.


Apretujada volvió el celular al bolso floreado de marca. Saludó a María con risita maliciosa. “¿El mismo?”, preguntó María acercando su rostro al oído de Angélica. “¿Acaso, tengo cara de puta?”, contestó Angélica burlona rosándole el hombro con la mano izquierda. El ascenso fue lento. En cada piso paraba. “Para eso no es necesario ser eso, mija o ¿Sí?”. Angélica volvió a reír con picardía. Su rostro se iluminaba al tratar esos temas. Los sentía y eso lo sabía perfectamente María. María se quedó en el piso séptimo. “Adiós querida”, le dijo al salir. “Hasta la vista María Santísima”, le respondió Angélica. “Ja… Ni porque fuera la más de malas”, respondió alejándose por el pasillo llevando consigo varias carpetas.


El jefe  la esperaba. Era un hombre magro. Mirada incierta y piel trigueña. Su traje oscuro impecable, contrastaba con su rostro colérico. Iba de un lado para otro, mientras miraba el reloj de pulsera. Era petulante. Imponente. Agresivo. Al verlo, Angélica sintió un corrientazo en la espalda. No soportó su mirada. Nerviosa se inclinó para saludarlo inventando una risita pálida. “Qué dicha tenerte por acá, jefe”, dijo por entre los dientes, mientras se acomodaba en su silla y llamaba a la secretaria para revisar la agenda del día y  entregarle las carpetas para ser archivadas.


El jefe que cursaba los 64 años bien vividos, se conservaba intacto. Todos los días iba al gimnasio. Comía productos vegetarianos y había dejado prácticamente de adolescente los vicios nocturnos. Tomaba con mucha frecuencia agua mineralizada. Toda su vida la había dedicado al negocio. Su pasatiempo favorito era acumular fortuna. Había comenzado desheredando a sus hermanos quedándose con toda la fortuna de su padre. Con miles de triquiñuelas  se había apoderado de la pensión que le correspondía a su madre. Montó toda una trama ante el tribunal demostrando que su mamá estaba loca y sus demás hijos incapaces de manejar la contabilidad familiar, solamente él estaba en condiciones de asumir la conducción del hogar. Eran tres hermanos y una hermana. Él era el menor. La muerte de cada hermano era para Ladrony motivo de regocijo, pues la fortuna pasaba automáticamente a sus arcas. Sus hermanos – solía decir – no tenían derecho porque eran cortos de espíritu.


Su mujer era el doble de tacaña y perversa. Era la pareja perfecta en la ciudad. Su fama corría por los vericuetos más inhóspitos, entraba en toda conversación y era motivo de los más duros epítetos. Entorno a aquella familia se había tejido toda clase fábulas e historias, muchas de las cuales, rayaban en el sensacionalismo. Ninguna de ella fue corroborada. Sin embargo, iba de boca en boca a la velocidad de la luz.


Clavó sus ojos de víbora venenosa en el rostro de Angélica. La miró con desprecio. Asco. “La necesito en mi despacho ya”, dijo secamente y volviéndose se alejó por el largo corredor. Sus zapatos de charol lanzaban destellos. Angélica a duras penas pudo mirar su agenda y cogiendo su libreta de apuntes se encaminó al despacho del doctor Ladrony. Balbucearon algunas palabras con su secretaria, una mujer esbelta, de cabellera brillante y abundante que le llegaba a la cintura. El sol era brillante. Sin embargo, un vientecillo que se colaba por los amplios ventanales y puertas de acceso a las oficinas suavizando el clima. El celular timbró. Era él. Le contestó con suavidad, casi por entre los dientes. “El jefe está puto, me llamó a su despacho. Besitos” y colgó guardando el aparato en el fondo del bolso.


La secretaria del jefe la estaba esperando. Era una mujer desaliñada. Insípida. Taciturna, pero con un poder descomunal. No tenía belleza pero sí poder, el cual equiparaba con aquella sin remordimiento. Era bisexual. Angélica entró de un solo golpe y la saludó con amabilidad tratando de aparentar tranquilidad. Ella la miró por encima de sus anteojos. Fue una mirada fría. “El jefe está indignado”, dijo. Le indicó el asiento y Angélica se sentó subiendo una pierna sobre la otra. Lesbyn la miró de arriba hacia abajo, mientras engrampaba algunos documentos. “¿Por qué estará el doctor de mal genio?”, preguntó Angélica en voz baja. Lesbyn la volvió a mirar dibujando una leve sonrisa. “Ja…malo, malo, su mujer no le dio a probar nada anoche”. Angélica sonrió. Festejó la broma. Sin embargo, volvió a hacer la misma pregunta. “Debe ser que algún chanchullo no le funciona”, contestó mirándola de nuevo de pies a cabeza disimuladamente.  Angélica tosió. Se incorporó fue al lavamanos y arrojó allí el espeso esputo. Entonces regresó y sentó de nuevo. “¿Me esperaba?”, dijo con marcada timidez Angélica modulando su voz para que nadie la escuchara. “Esa es mi tarea, esperar a los clientes de mi jefe”, contestó abriendo el libro de registro. Lo miró y se lo entregó a Angélica para que lo diligenciara. Fecha, nombre, cargo, tema, hora de llegada, hora de salida y firma. Angélica sacó de su bolso las antiparras y colocándosela se dispuso a diligenciar. El celular volvió a vibrar. Miró la pantalla. Era su hijo. “Estoy ocupada”, dijo suavemente. “Es urgente mamá”, dijo Richard al otro lado de la línea. “Siga”, dijo el doctor Ladrony parado en el marco de su despacho ovalado. “No hay necesidad de diligenciar la minuta”, agregó regresando a su despacho.


Angélica miró con angustia a Lesbyn e incorporándose se encaminó al despacho. “Cuenta conmigo”, le dijo justo en que la funcionaria cruzó el umbral de la suntuosa oficina. Angélica no tuvo tiempo de contestar y menos a la llamada de su hijo. Apagó el celular. El escritorio estaba al fondo. Era largo de la madera pulida. Caminó nerviosa, aunque aparentaba tranquilidad. Su esbelto rostro brillaba de ansiedad. Sobre el escritorio el computador última generación, a un lado el calendario y al otro lado una colección de libros y documentos sueltos. A la derecha la libreta de apuntes. Ya se había sentado en su mullido sillón y fingía mirar algunos documentos. Se rascaba la cabeza y de vez en cuanto golpeaba el escritorio. Parecía alucinado mirando dichos documentos, a veces con mirada pueril.


Al verla llegar, el doctor Ladrony levantó su mirada y señalándole el asiento la invitó a ocuparlo. Fingió leer unos segundos más, como quien prepara los libretos a última hora. Angélica echó una mirada rauda por el aposento admirando su elegancia. A su espalda había un cristo bañado en oro con incrustaciones de diamantes. La opulencia era infinita. Al levantar su mirada se encontró con la de Angélica y le leyendo el pensamiento de la funcionaria, contestó sin ambages: “La apariencia es el elixir de esta sociedad. Somos de apariencia porque somos apariencia”, dijo. La miró con intensidad y sus ojos volvieron a brillar. Angélica sintió un vacío en la barriga. El corazón latía a toda revolución, parecía que se le fuera a salir de su cavidad torácica. Fueron segundos eternos. Ladrony se incorporó fue a la secretaría y le dijo a la secretaria que no le pasara ninguna llamaba. “No estoy para nadie”, dijo cerrando la oficina herméticamente. La secretaria contestó sin mirarlo. Nunca se atrevía a mirarlo de frente, solía decir en grupo muy cerrado que aquella mirada era diabólica.


Angélica estiró sus hermosas piernas como tratando de impresionar y acomodando el bolso en una pequeña mesita auxiliar esperó expectante. Miles de cosas pasaban por su mente. La única certeza era que estaba viviendo los últimos días en la empresa transnacional; lo intuyó al entrar a su despacho y ver al jefe descompuesto. No pensó en más. El doctor Ladrony sabía el drama de su empleada y al parecer se divertía por eso demoraba el diálogo fingiendo revisar documentos de última hora. El vientecillo entraba por el amplio ventanal. El aire acondicionado no estaba en funcionamiento y eso hacía que el doctor se quejara una y otra vez. “Con el poder en las manos y no puedo hacer nada”, dijo levantando su mira astuta para ver mejor a Angélica. Angélica no contestó, lo miró alucinada dibujando una risita pálida que el doctor Ladrony aplaudió con fuerza. Acercó el asiento contra el escritorio. Los rodachines crujieron por falta de mantenimiento. “Tenemos que hablar largo y tendido”, dijo mirándola de frente sin consideración de ninguna naturaleza. Angélica carraspeó suavemente y tomando saliva espero impaciente. Estaba muerta de nervios. Sudaba copiosamente y sus manos parecían de trapo. “¿De qué viviré ahora en adelante?”, era la pregunta mayor que la mortificaba. Justo cuando iba a lanzar su primera frase su celular privado timbró, miró y palideció. Se quedó ensimismado durante largos segundos sin saber qué contestar.


El calor era sofocante. Vio cruzar los gallinazos. Algunos paraban en los Almendros, otros en los postes de la luz y otros seguían volando.  “No siento nada fétido”, dijo balbuceando. “El viento aleja el olor”, contestó Angélica suspirando. “Salgo ya”, incorporándose. “Después hablamos, doctora Angélica”, dijo abandonando el salón con rapidez. Lo vio alejarse con prisa. Angélica sintió que se había liberado de un fardo demasiado pesado. Sin embargo, siguió petrificada en el asiento hasta cuando entró Lesbyn dibujando una sonrisa de oreja a oreja. “Doctora, tú tienes más vidas que el gato”, le dijo sentándose a su lado rosando sus rodillas. Solo cuando tomó conciencia abrazó a Lesbyn y la apretó contra su pecho. Lesbyn sintió desmayarse. Angélica se dejó llevar, ¿A propósito? Difícil decirlo. “¿Qué pasó?”, preguntaba con insistencia Angélica, sujetando a Lesbyn por la cintura. “Truquitos, truquitos”, contestó Lesbyn pasando sus manos por la cara para quitarle las lágrimas a Angélica. “Pero…¿Qué?”, insistió. “Es mejor no preguntar”, dijo Lesbyn mirándola con cierta sequedad. “Lo cierto – agregó Lesbyn – es que tenemos Angélica para harto rato en la empresa. Eso es suficiente. O ¿No?”. Angélica la volvió a besar en la mejilla. El roce de los senos fue inevitable. El celular de Angélica puso fin al festejo. Se inclinó abrió el bolso y contestó. Era él. Ahí estaba de nuevo. En tiempo record le contó lo sucedido. “Haré todo lo posible para vernos esta noche, así sea para tomar un té en el negocio de Lola. De lo otro nada. Estoy muy acorralada por los impases”, dijo y colgó. Volvieron a abrazarse y se despidieron: Angélica para su oficina y Lesbyn para la suya.


2


Richard después de mirarse una y otra vez en el espejo de cuerpo entero, revisar las páginas del periódico y su correo electrónico, abandonó la vivienda abordando el auto color rojo último modelo. Se acomodó al volante con parsimonia y depositando a un lado el maletín con los implementos deportivos se encaminó al club campestre. Lo separaba dos kilómetros. No tenía prisa. Siempre solía decir lo mismo: “Tengo toda la vida del mundo para vivir mi vida”. Miró a través del espejo retrovisor y cerciorándose que no había obstáculos poco a poco fue abandonando el parqueadero. Mientras acariciaba la cabrilla musitaba una canción de los Beatles que sonaba en su equipo. El celular timbró. No lo contestó. Justo cruzaba un puesto de policía y temía la multa. El aparato volvió a timbrar. Era insistente. Contestó. Sonrió. “Amor voy conduciendo”, dijo sin perder el buen humor. “Una vez llegue al club te devuelvo la llamadita. Besitos”, dijo y colgó. Era un día espléndido. La lluvia se había ido como por sortilegio. Las calles retorcidas no estaban atareadas ni de transeúntes, ni de autos. Eso facilitó su desplazamiento a 40 kilómetros por hora en promedio.


La ciudad parecía inmóvil, silenciosa y taciturna. Nada que llamara la atención. En el pequeño parquecito que da a la salida de la ciudad un grupo de jóvenes de la calle jugaba fútbol con pelota de trapo, aprovechando el éxtasis que le producía la marihuana. Por la otra calle, el cochero espantaba su mulo para que avanzara con más prisa tirando el carruaje repleto de cachivaches. Cada quien en su mundo. Richard no entendía nada de la lucha de clases. Tenía la firme convicción de que tenía que existir pobres y ricos, era algo natural, como el día y la noche, la vida y la muerte, el amor y el odio, la paz y la guerra. No se podía modificar el mundo por cuanto era perfecto. Entendía que Dios había determinado dos dinámicas diferentes que se complementaban milimétricamente. “La escasez del pobre se complementa con la abundancia del rico”, solía decir en las esporádicas conversaciones con su selecto grupo de amigos.


Era petulante. Gustaba aparentar y exagerar. Inventaba mil triquiñuelas para dar la imagen de ser erudito. Por eso tenía hasta en su cuarto libros regados de historia, filosofía, revistas especializadas e incluso, pornográficas, que a propósito era las que más miraba con suma atención, porque según decía el ser humano debe ser docto en todos los campos del conocimiento. Sabía de todo y de nada. Había alcanzado su licenciatura a punta de fraude, comprando docentes, utilizando compañeros de estudio, copiando y falsificando notas. Sin embargo, era feliz. Todo lo tenía en casa. Se consideraba amo y señor de su círculo tanto familiar como de amigos. Claro, entre los amigos era el más destacado. Era el dicharachero, el intrépido, el lanzado y el que llevaba siempre el liderazgo. De los sistemas económicos que le había tocado estudiar le había llamado levemente la atención el pensamiento desarrollado por Adolfo Hitler, el fascismo. Por supuesto que no lo entendía a profundidad, pues nunca lo había estudiado a profundidad, solo tenía nociones vagas, las que solía presentar con cientificidad y supuesta profundidad. Sus ideas vacías eran alagadas por sus amigos sin la mayor resistencia por su poder económico. En sí, su círculo de amigos, era un círculo de crudos aduladores.


El tablero del vehículo se iluminó y la señal de alarma lo sacó del ensimismamiento cuando se disponía a cruzar el cruce de avenidas. Detuvo el recorrido y se dio cuenta que había pinchado el auto. Se ofuscó. Golpeó con furia la cabrilla. Abrió la portezuela y descendió maldiciendo. En cuestión de segundos, estuvo rodeado de tres corpulentos hombres de mirada cetrina que empuñaban pistolas con silenciador. Sin tener siquiera tiempo de asustarse, uno de ellos lo sujeto por los brazos y el otro por el cuello, arrastrándolo al vehículo negro sin placas, subiéndolo violentamente, mientras el otro apuntaba. Tirado sobre el asiento uno de los asaltantes se hizo a su lado, vendándolo y tapándole la boca, colocándole el cañón del arma en el mentón. El conductor obeso, cabellera rubia y ojos zarcos aceleró el vehículo tomando a la izquierda por la larga avenida desértica. Richard aún no reaccionaba, alucinado permanecía inmóvil, estupefacto, sin saber que decir y que hacer. El carro rodaba a gran velocidad, al parecer no respetaba semáforos. Lola que lo vio pasar, diría después en la indagatoria ante el señor fiscal que llevó el caso, que le había llamado la atención la velocidad con que se desplazaba y el desconocimiento de las señales de tránsito, pues frente a ella había un semáforo en rojo y lo cruzó raudo, había pensado que era una emergencia, alguien que se estaba muriendo. Por eso, dijo, yo me santigüé y le pedí a mi Dios que todo saliera bien.


Esa versión la repitió las veces que se la preguntó el fiscal de distintas maneras sin omitir una coma. El viejo Anacleto que esperaba el bus urbano a un lado del romboide declaró que varios hombres habían bajado rápidamente con armas automáticas y había cogido por la fuerza al señor del autor rojo y se lo habían llevado con rumbo desconocido. “Todo fue tan rápido – dijo – que no hubo tiempo de coger las placas o decir algo”. Cuando el torturador se dispuso a quitarle las uñas de las manos para que cantara la verdad y nada más que la verdad, el anciano horrorizado señaló que él era desmemoriado y además no sabía ni leer, ni escribir. “¿Qué podía hacer ante estos impedimentos?”, dijo mirando con angustia al atlético polizonte que lo miraba con furia. Solo cuando le quitó dos uñas de la encallada mano derecha, el uniformado se dio cuenta que Anacleto decía la verdad. Un segundo polizonte lo sacó de aquel cuarto siniestro y llevándolo a su oficina, le hizo firmar un documento en el cual certificaba que había sido tratado con respeto y consideración observando los diez mandamientos de la ley de Dios y los Derechos Humanos consagrados en la declaración universal.



El auto negro continuaba su recorrido disminuyendo su velocidad para no generar sospechas en ciertos sectores de la ciudad. Dio vueltas y vueltas para despistar al detenido. Finalmente, se detuvo en una casona inmensa de las pocas que hay en la ciudad. Richard suspiró. El acompañante le quitó de un solo golpe la mordaza y la venda negra. Lo miró con intensidad, con desprecio. Era atlético con perfil estadounidense. Movió la pistola para rascarse el mentón. El conductor le entregó las pozas, las cuales sonaron al ser ajustadas en las afeminadas muñecas de Richard.  Richard parecía ensimismado. Con sus ojos abiertos, como si se le fueran a salir de sus cuencas, miraba el rostro del asaltante  sin chistar palabra, solo respiraba lo necesario. Era una efigie alucinada. El sol se filtraba por la portezuela y un vientecillo pálido rosaba su rostro crispado por el pánico. Desde su detención no había pronunciado palabra. Era como si hubiera quedado sin pronuncia, las cuerdas vocales se le hubieran roto. Movió su cuerpo para acomodarse en el auto. Entonces el asaltante le apuntó directo a la frente. Richard volvió a quedar petrificado. Vio perfectamente el cañón del arma y pensó que en cualquier momento saldría una bala con destino a su rostro. El rostro de su novia vino a su memoria. “¿Qué estará haciendo?”, se preguntó. No tuvo tiempo para hace conjeturas. Fue bajado de un solo golpe e introducido al casarón por un largo pasillo oscuro. Caminó con dificultad como intentando resistirse. Dobló a la derecha, luego a la izquierda, llegando finalmente a un saloncito pequeño con una mesita al centro y asientos de cuero a su lado. Los captores ordenaron detenerse y mirando el techo, uno de ellos le hizo señas para que sentara. El ambiente era denso. Olía a cuarto abandonado.



Richard colocó las dos manos aprisionadas sobre la mesita y acomodando su cuerpo sobre uno de los asientes de cuero, respiró con fuerza. Haciendo un esfuerzo sobre humano habló. Su voz dubitativa salió pausadamente. “¿Quiénes son ustedes?” El que le apuntaba sonrió levemente al contestar por entre los dientes colocándole la pistola en el pecho: “No le importa saber quiénes somos”. Richard se estremeció, tuvo la sensación de haber escuchado esa voz, le era conocida, pero no pudo determinar en dónde la había escuchado. Era una voz característica, particular, inconfundible. La otra conclusión que sacó fue que no era una voz nacional, era una voz extranjera. “Quizá – pensó – la escuché en algún video”. El otro asaltante habló brevemente por celular. “Hay que esperar”, dijo al cortar la llamada. Teniendo el celular de alta gama en sus manos, el asaltante se sentó y estirando sus piernas largas se recostó. Miró hacia el techo y entrecerró los ojos. Dejó escapar un resoplido bestial con aire de triunfo. Apretó sus piernas. Su rostro cadavérico se contrajo levemente. “Llevo dos días sin dormir”, dijo para sus adentros. A lo lejos se escucha el ulular de las patrullas de la policía y las ambulancias que iban en todas direcciones. La ciudad era un caos. Las emisoras lanzaban sus extras con sensacionalismo. Algunas sostenían que ya la policía tenía en sus manos a varios sospechosos y que la liberación del doctor Richard era cuestión de horas. De todas maneras, llamaban a la comunidad a colaborar con algún detalle un indicio que le permitiera a la autoridad llegar a la guarida de los secuestradores. El agite era total. La bomba había estallado estrepitosamente cogiendo a toda la ciudad por sorpresa. Al comandante de policía haciendo el amor con la proxeneta de su cuadra, al obispo burlando la dignidad de un menor, al alcalde durmiendo la siesta del mediodía y al juez ensimismado jugando bolitas con su primogénito.



El reflector iluminaba el rostro de los tres personajes en la salita misteriosa. Cada quien hacía sus propios cálculos. Richard, aún no salía de su asombro. Todo cuanto estaba viviendo le era novedoso. Siempre había vivido en la opulencia. Acostumbrado a la adulación, sentía aquel trato con indignación y extrema repugnancia. Estornudó de improviso. El ambiente pesado lo estremeció de pies a cabeza. Estaba a punto de estallar, pero se contuvo. Estaba seguro que aquellos rufianes estaban dispuesto a todo. “¿Qué dirá mi madre?”, pensó. “Seguro mi hermana dirá que es una broma más, se enojará y le dirá a mi madre que soy incorregible y que necesito un castigo ejemplar antes de que sea demasiado tarde”, meditó mirando de soslayo a uno de sus captores que parecía lelo pensando pensamientos. El ruido estridente del pájaro de acero, lo hizo reaccionar, se inclinó y miró el pequeño ventanal caoba cerrado herméticamente. “Es un helicóptero de la armada – dijo – seguramente me ubicaron y vienen por mí”. Los rufianes también reaccionaron. Se miraron entre sí nerviosos. El que le apuntaba se puso en pie y fue hasta el pequeño ventanal e intentó mirar por la hendidura. Se mantuvo en silencio con el oído pegado a la pared. Suspiró. El helicóptero se alejaba de la zona. Volvió su mirada y le sonrió a su compinche. “Todo normal”, dijo.



“¿Duda de mi capacidad táctica?”, dijo una voz a sus espaldas. Era una voz grave y pausada. Terrorífica. Richard quedó nuevamente paralizado. Intentó girar pero no pudo. Permaneció inmóvil. No tenía otra alternativa. La pared a su espalda se había corrido automáticamente. La rampla de mármol conducía hacia un sótano estrecho. Por ahí, había llegado el siniestro personaje. Sus dos compinches repuestos del susto, se inclinaron respetuosos, uno se atrevió a estirar la mano para saludarlo, pero el personaje la obvio con una risita rebuscada. “Buen trabajo”, dijo mirando al prisionero con sus ojillos diabólicos. “Hemos cumplido”, dijo uno de sus compinches. “Yo también cumpliré – dijo – y para la muestra un botón”, movió sus manos entre los bolsillos de su chaqueta negra sacando dos fajos de billetes de alta denominación y desgarbadamente los dejó caer sobre la mesita. “¿Esto será suficiente?”, dijo con cierta ironía. Los ojos de los maleantes brillaron de codicia. Era mucha plata. Como perros hambrientos se abalanzaron cogiendo cada uno su fajo, lo miraron por todos lados y nerviosos lo repartieron en varias partes más o menos iguales guardándolo en los distintos bolsillos de sus chaquetones.  “¿Satisfechos?”, dijo el siniestro personaje encendiendo un cigarro oscuro y penetrante. Fumó y botó la bocanada por la boca y la nariz aguileña sin afán.



Comenzaba la tarde. El sexagenario  personaje dio un corto paseíto por el estrecho cuarto y ordenando a los sicarios alejarse de allí, les indicó un cuarto distante. Una vez solo sonrió burlón. Sus ojillos parecían lanzar destellos. Miró a Richard de pies a cabeza. Se acomodó a su lado. No tenía antifaz. “Eres una minita”, le dijo al oído. Richard suspiró y mirándolo horrorizado le pidió que no le hiciera daño, que era joven demasiado humano con la ilusión de vivir y disfrutar la vida a las anchas sin hacerle males a nadie. “El buen trato no depende mí, depende de tu familia”, contestó el personaje. Richard no entendía. Por eso, lo miró con asombro. Sentía la respiración farragosa de aquel individuo metido en un traje oscuro con chaqueta del mismo color que le bajaba hasta las rodillas. Tenía mal aliento. “Mi familia me adora, soy la diversión de la casa”, dijo Richard por entre los dientes. Su captor sonrió frotándose sus manos alargadas y delgadas. “Eso esperamos todos”, agregó al contestar el celular de alta gama. Richard se inclinó para tratar de escuchar la conversación, pero poco y nada pudo entender, hablaba en clave. Gesticulaba. “¿Será el jefe de la banda?”, se preguntó Richard metido en sus cenagosas divagaciones. Intentó preguntar pero se abstuvo, temía una reacción violenta de aquel adusto personaje. “¿Cuánto tiempo estaré acá?”, indagó clavando la mirada contra el piso. La respuesta fue corta, cortante e inexorable: “Eso también depende de tu familia”. Richard aún no entendía. Todo le parecía una broma de mal gusto o de pronto excitante, pues colocar toda una ciudad en movimiento lo haría famoso. Se imaginó dando declaraciones de prensa, el flash de las cámaras fotográficas, los micrófonos, las cámaras de televisión. La mirada admirada del público. Sonrió levemente. “Con toda seguridad – pensó – las reinas de belleza me besarán”. Como adivinando el pensamiento, el hombrecillo lo miró de reojo y calculadamente le dijo en voz baja: “No te hagas tantas ilusiones pequeño bebé”.



Richard sintió reseca su garganta. La lengua pegajosa. Desde su detención no había probado nada. Se dio cuenta que sus tripas estaban vacías y que crujían. Sin embargo, no quería probar alimento en señal de protesta. Además, solo comía en casa, era su costumbre consuetudinaria. El captor fue a la otra pared y abrió la pequeña ventanita, estiró su mano para coger del pequeño congelador una botella de agua mineralizada, la miró y volviendo su mirada se la entregó, pero Richard la rechazó. Raterio, así se llamaba el siniestro personaje, dio un paso atrás y destapándola la vació sobre la humanidad de Richard mojándole la cabeza, el rostro y el dorso, principalmente. Richard lo miró con odio. Raterio sonrió socarronamente. “Si no te la tomas por la boca, te la tomarás por los poros”, dijo. Richard no contestó, una vez más bajó su mirada. Así, poco a poco se iba dando cuenta de la situación en la cual estaba metido. Poco a poco fue tomando conciencia. “¿Quién soy para ti?”, preguntó de improviso. Raterio lo miró fijamente al decir: “Un secuestrado”. Richard se puso en pie como impulsado por una catapulta, intentó romper las pozas y lanzarle un puñetazo a su captor. Raterio desenfundó la pistola que llevaba consigo y apuntándole a la sien le sugirió que se calmara. “Eres un secuestrado”, insistió. Richard pensó en el rostro de su madre al saber la noticia. La algarabía sería inmensa, seguramente tendría varias fases bien diferenciadas. Una primera de ironía, una segunda de indignación al calificar el hecho una simple broma y una tercera dolorosa. Era consciente que pasaría del cielo al infierno y del infierno al cielo al desarrollarse estas fases. Volvió a sentir pánico y mirando a su alrededor gritó: “¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio!”. Raterio dejó escapar una carcajada siniestra. “Te aconsejo que ahorres energía”. Con las manos crispadas Richard golpeó la mesita. Lo calmó el frío cañón de la pistola. Conteniendo su enfado se dejó desplomar sobre el asiento. “¿Cuánto pedirás por mi rescate?” Raterio no contestó, se alejó por la larga rampla de mármol desapareciendo rápidamente. Se fue tan rápido como había aparecido.



Los dos secuaces llegaron nuevamente, uno de ellos hablando por celular. “Así será”, dijo a su interlocutor colgando bruscamente e indicando a su compinche el camino a seguir. Richard fue levantado con brusquedad y conducido por la rampla. “¿Para dónde me llevan?”, preguntó indignado. “No pregunte, cabrón, camine”, dijo el que lo tenía sujetado por la nuca. El aire era cada vez más denso. Se detuvieron ante una puerta ubicada a un costado de la rampla. Era una puerta pequeña que daba a un pasadizo oscuro. Los maleantes le dieron la orden a Richard de acuclillarse y prácticamente arrastrándose entraron por allí, el recorrido largo y complejo, sobre todo para Richard que mantenía con sus pozas puestas. La puerta metálica se había cerrado de nuevo. Richard calculó que nadie había cruzado por allí. Sintió náuseas al oler las paredes embadurnadas de telarañas y el chillido lúgubre de los murciélagos. Pensó morir. Sin embargo, pensar en su madre lo animaba a seguir batallando. Recorrieron exactamente quinientos metros lineales. El sudor frío resbalaba por su rostro y espalda. Recordó las obras de terror de Alan Poe dándose cuenta por primera que existía una gran diferencia entre leer y experimentar como estaba experimentando los avatares de la vida en un gobierno dominado por la dictadura militar.



Richard que siempre había elogiado el valor de los militares, su honradez y transparencia, se negaba a creer lo que estaba viviendo. Por una imprudencia de su compinche se había enterado que estaba ante un militar activo. Confundido, quizás en un momento de incertidumbre, lo había delatado al llamarlo como “mi teniente”. “Marica – dijo  el asaltante mientras se arrastraba sobre  el carrasposo pavimento – no me venda sapo malparido”. “¿Quién nos puede escuchar por acá?”, repuso el compinche intentando minimizar la indiscreción e infidencia. En la penumbra volvió su rostro y le dijo: “Las paredes tienen oídos”. El compinche no contestó se movió con más prisa empujando a Richard para que apurara la marcha. Salieron a un cuarto pequeño de paredes metálicas. A un costado un camastro, un pequeño lavamanos y un inodoro. Había también un pequeño nochero gris y una ventanita estrecha rectangular. Sudoroso, untado de polvo cenizo y telarañas, Richard se incorporó alegando mucho dolor en las muñecas de sus delicados brazos. “No te preocupes – le dijo el teniente – aquí tendrás tiempo suficiente para recuperarte”.  Richard por primera vez intentó agredirlos. Dejó caer una patada en los glúteos del teniente. La paliza que le propinaron antes de dejarlo allí fue tremenda. Recibió golpes en distintas partes del cuerpo, especialmente en el rostro, en el estómago y en las partes nobles. Convertido en nazareno lo empujaron al fondo de la celda y cerrándola herméticamente regresaron los dos sujetos por donde habían entrado. “Espero que no te pudras”, dijo el teniente tocándose los glúteos. “Por mí que te pudriera, cerdo de la alta sociedad”, dijo el otro.



 Tirado en el piso, manando sangre del rostro, especialmente de la nariz, Richard permaneció inmóvil, dejando escapar gritos de dolor. Solo cuando tomó conciencia que estaba solo calló y arrastrándose fue al camastro. Subió a él con movimientos torpes permaneciendo allí largas horas dejando escapar quejidos a intervalos. No le fue fácil acoplarse a la mortecina luz del pequeño bombillo suspendido en el techo metálico. Todo fue un proceso dispendioso, un sacrificio enorme que soportó no porque tuviera pasta de mártir sino porque le tocaba por aquello del simple instinto de sobrevivir. El ser humano hace cosas increíbles cuando de por medio está en juego la vida. Es una rara energía que se conserva como reserva en alguna parte del cuerpo y sale a flote solo en momentos de máxima tensión o zozobra. Mirando el techo, con los ojos entrecerrados, recordó la odisea de Luis Alejandro Velásquez quien duró diez días a la deriva en altamar conviviendo con tiburones, gaviotas y la soledad sonora, que Gabriel García Márquez contó en el libro intitulado: “Relato de un náufrago”. “Eso es diferente – dijo – la historia del náufrago para mí es virtual, mientras que mi secuestro es real”. Se estiró sobre la estera y dominado por el cansancio poco a poco fue quedando dormido.



Soñó en el crucero cruzando el caribe, besado por las turistas que se derretían al verlo con el buzo esquelético beis y el blujeans ajustado azulado. Navegó mar adentro hasta cuando la tempestad lo golpeó fuertemente. El capitán del crucero hacía ingentes esfuerzos para que la nave no perdiera estabilidad, los botes salvavidas estaban habilitados y las directrices eran repetidas por el par de marineros que intentaban sortear la tormenta. Las descargas eléctricas caían del cielo plomizo en culebrillas acompañadas con sus estruendos descomunales. Era el mar embravecido. Las olas crecían progresivamente. El capitán, un hombre cuarentón de rostro circunspecto y mirada triste, maniobraba sin perder la calma. “No es la primera vez”, decía en voz alta para calmar la angustia de los turistas. Richard tirado sobre la litera con los ojos más abiertos que de costumbre miraba horrorizado el firmamento que en cuestión de minutos se había transformado. El azul turquí había sido reemplazado por los nubarrones oscuros cargados de agua que se precipitaba huracanada. Recordó a su madre. Estaría a esa hora tomando las onces frente a su oficina cruzando la calle atiborrada de transeúntes a esa hora de la tarde, seguramente una tarde soleada con temperatura superior a los 25 grados centígrados. Su hermana viendo la telenovela y la criada preparando las albóndigas en la cocineta cuadrada con la radio escuchando música de los 60s. Lloró.



 Parecía un niño inofensivo. Sus lágrimas salían a borbotones, el susto le había atrofiado su hombría. El marinero más experimentado lo condujo al cuarto de máquinas para que se entretuviera viendo las maniobras que hacía el capitán para sortear el impase. La serenidad pasmosa del capitán lo fue tranquilizando. Sin embargo, no se sentó, permaneció en pie largo rato. A lo lejos, el vuelo del ramillete de gaviotas, anunciaba que la tormenta había terminado y la costa estaba cerca. “Aquí – dijo el capitán con aire de triunfo – no ha pasado nada”. Atolondrado, Richard regresó a su camarote. Las chicas lo miraban con cierta frustración. “No es macho”, le dijo una bella mujer de piel de ébano a su compañera de ojos rubios y cuerpo espigado de origen francés. “Debe ser más homosexual que Maikel Jasson”, agregó la bella mujer de pie de ébano. “Qué lástima”, dijo su contertulia mirando el ramillete de gaviotas. Poco a poco el calor y la alegría caribeña volvían.



3



Al terminar los juegos del amor, que se habían prolongado por una hora, Angélica dibujó una risita de plena satisfacción volviendo la mirada al televisor que interrumpía su programación musical habitual para presentar un extra. Mientras rozaba su pubis con una mano y con la otra ofrecía su otro brazo como almohada a su amante clandestino, observó extasiada el desarrollo de la información. La periodista, la modelo del momento, fue lacónica en su comunicado señalando que en la próxima emisión ésta y otras noticias de interés general serían desarrolladas con profundidad y el profesionalismo que caracterizaba al canal noticioso. Era blanca y despercudida embadurnada de maquillaje. No lo hacía del todo mal a pesar de que nunca había sido ni periodista, ni presentadora. El director del noticiero había entendido que era la era de la imagen, la ausencia de contenido predominando la puerilidad, la forma al fondo.



Quedó petrificada, casi sin respiración, mirando la televisión como queriendo decir repita la noticia que no la entendí, puede estar equivocada con la información, puede ser un homónimo o quizá desinformación. “¿Qué día es hoy?”, preguntó por entre los dientes. “Cinco de octubre”, contestó su amante abrazándola. “Pensé que era 28 de diciembre”, contestó al instante. Sentía que flotaba en la larga cama de confort del motel que siempre visitaba con tanta frecuencia que al decir de los comunicadores de oficio daba la impresión de ser accionista del inmueble. Muchos así lo afirmaban en sus comentarios de tertulia. Sobreponiéndose se incorporó y sentada en el borde de la cama volvió su mirada para ver a su amante desnudo ensimismado mirando para el techo sin saber qué decir o hacer. Tenía sus ojos inundados de lágrimas que bajaban por sus mejillas como lluvia de perlas. “No puede ser”, dijo sollozando. “Eso debe ser una mentira”, dijo el acuerpado acompañante rascándose la cabeza, “No hay medio de comunicación más mentiroso que la televisión”, agregó quitándole las lágrimas con una mano y con la otra acariciando la cabellera alborotada de su bella amante. “No me dejes”, dijo sin pensarlo Angélica. El hombre sonrió levemente apretándola contra su pecho lampiño. “Ni en la eternidad”. Al activar el celular, aparecieron decenas de llamadas de números celulares algunos conocidos y otros desconocidos.  Frunció el ceño. “¿Qué estará pensando mi hija?, dijo para sus adentros. No sabía qué hacer. El mundo se le había cerrado en cuestión de segundos, el cerebro estaba bloqueado.



Caminó por el cuarto dando tumbos sin dirección fija. Miró a través del pequeño ventanal la ciudad abajo, bajo el sol abrazador de las dos de la tarde. Una bandada de gallinazos sobrevolaba en busca del mortecino cerca del botadero de basura municipal. Colocó sus dos manos sobre el borde del ventanal y miró sin ver su entorno suspirando y dejando rodar lágrimas por sus mejillas. No tenía conciencia que estaba como había venido a este mundo. El celular la hizo reaccionar. Fue a la mesita y cogiéndolo contestó maquinalmente. Era su hija que estaba también en un mar de lágrimas. “Voy para allá”, dijo y colgó.  Se vistió a toda prisa. Besó a su amante y organizando el bolso salió apresurada. Cruzó el largo corredor sin tomar medidas de precaución como en las demás oportunidades. Abordó el primer taxi que se atravesó suplicándole al chofer celeridad. El chofer era un hombre joven costeño que se divertía con la música vallenata. Tenía camiseta esquelética con la imagen del Che Guevara. El auto se desplazaba a gran velocidad evadiendo los huecos, algunos semáforos y el trancón. Miraba a intervalos a la pasajera a través del espejo retrovisor. Pensaba que aquella mujer era casada y que seguramente había sido sorprendida por su marido chiveando. El calor soporífero de las cuatro que hacía de los transeúntes robots mecánicos, contrastaba con la celeridad de la pasajera. Al bajarse entregó un billete de alta denominación, el conductor comenzó a buscar la forma de completar los vueltos, pero no dio tiempo, desapareció como por sortilegio. El conductor asombrado lo primero que se le vino a su cabeza fue la idea que el billete era falso. Lo miró y lo revisó meticulosamente al derecho y al revés, lo colocó en contraluz, lo arrugó en sus manos gruesas, lo estiró y el billete daba muestras de ser efectivo. “La mejor forma de probarlo es cambiándolo”, dijo y en la primera gasolinera lo hizo. No tuvo contratiempos. Sonrió después del susto. “Es la prima de navidad por adelantada”, pensó continuando con su penosa labor de recorrer las calles en busca de pasajeros.



Angélica cruzó la distancia dando largas zancadas. Había perdido su feminidad al caminar, quería llegar rápidamente. Cruzó el parque solitario a esa hora, abrió nerviosamente la puertica blanca del antejardín y se enfrentó a la puerta principal. Fue a golpear de un solo golpe pero se detuvo. “Nadie me creerá que vengo de la oficina”, pensó e intentó organizarse un poco. Se acomodó la blusa, la falda. Estaba impregnada de la colonia de su amante. No tuvo tiempo para armar algún ardid porque la puerta se abrió violentamente y Diana se abalanzó sobre su humanidad sujetándola por el cuello. Estaba inconsolable. Sin embargo, pudo advertir el olor de la colonia masculina. “Huele a macho, mamá”, dijo. Angélica se estremeció de pies a cabeza. “No hay tiempo para explicaciones baladíes”, contestó, entrando con su hija abrazada. Fue directamente a la sala y buscando su asiento preferido se desplomó. La criada le pasó una infusión de albaca. También sollozaba. “¿Qué vamos a hacer doctora?”, decía mientras depositaba el recipiente con la bebida en la mesita cerca de su alcance. Por el momento no hubo respuesta, entonces regresó a la cocina a continuar con sus labores cotidianas.



Realmente no pasó mucho tiempo para la casa de Angélica convertirse en un verdadero remolino humano, entre familiares, vecinos, compañeros de oficina, periodistas y curiosos. Era un verdadero hormiguero. Cada quien quería la primicia, la chiva como se suele decir en el argot periodístico. Angélica derrotada permanecía tirada sobre el mullido sillón como alucinada sin comprender la  vocinglería que cada vez se hacía más intensa e incomprensible. Todos querían hablar a la vez. Fijar su posición y sobre todo señalar lo que debería hacerse. Las cámaras con sus luces encendidas a todo vapor permanecían petrificadas en espera de que Angélica moviera sus labios carnosos sin labiales a hacer algún pronunciamiento. Los flash no paraban y varias estaciones radiales comenzaron a trasmitir en directo desde allí, con gran aspaviento afirmando que en contados minutos se produciría un pronunciamiento por parte de la madre de Richard. Los micrófonos se iban acercando peligrosamente al extremo que ya algunos rozaban su piel. Angélica suspiraba y con dificultad tomaba la infusión. No tenía conciencia de nada, actuaba maquinalmente. El conglomeraba imaginaba que la madre preparaba un pronunciamiento  sobre la desaparición de su hijo. Pero no era así. Angélica pensaba en cómo justificar su olor a colonia masculina ante su hija que de una vez lo había advertido. Atolondrada no coordinaba ideas. Era un ser indefenso, vencido en la primera batalla. Así pensaba mirando sin ver la aglomeración que había tomado por asalto su vivienda. Afuera, varios vendedores aprovecharon para instalar venta de chucherías, especialmente dulcería, agua y repuesto a las grabadoras como pilas y casetes. “La vida es una sola oportunidad”, había dicho uno de los primeros en instalar su venta sobre la acera bajo la sombra del Tamarindo.



Diana fue directa al baño para quitarse ese olor de colonia que su madre le había impregnado. Se bañó y se restregó con estropajo, después tomó el baño de varias yerbas aromatizadas y finalmente se embadurnó con su loción traída de Francia. En medio del dolor por el extravío escandaloso de su hermano, estaba el olor de colonia masculina que su madre tenía. Una lluvia tormentosa de hipótesis desfilaba por su cerebro, menos que su madre se había acostado con amante en un motel. Tenía la convicción de que su madre era fiel a la tradición y si bien se había separado de su marido seguiría siendo fiel al mandato de la iglesia que dice que el matrimonio es hasta que la muerte los separe. Entendía que su mamá podría estar con otro hombre solo cuando su esposo legal hubiera muerto y eso dejando pasar un año de duelo completico. No cabía entonces en su cerebro esa hipótesis, la descartó de entrada, sin formularla completamente. “Ella me tendrá que dar una explicación convincente”, dijo para sus adentros mientras se ajustaba su traje. Era esbelta. Espigada. Senos pronunciados. Posadera perfecta, según ella, era su fuerte para conquistar. Grandes ojos negros, cabellera azabache hasta la cintura y cejas espesas. Pómulos salientes.



 Se ajustó un blujeans azul oscuro con adornos brillantes en la parte posterior, a la altura del bolsillo. El cinturón negro con pequeños orificios. La blusa verde a rayas y las botas altas de fino cuero color negro. Recogida el pelo, se miró al espejo dándose cuenta que sus ojos estaban abotagados de tanto botar lágrimas. Trató de evitarlas pero fue inútil, volvieron a salir y en abundancia una vez recordó a su hermano compartiendo con ella después de la cena anécdotas ocurridas durante el día. Con los ojos nublados permaneció petrificada mirando el espejo viendo cómo salían las lágrimas a granel y se mantuvo allí hasta cuando dos toques en la puerta la hicieron reaccionar. Se quitó las lágrimas de urgencia y respirando volvió su mirada a la puerta. “¿Quién?”, dijo por entre los dientes. “La prensa”, dijo una voz cálida sin inmutarse. “¿Para qué?” “Queremos hacerte una entrevista para la televisión”. Diana se sorprendió. Calló algunos segundos mientras encontraba qué contestar. No encontró nada que decir. Solo atinó a abrir la puerta con parsimonia maquinal. Las luces la obnubilaron. Dio un paso atrás y agitó sus manos. Quería saber de antemano el cuestionario. Nunca había dado declaraciones a la prensa y menos a la televisión. No hubo tiempo. La avezada periodista del principal canal de la región la ametralló con la primera pregunta y tras de esta muchas hasta que Diana no tuvo otra alternativa que cerrar la puerta de un solo golpe. “¿Cómo eran sus relaciones con tu hermano?” “Cordiales, respetuosas y de mucho afecto. Entre él y yo no hay nada oculto”. “¿Qué crees tú que le hayas pasado a tu hermano?” “No sé. Mi hermano no se mete con ninguno”. “¿Podría ser su secuestro con fines extorsivos?” “No quiero pensar que mi hermano esté secuestrado, pienso que fue víctima de una broma de mal gusto”. “¿Qué pudo haber pasado?” “No sé”. “Si tu hermano te está viendo, ¿Qué le diría?” “Que deje la payasada. Todos estamos tristes”. “No más”, dijo entrando al cuarto y cerrando la puerta herméticamente. Descompuesta por el dolor se tiró bocabajo sobre su cama y lloró. Su sexto sentido le indicaba que su hermano estaba en inminente peligro. Todo era tan rápido, raro y confuso.



 Con pasos inseguros su madre entró al cuarto. Entonces Diana se incorporó como un resorte. Volvió a sentir el olor de la colonia. La sacó de quicio. “¿Qué es ese maldito olor a colonia de hombre?”, interrogó sin ambages. Angélica bajó su mirada. “Es una historia larga, hija, dolorosamente larga”, contestó con suma sumisión. Le indicó el baño. Angélica hizo lo mismo. Simuló hasta donde más pudo asco. Diana entonces pensó que algo malo había pasado llegando a la conclusión de que el momento no era para eso, pues la prioridad era su hermano. Una hora después Angélica apareció espléndida como solía asistir a sus labores diariamente. La única diferencia era que sus ojos permanecían hinchados de tanto lagrimear y su rostro marchito por el dolor y la incertidumbre.



Poco a poco la comitiva se iba retirando. Los periodistas despedían sus emisiones afirmando que si bien la policía no había promulgado comunicado oficial, estaban en condiciones de afirmar que el doctor Richard había sido víctima de un secuestro. Sin embargo, no se atrevían a afirmar si era con fines extorsivos o políticos. Cada uno de ellos, se comprometía a seguir la información al centímetro. La entrevista a Diana la repetía el canal como si fuera pauta publicitaria. Ambas se encaminaron al comedor. Si bien no querían probar bocado la prescripción médica, de la cual era rigurosa Angélica, la obligaba. Diana la acompañó por solidaridad, pues tampoco quería probar alimento. Un puré de papa, carne deshilachada fue servida en esta oportunidad. Tanto Angélica como Diana apenas probaron el alimento. “Doctora – dijo la criada – el señor Ladrony quiere hablar contigo”. “Hágalo pasar”, dijo poniéndose en pie, encaminándose a la sala que había quedado como un campo después de una cruda y violenta batalla. “Él sabrá comprender”, pensó para sus adentros. El empresario entró acoplando su corbata amarillenta. Fue directo e inclinándose le estampó a Angélica primero y después a Diana un ósculo en la mejilla derecha. “No sabe cuánto siento esta tragedia”, dijo en voz baja. Diana lo miró con su mirada vidriosa. Angélica sollozó. “¿Qué sabe?”, dijo Ladrony acomodándose en un sillón quedando en medio de las dos mujeres. “Nada doctor”, contestó seca Angélica. “Vengo del cuartel de la policía – dijo Ladrony – y está tan desinformada como nosotros. No saben nada. Solo barajan algunas hipótesis”. “¿Cuáles?, preguntó Diana mirándolo con cierta expectativa. “Bobadas que no valen realmente la pena, señorita”, contestó Ladrony intentando evadir el tema. “¿Me podrías dar un ejemplo?”, insistió Diana. Angélica miraba absorta sin saber qué decir. “Que tu hermano está haciendo un show publicitario para darse a conocer en la ciudad y poder ser político en el futuro”. Angélica sonrió levemente. Aquello le parecía una soberana estupidez, como madre conocía a su hijo al derecho y al revés, tenía plena conciencia que su hijo no era de retos, era un joven vacío, que vivía como parásito de los inventos de los demás. Solo sabía girar cheques. “Eso es ridículo”, dijo Angélica mirando a Ladrony y a su hija. Diana – por su parte – admiró la hipótesis. “En esta vida nada se puede descartar y menos en un caso tan complejo como el que estamos viviendo”, dijo al recibirle el pocillo de porcelana del tinto azucarado que había tomado bien despacio. “¿Qué más le dijo la policía?”, interrogó Angélica mirando su reloj. “Que el único camino era esperar con paciencia el comunicado de los captores”. “Esperar, esperar, esperar”, dijo Angélica poniéndose en pie.



Ladrony la miró apesadumbrado. “No hay otro camino”, repuso el empresario poniéndose en pie con la intención de marcharse. Angélica lo miró preocupada. “Doctor, mañana no iré a la oficina, tú comprenderás”. “Puedes tomarte todo el tiempo – repuso Ladrony frotándose las dos manos entre sí – primero es lo primero. No hay objeción. Espero que me tengas bien informado”, dijo al depositar un ósculo en la misma mejilla. “Conmigo – dijo al despedirse – lo que sea”. Se marchó. Subió a su moderna limosina y desapareció por la larga callejuela con pocos transeúntes a esa hora. Lo seguía el séquito de escoltas en poderosas motos de alto cilindraje. La tarde se precipitaba. Un vientecillo suavizaba la alta temperatura. “¿Qué hay que hacer?”, dijo Angélica derrotada. “Esperar”, contestó Diana, mirando la foto de su hermano cuando había hecho la primera comunión. “¿En dónde te metiste?”, dijo con brusquedad tirando la foto sobre la mesita. Angélica no dijo nada, la miró con melancolía. “Dios consciente pero no para siempre”, dijo Angélica cruzando sus bellas piernas, mientras ojeaba la edición extraordinaria que daba cuenta de la forma violenta como misteriosamente había sido raptado el doctor Richard, según la prensa, uno de los profesionales con más futuro en la ciudad. Aquellos conceptos los consideró como simples actos de solidaridad. Dejó caer el pasquín sobre un asiento y se encaminó al retrete. Diana la siguió con su mirada. “Pobre madre”, dijo apesadumbrada.



4

                       

Raterio envuelto en su pijama dorada recorrió su cuarto despacio frotándose las manos con aire de triunfo. Acarició su barbilla escasa y mirando al espejo permaneció estático. Miró con enfado sus canas, el cuarteamiento de su piel reseca y la cicatriz en el pómulo derecho. Golpeó con fuerza el espejo. “Maldito invento”, dijo alejándose, sirviendo un trago de wiski escoces rebajándolo con agua mineralizada. Se acomodó en el diván aterciopelado esperando el arribo de la compañía. Todo estaba calculado. El plan se venía desarrollando a la perfección y eso lo hacía feliz. El equipo dejó escapar melodías de los 60s. Apuró el sorbo de lo que él consideraba el eterno elixir de la vida. Lo degustó parsimoniosamente. La casona inmensa parecía solitaria, pero no era así, en cada cuarto había alguien prestando guardia al magnate que había moldeado el régimen para ser presentado como modelo.



 Muchas generaciones analfabetas se habían levantado pensando en ser como Raterio. Alrededor de este personaje se tendía toda clase de supersticiones, muchos decían y juraban que tenía pacto con el diablo, cuando en realidad el pacto era con la corrupta guardia militar de la comarca. Cada que el gobierno de turno tomaba medidas antipopulares contra el pueblo, montaba un show mediático de persecución y el personaje se escapaba entre miles y miles de soldados, policías y agentes secretos. El pueblo alienado cambiaba su tragedia por la especulación sobre Raterio sobredimensionando su supuesta inteligencia y sagacidad para eludir a la autoridad. Era amo y señor de la ciudad. Ponía y quitaba gobernantes. Todo eso lo sabía la clase dominante. Cada dirigente de esta clase social le debía un favor. Eso lo hacía inmune a la autoridad. Nadie del pueblo sabía siquiera como era. La versión más difundida era que Raterio nunca se había dejado fotografiar por cuanto desde niño era alérgico a los rayos fotográficos. La leyenda se difundía a diario en las grandes rotativas, en los medios radiales y televisivos. Fue tal la publicidad que el pueblo justificó en muchas ocasiones el alza de impuestos por cuanto cualquier cifra no era suficiente para aspirar a detenerlo. En esa tarea ayudaba la religión. Desde los púlpitos los curas llamaban a su feligresía a orar para que Raterio dejara de existir. Así como habían dicho muchos curas que matar comunistas no era malo, también se insistía que la muerte para este personaje sería lo mejor para humanidad. Sin embargo, eso lo decían de dientes para afuera, porque en realidad era unánime en el clero la oración para que no le pasara nada, por cuanto Raterio siempre se había declarado religioso y cumplidor a carta cabal de los diezmos.



Se incorporó para servir otra copa. Miró su reloj. Fue hasta el amplio ventanal. De allí, se divisaba la ciudad. Sosteniendo la copa con la mano derecha con la izquierda corrió la lujosa cortina traída del lejano oriente. La ciudad era un jardín, luces por todas partes. El citófono le cortó sus cenagosas meditaciones. Lo levantó y contestó. “Que pase”, dijo. Con una risita inventada entró la hermosa mujer. Descargó sus cachivaches sobre la mesita de centro y se inclinó para saludarlo. Raterio se sintió complacido. La tomó por la cintura suavemente. Deslizó sus dedos con lascivia. La mujer se estremeció. Lo miró de pies a cabeza. “¿Eres tú?”, dijo boquiabierta. Raterio sonrió. La apretó contra su pecho. “Sí, soy”, contestó sirviéndole el wiski. Anonadada la reciente reina de belleza no le quitaba la mirada de encima. Venía a su memoria los relatos acerca del personaje que tenía al frente, soportando su respiración y su mirada resbalosa.



 Tiempo después habría de confesar en una revista de farándula que su peor polvo lo había tenido con el famosísimo Raterio. Su reportaje fue millonario. “Ese hombre, si es que existe realmente, no tiene alma, menos conciencia de ser humano. Es una máquina de hacer dinero. Todo lo tiene cronometrado”, dijo en el reportaje. La noche fue intensa. El ajetreo fue permanente. “Es una bestia”, diría a sus amigas de farra. “¿Qué tienes programado para mañana?”, le dijo Raterio durante un pequeño intervalo, mirándola de pies a cabeza tendida sobre su cama completamente desnuda. “Ir a misa de las siete de la mañana”, contestó. Raterio sonrió. “El que peca y reza empata”, dijo mirándola con sorna. La diva eludió la mirada cetrina del magnate, fingió mirar con curiosidad las arañas europeas suspendidas en el techo. Permaneció estática. Sofocada y sudorosa. “¿Quién soy?”, se dijo para sus adentros. No tuvo necesidad de tiempo para contestarse: “Puta reina de belleza”.



La sociedad era de apariencia, carcomida por los vicios propios de las relaciones capitalistas. No era el dinero esclavo del hombre, era el hombre esclavo del dinero. Todo en la comarca fluía por la acción devastadora del poder económico. Era la humanidad cosificada que la diva no entendía pero padecía en carne propia. Tenía que aceptar que era un objeto de placer de alguien que no la amaba, ni menos tenía la oportunidad de escuchar una propuesta de pareja. Sabía que al amanecer iría al cesto de la basura y su puesto sería ocupado por otra criatura de las miles y miles que deambulaban por la desértica ciudad en busca de una oportunidad que hoy estaba aprovechando la diva. Sentía repugnancia hace Raterio. Miedo. Pánico. Desprecio. Sin embargo, tenía que aparentar placer, inventar caricias, gemidos y movimientos eróticos. Entre cerró sus grandes ojos negros. Separó un poco sus muslos y se cubrió el rostro con las dos manos angelicales. Guardó silencio. No quería hablar. Pero, hablar qué, con quién, de qué.



 Raterio se incorporó fue hasta la mesita de centro y sirvió otra copa. Resolló como fiera enjaulada y dejándose caer en el diván miró con desdén la diva. “No todo lo que brilla es oro”, se dijo en voz baja con cierto enfado. Tomó tres sorbos de seguido. Se incorporó medio turulato y sin decir palabra estrelló su mano contra el rostro de la diva. Ella quiso reaccionar pero no tuvo tiempo, un nuevo puñetazo le impactó de nuevo el rostro. Gritó. Fue un grito agudo, dramático. Lo miró sollozando. Tenía el labio inferior roto y la sangre manaba de su nariz. No podía dar crédito. Estaba a merced del rufián. Raterio dejó escapar una carcajada sarcástica, diría muchos años después la diva que aquella risa era demoniaca. Como pudo se incorporó en el lecho y sacando fuerzas saltó al piso escondiéndose en el baño. Temblaba. Gemía ya no de supuesto placer sino de dolor. La sangre seguía saliendo escandalosa de su pequeña nariz. “Imbécil”, le dijo. Raterio pateó el baño con furia. “Eres una zorra famélica”, dijo en voz alta.



Al otro lado de la puerta de entrada la guardia personal reaccionó al instante. Se sentía el movimiento de armas y el cuchicheo casi imperceptible. “Entre”, dijo Raterio con fuerza. Al instante el gorila apareció acariciando su pistola 9 milímetros. “Ordene patrón”, dijo. Era alto acuerpado rostro alemán, ojos verdes y tez blanca. “Cabrón, tu sabes que hay que hacer con las puticas destempladas”. El gorila sonrió socarronamente. Estiró su larga mano y tomando a la diva por sus cabellos la sacó violentamente. La diva lo miró petrificada. Su pronuncia había perdido. Primero la tiró sobre la cama y después agarrándola por una extremidad inferior la arrojó contra el piso. El impacto fue violento. Quedó inmóvil con los ojos abiertos a punto de salirse de sus cuencas. Raterio volvió a sentarse y sosteniendo la copa llena sin inmutarse miró extasiado la escena. “Esto es mejor que hacer el amor”, dijo para sus adentros.



 El gorila se disponía a saltar sobre el pecho de la diva para destriparla y ponerle punto final a la escena, cuando la alarma. Giró su cuerpo. “Viene la policía, la tenemos encima”, dijo el otro gorila empuñando la metralleta comprada en Nueva Orleans en el mercado negro. Casi en vilo el gorila que había golpeado a la diva sacó de urgencia a su patrón internándolo por un estrecho pasadizo, mientras ordenaba a sus compinches disparar a los uniformados. La balacera se intensificó varios minutos, dejando como saldo a varios delincuentes muertos y tres policías heridos. Una vez acordonado el lugar, varios agentes entraron y rescataron la diva que se debatía entre la vida y la muerte. A marcha forzada le colocaron la pijama transparente, mientras arribaba la ambulancia, la que la transportó a la clínica en verdadero tiempo récord.



 La sirena espantó a todo el mundo. Los carros cedían su carril como era la costumbre, mientras que una manada de milicos corría en todas direcciones en busca de los asesinos sobrevivientes. El comandante del operativo, era un nativo joven e inexperto, que desde su infancia entendía que la autoridad era para hacer justicia. Se comunicó por radio anunciando que su patrulla tenía rodeado a Raterio. Quedó perplejo al recibir la contraorden de su superior. No podía entender. Tuvo que preguntar en varias ocasiones temiendo que estaba escuchando mal la orden. Cuando tuvo plena conciencia de lo que había escuchado dijo en voz baja, por entre los dientes y sin gracia: “Como ordene mi general”. El operativo fue desautorizado y los agentes tuvieron que tomar en sentido contrario al tomado por los delincuentes. El oficial que soñaba con llenarse de gloria se mantuvo al frente del cañón hasta que fue relevado por otro de aspecto hosco y mirada despreciable. “Preséntate ya al comando, cabrón”, le dijo. El oficial frunció el ceño. No podía entender qué estaba pasando. “Dios santo”, dijo cogiéndose la cara con las dos manos, mirando al firmamento encapotado. Quiso preguntar pero se abstuvo, pues donde manda capitán no manda marinero, era el dicho en el comando que todos sabían a la perfección.



 Mientras el nuevo comandante del operativo avanzaba por una callejuela desértica disparando al aire su pistola 9 milímetros como queriendo matar el aire o tirotear el sol de la mañana mustia, el joven oficial abordó taxi con destino al comando. Fueron los momentos más desconcertantes de toda su existencia.  Era la hora pico, por lo tanto, el taxi amarillo se desplazaba con lentitud. Una leve llovizna comenzó a empañar los vidrios del auto. El viento movía las hojas de los árboles en sentido contrario a su desplazamiento. Una risita triste apareció en sus carnudos labios. “Hasta la naturaleza está en contra mía”, dijo mirando ensimismado la distancia a través del parabrisa. Recordó los consejos de su padre en momentos críticos. Siempre recomendaba la serenidad, la prudencia, la franqueza y la argumentación. El celular timbró. Era el comandante del batallón. “General, ya voy en camino”, dijo y colgó. Por fin el auto se detuvo y el oficial descendió cancelando el servicio con propina. “Dios estará contigo”, dijo el conductor al despedirse. Miró a su alrededor. El centinela jugaba con su celular como si nada ocurriera. Saludó y pasó de largo. Fue directamente a la dirección de comando. La secretaria era hermosa. Picarona. Una vez lo escuchó le ordenó que esperara que ya lo anunciaba. Permaneció en pie. La joven levantó la bocina y lo anunció. Tuvo que esperar algunos minutos para obtener contestación. Al colgar lo miró y sin emocionarse le dijo: “Siéntate y espera, el general está muy ocupado”. “Caramba, dijo, con este tiempo ya tuviera en mis manos a Raterio”, dijo en voz baja.



 La secretaria levantó su mirada que tenía fija en un documento de rutina y la puso en la humanidad del oficial. “¿Estás loco, comandante?” “¿Tú también?”, dijo el policía sin poder ocultar su enfado, moviendo los brazos como dos aspas. El viento inoportuno entraba suave por la ventana abierta de par en par. Con el escritorio atiborrado de documentos la secretaria tuvo tiempo para hacerle un breve comentario descarnado y directo que erizó aún más la piel al oficial. “Tú no puedes matar la gallinita de los huevos de oro”. El  oficial la miró intrigado. No podía entender lo que estaba pasando en la institución policial. Al fondo contra la pared había un cartel con la foto de Raterio y debajo decía: “Se busca”. Acercó su rostro al de la secretaria y en voz baja preguntó por entre los dientes, colocando sus dos manos en un extremo del atiborrado escritorio: “¿Tú me puedes decir qué debo hacer como policía?”. La secretaria se inquietó un poco mirándolo más con lástima que con indignación. “Yo digo lo que escucho”, dijo. Se encogió de hombros para rematar su pensamiento: “Mi general le dirá bien con pelos y señales. Haz de cuenta que no has escuchado nada. ¿De acuerdo?”. El policía retrocedió trémulo. Y aunque quería preguntar más, guardó silencio mirando discretamente a su alrededor sin un punto fijo. “De acuerdo, señorita”, contestó con enfado. La espera fue larga y torturante. Al fin el general ordenó que el comandante pasara. Estaba sentado en su espaciosa silla del escritorio ovalado traído del exterior. Al verlo entrar se puso en pie y dirigiéndole una mirada hosca le indicó con la mano que se sentara. “Cabrón – le dijo - ¿Nos quiere arruinar de una?”.



El comandante atónico no sabía qué contestar.  Todo le parecía una terrible pesadilla. Balbuceando intentó buscar una explicación pero realmente no tuvo. “Tienes dos opciones cabito, dijo el general, acomodándose en su sillón: Pides tú baja o te vas a vacaciones forzadas y una vez regreses te vas al sur del país, al corazón de la zona roja”. Lo miró con desprecio. “Cabrón – le volvió a decir con fuerza – son órdenes del ministerio de guerra”. La mirada de súplica del cabo, se transformó en cuestión de segundos, la levantó y enfrentó la mirada del general regordete. Lanzaba chispas de indignación. El general no la pudo soportar. Era una mirada acusadora. Con increíble claridad y lucidez pronunció una a una las palabras exactas que tenía que pronunciar un hombre realmente de honor. Fue coherente y espléndido con su formación espiritual aprendida de sus padres y los docentes. No dudó. Fue certero y diáfano: “La dignidad por encima de un cargo mi general, me avergüenzo de haber sido policía. Esta no es una institución de gente buena y emprendedora, es una verdadera guarida de delincuentes. Pobre pueblo”.



Se incorporó y hurgando en su bolsillo posterior de su pantalón buscó el carné, una vez lo sacó, lo cogió con los dedos índice y pulgar y con asco lo dejó caer sobre el escritorio ovalado. “El pueblo no se merece esto”, agregó al abandonar el comando. El general no esperaba esta reacción. Estupefacto lo vio alejarse. Iba con paso firme. Se rascó la cabeza. “Este hombre no es de nuestro tiempo – pensó – corresponde a las generaciones venideras”. Indeciso llamó a la secretaria para ordenar su liquidación. “Que no se le quede debiendo un peso”, dijo sin perder aún su asombro. Dejó escapar una risita macabra. “El cementerio está lleno de mártires, ¿para qué más?”, suspiró largo. “¿Qué será mejor: Honestidad con hambre o corrupción con dinero a montón?”. “Por lo menos yo la tengo clara”, se dijo mirando los primeros titulares de prensa. El extra se vendía como pan caliente. “Apunto de caer Raterio”, decía el titular a cuatro columnas. “Se escapó por un pelo a la policía, lo tuvo a punta de cañón, pero la pericia del delincuente burló una vez más a la autoridad. El ministro de guerra dice que la policía la respira en la nuca”. Había la foto actualizada del fugitivo y en un recuadro la reina de belleza ultrajada por el forajido. Las emisoras habían suspendidos sus programas habituales para informar los acontecimientos en vivo y en directo. La ciudad había colapsado en cuestión de minutos. Todo era desazón y desconcierto. Claro, había más desinformación que información. Se decía que por un error del cabo se había escapado el delincuente  una vez más. Al no cumplir la orden de su superior el plan había sido un chasco total. En una decisión histórica, el general ya había sacado el decreto despidiéndolo por inepto e incapaz. “Yo diría – dijo un tendero – por corrupto, seguramente cohonestaba con ese bandido. Bien echado”.  



5







  Compungida la madre salió como de costumbre a recoger la correspondencia. Había envejecido. La ojeriza le daba un semblante de dolor que no lograba contrarrestar fácilmente. No había vuelto a llamar a su amante. La prioridad era su hijo. “¿Qué estará haciendo?”, se preguntó mientras abría despacio  la cajita metálica para extraer de allí las encomiendas. Lo primero que halló en su interior fue publicidad de los supermercados y de los testigos de jehová. Diana la miraba discreta parada en un extremo del antejardín, aún con la pijama puesta. Fingía mirar una obra de literatura de Gabriel García Márquez, más concretamente “El General en su Laberinto”. Era una edición de lujo. La mañana parecía a todas las anteriores. A lo lejos el lúgubre bullicio de los automotores en todas direcciones con la misma intensidad de todos los días. Sacó la papelería en bruto y regresando a la sala se acomodó en la mesa para mirar lo encontrado. Una vez la ordenó de mayor a menor como solía hacer, se aperó de las antiparras y comenzó a leer una a una. Era una forma de matar tiempo, sin imaginar siquiera que era el tiempo el que la estaba matando. Miraba hasta los avisos clasificados. Se detuvo con suma atención a leer el horóscopo. Abrió sus ojos al darse cuenta que le salía a la perfección. “Tendrá dolor, angustia. Sé paciente. Dale tiempo al tiempo. Su número de suerte 7, piedra preciosa la perla. Haz el bien no mires a quien”. “Mira esto”, le dijo a Diana que cerraba la puerta para dirigirse a la regadera. Sonrió suavemente. “Mamá y sus creencias”, dijo con cierta ironía. La criada arrimó una taza de café humeante. “Por eso estamos como estamos”, dijo Angélica con enfado. Levantó su mirada y la siguió hasta que entró a la regadera. “Esta juventud no tiene remedio”, dijo retomando su labor.



 Volvió a pensar en Richard. Lo imaginó desayunando con avidez, devorando las tortas de queso y las pataconas de plátano verde. Dos lágrimas rodaron por sus resecas mejillas. Suspiró profundo y tratando de mitigar el dolor radicalizó su lectura. Era una lectura pueril, incierta y gaseosa, pero Angélica se preocupaba por sacarle el mejor provecho. Para terminar, casi una hora después, cogió un oficio tamaño carta, sellado. No tenía remitente. Solo decía con letra manuscrita: “Para la señor Angélica con amor”. “Es él”, se dijo para sus adentros. Miró a su alrededor cerciorándose que nadie la estaba viendo, poco a poco rompió el sobre por un extremo. Lo hizo despacio. “Me dirá que pase por su apartamento. Hace rato nada de nada. ¡Qué hombres!”, pensó mientras sacaba la nota con cierta dificultad. Como presagio sus manos comenzaron a temblar. Era una rara ansiedad. Estiró el papel que venía doblado y comenzó su lectura mental. No era la letra de su amante. “¿Quién será?”, se dijo intrigada. El texto era corto. Era apenas un párrafo desbocado con una firma ilegible. Tirando el papel sobre la mesa, se cogió el rostro con las dos manos y lanzó un grito estentóreo que puso en alerta máxima a todos los de la casa e incluso, al vecindario.



Diana salió en estampida en ropa interior. Era un calzón negro pequeño que al decir de su mamá no cubría la vergüenza. Al lado de su madre terminó de acomodarse el brasier turquí. “¿Qué pasó madre mía?”, dijo atónita. No tuvo valor para entregarle el pasquín, se limitó a señalarlo con la mirada horrorizada. Diana lo tomó y lo leyó de un solo estirón. “Qué dicha – dijo – mi hermanito está vivo”. Al mirar la cifra palideció. “¿De dónde sacaremos todo este dinero?”, se dijo por entre los dientes. Su madre que no había leído la solicitud se echó a gritar por el salón como loca. “¡Mi hijo vive, sí vive, vive, vive!”, gritó abrazando a la criada que impávida no sabía que decir. Por unos cuantos segundos se había borrado la diferencia de clases sociales. Todos eran iguales. Todos sentían el mismo drama. La fiesta se aguó cuando Diana comentó el costo del rescate. “Lea bien mija”, dijo Angélica halándola de un hombro. Diana fue al fondo del salón y cogiendo el panfleto entre sus temblorosas manos leyó su contenido sin hacer pausa. Diríase que burló los signos de puntuación. Sin embargo, el mensaje fue claro, tanto para ella como para su madre, que la miraba ansiosa quitándose las lágrimas de sus ojos dolidos de tanto llorar. Era corto y estaba escrito en letra Georgia en papel periódico. “El doctor Richard está bien, solicitamos $50 millones en efectivo por su rescate. Piense bien. Espere instrucciones”: R&A.



Diana lo volvió a leer palabra por palabra, sílaba por sílaba en voz baja. Levantó su mirada inquieta y la fijó en el rostro de su madre, mientas se desplomaba sobre el sillón y tiraba el panfleto sobre la pequeña mesita de centro. “Vístete”, le dijo Angélica solicitando una infusión de yerbas aromatizadas a la criada que miraba la situación absorta. Diana entró al cuarto y salió rápidamente llevando consigo un sinnúmero de reflexiones. “Mi hermano está con vida pero vale $50 millones su liberación. Son $50 millones para tenerlo con nosotros haciendo lo que sabe hacer: Vagar”.  Angélica la reprendió con fuerza. “No tolero que hable así de tu hermano”, dijo después de tomar el primer sorbo de la bebida aromatizada. “¿Acaso es mentira, madrecita? Richard no sabe hacer sino vagar, su estudio no sirvió para nada, es el más perezoso del planeta, no hay duda”. “Niña, no sea tan cruel con tu hermanito”, dijo la criada por entre los dientes. Diana volvió la mirada hacia la criada con desprecio. “Aquí, no interesa tu pobre opinión”, dijo. Angélica la volvió a recriminar afirmando que su hijo era fruto de sus entrañas y era carne de su hermana, por lo tanto, era menester ser tolerante y sobre todo saber perdonar. “Así como tú eres única, también mi hijo es único. No admito desaires y menos de tu propia hermana”, dijo mirando brevemente el techo.



Diana se contuvo. A regañadientes comprendió que no era el momento para criticar el comportamiento eterno de su hermano. Por el contrario. Había que hacer causa común para su liberación. Recordó las dulces almendras que Richard le solía traer con tanta frecuencia, las preocupaciones cuando tardaba y las invitaciones al cinema los domingos después de las cinco de la tarde. Sus ojos expresivos se nublaron y rápidamente dos lágrimas rodaron por sus mejillas. “¿Qué hacemos, mami?”, dijo cogiendo las dos manos de Angélica. “Avisar a la policía”, contestó Angélica acomodándose en el sillón. “Eso puede ser peligroso, los captores se darán cuenta y tomarán represalias”, dijo Diana mirando su celular. “¿Qué más hacemos?”, preguntó Angélica mirando el auricular verde biche ubicado en la repisa. “¿Se podrá pedir rebaja?”, preguntó Diana. “Hija, por Dios, tú me preguntas como si yo supiera de esto o fuera la secuestradora. ¿Qué sé yo?”. Diana sonrió levemente. “La policía no puede ser la solución – insistió Diana – seguro ellos empeorarán la situación”. La discusión fue áspera. Ninguna de las dos cedía. Dos golpes en la puerta interrumpieron la discusión. La criada abrió y en el marco de la puerta apareció el comandante de policía. “¿Puedo pasar?”, preguntó. “Claro, comandante pase”, dijo Angélica mirando con cierta sorna a Diana. Diana lo miró de arriba abajo como diciéndole con su mirada: ¿Y tú a qué vienes?”. Así lo entendió el comandante exculpándose. “Pasaba en mi recorrido de rutina por el barrio y decidí entrar a preguntarte por Richard, ¿Qué ha sabido?” Angélica no sabía que contestar. Lo miró con angustia. El polizonte así lo advirtió. “No te preocupes – dijo – yo entiendo la complejidad de estos temas. Generalmente los familiares de las víctimas deciden no comunicar nada a la policía y arreglar por debajo de cuerda en caso de secuestro. Pero tu hijo, creo que no es un secuestro, es una desaparición forzada lo cual viola el derecho internacional humanitario y eso sí es supremamente grave”.



“Mamá – dijo Diana – dile la verdad al comandante, Dios proveerá”. El comandante reaccionó extrañado. La miró a las dos interrogantes. Antes de contra preguntar el policía, Angélica le indicó con el índice el panfleto que estaba sobre la mesita. El comandante se inclinó y tomándolo entre sus manos leyó el contenido sin ninguna emoción. Lo leyó en dos veces. Levantó su mirada fingiendo preocupación. “Esto es grave, señora Angélica”, dijo. “Tú debes colocar esto en conocimiento de la autoridad competente en el menor tiempo posible, de lo contrario, de acuerdo a la legislación vigente tu podrías salir involucrada, cómplice”. Angélica lo miró atónita. “¿Qué dice comandante?”. El comandante se cruzó de brazos y mirando a las dos mujeres, contestó sin ambages: “Lo que has oído. Esa es la ley y qué le vamos a hacer”.



Angélica y Diana, salieron de prisa a la comisaría para colocar el denunció. El taxi se desplazaba silencioso por la calle concurrida. Caminaron apresuradas y entrando preguntaron a la secretaria por el comisario. La secretaria era gorda y espigada. Tenía un lunar en la frente. “Siéntese – les dijo – el comisario está bien ocupadito. Hay que tener paciencia”. Angélica y Diana se acomodaron en los pequeños butacos de madera sin pulir. La espera fue larga y tediosa. “¿Qué hora es?”, preguntó Angélica que había olvidado su reloj. “11:45”, contestó Diana mirando su fino reloj. Angélica se incorporó e increpó a la secretaria tildándola de inepta. “Por eso es que lo público no funciona en este país”, dijo hiriente. La secretaria no contestó el agravio. La miró taciturna. “Ya están anunciadas – dijo – en cualquier momento las puede llamar”.  “Nuestro caso es de suma urgencia”, dijo Angélica irreverente. “Todos los casos acá son urgentes y se atienden en el orden que llegan”, contestó la secretaria mirando la pantalla del computador.



Indignada, Angélica, volvió a sentarse. Su rostro macilento que delataba su tragedia se contorsionaba en una mueca de enfado. Diana, por su parte, leía con deleite su horóscopo. Al notar la presencia de su madre, levantó su mirada y asombrada, le dijo: “Me sale a la letra”. Angélica no hizo comentario, huraña se apretujó en el butaco y esperó resignada. Vino a su mente el rostro de su hijo. “¿Dónde estará?”, dijo entrecerrando sus grandes ojos fijos. “Que pase el siguiente”, gritó el comisario sin abandonar su asiento en el pequeño cuarto sin aire acondicionado. Las dos mujeres se pusieron en pie y entraron de un solo golpe. Las miró sin verlas mientras hurgaba en la gaveta para sacar un mamotreto de documentos añejos. “¿Qué las trae por acá?”, dijo terminando de colocar el mamotreto sobre el escritorio metálico. Levantó su mirada cansada y al cerciorarse de las dos mujeres expresó su asombro. Se puso en pie y extendió su mano derecha. “¿Cómo sigue el caso tan lamentable de su hijo?”, preguntó acomodándose de nuevo en su silla metálica. “A eso venimos”, dijo Angélica. Diana miraba con desdén el aposento. Era para ella un muladar. Miró más con pesar que con interés al comisario, como diciendo para sus adentros: “Esta criatura qué podrá resolver”. No habló. Permaneció en silencio, meditabunda. Al principio el comisario pensó que era sordomuda.



Una vez Angélica relató detalladamente el caso y colocó en manos del comisario el pasquín, se recostó contra el espaldar de su asiento en espera de una respuesta a su terrible preocupación. El comisario añejo y canoso miró el código como la última maravilla del mundo durante largos minutos sin pronunciar palabra. De vez en cuando, se quitaba el grasoso sudor de su rostro con sus dedos y continuaba mirando el código pasando páginas hacia adelante y hacia atrás, de vez en cuando anotaba en una pequeña agenda de papel periódico. La secretaria entró y despidiéndose se fue a almorzar. El comisario no se despidió siguió ensimismado mirando el código. Para Angélica y Diana fue una eternidad. De vez en cuando se cruzaban miradas incrédulas y escépticas. Al fin levantó su cansada mirada y mirando a las dos mujeres con sus anteojos oscuros, les habló pausadamente. “Primero hay que certificar la autenticidad del pasquín, en segundo lugar, elaborar un plan de rescate y la detención de los criminales secuestradores. Para ello, ustedes deben colaborar”. Angélica reaccionó con cierta brusquedad. No solo se sentía impotente, sino preocupada por la seguridad de su hijo. “Seguro los secuestradores nos estarán siguiendo y al saber que hemos informado a la autoridad, podrían tomar represalias contra mi hijo”, dijo Angélica moviendo sus brazos como dos aspas. “Eso es posible”, contestó el comisario incorporándose y caminando despacio hacia la vetusta estantería para tomar otro código color verde.



Eran pasadas las doce del día. El calor era insoportable. No había viento. El firmamento era cerúleo. Una vez consultó el segundo código con detenimiento parsimonioso, el comisario volvió a mirar a las dos mujeres. “Para hacer lo que hay que hacer, tenemos que armarnos de paciencia, vamos a cercar su residencia con agentes secretos, vamos a interceptar sus celulares y vamos a esperar. Ellos harán un segundo requerimiento y la autoridad estará presta a capitalizar el mínimo error para caerles con todo el peso de la ley. No hay otra alternativa”, dijo. “Lo mismo dijo el comandante de policía”, dijo enfadada Angélica, mirando a través del pequeño ventanal a los gallinazos sobrevolar en busca del mortecino. El comisario sonrió levemente al decir: “Es que la autoridad es una”. Las dos mujeres no entendieron lo que les quiso decir, se incorporaron y se marcharon con la idea de cumplir los pasos, no había otra posibilidad distinta. El comisario las vio alejarse y sintió pesar por ellas. Cruzaron la avenida y abordaron un taxi amarillo. Pronto se perdieron de su vista cansada. Volvió a mirar maquinalmente los códigos. Estaban en desuso por su frecuente uso. Los acomodó en su habitual sitio, se acomodó sus oscuras gafas y salió a almorzar. Con paso lerdo avanzó por la larga callejuela lamentándose de la artritis y de la próstata.



Diana entró primero a la habitación encaminándose a su cuarto a refrescarse antes de almorzar. Angélica fue directo al escusado y después de pasar al lavamanos se acomodó en el comedor. Miró la silla donde se solía hacer Richard y suspirando dos lágrimas rodaron por sus mejillas. La criada no dijo nada. Colocó los cubiertos y se dispuso a ofrecer las viandas cuando sonó el teléfono fijo. “Conteste”, dijo Angélica. La criada levantó el auricular y preguntó que a quién necesitaba. “Es para usted, señora”, dijo señalando a Angélica. Extrañada, Angélica se puso en pie y tomando la bocina se la llevó a su oreja derecha. “¿Quién?”, dijo. “Somos nosotros, señora. Sabemos de los movimientos que hiciste. Eso es peligroso”. Colgaron. Angélica no tuvo tiempo de reaccionar o contra preguntar. Permaneció ensimismada sosteniendo el auricular en su oreja como si estuviera hablando amenamente. Por lo menos así lo entendió Diana al salir de su cuarto en short recién bañada. Angélica sentía que flotaba y que la tierra se unía con el firmamento en la distancia. Su trance fue largo, duro y dramático. Solo cuando pudo reaccionar gritó como loca diciendo que los maleantes sabían todo sus movimientos. “Para ellos – dijo – no hay nada oculto. Lo saben”. Diana que ya se había sentado al comedor se puso en pie y corrió a abrazar a su madre. Lloró con ella. “¿Qué hacemos?”, dijo llevando a su madre de la mano hasta el comedor. “No sé hija”, estoy confundida. Su rostro se contrajo. Sintió que estaba de pies y manos a merced de los secuestradores.



Dos golpes en la puerta se escucharon. “Abra”, le dijo Angélica a la criada. Abrió y apareció el comandante de policía. “¿Puedo pasar?”, preguntó. “Pase comandante”, dijo Angélica meditabunda. El uniformado cruzó el umbral con cierta parsimonia. Era cauteloso al desplazarse, siempre estaba a la defensiva. Miró el jarrón de begonias encendidas que la criada había entrado para hacerle mantenimiento. “Son flores de vida”, dijo al estrechar la mano de Angélica que lo miraba inquieta. “¿Qué hay de nuevo?”, preguntó sin precisar lo que quería preguntar. Angélica dudó algunos segundos para contestar. No podía asimilar el tablero ajedrecista que de la noche a la mañana se le había presentado sin saber siquiera mover un peón. Estaba confundida. Cómo se habían enterado los captores de todo, era algo que le daba vueltas en su cabeza sin poder encontrar una explicación certera, ni siquiera una hipótesis remota. Nunca había estado en estos líos, sus líos siempre habían tenido relación con los amores furtivos con hombres casados. En eso era experta. Podía dar cátedra de memoria sin revisar un solo texto. “Siéntese”, le dijo en voz baja. “¿Le provoca un tinto?”, preguntó mirando a la criada. “Podría ser”, dijo acomodándose en el diván. Estiró sus piernas largas para quedar mejor acomodado. “¿Qué hay de nuevo?”, volvió a preguntar, esta vez con más decisión y precisión. Diana que había permanecido en el comedor se incorporó para sentarse al lado del polizonte. Aunque no lo pasaba del todo veía en él una leve esperanza. Sin pedir permiso a nadie, Diana soltó el rollo de un solo golpe. Sus ojos tristes se clavaron en el rostro del agente que fingía escuchar atento el relato. “No se preocupen – dijo  frotando las manos con cierto desgano – la mafia es así. Por eso se llama mafia”. “Hay un operativo envolvente en toda la ciudad, esos pillos en cualquier momento caerán, es cuestión de días incluso, de horas”. “Carajo, comandante, mi hijo estaría en esas condiciones corriendo inminente peligro, seguramente al verse descubierto lo matarán, lo harán un colador a plomo. ¿No te das cuenta?”, dijo Angélica tirando de la manga del uniformado. “Todo es un riesgo, mi señora, lo debes entender. Nuestros hombres son adiestrados para estas contingencias. Sin embargo, siempre existe un margen de error, no te lo puedo negar”.



El comandante tomó todos los datos posibles en su libreta de apuntes, anotó hasta los más pueriles e intrascendentes pausadamente cuidándose de afinar detalles. “Todo saldrá bien”, dijo poniéndose en pie para dejar el pocillo en la mesita de centro. Recomendó redoblar la seguridad de la casa, pedir a sus vecinos solidaridad y evitar por todos los medios la rutina. “Es mejor que se abstengan de ir al gimnasio por estos días”, dijo. La tarde soporífera por el intenso calor no cedía. El ventilador no paraba dejando escapar el ruido monótono. Sin embargo, el comandante se sentía sofocado. Sacó el pañuelo del bolsillo posterior del pantalón y se quitó el sudor. “Confía en la policía”, dijo al despedirse. Cruzó el umbral de la habitación a paso de tortuga. Avanzó por la calle solitaria a esa hora y en la primera esquina giró a la derecha, perdiéndose de la mirada de Angélica, que lo había seguido absorta. “Mami, no has probado bocado”, dijo Diana mirándola de pies a cabeza. A regañadientes se sentó a la mesa y apuró una sopa de espaguetis. “Siento que no me pasa, mija”, dijo con sus ojos nublados. “Hay que hace de tripas corazones, madre”, contestó Diana cuchareándole en varias oportunidades.



Dos golpes volvieron a interrumpir la zozobra de aquella familia. “¿Y, ahora, quién diablos será?”, se dijo para sus adentros Diana. La criada abrió y apareció el comisario tal y como era, parado en el marco de la puerta. “¿Esta es la residencia de la doctora Angélica?”, preguntó. La criada contestó afirmativamente. “Quiero hablar con ella, ¿Se puede?”. La criada volvió su mirada incierta encontrándose con la de Diana. “¿Escuchó, señorita?”. “Dile que espere”. Angélica se disponía a hacer la pequeña siesta, ya se había tirado sobre la cama con ropa y todo, escasamente se había quitado sus zapatos de charol. Diana entró sin anunciarse y comentando la novedad, Angélica se incorporó y metiendo sus pies en las pantuflas fue a su encuentro. El saludo fue cordial. “¿Alguna novedad, señora?”, preguntó con fino aire de investigador. Una vez escuchó el relato meticuloso de Angélica, el comisario frunció el ceño y meditabundo pasó algunos segundos mirando hacia el techo como apartado de todas las vicisitudes terrenales. “¿Sabes levitar?”, preguntó Angélica con voz triste. El comisario sonrió levemente. “Ni sé qué será eso”, dijo en voz baja.



Miró a su alrededor con cierto aire misterioso como cerciorándose que nadie estaba escuchando. “Me gustaría hablar en privado”, dijo. Angélica reaccionó extrañada. No podía comprender el misterio. “¿Ni siquiera en presencia de mi hija y de la criada que es una mujer de suma confianza?” “Exactamente”, dijo el comisario mirándola a su cara. “¿Si no puedo hablar privadamente en mi residencia, entonces en dónde?”, dijo Angélica con cierto enfado. Miró al comisario con ese brillo de duda en su mirada. “No es para tanto, doctora. Solo me gustaría darte un consejo, pero en sitio diferente, por mi experiencia en estos casos, sé que la casa podría estar repleta de microchip. La mafia es poderosa, pues en muchos casos tiene el respaldo del mismo gobierno”. Aquello sonó un adefesio. Sin embargo, Angélica se puso en pie, al momento de decir: “¿A dónde vamos, comisario?”. El comisario le hizo señas para que no hablara y la siguiera. El comisario avanzó hacia la salida con parsimonia. Angélica acomodándose la cabellera lo siguió. Iba en pantuflas. Le hizo señas que esperara mientras se colocaba el calzado. “No hay necesidad”, dijo el comisario moviendo la cabeza. Le mostró el parque que estaba al frente. Cruzaron la callejuela ausente de transeúntes a esa hora. Fueron directo al centro del parque. No había vientecillo. Todo estaba inmóvil. El comisario invitó a Angélica a sentarse en uno de esos asientos de cemento. “Ahora, sí, dijo, podemos hablar normalmente”. “¿Por qué tanto misterio?”, dijo Angélica acomodándose pesadamente en la pequeña banca. “La mafia es mafia”, insistió el comisario.



Angélica suspiró y mirándolo escuchó atentamente. Su rostro macilento reflejaba la tragedia sin ningún tipo de atenuantes. “Solo quiero darte un consejo, solamente un consejo, tú puedes tomarlo o desecharlo. Lo que no quiero es dejar testigos que después me puedan acusar. Si tú lo haces, solamente diré que es una vil calumnia y que lo haces en represalia por no dar resultados deseados. Le interpondré entonces la demanda por injuria y calumnia y pediré una retractación pública y una indemnización económica”. Angélica escuchó la retahíla en silencio, aumentando su interés. El rostro arrugado del comisario ocultaba entre sus repliegues sus pequeños ojos oscuros. Aquello le parecía un juego de niños. No pudo evitar la nostalgia de la época cuando era feliz e indocumentada como había dicho recientemente el escritor colombiano  Gabriel García Márquez. “¿Qué me quieres decir?”, interrumpió Angélica deseosa de saber la propuesta del comisario. El comisario se encogió de hombros, se le acercó lo que más pudo y casi susurrante le dijo al oído: “Solo un consejo. Negocie el rescate de su hijo con la mafia, gana más y pierde menos”. Angélica palideció. Retrocedió y abriendo la boca para hablar no tuvo que hablar. Sus ojos amenazaban con salirse de sus cansadas cuencas. “Cálmate – dijo el comisario – solo es un consejo, entiéndalo bien, solo es un consejo”.



La tarde moría. Los arreboles en la distancia. La frondosidad de los corpulentos árboles que adornaban el parque comenzaban a moverse porque cientos de pájaros multicolores con su bullicio habitual buscaban donde pasar la noche. El vientecillo caluroso apenas era perceptible. Poco a poco Angélica fue recuperándose del impacto que le produjo el consejo del comisario. La corrupción es una enfermedad que corroe todo cuanto tiene contacto con ella, fue la primera impresión por cuanto consideró que la autoridad aconsejaba negociar con el crimen organizado. Esa sola idea la causaba náuseas. Contrariaba el discurso mediático de cabo a rabo. Era vox populi que la justicia era innegociable y que los funcionarios públicos eran los pulcros y guardianes defensores de ese orden constitucional. Aquella insinuación presentada desesperadamente como un consejo por el comisario la turbó hasta más no poder. “¿Entendí mal, comisario?”, dijo Angélica cogiéndose la cara con las dos manos. El comisario, visiblemente turbado, insistió: “Era simplemente un consejo, un consejo”.



Quería echarse a correr y desaparecer pero se contuvo. Maquinalmente comenzó a dar pasos cortos e indecisos alrededor de Angélica sosteniendo en sus cansadas manos el código de policía. La miró inquieto dejando escapar una frase que había encontrado en la prensa y que le había llamado la atención, la había recortado y pegado en un cuaderno para deleite de su espíritu y usar en salidas de emergencia en casos engorrosos como precisamente estaba viviendo en este momento. Se inclinó reverente en un momento de inspiración y mirando a Angélica, le dijo: “El mundo gira como es y no como quisiéramos que anduviera”. Repitió la frase en tres oportunidades, despacio y con acentuado acento. La frase no pudo romper del todo el andamio de asombro que Angélica había levantado en cuestión de segundos. Sin embargo, disminuyó sustancialmente el ímpetu de colocar su mano en la mejilla del funcionario público. Era un agravio a su linaje. “Debería – dijo Angélica empinándose – citar el pensamiento de Nicolás Maquiavelo que dice: “El fin justifica los medios” ¿No le parece, señor comisario?”. El comisario la miró con intensidad, mezcla de enfado e incredulidad. Sus ojos lanzaban destellos. “Señora, era simplemente un consejo, que no se hable más del asunto”, dijo.



La retreta de Angélica fue de padre y señor mío. Había olvidado por algunos minutos su drama y sacando a flote su perorata ética manifestó que la ley era inviolable y que la autoridad no se transaba por nada del mundo. Si bien la insinuación era una ocurrencia, merecía un acto sincero de contrición ante el sacerdote del barrio, pagar cumplidamente los diezmos y respetar las leyes de la santa madre iglesia. “La autoridad es autoridad – dijo – la cual proviene de las alturas, de nuestro amo y señor de todas las cosas. Su mandato se cumple porque es la verdad y nada más que la verdad, Dios no se equivoca, Dios es verdad, Dios es justicia, Dios enseña el camino correcto que ningún ser humano se puede desviar y menos una autoridad de su rango”.  Hizo una pausa para tomar oxígeno y continuó como toda una revendedora de plaza, trayendo a colación salmos, versículos y capítulos casi completos. El comisario la miraba ensimismado sin poder pronunciar una palabra porque Angélica no se lo permitía. Era una ametralladora de palabras sucesivas. Cuando dio por terminado la perorata estaba afónica, su voz ronca salía con dificultad. Se sentó en la banquita casi sollozando. El comisario aterrado volvió a decir en voz baja para evitar que un grupo de curiosos se enterara de la conversación, aunque seguramente habían escuchado la diatriba de Angélica. “Sólo fue un consejo, señora”.



Consciente que no había nada más que hacer se alejó no obstante de repetir maquinalmente lo que desde un principio había dicho: “Sólo es un consejo, señora”. Se alejó con paso inseguro. Cruzó la callecita, dobló la esquina hacia la derecha entrando al primer negocio que encontró. Se acomodó en una mesita pequeña pidiendo una cerveza fría. Una mujer morena, obesa y desgreñada se la sirvió. Angélica lo vio alejar y sintió pesar, una especie de remordimiento la estremeció de pies a cabeza. “Le dije hasta de qué se iba a morir”, dijo. Pensativa permaneció inmóvil mirando cómo la noche oscura se iba apoderando de la ciudad, era un manto que de pronto caída sobre el techo de las casas y se iba extendiendo por doquier. Suspiró profundo. Fue a incorporarse para regresar a casa cuando apareció por su espalda el comandante de policía. Venía solo sin arma de dotación. “Tomar aire en el parque le caerá bien”, dijo irónico. Angélica volvió su mirada y lo vio a boca de jarro. “Hola comandante”, dijo incorporándose. “Siéntate”, le dijo el comandante de policía. “¿Cómo van las cosas?”, agregó acomodándose a su lado. “Todo lo mismo, comandante. Una espera infinita y dolorosa. Nada nuevo”. “Carajo – dijo el comandante de policía – nada de nada, entonces”. “Esta espera me va a matar – dijo – en cualquier momento me puede dar un yeyo y colocar la vida en mejor recaudo”. “Eso no lo puede decir ni en broma, mi señora. Eres muy joven y tienes derecho a la vida, sobre todo a vivir”. “¿Será comandante?”, contestó Angélica encogiéndose un poco. Aquello le parecía un halago en medio de la tempestad borrascosa. Vino a la memoria el nombre de su amante. No se había reportado, era como si la tierra lo hubiera devorado. “Solo es para cama”, dijo para sus adentros mirando las luces de la ciudad. Era consciente que era un haragán oportunista. Entendía a regañadientes que el amor es ciego e irracional, no tiene lógica, si tuviera lógica realmente no tendría sentido, vértigo, pasión y locura. Tenía claro que no había cosa más deliciosa que lo prohibido, lo ilógico e irracional, como era la relación que sostenía con aquel camionero de pueblo.



Sin embargo, el momento no era para eso. Por eso miró con seriedad al comandante que jugaba entretenido con la baraja. “¿Eres tahúr?”, preguntó de sobresalto. El comandante levantó la mirada irónica encontrándose con la de Angélica que aparentaba rigidez e indiferencia. “A veces, pero no soy contumaz, siempre busco dominar el juego y no que el juego me domine”, contestó en voz baja. “Qué bien, no haces sufrir a tu mujer”, dijo Angélica casi que involuntariamente. “Cierto. Pero ella afirma que la hago sufrir de otras formas”, repuso el uniformado poniendo la cara de víctima. “Me imagino”, dijo Angélica con fina ironía. “Mi mujer ve fantasmas por todas partes”. “Pobrecita, seguramente es celosa”, agregó Angélica cambiando bruscamente de tema. “¿Qué lo trajo por estos lares, comandante?”, preguntó Angélica moviendo sus dos manos para hacer más énfasis a la pregunta y cortar la conversación que se estaba volviendo embarazosa. “De todas formas hay que hablar de todo un poquito, ¿no te parece? Todo no puede ser trabajo”, dijo dejando escapar una leve risita.



Se puso en pie el comandante y dando pasos cortos y apretando la baraja fue al grano. “Quería darte un consejo. Solo un consejo. Tú veras si lo tomas o lo dejas. Si lo dejas debes hacer de cuenta que fue un sueño o una alucinación que tuviste, ¿De acuerdo?”. Angélica lo miró de arriba abajo, un tanto intrigada. Tuvo tiempo para mirarlo de cerca y de frente. Sentía el sabor mentolado de su aliento. No pudo evitar un estremecimiento glacial. Su camisa glauca parecía de primera postura. Su cuerpo atlético, se recortaba. “Soy una tumba, comandante”, contestó mirándolo con una rara mirada. “Negocie el rescate de tu hijo”, dijo sin ambages. Fue directo y cortante. Angélica se estremeció, dio un paso atrás y por un momento creyó tener enfrente al comisario. No podía asimilar la propuesta. Era la repetición de la repetición. Sin embargo, no tuvo valor para ultrajarlo como había ultrajado al comisario. Asumió una postura distinta.



“Me sorprendes con tu propuesta, comandante”, dijo estupefacta pero sin subir la voz. “Sinceramente no puedo dar crédito a lo que estoy escuchando. ¿Me podrías explicar detalladamente? Sería cosa que le quedaría eternamente agradecida”. El comandante la ojeó de pies a cabeza, para él era importante su comportamiento, la reacción que podría generar propuestas de esta naturaleza. La conversación podría terminar en un fiasco y eso no le convendría sobre todo para su hoja de vida, tenía claro que estaba en días de ser ascendido y su comportamiento por estos días sería definitivo. Sabía que el pan se podía quemar en la puerta del horno. “No debes tomar una determinación ahora, debes analizarla, quizás consultarla, darle vueltas en tu cabeza para tomar finalmente la mejor decisión. Recuerde que de por medio está la vida de un ser querido”. Las palabras cayeron como anestesia, sobre todo cuando dijo “de por medio está la vida de un ser querido”. No le cabía duda. Los hijos para ella, a excepción de los amantes, eran lo más importante en su vida.



No insultó al comandante. Por el contrario. Valoró el esfuerzo del uniformado por escrutar fórmulas de rescate, siendo estas descabelladas, eran de todas formas susceptibles de ser consideradas y estudiadas meticulosamente. Además, no conocía la dinámica de la autoridad policial. Sin embargo, su comportamiento no era porque hubiera cambiado de opinión, sino por la forma convincente como el funcionario explicaba su iniciativa. Admiró sus ojos grandes e intensos y la suavidad de las palabras. La musicalidad de las palabras, la tonalidad y el olor del perfume le impedían levantar la voz agresiva y desafiante como había ocurrido con el comisario. No podía resistirse. Por eso, insistió por entre los dientes en una explicación.



El comandante se volvió a sentar rosando levemente las rodillas de Angélica. Angélica no hizo ningún esfuerzo por evitar ese roce. Por el contrario. Disimuladamente alargó su pierna para hacer más presión. Era una forma de conectarse. El comandante fue directo y convincente en cada afirmación que decía, hábilmente argumentaba cada proposición con sutileza, bajando la voz cuando consideraba oportuno hacerlo o subiéndola para hacer énfasis. Angélica permanecía ensimismada. Su mirada perdida. No musitaba palabra. Convencido el comandante que Angélica estaba concentrada en el tema, bien parecía una ametralladora disparando palabras e ideas. Pero no era así. Realmente Angélica calificaba el encuentro como un verdadero hallazgo amoroso. “¿Cómo no me había fijado antes en este hombre?”, se dijo para sus adentros con raro suspiro que el comandante no percibió en el momento, pues estaba concentrado en su actividad. La perorata fue larga. Sin embargo, para Angélica le resultó efímera, por eso, le hizo repetir en varias veces el mismo discurso simulando no entender un concepto, una palabra o una idea. La noche era oscura. No había luna, ni estrellas. “Mamá – gritó Diana parada en el antejardín – es tarde”. Angélica se estremeció e incorporándose le prometió al comandante estudiar la propuesta. Lo miró con una mirada diferente. El comandante le correspondió con una risita inocente.



La vio de cerca. Era hermosa. No le cabía la menor idea. “¿Cuándo tendría una contestación?”, dijo al despedirse. “Mañana mismo”, contestó Angélica dejando a la intemperie el escote. “¿Acá mismo?”, indagó. “Podría ser o si tú quieres un sitio más cómodo o privado para hablar libremente. Claro, si tu mujer no sufre de celos”. El comandante sonrió levemente. “Esto es parte de mi trabajo, ella no puede interrumpir. Además, poco me gusta hacer comentarios de encuentros como este”. “Eso está bien”, contestó  Angélica mientras se alejaba apresurada por el largo parque entre árboles y arbustos recién podados.



Cruzó el antejardín y fue directo al inodoro. “Estaba que me orinaba”, dijo. “¿Qué fue lo que tanto hablaron con ese polizonte inepto?”, preguntó Diana afuera mientras se miraba al espejo y se acomodaba la frondosa cabellera. “Deja mear”, contestó irónica Angélica. “Ni porque fueran novios”, agregó Diana sin emoción. Angélica sonrió, mientras conjuraba la cistitis de la menor manera. “Tenemos que hablar largo y tendido”, dijo al salir del inodoro, parada en el lavamanos. “Todo será después de la cena”, contestó Diana encaminándose al comedor. “Así será”, dijo Angélica que había cambiado repentinamente su semblante. Fue tan evidente que Diana lo advirtió desde un principio. “¿Que te dijo ese polizonte que te transformó?” “¿Te olvidaste de mi hermano Richard?” Angélica no contestó. Comió con avidez. “Pareces una enamorada”, dijo Diana al abandonar el comedor. Angélica reaccionó nerviosa. Enfadada exigió compostura y respeto. “Aunque odie a tu papá, no haría cosas raras que le diera motivo. Eso lo tengo claro”. Diana sonrió al entrar a su cuarto. Angélica se incorporó y la siguió. Se tiró sobre su cama y estirándose perezosa espero que Diana saliera del retrete. “Ven te cuento”, le dijo cuando salió. Diana se acomodó también en la cama y bocabajo escuchó atentamente. La interrumpió muy poco. Angélica contó solo lo que tenía que contar. “¿Qué piensas hacer?”, “No sé”, contestó Angélica con sequedad. “Mañana tengo que darle una respuesta”, dijo. “¿Te puedo acompañar?” “No, imposible”, contestó Angélica insegura. Diana no insistió.



6







 Maldiciendo y golpeando las paredes a intervalos, Raterio se alejó del sitio de los acontecimientos escoltado por sus secuaces. No paraba de insultar la policía y augurarle los peores momentos. “Ese cabito de mierda lo voy a triturar con mis manos”, decía una y otra vez, mientras caminaba a grandes zancadas empujado por el equipo de seguridad. El túnel era largo y angosto. Sofocado se detuvo. Jadeaba como una fiera acorralada. “Avancemos, señor”, dijo el corpulento gorila que le guardaba la espalda. “Cobarde”, dijo. Los ojos de serpiente lanzaban destellos en la penumbra. “¿Acaso, no se le ha pagado la cuota al comandante de policía?”, preguntó al jefe de seguridad. “Completamente, señor”, contestó el hombrecillo menudo que abría la marcha por el empolvado túnel. “Es hijo de perra”, repuso Raterio reanudando la marcha quitándose el sudor con la mano derecha.



“¿A dónde va a desembocar este maloliente pasadizo?”, interrogó sin dejar de caminar. “A un lugar seguro, señor”, contestó el jefe de seguridad frunciendo el ceño. El pasadizo desembocó en un pequeño saloncito acondicionado a toda carrera por la avanzada. Al entrar una pesada puerta metálica se cerró automáticamente. “Aquí – dijo la seguridad – estamos fuera de peligro”. Raterio respiró con enfado y quitándose el sudor se acomodó en un pequeño taburete de cuero lampiño. Miró a su alrededor preguntando por la puerta de escape. “Hay varias”, dijo el interlocutor dejando escapar una leve sonrisa.



El celular no había cesado de repicar. Raterio miró el registro. Eran diez llamadas, todas del mismo celular. “¿Hay peligro de ser interceptada la llamada?”, preguntó. “Hasta dos minutos no hay problemas”, contestó el jefe de seguridad, que abría el compás de sus piernas para recuperar energías y acariciaba la cacha de la pistola que llevaba al cinto. “Es suficiente”, dijo devolviendo la llamada. Era el comandante de policía. “Así paga el diablo a quien bien le sirve”, le dijo conteniendo la ira al máximo. La voz titubeante del comandante se hizo escuchar. “Señor, ¿Cómo te encuentras? ¿Bien?” “¿Cómo quieres que me encuentres, comandante?” “Ya he tomado medidas drásticas para que el suceso bochornoso de hoy no se vuelva a repetir”. “Quiero ese cabito vivo en mi cuarto de “masajes”. “Es tarde señor ya lo despedí por incompetente”. “Antes de tres horas debe este personaje dejar de respirar. Es una solicitud expresa”. “Señor, es padre de cinco hijos, creo que todos menores”. “Eso no importa. Debe ser asesinado y quemado su rostro con ácido sulfúrico. La prensa debe dar despliegue nacional. Será escarmienta para todos y todas. ¿Me entiendes, comandante?”. “Sí señor, así será”.



Colgó y quedó por algunos segundos mirando el aparato. Sonrió. Admitió por unos segundos el desarrollo tecnológico. “Esta mierda es prodigiosa”, dijo en voz baja como hablando consigo mismo. “¿Vamos a pernoctar acá?”, preguntó. “Por supuesto que no”, dijo el jefe de seguridad. “Pasaremos al apartamento contiguo al comando de policía, ahí estaremos más seguros”, agregó. “¿Qué pasó con la reinita?”, preguntó irónico. “Se recupera en la clínica. Es guapita, soportó las caricias”, contestó el gorila dejando escapar una risa macabra.



“Señor, ¿Qué hacemos con Richard?”, interrogó el jefe de seguridad. Raterio se inclinó para mirarlo de frente. Su rostro macilento iba recuperando su brillo inicial poco a poco. “Eso es problema mío”, dijo. El escolta se disculpó. El almuerzo fue frugal. Unas rebanadas de mortadela, queso y lechuga fresca como le gusta a Raterio, de sobremesa una gaseosa dietética. Encendió el pequeño radio portátil para escuchar el noticiero del medio día. Toda la emisión fue dedicada a la operación “rastrillo” que estuvo a punto de capturar al capo más buscado en toda la región. El comunicado oficial de la policía decía que habían tenido a tiro de escopeta al forajido, pero que la imprudencia e ineptitud del cabo que estaba al frente del operativo había echado por tierra los planes y una vez más Raterio había escapado sin dejar huella alguna. Ante su ineptitud esa misma mañana había sido despedido el uniformado. Seguiremos tras el fugitivo, creemos que le estamos respirando en la nuca”, terminó diciendo el comunicado. 



“Cabito de mierda, deja de comer pan por comer caca”, dijo Raterio acomodándose pesadamente en la pequeña litera. Entrecerró los ojos y se dispuso a apagar el receptor para hacer la siesta, cuando la radio suspendió bruscamente el set de comerciales para lanzar un extra. Raterio volvió a subirle volumen. “Extra, urgente: El cabo que dirigió el operativo de captura de Raterio y que fue despido por su ineptitud, acaba de ser asesinado. Tipos que se movilizaban en moto de alto cilindraje le dispararon a quemarropa a escasos metros del comando de policía, lo cual le originó la muerte al instante. Su rostro fue quemado con ácido sulfúrico, es irreconocible, dijeron las autoridades que se disponen a la práctica de levantamiento del cadáver. Información extra oficial señala que el policía despedido al parecer tenía problemas de faldas y el esposo habría tomado la decisión de eliminarlo. Seguiremos informando”.



Raterio sonrió macabramente. Era su ley la que predominaba en toda la comarca, para ello tenía todo el dinero del mundo. Miró a sus secuaces que escuchaban en silencio el avance informativo. “¿Escucharon?”, dijo con sequedad. Los secuaces afirmaron con sus cabezas. “Eso le pasa a todo aquel que se meta conmigo”, dijo dejando escapar risa estridente que se escuchó por todo el estrecho aposento. Cerró sus párpados y en pocos minutos roncaba como un marrano jabalí. Su resoplido parecía un huracán devastador. Sus secuaces hicieron comentarios en voz baja, apenas movían sus labios para no despertarlo.



El jefe de seguridad miró el reloj. Era circular con tablero iluminado y números romanos. “Hay que preparar la salida de acá”, dijo en voz baja como dándose él mismo la orden. Se incorporó y moviéndose por estrecho cuarto se puso en contacto con un miembro de la red. La conversación fue corta y sustanciosa. Una vez apagó el radioteléfono se acarició su barbilla mirando al jefe que comenzaba a despertar. Volvió el silencio. Nadie  hablaba. “Dormí mucho, ¿verdad?”, dijo Raterio incorporándose. “Lo suficiente patrón para recuperar energías, ¿no te parece?” Raterio no contestó e incorporándose caminó hasta el pequeño taburete.  Revisó su agenda. “Carajo, tengo muchos negocios pendientes”, dijo. Se trataba de enviar un cargamento de droga al exterior. Revisó sus contactos y fue contactándose uno a uno hasta conformar la cadena. Volvió a reír. Todo estaba saliendo sin inconvenientes. Emigración estaba sobornada, equipaje, piloto, desembarque, aduana. “Los gringuitos quieren nuestro polvito y nosotros sus dolaretes. Todo sale a pedir de boca”, dijo mirando al jefe de seguridad.



Un ruido agudo puso en actividad a la escolta del capo. “Es hora de partir”, dijo el jefe acomodándose la pistola que colgaba del cinto.  Una pequeña puerta se abrió en una de las paredes dejando al descubierto un largo túnel. La avanzada salió disparada. Con parsimonia Raterio acomodó sus trebejos en su bolsa de fino cuero. “Vamos”, dijo el jefe de seguridad. El recorrido fue pausado. De vez en cuando Raterio se detenía a mirar las inscripciones en las paredes. Estaba feliz. El negocio del siglo estaba en marcha. Siempre había soñado con inundar el mercado gringo de estupefacientes. Lo hacía fundamentalmente por dos razones: De un lado la danza de los dólares y de otro lado era la venganza contra el gobierno de este país por aquello del robo de Panamá. Sabía que este país miraba a los demás países por el hombro, con asco y con desprecio. Eso le indignaba. “Hay que fundirlos con la merca”, solía decir en sus extenuantes parrandas de dos y tres días al son de las mejores orquestas del país.



El túnel desembocaba en una callejuela desértica, rodeada de almendros y tamarindos; casuchas de mala muerte que a esa hora parecían solitarias. Apenas escoltas del capo disfrazados unos de mendigos, otros de homosexuales, travestis, otros de cantantes. Todos estaban ubicados estratégicamente. La noche era oscura y fresca. El peligroso delincuente avanzó un par de cuadras a pie mirando a su alrededor el ambiente, acariciando bajo su chaqueta la cacha de la pistola. Un carro con vidrios polarizado lo esperaba. Sin perder tiempo lo abordó. El vehículo avanzó de prisa hacia el centro de la ciudad. Cruzó el comando de la policía, los retenes sin ningún contratiempo. Fue directo a su nuevo escondite. Una posada enorme y espaciosa, llena de opulencia y excentricidad.



Recorrió parte de la vivienda Raterio con meticulosidad observando los puntos de escape. Fue al enfriador y sacando una botella de wiski, sirvió un trago, se acomodó en la sala principal sobre una silla aterciopelada. La guardia se alejó a sus puestos de vigilancia. “¿Alguna orden?”, dijo el jefe de seguridad al abandonar la posada. “Sí, invite al comandante de policía”, dijo bebiendo despacio el fino licor. A la hora exacta llegó el comandante de policía. Venía vestido de civil de saco y corbata. Perfumado. El saludo fue cordial. Se acomodó a su lado entrelazando las manos sobre sus piernas. Le repitió detalladamente lo que Raterio sabía. Solo algunos detalles adicionales de poca importancia. “Eres eficiente comandante”, dijo Raterio apurando la copa. “Cumplo con mi deber”, contestó sin convicción el polizonte. Raterio sonrió. Se incorporó fue hasta el fondo y sacando de la gaveta un fajo de billetes de alta denominación se lo colocó a su alcance. “Los favores se pagan”, dijo irónico. Los ojos del uniformado se descompusieron de avaricia. Era mucha plata. “Para ganarme esta suma – pensó extasiado – debo trabajar cien años sin descansar”. Como adivinando su pensamiento Raterio después de suspirar largamente dijo por entre los dientes con pausa prolongada: “Así es comandante, cómo me gusta su forma de ser”. Como niño que abre ante sus ojos su primer regalo, el comandante acariciaba los billetes con manos temblorosas y ansiosas. Contó solo el treinta por ciento del bajo de billetes. Acomodándolos en su maleta ejecutiva, se dispuso a salir.



“Un momento”, dijo Raterio. El comandante se sentó de nuevo y petrificado escuchó. “¿Cómo va el caso de Richard?” “Caramba – dijo el polizonte disculpándose – se me había olvidado contarte. Todo va bien. Doña Angélica ha mordido el anzuelo y muy posiblemente esta noche habrá pichanga y de todo”. “Magnífico”, dijo Raterio apurando otra copa. Su rostro se iluminó de alegría y de perversidad. Grises pensamientos cruzaron por su cabeza con extrema velocidad. Todo marchaba como se había presupuestado. Raterio miró nuevamente al uniformado de pies a cabeza y estrechando su mano lo despidió. “Hasta la vista comandante”, dijo con ironía. “Hasta la vista”, repitió el comandante abandonando la posada con celeridad. Abordó su vehículo particular y se alejó perdiéndose en la espesura de la noche.



Raterio lo vio desaparecer en la oscuridad a través del ventanal. “Comandante de mierda – dijo – lo tendré hasta que me sea útil”. Apuró la copa y por el citófono pidió varias chicas acompañantes. “Que sean jovencitas – dijo – quiero jugar con ellas”. La espera fue corta. Media docena de niñas de todas las razas desfilaron ante sus ojos morbosos. La noche fue corta, la diversión oceánica. Contrario a la reina de la noche anterior, ninguna de estas mujercitas fue ultrajada y golpeada. Incluso, no permitió que su escolta las tocara. “Son propiedad privada”, dijo al amanecer. “¿Cómo será el pago?”, preguntó una de ellas. El capo cogió un fajo de billetes y tirándolo al piso dijo: “Lo que pueda coger con su boca”. Las chicas se miraron extrañadas. Se abalanzaron sobre el piso y fueron recogiendo los billetes con abnegación. Raterio las miraba inmóvil con sus ojos abotagados de sueño. Una a una fue abandonando la posada. Al quedarse solo se tiró sobre la cama y durmió la parranda de un solo golpe.



Solo lo atormentaron las pesadillas. Se sintió flotar en el espacio, sin piernas y sin brazos. Caminar sobre el fuego, morir por ahogamiento. Vio el rostro del comandante de policía que estuvo a punto de capturarlo. Era tan diáfano la escena que sintió un estremecimiento glacial. Estuvo a punto de volverse loco. Intentaba eludir su mirada diáfana y cristalina. Era una mirada inocente, libre de todo pecado. Aquella mirada no era acusadora. Era triste como diciéndole por qué lo había apartado de sus hijos y de su mujer. ¿Quién respondería por ellos ahora? Le decía sin levantarle la voz: “La plata no lo es todo. El dinero no debe ser primero, lo primero debe ser el ser humano y dentro del ser humano la vida”.



Cerraba los ojos. Se tapaba los oídos con las dos manos. Se encogía como un caracol. Sin embargo, seguía viendo y oyendo con nitidez los reclamos del comandante de policía. Su mirada transparente lo seguía a todas partes, su voz apacible irrumpía con suma nitidez. Corrió por toda la posada. Salió al jardín. Brincó sobre la maleza. Cruzó los almendros y los tamarindos. Saltó sobre las piedras del riachuelo, subió la pendiente, cruzó la ciudad de un extremo al otro, visitó el necrópolis, los prostíbulos, los templos y en ninguno de ellos encontró tranquilidad y sosiego.



Al mirarse al espejo vio que sus dos ojos salían poco a poco de sus cuencas y se iban alejando en el espacio como pequeños cuerpos celestes, ganaban altura y desde esta altura divisaban la ciudad abajo llena de luces, carros en todas direcciones, semáforos deteriorados, prostitución y alcoholismo. Distinguía la lucha por el poder. La explotación del hombre por el hombre. Vio su cuerpo ciego moviéndose sin dirección chocando contra las paredes, maldiciendo, golpeando a quien se le atravesaba. Su escolta al verlo en esas condiciones salía despavorida sin rumbo fijo. La gente lo miraba con desprecio. Asco e indignación. Lo vio irse al fondo del abismo. El grito trémulo que estremeció al mundo, pero no generó solidaridad. Aquello para la humanidad fue interpretado como un trueno diabólico que anunciaba tormenta. Había llegado tarde el arrepentimiento. La suerte estaba echada.



Despertó ensopado de sudor. Tenía los dientes apretados. Los orines había salido, lo mismo su mierda. Permaneció algunos segundos ensimismado mirando el techo del aposento. La pesadilla había sido demasiado patética. Se inclinó y golpeó con violencia la mesita de noche. Cogió el fajo de billetes que no había alcanzado a recoger las seis chicas y lo volvió añicos. Maldijo. Fue a la regadera. La servidumbre entró de urgencia a asear el aposento. Al salir se acomodó en el sillón y sirvió un wiski. Lo tomó despacio. “Maldita sea – dijo para sus adentros – solo fue un sueño, una maldita pesadilla”. Comió despacio. Se le vino a su memoria la viuda del policía y sus retoños. Se preguntó sí tendrían hambre, sed, frío o soledad. Fue un pensamiento fugaz. Pronto reaccionó con virulencia. “¿En qué maricadas estoy pensando?”. Se incorporó y caminó despacio por la larga estancia. Buscó un Alkaseltzer al sentir malestar por la resaca. De todas maneras, la comida también le había caído mal.



Una leve llovizna comenzó a caer sobre la ciudad. Era una ciudad gris, fría y monótona. Miró a través del ventanal la larga avenida y las calles adyacentes. Uno que otro transeúnte deambulaba sonámbulo sin destino fijo. Pensó que la ciudad estaba muriendo de tedio y de soledad. Entonces, se le ocurrió la genial idea de financiar eventos deportivos y sin pensarlo ordenó al alcalde ponerse al frente de unas olimpiadas municipales que llenaran todas las expectativas de la comunidad. La inauguración sería con luces de bengala, música y comida para todos y todas. Sería un evento del cual se hablaría por muchas generaciones. “Eso ocurrirá – pensó – cuando Richard sea liberado”.



Una vez miró los libros de contabilidad que el estafeta le había colocado a su alcance, Raterio se estiró  y bostezando volvió a la cama. Quería descansar. Esta vez se santiguó y musitó oraciones en voz baja. No quería tener más pesadillas. “Si es así – dijo – mañana pagaré cumplidamente los diezmos”. “Dios – dijo – también le gusta el billete”. Morfeo lo sorprendió viendo televisión. La noche fue apacible sin pesadillas, al despertar al otro día, dijo radiante de alegría: “A Dios también se compra”. 



7



Richard pasó noche de perros. Pudo conciliar el sueño al amanecer. Despertó pasadas las ocho de la mañana. Tenía la boca amarga y los labios resecos. Permaneció inmóvil hasta que tomó conciencia de lo que estaba pasando. Entonces, se incorporó y palpó las cuatro paredes del cuarto como intentando encontrar una puerta, un pasadizo de escape. Golpeó con fuerza las paredes. Su rostro se contrajo en una mueca de impotencia y lanzando un puntapié contra la pared se sentó al borde del camastro. Crispó sus manos con furia y mirando al techo se dejó caer sobre el camastro desleído. Gritó con fuerza. Estaba histérico. Se haló la cabellera y escupió hacia arriba cayendo su saliva espesa sobre su rostro macilento. La idea de que había sido enterrado vivo le atormentaba. Le producía pánico.



Volvió a su memoria los recuerdos de estudiante. Las parrandas de padre y señor mío hasta altas horas de la madrugada. El licor sobraba, lo mismo el cigarro y la marihuana. Era feliz sin ser documentado para estar en sitios públicos. La llave era la propina. Una moneda era suficiente para comprar la patrulla o el detective que llegaba a indagar la vida de los demás. El show de striptease, qué maravilla. El mundo era un fandango y la vida una rumba corrida. Todo estaba concatenado. Era imposible no recordar el concurso de pilatunas, los piropos y el concurso de ropa interior. Una vez se salía de la misa mayor los domingos, el grupito se encontraba para festejar algún motivo y cuando no había se lo inventaba. La rumba era fija.



También recordaba los presentes que llevaba a los docentes para garantizar la nota del semestre. No era de poca monta. Tenía claro el pensamiento de Nicolás Maquiavelo que dice que el fin justifica los medios. Nunca se había preocupado por estudiar, siempre se había preocupado exclusivamente por aprobar el semestre con todo tipo de artilugios. “Este país no es de intelectuales – solía decir – es de títulos”. Por eso, cuanto curso salía en la comarca se inventaba la fórmula para conseguir el certificado, lo enmarcaba y lo iba anexando progresivamente a la hoja de vida. Entre sus amigos íntimos, que eran muy pocos entre otras cosas por su excentricidad, era conocido como “Licenciado de papel”. Intentó echar atrás este sobrenombre pero no pudo. A la final se dio al dolor y muchas veces frente al espejo repetía el sobrenombre con resignación en voz baja y sin suspirar. “Eso soy”, decía ensimismado.



Las imágenes de sus novias desfilaban como en un reinado de belleza. La cobriza, la espigada, la chaparra, la gordita, la flaca, la blanca, la negrita, la mestiza, la mulata. De cada una de ellas recordaba su experiencia frugal por cuanto era el que creía que la hombría se medía en la cantidad de mujeres que lograra llevar a la cama sin compromiso. “El amor es para una, la pasión para todas”, solía decir.



El paso por la costa caribe al terminar el bachillerato lo había marcado para siempre. Le había impresionado la alfombra marina, las olas, las playas y los cocoteros. Pudo conocer el origen del vallenato. La parranda costeña. La noche cálida en la Cartagena de Indias. Todo le había parecido tan mágico, sobre todo al recordar tímidamente el movimiento literario del surrealismo mágico inventado por el escritor del pueblito de Aracataca, Gabriel García Márquez. Jugó su mirada observando los almendros. Escribió crónicas desesperadas en su pequeña libreta de apuntes que refundía en sus tomatas prolongadas acompañadas a escondidas del alucinógeno.



Su madre había sido incondicional. Le toleraba todo. Lo justificaba todo. Era cómplice. Nunca se había preocupado porque fuera alguien en la sociedad, todo lo tenía al alcance de la mano. Rara vez se colocaba dos veces la misma ropa. Los zapatos eran importados. Sin embargo, no se podía afirmar que aquella familia era millonaria. Era de clase media con mentalidad oligárquica. No tenía inconvenientes en endeudarse con tal de aparentar. Como diría las abuelas, a cada santo le debía una vela. Pero, eso no importaba, lo que importaba era la felicidad de sus hijos. Ambos se habían levantado con esa mentalidad.



El chirriar de las tripas lo sacó de sus meditaciones. Por primera vez sintió hambre. Miró a su alrededor. Había arrojado el portacomida que los captores le habían dejado al partir. La comida estaba regada por el piso escabroso y polvoriento. Golpeó las manos entre sí con furia. Maldijo. No podía soportar la odisea, pero tenía que soportarla. ¿Qué más podía hacer? Volvió a gritar. Su voz salió ronca. La garganta irritada. Se puso en pie y volvió a recorrer el pequeño cuarto. “¿Por qué la puta pelona no llega y me lleva ya?”, se dijo con enfado. “¿Y si me quito la vida? Pero, ¿Cómo?”, se dijo mirando a su alrededor. El hambre se hizo cada vez más intensa y agresiva. Desafiando el orgullo se acuclilló y recogiendo una parte de espaguetis entre sus manos sudorosas se las llevó a la boca. La sintió agradable. Recogió más y comió con avidez. Tomó orines. Eran saladitos. Se tiró sobre el camastro bocabajo y sollozó.



Parecía una pesadilla de la cual no podía liberarse a pesar de los ingentes esfuerzos que hacía. Permaneció inmóvil largo rato. Entonces se puso nuevamente en pie y gritó con todas sus fuerzas, alguien tendría que escucharlo y acudir a sacarlo de allí. Sin embargo, la respuesta era el silencio. Nadie contestaba. Sabía que estaba bajo tierra, en un maldito sótano de un edificio de la ciudad. Comenzó a tomar conciencia de que moriría poco a poco, la agonía sería dramática, sin comida y sin bebida. Había perdido la noción del tiempo. No recordaba cuántas horas y días llevaba prisionero. No sabía quién lo tenía y por qué razón. Todo para él era un misterio. De un momento a otro se echó a reír. Era una carcajada estridente, incontrolable. Se reía de todo: De las paredes, del piso, de la comida regada, del polvo, de su vestimenta, de su desgracia. No paraba de reír. “La vida es nada”, dijo sollozando de las carcajadas. Se tiró al camastro y cogiéndose el estómago siguió riendo. A la final todo le parecía un chiste, una broma de mal gusto.



La mortecina luz de la bombilla permanecía encendida. No se había apagado un minuto. Buscó el interruptor pero no lo halló. “Es mejor así”, dijo con cierto aire de resignación. Se sentó en el borde de la cama y cruzó una pierna sobre la otra. “Cuando comience mi agonía final – pensó – no opondré resistencia, me dejaré llevar con estoicismo. Lo único que sé con certeza es que la muerte es inexorable. Todos habremos de morir, tarde o temprano. Creo que yo moriré temprano. No hay duda”. Entrecerró los ojos para amortiguar un poco el impacto de los rayos y permaneció así tratando de colocar la mente en blanco, era una forma de liberarse del calvario que estaba viviendo. “Por lo que veo – dijo – hasta los captores se han olvidado de mí”.



No bien pronunció esta frase lapidaria, escuchó un ruido extraño. Contuvo la respiración para oír mejor. “Quizá – dijo – me estoy volviendo loco. ¿Quién podría hacer ruido en estas profundidades? Podría ser los gusanos que se disponen a devorar mi carne y saciar así el hambre que les asiste”. Se paró y tocándose el cuerpo para cerciorarse que estaba aún con vida, suspiró profundo. Pensó por un momento que la locura sería una alternativa para liberarse del encierro. “Un loco no tiene conciencia de que existe”, se dijo para sus adentros, caminando despacio por el cuarto. Recordó el profesor de filosofía que llegó loco a clase, totalmente desnudo, caminando de para atrás, repitiendo textualmente el “Discurso del Método” de Renato Descartes. Esa imagen apareció de sopetón nítida en su memoria.



Sus compañeros de clase presenciaron la escena con recogimiento. Nadie abucheó, ni hizo comentarios obscenos. Permanecieron atornillados en sus puestos como momias, contestaron las preguntas una vez terminó la disertación y lo acompañaron algunos hasta la sala de profesores. El docente entró, se vistió y salió para la casa sin aspaviento. Ni un solo comentario. Se veneró la locura. “¿Qué hago para enloquecer y desprenderme de esta angustia que me mata?”, se dijo apesadumbrado. Entonces, volvió a sentir el ruido, esta vez con más nitidez. Estiró sus manos huesudas para palpar las paredes. No tenía claro de dónde había salido ese ruido. “Quizá – dijo – me estoy volviendo loco como el profesor de filosofía”. Se recostó contra la pared y volvió a sentir el ruido. Pegó el pabellón de la oreja derecha en la pared y contuvo la respiración. No tenía dudas. El ruido era evidente. Se mantuvo en vilo, a la expectativa. “Alguien camina con dificultad al otro lado”, se dijo.



La espera fue larga, azarosa y angustiosa. Su corazón aumentó su ritmo cardiaco. Parecía que se le iba a salir de la cavidad torácica. Podría ser una alucinación nítida que lo invadía de una vez y para siempre. Mil pensamientos desfilaban por su mente en una sucesión infinita. El ruido que había percibido persistente de pronto había desaparecido, era como si el viento se lo hubiera llevado. Aun así, Richard permaneció recostado contra la pared ceniza, mirando de reojo para el techo sin determinar un punto fijo.  “No oigo nada”, dijo apesadumbrado. Resignado se separó de la pared y avanzó hacia el camastro dejándose caer en el borde. “Ilusión vana”, dijo por entre sus dientes ya amarillentos. Pensó en la muerte. Dijo lo que solía decir su grupo cerrado cuando abordaba el tema. “La muerte es una vieja huesuda e inexpresiva que cuando llega, llega. No se anuncia. No pide permiso. No respeta edad, sexo o condición social. Sin embargo, se inclina por los enfermos, los hambrientos y los desnutridos. Es decir, los pobres”. Esa conclusión lo animaba. No era pobre, ni enfermo, podía perfectamente rechazar con energía la visita de la huesuda. Pero, qué objeto tenía rechazarla en las condiciones precarias en que se movía. Era una contradicción no abrirle la puerta para que la huesuda entrara y cumpliera cabalmente con su misión. “¿Para qué vivir en estas condiciones?”, se dijo balbuceando palabra por palabra.



Antes de terminar la última palabra de la manía frase de su selecto grupo, volvió a sentir el ruido. Fue nítido y prolongado. Saltó del lecho desbocado y se puso en guardia, abriendo sus ojos redondos y agudizando su oído. No era una alucinación.  Volvió a sentir su sangre fluir por sus venas y arterias. La fuerza que encarna la esperanza lo ubicaba en una dimensión dramática y definitiva. “La esperanza es vida”, dijo colocando de nuevo el pabellón de su oreja derecha contra la pared. Cada vez el ruido era más nítido. Se frotó las manos. Se acuclilló y espero con ansiedad. Fueron segundos eternos. Eran voces jadeantes. Sintió miedo. “¿Será la pelona?”, se dijo refugiándose en un rincón de la pequeña celda. “Moriré peleando”, pensó apretando sus puños con todas las fuerzas que aún tenía disponible. 



Volvió el silencio. Nuevamente el lacerante silencio inundó el cuarto. Sin embargo, Richard tenía plena conciencia de que al otro lado de esas paredes personas se movían con cierta dificultad. “¿Acaso, será otro secuestrado?”, se dijo aturdido por la excitación. Cuando menos lo esperaba la pared opuesta donde tenía pendiente el pabellón de su oído comenzó a chirriar. Lo hacía lentamente, venciendo el moho ocre con parsimonia. No tuvo tiempo para reaccionar. Quedó petrificado mirando la escena. Comprendió entonces que una cosa es decir y otra hacer. Hay un vacío entre la teoría y la práctica que la ciencia no ha podido llenar. Se sintió indefenso, temeroso y rendido. Miró extasiado. Lelo. Dos cuerpos sucios aparecieron sudorosos. Cada uno llevaba la pistola en la mano. “Contra la pared con las manos atrás”, dijo uno de ellos con grueso vozarrón. Richard, que había dicho que no se volvería a dejarse colocar las pozas y que se haría matar mil veces primero, giró sobre sus pasos indefenso y acató la orden sin oponer resistencia. “Así me gusta”, dijo el desconocido colocándole las pozas con fuerza. “No me vayan a matar”, dijo suplicante. “Todo depende de ti”, contestó el desconocido que le apuntaba con el arma.



“Camine por acá”, dijo el desconocido que lo tenía sujetado por el cuello. El túnel era angosto. Dando saltos de canguro los tres se desplazaron durante un largo recorrido. Con las manos atrás Richard se movía pesadamente. No había avanzado tres metros cuando tropezó y se fue hacia adelante. Cayó estrepitosamente. Su rostro chocó con el borde del túnel. Lanzó un alarido desesperado. La sangre comenzó a manar en abundancia. Se había raspado la frente y fracturado el tabique nasal. “Dios mío”, dijo. “Camine, dijo uno de los vigilantes, ya estamos cerca”. “Estoy sangrando”, dijo Richard apesadumbrado. “La sangre es escandalosa”, contestó uno de ellos, empujándolo con fuerza. Richard avanzó. Sentía el calor de la sangre bajar por su rostro. “Parezco un nazareno”, pensó.



El recorrido fue escabroso, lleno de vicisitudes. Al fin llegaron a un pequeño saloncito. “Hemos coronado”, dijo el escolta que abría la marcha. Se pusieron en pie y ayudaron con brusquedad a Richard para que hiciera lo mismo. Jadeantes, se quitaban el sudor los dos escoltas con la mano derecha. Richard estaba obnubilado. El sudor había caído a sus ojos. Aún la sangre le destilaba por su rostro. Las pozas le tallaban. Miró a su alrededor sin tomar conciencia del lugar. El salón era pequeño pero suficiente para los tres transeúntes. Tenía un olor ocre. Uno de los captores se comunicó por radioteléfono notificando que ya estaban en el sitio convenido. La orden fue esperar. Richard miró su cuerpo y pensó que estaba como un nazareno. Sin embargo, no hizo comentarios en voz alta, ¿Para qué? Tenía roto el pantalón. Sentía su cuerpo molido como si hubiera recibido una paliza. Pero estaba aún con vida y eso era para él era muy significativo. Miró de reojo a los captores. No eran los mismos que lo habían raptado. Quizás eran más jóvenes, uno de ellos, tenía cara de niño. Le había caído bien a pesar de todas las peripecias. “Pobres diablos – pensó – cumplen órdenes”.



Richard había soportado con estoicismo la sed. Tenía la garganta reseca. La saliva había desaparecido. Los labios los sentía cuarteados por la resequedad. Su cabellera revuelta y sus manos atadas atrás con las pozas. Las tripas comenzaron a crujir y la fatiga lo acosaba. No había probado alimento con juicio. Los captores hablaban en voz baja como haciendo planes en el aire. Pasos al otro lado, hicieron reaccionar a los captores. Se pusieron atentos a los movimientos. La estrecha puerta se abrió y bajo el pequeño marco apareció la figura grotesca de Raterio. Vestía un traje oscuro con corbata y encima una capa oscura, una bufanda del mismo color rodeaba su cuello. Tenía gafas oscuras. En su pretina la pistola. Sonrió. Fue una risita pálida y empalagosa. “Te felicito – dijo – tienes una mamá adorable, juiciosa e inteligente”. Richard lo miró con desprecio. Pensó en abalanzarse y molerlo a puñetazos. Guardó silencio. Clavando la mirada contra el piso esperó. Raterio dio una vuelta corta por saloncito y parándose de nuevo en el marco de la portezuela dijo sin emocionarse. “Hoy mismo regresará a casa”.



Richard levantó la mirada. Sus ojos tristes brillaron. “Señor, no entiendo mi detención, mucho menos que me diga ahora que hoy mismo estaré en mi casa. ¿Me quieres volver loco?”. Fue una manifestación espontánea, no pensada. Raterio, lo miró irónico. “Si tú colaboras, todo saldrá bien y hoy mismo estarás en tu casa con Angélica y Diana tu hermana”. Richard no asimiló bien la propuesta y pidió que se la repitiera despacio, porque según dijo, había perdido audición durante el cautiverio. Raterio no se incomodó y repitió la propuesta con detalles, pausadamente. El ambiente era diferente. “¿Estaré soñando? ¿Será otra maldita alucinación?”, se dijo mirando la figura recortada de Raterio. “¿Qué debo hacer?”, preguntó. “Fácil. Portarse bien y obedecer”, contestó Raterio.



Richard frunció el ceño. No entendía. Sin embargo, no dudó en empeñar su palabra. “Haré lo que tenga que hacer”, dijo. “Así está mejor”, dijo Raterio. Se inclinó levemente al momento de mirar a sus secuaces. “En marcha”, dijo y desapareció por el largo pasadizo. Uno de los guardias le explicó su buen comportamiento y la prontitud, pues el tiempo estaba cronometrado. El otro lo liberó de las pozas. Richard pudo estirar sus brazos adoloridos. “Tienes una hora para volver a ser el mismo”, dijo uno de los captores, mostrándole el pasadizo que desembocaba en un segundo cuarto. Richard sintió que sus energías volvían a su cuerpo, limpiándose sus manos entre sí avanzó a grandes zancadas. Cruzó el pasadizo rápido. No era tan largo. Entró a un cuarto enorme. Lujoso. Aseado. Recordó los salones franceses. Fue directo a la ducha. Buscó el traje de sus preferencias, los perfumes  y las lociones francesas. Se embadurnó. Se acomodó como pudo el tabique nasal. Aminoraba el dolor con la felicidad de la libertad. Cruzó varias veces frente a los enormes espejos, mirándose de pies a cabeza, por delante y por detrás. Maquilló levemente su rostro pálido. Fue al centro de la mesa y bebió una copa de wiski. Se sentó y esperó. Tomo de la alacena unas galletitas. Volvió a tomar wiski. Se sintió espléndido.



A la hora exacta, aparecieron los dos captores. Lo miraron sonriente. Uno de ellos, le extendió un documento y un esfero. “Lea y firme”, dijo. Richard tomó el documento entre sus manos y leyó mentalmente. “Pero, esto no es cierto”, dijo levantando la mirada. “No importa – dijo el captor – pero firme ya”. Richard apretó sus labios y empuñando el bolígrafo estampó su rúbrica. Lo hizo de mala gana. “Casi me matan y ahora me hacen firmar que me trataron divinamente. Qué bárbaros son”, pensó. El captor acercó el documento a la lamparita de centro para cerciorarse que había firmado. Entonces le pasó el huellero. “Ponga la huella del dedo índice derecho”, ordenó. Richard suspiró y mansamente obedeció. El captor volvió a acercar el documento a la lamparita de centro. Lo revisó esta vez con más detenimiento. Al comprobar la autenticidad lo guardó en la valija diplomática y ordenó partir rápidamente. Descendieron por una estrecha escalera de mármol en forma de caracol. El garaje era enorme y había varios vehículos estacionados. Uno de los captores abordó el campero de vidrios polarizados. “Cierre los ojos y espere nueva orden”, dijo el captor que no le quitaba la mirada de encima. Richard se apretujó en el asiento posterior, al lado del captor y cerró sus ojos.



El carro comenzó a rodar por el largo garaje. Dio varias vueltas y salió. Cruzó la avenida. En el romboide regresó y cruzó en dirección contraria buscando el sur de la ciudad. Atravesó calles y avenidas sin contratiempo a pesar que la hora pico se aproximaba. Fue al occidente y después al sur entonces avanzó por la avenida principal de la ciudad. “Ya puedes abrir los ojos”, dijo el captor, dejando escapar una risita maliciosa. Richard abrió los ojos y miró a través del vidrio polarizado la ciudad. Realmente no tuvo tiempo de emocionarse. Todo parecía un sueño de hadas. Una leve llovizna pertinaz caía sobre la ciudad. “Toma el paraguas, lo puedes necesitar”, dijo el captor que estaba atento a su lado.



El vehículo dejó la avenida y cogió una callejuela larga, la cual desembocaba en el parque de los periodistas. Estaba solitario a esa hora. Solo un perro hambriento buscaba un mendrugo de pan. Richard intentaba ubicarse pero no podía. Se restregó los ojos con las dos manos. “Bájate y siéntate en la banquita del centro. No intentes llamar. Espérate que te llamen”, dijo el captor. Richard saltó de la nave y despidiéndose a medias avanzó en busca de la banquita indicada. Era pequeña y deteriorada. Se sentó. A pesar de la ansiedad se mantuvo inmóvil como petrificado. Sabía perfectamente que era monitoreado por la mafia. No podía abortar el plan por alguna imprudencia suya. La friolenta tarde era evidente. Poco a poco las luces de la ciudad se iban encendiendo. Richard miraba ensimismado los carros a lo lejos que se desplazaban en todas direcciones. “Es una locura”, pensó.



Cinco minutos después el celular timbró. Temblando por la ansiedad contestó. “Hijo, hijo, dame la dirección para recogerte. ¿Dónde estás? Dime”. Richard se echó a llorar. Sus lágrimas rodaban por sus mejillas maquilladas. El nudo en la garganta le impedía hablar. Ambos lloraban. “Todo pasó”, dijo Angélica sollozando. “Estoy en el parque de los periodistas”, dijo Richard sollozando. “Vamos para allá”, dijo Angélica. Aunque la espera fue breve para Richard fue una eternidad. Cuando el auto de su madre se detuvo, Richard se puso en pie y abriendo el compás de sus piernas esperó pacientemente. No tuvo valor para avanzar hacia él. Diana saltó como una gata y seguida de su madre cruzó la distancia en un santiamén y colgándose del cuello de Richard lo besó una y otra vez. Lo tocó por todas partes y echándole el brazo por el hombro lo arrimó al vehículo. Todo era felicidad y lágrimas. Poco hablaron durante el recorrido.


Por entre una nube de periodistas, cámaras, micrófonos y flash, Richard entró casi que a empujones a su casa, fue directo a la sala y tirándose sobre su sofá preferido volvió a besar a Angélica, mientras le sostenía la mano a Diana. Volvió a sollozar. La criada le sirvió una infusión de hierbas aromatizadas. “Esto te caerá bien”, dijo. “¿Qué pasó?”, dijo Richard tranquilizándose un poco y saboreando la infusión despacio. “Lo mismo decimos nosotras”, repusieron Angélica y Diana casi en coro, mirándolo interrogante. “No sé – dijo  Richard mirando intensamente a sus seres queridos – lo único que sé es que estoy con vida y al lado de mis seres queridos”.


Angélica contó parte de la odisea que había emprendido para su liberación, la hipoteca de algunos de sus bienes para acceder al crédito bancario, de la solidaridad abnegada de la policía, sobre todo del comandante y de los mismos medios de comunicación. “Estos – dijo – no han ahorrado adjetivos a su favor, lo han calificado de mártir, héroe, hombre y prohombre. Lo han catapultado al estrellato de la noche a la mañana”. Diana agregaba a intervalos anécdotas, los diálogos confidentes con su novia y los comentarios del barrio. La criada se divertía escuchando desde la cocina a través de la amplia ventana mirando a sus amos felices y reunidos alrededor de un acontecimiento de tal envergadura. “Vino más hermoso”, pensaba entusiasmada.


Richard se estiró sobre el sillón para cambiar de posición y levantando su mirada reverencial suspiró profundo. La vida le había dado una segunda oportunidad. Era consciente de ello. Sin embargo, no había cambiado su comportamiento. Seguiría siendo el haragán de toda la vida, pues consideraba que su generación estaba concebida para disfrutar solamente lo que la anterior generación había creado con tanto heroísmo y convicción. “Nosotros – dijo en voz baja – no nacimos para crear sino para disfrutar”. Se incorporó, dio una vuelta corta por el salón y se encaminó a su cuarto. Estaba intacto. Se miró al espejo y sonrió levemente. “Que los medios sigan hablando mierda, seguiré siendo simplemente el licenciado de papel. Es mi destino. No voy a cambiar la historia”. Se tiró bocabajo sobre la cama y durmió hasta más no poder. A la final no sabía hacer más.


Fin

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